El mutuo respeto de los derechos, esencia de la convicción liberal

Por Enrique Aguilar: Publicado el 1/12/21 en: https://www.lanacion.com.ar/opinion/el-mutuo-respeto-de-los-derechos-esencia-de-la-conviccion-liberal-nid01122021/

El liberalismo no inventa enemigos para definir sus contornos y considera que la política sirve para contener el conflicto, no para azuzarlo; valora el diálogo y el debate de las ideas

El liberalismo y su grieta

El liberalismo y su grieta Alfredo Sábat

Hace unos años, Hugh Brogan escribió que el liberalismo se caracteriza ante todo por su condición paradójica: “Es un credo con libros sagrados, nombres sagrados y una historia sagrada, pero sin una definición universalmente aceptable”. En efecto, entre el liberalismo clásico, que postula un gobierno limitado, y las corrientes que propician una sociedad sin gobierno, un abanico de expresiones se ofrece a la mirada del observador que quiera adentrarse en el estudio de esta tradición intelectual. Quizá por eso, como aconsejó J. G. Merquior, resulta más sencillo “describir” el liberalismo que intentar reducirlo a una definición breve.

Incluso hay quienes rechazan la posibilidad de un consenso liberal fundado en valores universales. Así, John Gray considera que no se requieren valores, sino instituciones comunes para permitir que muchas formas de vida puedan interactuar sin necesidad de conciliar sus respectivas concepciones de lo bueno o correcto. Esta distinción entre “dos caras” del liberalismo lleva a Gray a agrupar a Locke, Kant y Rawls, por un lado, y a Hobbes, Hume y Berlin, por otro, como exponentes de lo que en el fondo serían dos filosofías incompatibles. También se ha dicho (Kukathas) que el liberalismo no propone un acuerdo epistémico, sino práctico: sujetarnos a las normas que toleren el desacuerdo.

¿Qué rasgos caracterizan mi modo de ver el liberalismo? En primer lugar, la desconfianza hacia todo intento de transformar la naturaleza humana. Dado que no somos ángeles, el liberalismo considera que las instituciones se vuelven necesarias. También desconfía de los “proyectistas individuales”, del afán por la simetría y de toda pretensión de ajustar la organización social a las reglas de la lógica. Por eso asigna un rol esencial a la prudencia: circunscribir el lugar de los principios. No se aferra ciegamente a lo establecido y prefiere las innovaciones graduales a los cambios violentos.

Este liberalismo hace suya la tesis del conflicto, entendido como “catalizador del acuerdo” (Rosler). No inventa enemigos para definir mejor sus contornos y considera que la política sirve para contener el conflicto, no para azuzarlo, a partir del reconocimiento de la legitimidad parcial de las opiniones de los demás. Consciente de los aplazamientos y límites que nos impone la realidad, descree de las soluciones mágicas y de los profetas de la salvación que las prometen.

A estas alturas, no resulta concebible otro liberalismo que no sea democrático, esto es, que reconozca plenamente la soberanía popular como única fuente de legitimidad y adhiera al principio mayoritario como criterio rector en la toma de decisiones, cuyo límite son los derechos individuales, debidamente salvaguardados.

El liberalismo valora el diálogo y el debate de las ideas. Ve en el disenso un signo de salud intelectual, y en la crítica, una forma de compromiso. Los considera un insumo fundamental para el progreso del conocimiento y para la convivencia plural. Como decía Madame de Staël, “el despotismo, si no es la causa, es el resultado de la unanimidad”. Por tanto, a un liberal no podría resultarle ajena esta máxima del republicanismo clásico: audi alteram partem, “escuchad a la otra parte”. “Solo el pensamiento puede combatir el pensamiento –escribía Constant–, solo el razonamiento puede rectificar el razonamiento”. Siendo así, el insulto, la “cancelación” u otro medio de sustituir la labor de argumentar por la violencia verbal deberían ser ajenos al ethos liberal. Combatir a “los zurdos” no es una proclama liberal, sino maccarthysta. Por lo demás, un liberalismo cerrado ha sido y será siempre una contradicción en los términos.

A propósito de la república clásica, varios próceres del liberalismo valoraron el lugar de la virtud cívica como precondición de libertad. Para citar solamente a James Madison, “suponer que, sin ninguna virtud por parte del pueblo, cualquier forma de gobierno asegurará la libertad y la felicidad es una idea quimérica”. Por eso Madison apelaba también al espíritu “vigilante” del pueblo norteamericano como un elemento indispensable a los fines de evitar “la elevación de unos pocos sobre la ruina de muchos”.

El liberalismo respeta las formas y los controles horizontales, que contribuyen a preservarnos de la arbitrariedad. No rinde culto a la personalidad de nadie. Prefiere que los individuos hagan valer su independencia en lugar de prestarse a un proselitismo que los mimetiza. Tampoco es condescendiente con el autoritarismo político y la manipulación institucional. No puede avalar gobiernos que actúan por decreto, cooptando la justicia, maniatando al legislativo, o donde se robe para la corona. Ninguna reforma de mercado puede compensar esos excesos. Está de más agregar que nunca podría consentir la violación masiva de derechos humanos, el terrorismo de Estado o la ausencia del debido proceso. Con Montesquieu, sostiene que “si la inocencia de los ciudadanos no está asegurada, tampoco lo está la libertad”.

El liberalismo no puede aliarse con un ideario que conciba a la nación como una realidad irreductible o con voluntad propia. Con relación al populismo, no solo rechaza su macroeconomía, sino también otros elementos diseccionados por una amplia literatura. Por ejemplo, en la “anatomía” expuesta por Rosanvallon: a) la división del pueblo en dos campos antagónicos; b) una teoría de la democracia plebiscitaria, donde la categoría de followers califica el vínculo entre los individuos y el líder; c) un modelo de representación encarnada en ese liderazgo, y d) un régimen de pasiones y emociones que destila rabia, resentimiento y repulsión.

En una entrevista televisiva recogida luego bajo el título Le spectateur engagé, Raymond Aron recordó que fue en la década del 20 (había nacido en 1905) cuando comenzó a sentirse liberal “por temperamento”. Después llegaría el andamiaje teórico. Por su parte, Allan Bloom, al evocar al maestro admirado a ambos lados del océano, calificó de inusual esa suerte de “ascetismo espiritual” que consiste en “creer en el derecho que los demás tienen de pensar como les plazca”. El mutuo respeto de los derechos, agregaba, “es la esencia de la convicción liberal”.

Entre nosotros, el enfrentamiento entre distintas posiciones liberales trasciende el debate académico, pues involucra cuestiones personales, viejos enconos y acaso la pretensión de arrogarse un monopolio interpretativo de las ideas. Esa grieta se ha ahondado últimamente. Como si se tratara de una burla de la historia, el verticalismo, la intolerancia y un nivel de agresividad que pasma se han instalado en el interior del liberalismo.

No obstante, si convenimos en que el liberalismo es una suma de convicciones y también un temperamento, tal vez haya espacio para la búsqueda de diagonales y puntos de encuentro entre los que hoy parecen ser caminos divergentes. A este fin, sería necesario mirarse previamente al espejo para hurgar en los propios extravíos.

Enrique Edmundo Aguilar es Doctor en Ciencias Políticas. Ex Decano de la Facultad de Ciencias Sociales, Políticas y de la Comunicación de la UCA y Director, en esta misma casa de estudios, del Doctorado en Ciencias Políticas. Profesor titular de teoría política en UCA, UCEMA, Universidad Austral y FLACSO,  es profesor de ESEADE y miembro del consejo editorial y de referato de su revista RIIM. Es autor de libros sobre Ortega y Gasset y Tocqueville, y de artículos sobre actualidad política argentina.

ESTADOS, NACIONES, FRONTERAS E INMIGRACIÓN.

Por Gabriel J. Zanotti. Publicado el 11/10/20 en: http://gzanotti.blogspot.com/2020/10/estados-naciones-fronteras-e-inmigracion.html

Cuando L. von Mises vio disolverse su amado Imperio Austro-Húngaro (sí, lo amaba, detalle interesante para los anarco-capitalistas) escribió una de sus más monumentales y menos leídas obras: Nation, State, and Economy. Allí sistematizó una de sus grandes ideas: la diferencia entre estado y nación, tema que aparecería de vuelta en Liberalismo y en Teoría e Historia. La nación es una unidad cultural unida por el lenguaje (adelantándose a Wittgenstein, describió perfectamente el papel performativo del lenguaje respecto a las formas de vida culturales). Un estado, en cambio, es una unidad administrativa, cuya función es ser el aparato social de coerción que para Mises estaba destinado a la protección de los derechos individuales que, a su vez, debían ser universales a las diversas culturas.

 Por lo tanto, él soñó no con una separación, sino con una unión, bajo un mismo estado federal, de las diversas naciones. Estas últimas no debían estar unidas ni por la educación, ni por el lenguaje, sino sólo por el respeto a las libertades individuales de todos, y a la libre entrada y salida, de capitales y de personas, entre las diversas naciones. Por eso para Mises la libertad educativa y de lenguaje eran tan importantes. En realidad Mises soñó con un mundo cuyas diversidades culturales no fueran impedimento para una unidad que pasara –nada más ni nada menos- por las libertades individuales y la libre entrada y salida de capitales y de personas.

 ¿Demasiado para la naturaleza humana? Puede ser. Hubo, sin embargo, acercamientos. Tal vez los “Estados unidos” fueron, al inicio, eso. Tal vez la Argentina de fines del s. XIX, donde todo el mundo, literalmente, entró, fue eso. Pero esas ocasiones históricas tienen mucho de casual. Coinciden con momentos donde hay cierto consenso cultural sobre “la llegada del otro”, donde el otro no es tan otro. Para cierto norteamericano promedio había otros, esto es, negros y latinos, y para ciertos argentinos promedios, a fines del s. XIX, los otros eran realmente los negros –que no había- y los indígenas –casi totalmente eliminados-. El europeo no era otro. Se parecía al criollo. Los españoles “volvieron” y los “tanos” eran simpáticos. Y listo. Y otras comunidades eran caucásicas. 

El problema, para la convivencia de las naciones, es el otro, el verdaderamente otro. El otro, el que tiene rasgos y color verdaderamente distintos, el que tiene costumbres e idioma verdaderamente distintos, es un problema para la naturaleza humana. O sea, luego del pecado original, el hombre es un problema para el hombre, porque todos somos otros en relación a otros. Todos somos extranjeros cuando nos toca serlo. 

¿Tuvo razón Hobbes, entonces? No sé. Tal vez hubo un momento “lockiano” en la historia. Tal vez EEUU fue eso: la única nación cuya unidad no pasaba por una raza, religión, sino por la adhesión a la Constitución Federal. Tal vez no fue así. Pero, ¿debe ser así?

 Sí, en cuanto ideal regulativo de la historia. La única unidad deseable es un sistema constitucional donde la igualdad sea la igualdad de derechos individuales por los cuales nuestra diversidad se manifiesta. A partir de allí, las diversidades se integran. El comercio, el libre contrato, implica que marcianos, italianos, venusinos, japoneses, puedan intercambiar sus bienes y servicios, y por ende, sus lenguas, culturas, usos y costumbres que se unen, no heroicamente, sino bajo el único incentivo que ha probado ser, para millones y millones de gentes con conocimiento disperso y prejuicios diversos, más fuerte que las guerras. La emergencia del liberalismo político y económico en la historia no fue el surgimiento del reino de los cielos, sino del único reino posible luego del pecado original. Lo demás tiene otros nombres: esclavitud, servidumbre, guerra, sumisión, crueldad. 

Claro que los economistas clásicos y los austríacos tienen razón cuando prueban que la libre movilidad de capitales y de personas aumenta la productividad conjunta y el nivel de vida para todos. Es la solución de la pobreza y del subdesarrollo. Pero lo difícil es el corazón humano que no quiere ver al otro, aunque el otro sea el famoso plomero en Domingo de Woody Allen. Si es el hijo del tano de la vuelta, todo bien. Si es negro y habla francés, mm…. 

¿Y qué pasa si hay guerras potenciales? ¿Qué pasa si sospechamos que “el otro” es terrorista? Para eso las visas, que son sistemas de fiscalización, pueden ser admisibles. Pero deben ser la excepción, no la regla. Pero no, parecen ser la regla. Entonces la guerra es la regla y la paz es la excepción. Entonces Hobbes es la regla y Locke la excepción. Entonces, ¿el liberalismo fue verdaderamente excepcional?

 Claro que Trump está equivocado en sus políticas proteccionistas. Pero repentinamente parece ser el único equivocado. Los fascistas, los comunistas, los intervencionistas, los socialdemócratas, o sea todos excepto nosotros, los pérfidos liberales, están todos de acuerdo con naciones cerradas, con aranceles, visas, pasaportes y todo tipo de control “al extranjero”. Ah si, pero ellos no son Trump. Trump es el nacionalista malo. Ellos son los nacionalistas buenos. Es así de fácil. 

Las naciones son en sí mismas buenas. Asi somos los humanos. Nos sentimos bien con unidades culturales lingüísticas (yo no). El problema está en las naciones cerradas, pero parece que no podemos desprendernos de ello. Sí, el EE.UU. originario, la Argentina del s. XIX, con todos sus desastres e imperfecciones, abrieron las fronteras, pero fue algo verdaderamente excepcional. La guerra parece ser lo normal. 

Pero si la guerra es lo normal, pongámonos del lado de la excepción. El liberalismo es un mandato moral. Es el contrapeso de la historia de la guerra. Es contraintuitivo. Es vivir con el otro. Ya no hay extranjero o de aquí, ya no hay documentado o indocumentado, ya no hay nacional o inmigrante, porque todos son uno en la igualdad ante la ley.

Gabriel J. Zanotti es Profesor y Licenciado en Filosofía por la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (UNSTA), Doctor en Filosofía, Universidad Católica Argentina (UCA). Es Profesor titular, de Epistemología de la Comunicación Social en la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor de la Escuela de Post-grado de la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor co-titular del seminario de epistemología en el doctorado en Administración del CEMA. Director Académico del Instituto Acton Argentina. Profesor visitante de la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala. Fue profesor Titular de Metodología de las Ciencias Sociales en el Master en Economía y Ciencias Políticas de ESEADE, y miembro de su departamento de investigación. Publica como @gabrielmises

Distintos nombres para el mismo delito

Por Gabriel Boragina. Publicado en:

Los tributaristas distinguen impuestos de tasas, pero para estas últimas caben las mismas consideraciones que respecto de los impuestos: en ningún supuesto se justifica la coerción y, en el caso de las tasas, si la «retribución» también es forzada será un robo de igual categoría que el latrocinio que el impuesto representa. Es cierto que pueden elaborarse cientos de teorías que justifiquen el robo (en este caso según quien sea el sujeto que hará las veces de ladrón) pero por mucho que los ladrones cambien, por muy refinados que resulten sus métodos, por muy importantes que sean unos delincuentes con respecto a los otros, el que roba será igual de ladrón como lo es cualquier otro ladrón.

Y el mandamiento de Dios «no robaras» se dio nada más y nada menos porque ya en aquel tiempo existían los ladrones.

Además de ser «prácticamente imposible determinar en qué proporción los servicios han beneficiado a cada contribuyente» como dice Goldstein[1], hay que tener en cuenta que el servicio en cuestión no llega a todos, por lo que, si bien todos pagan el impuesto por el servicio no todos lo reciben, es decir, el impuesto además de antieconómico es siempre injusto, y está injusticia no hay ningún modo de repararla excepto eliminando el impuesto de cuajo. No hay otra fórmula para solucionar este problema.

Por ejemplo, tomemos el caso de los ferrocarriles estatales argentinos, no llegan a todas las ciudades, pueblos y localidades del país sin excepción. Sin embargo, todos pagamos los impuestos para mantener un servicio del que solo «disfrutan» algunos (los que viven cerca de alguna estación de ferrocarril) y perjudica al resto de la población (los que viven lejos o viviendo cerca no tienen ni siquiera para pagar el pasaje, o no los usan por trabajar en sus domicilios o muy cerca de los mismos), o usan otros medios de locomoción más económicos, o de otro tipo. Otro ejemplo similar es el de la empresa de aviación Aerolíneas Argentinas y, en general, todas las actividades que -de una u otra forma- el gobierno ha tomado a su cargo o explota directa o indirectamente, con el agravante que el costo de mantener esas empresas y actividades supera con creces los ingresos que las mismas reciben, lo que hace que sistemáticamente sean deficitarias y arrojen pérdidas.

Si bien no es posible saber a quiénes benefician los servicios, si es posible saber que perjudican a una enorme mayoría de personas que no tienen disponible el mismo por razones de distancia o de costos.

«2* Teoría: el impuesto es «una prima de seguro por la prestación que hace el Estado». Se halla inspirada en los principios individualistas de los filósofos Hobbes, Spinoza, Kant y los economistas fisiócratas, así como los políticos Montesquieu y Thiers. Las réplicas a esta teoría son también numerosas, y se inspiran generalmente en que el Estado moderno ya ha superado la etapa de la era producción de la seguridad de las personas y de los bienes, al decir de Flora, sino que realiza muchos otros fines. De ser exacta la teoría, infinidad de ciudadanos nada tendrían que pagar por concepto de impuestos al carecer de toda clase de bienes para asegurar. El Estado, por lo demás, conformándose a la teoría del seguro debería salvaguardar los bienes y las personas de quienes mejor retribuyen, en forma de impuestos, lo cual es inexacto. Un argumento más, en contra, desvanece la base misma de la teoría: el seguro está originado en un contrato; el impuesto en un mero deber.»[2]

Lo primero que sorprende él es rótulo de «individualistas» a los autores mencionados, en especial respecto de Hobbes. Claro que, tampoco se puede etiquetarlos de colectivistas. Pero si por «individualista» se entiende liberal es muy dudoso que aquellos autores encajen en este último concepto. Fuera de esto, la «producción de la seguridad de las personas y de los bienes» no es ni con mucho una simple «etapa» de una «era» sino que es la única función que cabría reconocerle al gobierno, lo que, como ya señalamos, en manera alguna justifica su monopolización por parte del mismo. Si se quiere admitir que el gobierno preste algunos servicios, debería hacerlo en competencia con el sector privado de la economía. Es cierto que lo que estos autores llaman «estado» (cuando quieren referirse a lo que no es más que el gobierno) «realiza muchos otros fines» pero, nuevamente, se tratan todos de fines que bien podrían ser llevados a cabo con mucha mejor eficiencia -y a menor costo- por la actividad privada, y que el gobierno efectúa arrogándose funciones que -con mucha ventaja- los particulares -solos o asociados- vienen cumpliendo desde hace siglos.

Ninguna razón, excepto la voracidad fiscal ya analizada, y el haber monopolizado el uso de la fuerza, hizo que el gobierno se apoderara de tales fines y actividades necesarias para llevarlos a cabo. Pero la voracidad fiscal por sí sola no hubiera conseguido que los aparatos estatales del mundo asumieran y monopolizaran fines y medios que -con gran ventaja, mejor provecho y a un costo infinitamente menor- venía desempeñando exitosamente la iniciativa privada.

Fue necesaria una prédica constante y paciente que comenzó en las escuelas primarias, se extendió a las secundarias, y después llegó -más temprano que tarde- a las aulas universitarias hasta hacerse y convertirse en ese pensamiento único que se llama estatismo. Es la doctrina que campea por doquier y se da por sentada en todas partes como la única «lógica». Se resume en que el «estado» todo lo puede y lo debe, y es en base a este supuesto «deber» que sus teóricos lo han facultado a obligar a todos los ciudadanos a financiar ese «poder» y ese «deber». Nada diferente a lema de Mussolini «Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado». Este es, en suma, el único fundamento del impuesto. Pero como vimos, es un «fundamento» falaz, refutado con los contrafundamentos que hemos dado en este y en nuestro otro trabajo.


[1] Mateo Goldstein. Voz «IMPUESTOS» en Enciclopedia Jurídica OMEBA, TOMO 15 letra I Grupo 05.

[2] Goldstein, M. ibidem.

Gabriel Boragina es Abogado. Master en Economía y Administración de Empresas de ESEADE. Fue miembro titular del Departamento de Política Económica de ESEADE. Ex Secretario general de la ASEDE (Asociación de Egresados ESEADE) Autor de numerosos libros y colaborador en diversos medios del país y del extranjero. Síguelo en  @GBoragina

La peor derrota de la democracia

Por Mauricio Alejandro Vázquez. Publicado el 12/8/20 en: https://www.dataclave.com.ar/opinion/la-peor-derrota-de-la-democracia_a5f334e56c3754c5b6be7ecea

La naturaleza de nuestro enfrentamiento se ha dado dentro de la institucionalidad democrática. Pero sorprende, en el último tiempo, la liviandad de gran parte de la dirigencia política de fomentar un lenguaje de odio y de división de clases.

Muchos recuerdan aun el emblemático discurso del Dr. Raúl Ricardo Alfonsín, con el que se inauguraba el actual (y más prolongado) período democrático de la historia de nuestro país. Con la icónica frase de “con la democracia se come, se cura y se educa”, el primer mandatario llevaba a la población una esperanza concreta (la de la buena gestión de la cosa pública), que por detrás incluía otras pretensiones no menores o, incluso, más relevantes.

Luego de un sangriento período de enfrentamiento, la Democracia no solo encarnaba sobre sí la expectativa de volver a poner al país en la senda del desarrollo económico y social, sino al mismo tiempo, el hacerlo sin que la sangre del pueblo argentino volviese a regar nuestro suelo, y que por ende, el conflicto social fuese reconducido por la senda del debate político, el diálogo partidario, y las elecciones libres que, en última instancia, son el colofón de todo ese océano casi infinito de opiniones, encausadas en el ordenamiento institucional.

La stasis (en griego στάσις), es en gran medida la materia principal de estudio de la Teoría Política. Entendida ésta como el enfrentamiento de un pueblo contra sí mismo, ha sido uno de los tópicos que más ha inquietado a los grandes pensadores de lo público. Desde Platón a Aristóteles, de San Agustín a Santo Tomás, desde Maquiavelo a Hobbes, y desde este último a la modernidad y la posmodernidad, la cuestión sobre cómo construir una sociedad que logre resolver sus diferencias intrínsecas sin llegar al enfrentamiento agonal que deriva en la sangre derramada de los conciudadanos, ha sido la materia principal del debate de política arquitectónica que más ha prevalecido a lo largo de los siglos.

Esta preocupación no ha sido baladí. Vastos son los argumentos orientados a señalar que, a diferencia incluso de lo que ocurre cuando pueblos ajenos se enfrentan entre sí, el combate entre los miembros de una misma nación tiene consecuencias incluso más perniciosas y duraderas. Como si la sangre vertida entre iguales, fuese muchísimo más difícil de borrarse del pavimento histórico y de la memoria compartida.

Paradójicamente, Argentina es un país con pocas razones para el enfrentamiento social violento. Si un observador neutral y atento mirase nuestra conformación histórica, confirmaría que al interior de nuestras fronteras prácticamente no existen los componentes típicos que llevaron a otros pueblos a levantarse en armas contra sí mismos.

En Argentina no han existido diferencias raciales o étnicas, como si sucede en otras latitudes del globo. Tampoco hemos estado signados por enfrentamientos religiosos profundos (por el contrario, a lo largo del tiempo hemos sido señalados como ejemplo mundial de convivencia religiosa). Tampoco hemos tenido que vivir divisiones estamentales, tribales o de castas, como sí ocurre incluso en países del presente inmediato. Por el contrario, la naturaleza de nuestros enfrentamientos ha sido, las más de las veces, de índole ideológica y/o política, las cuales perfectamente pueden ser resueltas por la competición de ideas, dentro de la institucionalidad democrática. Sin embargo, todos sabemos, rara vez ha sido así. Justamente por ello, y volviendo al comienzo de esta nota, la consolidación de la Democracia incipiente, a partir de 1983, fue un fin en sí mismo.

Dicho todo lo cual, nos sorprende con qué liviandad en los últimos tiempos, gran parte de la dirigencia de todo el arco político argentino, e incluso el periodismo, ha comenzado a utilizar un lenguaje que fomenta el odio y la división de clases. Habiendo sido Argentina vanguardia mundial en la movilidad social, hoy día gran parte del cuerpo dirigencial parece convencido que la mejor manera de gobernar y comunicar, es generando un enfrentamiento artificial entre componentes de la sociedad que debieran ser incentivados a cooperar entre sí para la generación colectiva de un proyecto político y social inclusivo.

De institucionalizarse esta práctica irresponsable, la Democracia, a nuestro entender, habrá fallado en su objetivo principal y primario: la armonización de intereses. Y habremos cristalizado un orden social basado en una desigualdad permanente, porque se vuelve impensado el cómo un país que llegó a ostentar tristemente más de un 60% de los niños por debajo de la línea de la pobreza, podrá generar suficiente riqueza y valor para sanear esta situación, mientras impere una lógica de enfrentamiento entre quienes naturalmente debieran ser invitados a la cooperación.

Es nuestro deseo que estas líneas inviten al cuerpo político a comprender más antes que después, que la construcción política basada en el fomento de la discordia y el enfrentamiento, puede resultar provechosa en lo inmediato, pero absolutamente destructiva de un proyecto de país sustentable, en el mediano y largo plazo.

Mauricio Alejandro Vázquez es Título de Honor en Ciencia Política por la Universidad de Buenos Aires, Magister en Ciencias del Estado por la Universidad del CEMA, Magister en Políticas Publicas por la Universidad Torcuato Di Tella y coach certificado por la International Coach Federation. Ha trabajado en la transformación de organismos públicos y empresas. Actualmente es docente de Teoría Política, Ética, Comunicación, Metodología y administración en UADE y de Políticas Públicas en Maestría de ESEADE. También es conferencista y columnista en medios como Ámbito Financiero, Infoabe, La Prensa, entre otros. Síguelo en @triunfalibertad

UNA JUGOSA HISTORIA DE LA CIVILIZACIÓN

Por Alberto Benegas Lynch (h)

 

Muchas y copiosas son las historias escritas pero hay una de características peculiares por su profundidad, por el amplio período que abarca y, al mismo tiempo, por su extensión relativamente reducida. Se trata una de las obras de Louis Rougier publicada en francés en 1969 y traducida al inglés con el título de The Genius of the West en 1971 con prólogo del premio Nobel Friedrich Hayek quien detalla los libros y ensayos publicados por el autor y sus esfuerzos por reunir a intelectuales del liberalismo para hacer frente al espíritu socialista que comenzó a prevalecer especialmente a partir de la Segunda Guerra Mundial. Ahora se encuentra disponible una cuidadosa traducción al castellano por Unión Editorial de Madrid titulada El genio de Occidente.

En lo personal, llegué tarde para tener el privilegio de estar nuevamente con él (mucho antes lo había conocido fugazmente cuando mi padre lo recibió en  Buenos Aires en el Centro de Estudios sobre la Libertad), pues siendo rector de ESEADE lo invité a pronunciar conferencias pero a vuelta de correo llegó una amable carta manuscrita con una muy prolija caligrafía de su mujer en la que me informaba de la reciente muerte de su marido ocurrida en el mismo mes de mi invitación, en octubre de 1982.

En esta nota periodística intentaré un recorrido por los pasajes más sobresalientes de este libro que consta de 17 capítulos en los que este doctorado en la Sorbonne y profesor en diversas universidades francesas, italianas y estadounidenses resume una muy jugosa visión sobre lo que estima son los tramos más relevantes de la civilización en la que vivimos.

Rougier abre su trabajo con el mito de Prometeo quien desafió la voluntad de Zeus al robar fuego de los cielos y entregarlo a los mortales. Esto dice Rougier pone de manifiesto el espíritu de la rebelión frente a los dioses “lo cual simboliza los miedos de la gente primitiva en la presencia de las fuerzas naturales que los domina y aterroriza”. El autor subraya que este mito ilustra la necesaria curiosidad y el amor por la aventura del pensamiento. Esto ilustra la insistencia en mejorar las cosas y no considerarlas inamovibles. Apunta que la contribución de los griegos a la civilización occidental es el haberle dado un sentido claro y preciso a la razón, en contraste con oriente que en general se asimilaban a los dictados de los reyes puesto que “la ciencia no se satisface con las evidencias de los sentidos que describen el como de las cosas sino que busca la evidencia intelectual que explica el porqué de las cosas”, le atribuyeron preeminencia al logos como sentido, como razón, como estudio, como investigación de las causas útimas .

De esta postura frente al conocimiento, el autor deriva la idea de la democracia griega que sostiene era “el gobierno de las leyes y no el gobierno de los hombres” en el contexto de la igualdad ante la ley por lo que en este sistema se reservaba la expresión polis para aludir a la ciudad gobernada por la ley en cuyo ámbito señala la importancia que la civilización griega le atribuía a la moneda con sólido respaldo en plata como era el dracma y sus inclinaciones al comercio libre facilitada por contar con dinero confiable.

En el siguiente capítulo se subraya el orden jurídico de la Roma republicana en cuanto a “la protección contra el poder arbitrario” basado en el concepto de derecho natural en línea con lo expresado por Cicerón en cuanto a que “la verdadera ley consiste en la recta razón en concordancia con la naturaleza que es de aplicación universal, inmutable y eterna”, lo cual fue posteriormente elaborado y ampliado por autores como Hugo Grotius, Algernon Sidney y John Locke.

El cuarto capítulo se destina a describir y condenar la esclavitud, una de las  manchas negras más nefastas de la historia del hombre. Rougier se pregunta porqué los griegos no trasladaron sus contribuciones a una revolución industrial y se responde que esto se debió a la horripilante y entorpecedora institución de la esclavitud por lo que “en muchas ciudades la actividad de los habitantes  era considerada incompatible con el ejercicio de las tareas manuales”. Incluso, como es bien sabido, Aristóteles avalaba la esclavitud y concluyó que “el esclavo es una herramienta viviente” (parlantes decían otros).

El autor subraya que esta fue una de las razones centrales de la decadencia romana puesto que “al ser incapaces de sustentarse recurrieron al estado para alimentos, cobijo y diversión de lo cual derivó el panem et circenses […] el número de parásitos que el Imperio debía financiar creció cada vez más, mientras la productividad de la clase media se hizo cada vez más reducida […] y para atender la consecuente crisis el Imperio se volcó a la planificación totalitaria y a las asociaciones compulsivas […] con lo que  se transformó en un derroche general y en todos trabajaban para el estado burocrático” lo cual terminó en el derrumbe romano y sus satélites.

Señala que al cristianismo de la época no solo no se le ocurrió proponer la abolición de la esclavitud sino que aconsejaban obedecer a los dueños (Corintios 1, 7:20-22) pero también es muy cierto que con el cristianismo comenzó un revolución de fondo en la buena dirección al rehabilitar el trabajo manual y, sobre todo, al enseñar que todo ser humano tiene la misma dignidad independientemente de su condición, nacionalidad y etnia como en Gálatas 3:28 (incluso mostrar como un Papa proviene de la condición de esclavo como Calixto). Esto a pesar de los abusos de emperadores cristianos como Constantino con todos sus atropellos y persecuciones a los no cristianos.

En medio de las pestes recurrentes, a fines de la Edad Media comenzaron a aparecer comerciantes debido a las libertades que se otorgaban en los recientemente creados burgos (de allí el burgués) ya sea por hazañas militares u otras condiciones apreciadas circunstancialmente por los señores feudales. En esa época se produjo la invención de los caracteres móviles de Guttenberg lo cual permitió una notable difusión del conocimiento junto al desarrollo de transacciones comerciales y las incipientes faenas bancarias.

En esta línea de progreso se fue desarrollando lo que se conoce como el Renacimiento por la expansión de la libertad lo cual permitió retomar el ímpetu antes del oscurantismo. Rougier subraya las notables contribuciones artísticas, culturales, científicas y comerciales de ese tiempo, todo ello a contracorriente de las intolerancias religiosos, la quema de libros y manuscritos. “Los gigantes del Renacimiento fueron Leonardo da Vinci, Francis Bacon, Galileo y Descartes […] todo debido a la preservación del obsequio principal de la naturaleza: la libertad”, nuevamente en un ámbito donde asomaba la amenaza de la Iglesia contra la ciencia, lo cual ejemplifica el autor con el juicio a Galileo alimentado por el  Papa Urbano VIII y sentenciado por el Santo Oficio (“lo obligaron a Galileo Galilei a arrodillarse y abdicar de la física” escribe Ortega). Rougier se refiere detenidamente a los aportes científicos y evolutivos de Copérnico, Kepler, Galileo y Newton y luego a Pascal, Turgot y Condorcet y la consecuente idea de progreso como algo a lo que debía darse rienda suelta en un clima de respeto recíproco.

En el onceavo capítulo Louis Rougier se detiene a considerar los aportes notables de pensadores como Mercier de la Rivére y Adam Smith que dieron por tierra con las falacias de las doctrinas mercantilistas para mostrar las ventajas y los beneficios del librecambio, especialmente para los más necesitados y la célebre fórmula de laissez-faire de Gourany “que fue el arma para derribar los muros contra el comercio interior y con el exterior que separaban a las personas. Fue una apelación muy justificada a la providencia del orden natural” (dejar hacer a las actividades legítimas en oposición a los dictados caprichosos de los gobernantes).

Muestra como aquellos principios rectores en el contexto de marcos institucionales de respeto a la propiedad de cada uno condujo a la extraordinaria Revolución Industrial que permitió elevar salarios e ingresos en términos reales de una población que antes estaba mayormente destinada a las hambrunas y las muertes prematuras. En esos ámbitos, los incentivos para nuevos emprendimientos y nuevos descubrimientos se multiplicaron a pasos agigantados a diferencia del sistema anterior que solo privilegiaba a los nobles y sus cortesanos. Apunta Rougier la vertiginosa revolución no solo en las fábricas sino en la agricultura y en la medicina, en la tecnología en general, lo cual abrió paso a las humanidades y a la exploración más sistemática y difundida de las manifestaciones artísticas.

Los derechos divinos de los reyes y demás maniobras para ocultar el deseo irrefrenable de poder fueron desapareciendo lo cual el autor pone en evidencia en las primeras líneas con que abre el capítulo treceavo: “La revolución científica del Renacimiento, la revolución ética de la Reforma, el descubrimiento de las leyes de mercado y la Revolución Industrial del siglo dieciocho se combinó para generar una revolución política que completó la transformación de las sociedades occidentales […] El placer de los reyes fue sustituido por Constituciones, la organización jerárquica basada en los privilegios fue reemplazada por la igualdad ante la ley, las ocupaciones cerradas a las masas fue sustituida por el libre acceso a todos, la soberanía del príncipe fue reemplazada por la soberanía de la gente y la omnipotencia del estado fue eliminada y garantizados los derechos de todas las personas”.

Las ideas totalitarias de Hobbes y Rosseau fueron en gran medida desalojadas y ocupadas por estrictos límites al poder. La Revolución Inglesa de 1688, el comienzo de la Francesa antes de la contrarrevolución del terror (conviene puntualizar, ya que la idea de igualdad ha sido desfigurada, que en la Declaración de Derechos de 1789 la igualdad aludida es ante la ley y no mediante ella, tal como se aclara de entrada en su artículo primero) y la Revolución Norteamericana fueron tres puntales dirigidos en sus inicios hacia el antes mencionado respeto recíproco, en este último caso con la expresa mención del derecho a la resistencia a la opresión en su Declaración de la Independencia.

En este muy telegráfico pantallazo -más bien diría a vuelo de pájaro, al efecto de interesar al lector- respecto a un  libro de gran calado, destaco las advertencias de Rougier que denomina “los riesgos del progreso” que tal como subrayó Tocqueville en su momento que “los adelantos morales y materiales que se dan por sentados provocan un quiebre fatal” puesto que debe tenerse en debida cuenta lo tan reiterado por los Padres Fundadores en Estados Unidos: “el precio de la libertad es su eterna vigilancia”.

El autor de la obra que venimos comentando la culmina con reflexiones sobre la necesidad de refutar los peligrosos enredos del marxismo y sobre todo los del mal llamado “Estado Benefactor” (lo cual es una contradicción en los términos ya que la beneficencia no puede llevarse a cabo por la fuerza) que penetra con más eficacia sobre las mentes desprevenidas. En el extremo los Stalin, Hitler, Mao, Pol Pot, Kim Jong-un y Castro  y demás tiranos han estrangulado, triturado y aniquilado las autonomías individuales de millones de seres indefensos.

Las Constituciones modernas en su mayoría seguían los lineamientos iniciados por la Carta Magna de 1215, es decir, el establecimiento de vallas más o menos infranqueables al abuso del poder, hasta que en pleno siglo veinte comenzaron a promulgarse las anticonstituciones, a saber, escritos en los que se le otorgaba un cheque en blanco a los gobiernos para aniquilar los derechos de los gobernados en lugar  de protegerlos. Comenzó así la era de los pseudoderechos.

Rougier finaliza este notable trabajo consignando que “la civilización no está circunscripta a ningún lugar geográfico” sino que se debe a valores que surgen de mentes que adhieren a esos principios que requiere que permanentemente se contrarresten los avances socialistas que bajo muy diversos rótulos han penetrado en las entrañas de la sociedad libre donde, entre otros, en la batalla por las ideas, los escritores juegan un rol decisivo. Su conclusión es que “en cualquier lugar en donde se respeten los derechos del hombre, donde exista la completa apertura a la investigación científica y la libertad de pensamiento y de prensa, allí está Occidente” (diría Jorge García Venturini: “es el espíritu de Occidente” y la tradición opuesta la describe Solzhenitsin al sostener que  “un gobierno autoritario no quiere escritores, solo quiere amanuenses”).

En todo caso, como en toda clase, conferencia o trabajo escrito Rougier estampa allí sus valores, tal como reza la Biblia “No elogies a nadie antes de oírlo razonar, porque allí es donde se prueban los hombres” (Eclesiástico, 27: 7).

 

Alberto Benegas Lynch (h) es Dr. en Economía y Dr. en Ciencias de Dirección. Académico de la Academia Nacional de Ciencias Económicas, fue profesor y primer rector de ESEADE durante 23 años y luego de su renuncia fue distinguido por las nuevas autoridades Profesor Emérito y Doctor Honoris Causa. Es miembro del Comité Científico de Procesos de Mercado, Revista Europea de Economía Política (Madrid). Es Presidente de la Sección Ciencias Económicas de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires, miembro del Instituto de Metodología de las Ciencias Sociales de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, miembro del Consejo Consultivo del Institute of Economic Affairs de Londres, Académico Asociado de Cato Institute en Washington DC, miembro del Consejo Académico del Ludwig von Mises Institute en Auburn, miembro del Comité de Honor de la Fundación Bases de Rosario. Es Profesor Honorario de la Universidad del Aconcagua en Mendoza y de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas en Lima, Presidente del Consejo Académico de la Fundación Libertad y Progreso y miembro del Consejo Asesor de la revista Advances in Austrian Economics de New York. Asimismo, es miembro de los Consejos Consultivos de la Fundación Federalismo y Libertad de Tucumán, del Club de la Libertad en Corrientes y de la Fundación Libre de Córdoba.

 

A RAÍZ DE MAQUIAVELO SOBRE EL PODER Y LA GUERRA

Por Alberto Benegas Lynch (h)

 

Un personaje difícil de desentrañar. Hay autores que lo consideran un malvado, hipócrita y corrupto, otros imbuido de las mejores intenciones que deseaba el bienestar del pueblo y, por último, los que sostienen que se limitó a describir lo que consideró es la política. Tal vez haya una mezcla de estas visiones tripartitas pero lo que prima es la última interpretación.

 

Maquiavelo considera la política como la búsqueda del poder a cualquier costo con total independencia de toda consideración moral, lo cual es en gran medida ajustado a la realidad. Es la virtú que en el lenguaje del florentino significa precisamente la voluntad de alcanzar el poder. Es por ello que en esta instancia del proceso de evolución cultural los partidarios de la sociedad abierta se afanan por establecer límites adicionales al aparato estatal.

 

Sus tres obras más conocidas se dirigen a aquellos objetivos. Su meta era la unificación de las ciudades-estados como Venecia, Milán, Florencia, Génova, Bolonia y Ferrara y su modelo de príncipe era César Borgia (hijo del Papa Alejandro VI) por su crueldad y ambición, por más que aquí y allá se separa de la monarquía para intercalar loas al sistema republicano. En realidad Hobbes en cierto sentido sistematizó y llevó hasta sus últimas consecuencias la idea del positivismo y el poder absoluto sembrados por Maquiavelo un siglo antes.

Dado que una de las preocupaciones centrales de Maquiavelo para mantener el poder fueron los ejércitos y la guerra, reitero aquí parte de lo que he consignado en otra oportunidad sobre la materia bélica, que no solo viene al caso por lo escrito por el autor florentino sino debido a lo que en gran medida ocurre de un largo tiempo a esta parte en nuestro mundo. Es del caso entonces abrir este tema y descomponerlo en sus partes sobresalientes al efecto de calibrar adecuadamente su significado.

En la antigüedad, los vencidos eran masacrados por las fuerzas victoriosas en la contienda. Los adultos eran degollados, las mujeres profetizaban con las entrañas de los muertos, se construían cercos con los huesos de los derrotados y los niños eran sacrificados para rendir culto a los dioses. Luego, en un proceso evolutivo, los ejércitos vencedores tomaban como esclavos a sus prisioneros (“herramientas parlantes” como se los denominaba, haciendo uso de una terminología que revelaba la barbarie del procedimiento).

Mucho mas adelante, se fueron estableciendo normas para el trato de prisioneros de guerra que finalmente fueron plasmadas en las Convenciones de Ginebra y, asimismo, fueron suscitándose debates aun no resueltos sobre temas tales como la “obediencia debida” y los “daños colaterales”. En el primer caso, algunos sostienen con razón que si bien en la cadena de mando no tiene sentido permitir la deliberación y la discusión de las órdenes emanadas de la jerarquía militar y menos en plena trifulca, hay un límite que no puede sobrepasarse. Es decir, tratándose de órdenes aberrantes no puede alegarse la “obediencia debida” como excusa para cometer actos inaceptables para cualquier conducta decente, aun en la guerra.

El segundo caso alude a la matanza, la mutilación o el daño a personas que nada tienen que ver en la contienda y la destrucción de bienes que pertenecen a inocentes. Esto se ha dado en llamar “daños colaterales” por los que se argumenta deben responder penalmente los agresores. Porque solo se justifica la defensa propia, esto es, el repeler un ataque pero nunca se justifica una acción ofensiva y tras la máscara de los daños colaterales se esconde no simplemente la mera acción defensiva, sino el uso de la fuerza para propósitos de agresión. En este sentido, el cuadro de situación es el mismo que cuando se asalta un domicilio: los dueños del lugar tienen el derecho a la defensa propia pero si llegaran a matar o herir a vecinos que nada tienen que ver con el atraco, se convierten de defensores en agresores por lo que naturalmente deben hacerse responsables.

Resulta que en medio de estos debates para limitar y, si fuera posible, eliminar las acciones extremas que ocurren en lo que de por sí ya es la maldición de una guerra, aparece la justificación de la tortura por parte de gobiernos considerados baluartes del mundo libre, ya sea estableciendo zonas fuera de sus territorios para tales propósitos o expresamente delegando la tortura en terceros países, con lo que se retrocede al salvajismo mas cavernario.

Cesare Beccaria, el pionero del derecho penal, afirmaba en De los delitos y de las penas que “Un hombre no puede ser llamado reo antes de la sentencia del juez […] ¿Qué derecho sino el de la fuerza será el que otorgue potestad al juez para imponer pena a un ciudadano mientras se duda si es reo o inocente? […] Este abuso no se debería tolerar”.

Los fines no justifican los medios. En el fin están presentes los medios. No es posible escindir fines y medios. Descender al nivel de la canallada para combatir a la canallada en el caso terrorista (y en cualquier otro), convierte también en canallas a quienes proclaman la lucha contra el terror. Por este camino se pierde autoridad moral y la consecuente legitimidad. Incluso si se conjeturara que una persona posee la información sobre la colocación de una bomba que hará estallar el planeta no es justificable abusar de una persona. No caben análisis utilitarios sopesando unas vidas frente a otras. Nadie puede ser usado como medio para los fines de otros. Toda persona tiene un valor en si misma. No pueden sacrificarse algunos para salvar a muchos otros. Una vez que se acepta colocar a seres humanos en balanzas como si se tratara de una carnicería, se habrá perdido el sentido de humanidad y los valores éticos sobre los que descansa la sociedad abierta.

El caso hipotético de la bomba que hará estallar el planeta supone más de lo permisible. Supone que el torturado en verdad posee la información, que la bomba realmente existe, que no es una falsa alarma, que se puede remediar la situación, que el torturado trasmitirá la información correcta (la información recabada durante la tortura no es confiable, lo cual es confirmado por quienes manejan detectores de mentiras).

Michael Ignatieff explica que la tortura no solo ofende al torturado sino que degrada al torturador y sugiere que para evitar discusiones inconducentes sobre lo que es y lo que no es una tortura, deberían filmarse los interrogatorios y archivarse en los correspondientes departamentos de auditoria gubernamentales.

También en la actualidad se recurre a las figuras de “testigo material” y de “enemigo combatiente” para obviar las disposiciones de la antes mencionada Convención de Ginebra. Según el juez estadounidense Andrew Napolitano el primer caso se traduce en una vil táctica gubernamental para encarcelar a personas a quienes no se les ha probado nada pero que son detenidas según el criterio de algún funcionario del poder ejecutivo y, en el segundo caso, nos explica que al efecto de despojar a personas de sus derechos constitucionales se recurre a un subterfugio también ilegal que elude de manera burda las expresas resoluciones de la Convención de Ginebra que se aplican tanto para los prisioneros de ejércitos regulares como a combatientes que no pertenecen a una nación.

En diferentes lares se ha recurrido a procedimientos terroristas para combatir a las bandas terroristas. En lugar de la implementación de juicios sumarios, con la firma de actas y responsables, se optó por el asesinato y la inadmisible figura del “desaparecido” y la apropiación de bebes falsificando identidades. A través de estas formas tremebundas, eventualmente se podrá ganar una guerra en el terreno militar pero indefectiblemente se pierde en el terreno moral. El procedimiento de los encapuchados y la clandestinidad no solo conduce a que los supuestos defensores del derecho se equiparen a los terroristas sino que desaparece toda posibilidad de control una vez que se da carta blanca a la impunidad, con lo que los abusos se extienden en grado exponencial en todas direcciones.

De mas está decir que lo dicho no justifica la bochornosa actitud de ocultar y apañar la acción criminal del terrorismo que no solo tiene la iniciativa sino que pretende imponer el totalitarismo cruel y despiadado que aniquila todo vestigio de respeto recíproco. No solo esto, sino que estos felones tampoco reconocen ciertos terrorismos de estado, por ejemplo el impuesto a rajatabla en la isla-cárcel cubana durante el último medio siglo. Esta grotesca hemiplegia moral está basada en el desconocimiento más palmario del derecho y en una burla truculenta a la convivencia civilizada.

Curiosamente, en algunos casos, para combatir al terrorismo se opta por aniquilar anticipadamente las libertades a través de la detención sin juicio previo, el desconocimiento del debido proceso, se vulnera el secreto bancario, se permiten escuchas telefónicas y la invasión al domicilio sin orden de juez competente. Incluso se pretenden disminuir riesgos imponiendo documentos gubernamentales de identidad únicos, sin percibir que es el mejor método para acentuar la inseguridad ya que con solo falsificar esa documentación quedan franqueadas todas las puertas en lugar de aceptar registros cruzados y de múltiples procedencias. Tal como explica James Harper, posiblemente se perciba este error si se sugiere que el gobierno establezca obligatoriamente una llave única para abrir la puerta de nuestro domicilio, la caja fuerte, la oficina, el automóvil y, además, provisto por una cerrajería estatal.

En algunas oportunidades se suele hacer referencia a las sociedades primitivas con cierto dejo peyorativo, sin embargo, algunas de ellas ofrecen ejemplos de civilidad como es el caso de los aborígenes australianos que circunscribían los conflictos armados a las luchas entre los jefes, o los esquimales que los resolvían recitando frente a la asamblea popular según la resistencia de cada bando en pugna, tal como relata Martin van Creveld.

Las guerras aparecen hoy entre naciones, no sabemos si en el futuro tendrán cabida estas concepciones políticas ya que la aventura humana es un proceso en constante estado de ebullición y abierto a posibles refutaciones. Solo podemos conjeturar que las divisiones y fraccionamiento del planeta en jurisdicciones territoriales, por el momento, a pesar de las extralimitaciones observadas (lo relevante es imaginarse los contrafácticos), hacen de reaseguro para los fenomenales riesgos de concentración de poder que habría en caso de un gobierno universal. Desde luego que de este hecho para nada se desprende la absurda xenofobia por la que las fronteras se toman como culturas alambradas e infranqueables para el tránsito de personas y el comercio de bienes.

En 1869, en París, se organizó un concurso sobre la guerra. Juan Bautista Alberdi preparó El crimen de la guerra. En ese trabajo, entre otras cosas, leemos que  “La guerra no puede tener mas que un fundamento legítimo, y es el derecho de defender la propia existencia. Así, el derecho de matar, se funda en el derecho de vivir, y solo en defensa de la vida se pude quitar la vida”, pero advierte que fuera de ello “la defensa se convierte en agresión, el derecho en un crimen”.

El ansia de poder político, los nacionalismos y la intolerancia religiosa han sido y son las causas principales de las guerras. Finalmente tengamos muy en cuenta que, como bien dice el actor principal de Lord of War, “nada hay mas costoso para un traficante de armas de guerra que la paz”.

En resumen, la forma en que se expresa Maquiavelo sobre la guerra y el  poder conducen en definitiva a la liquidación de las autonomías individuales, pero no quiero terminar sin mencionar el excelente título del capítulo 23 de El príncipe: “Como huir de los aduladores” (“los más sumisos, serviles, estúpidos y abyectos de los hombres” escribe Erasmo).

 

Alberto Benegas Lynch (h) es Dr. en Economía y Dr. en Ciencias de Dirección. Académico de la Academia Nacional de Ciencias Económicas, fue profesor y primer rector de ESEADE durante 23 años y luego de su renuncia fue distinguido por las nuevas autoridades Profesor Emérito y Doctor Honoris Causa.

SOBRE EL TRIUNFO DE TRUMP.

Por Gabriel J. Zanotti. Publicado el 13/11/16 en: http://gzanotti.blogspot.com.ar/2016/11/sobre-el-triunfo-de-trump.html

 

Si han leído mi entrada anterior a las elecciones(1), podrán advertir que ni Trump, ni Hilary, ni Johnson, eran mis opciones. En realidad con esa entrada podría considerar el asunto por concluido. Pero ante los cosas que se están diciendo y las reacciones que ha producido el triunfo de Trump, consideré prudente agregar algo más de confusión al asunto J. 🙂

  1. ¿Por qué ganó Trump?

En primer lugar, por la falta de liderazgo de los propios republicanos. No tuvieron alguien que supiera combinar la espontaneidad de Trump con posturas y una historia personal más seria y menos caricaturezca. Cualquiera que haya visto los debates republicanos se podía dar cuenta que una Carly Fiorina, un Cruz, un Rubio o un Rand Paul eran candidatos ideológicamente más sólidos y personalmente más presentables. Pero su estilo –igual que los demócratas- es ese estilo que, para que me entiendan bien los libertarios y liberales clásicos, podríamos llamar “racionalismo constructivista en política”. Una excesiva profesionalización y planificación de cada discurso, gesto, actitud, que lleva a la inautenticidad y a la falta de espontaneidad. O sea, un liderazgo inauténtico como la existencia inauténtica de Heidegger. Hay un electorado que está demandando un mayor orden espontáneo –orden, no caos- ese orden que espontáneamente surge, sin tanta planificación, cuando hay un ser-sí-mismo muy profundo y un apasionamiento del corazón que se traduce en el discurso. Lo que tuvieron un Reagan, un Kennedy, un Mandela o un Gandhi. No es que ahora no lo tengan porque son figuras casi imposibles de encontrar. En parte no lo tienen porque confían en ese racionalismo constructivista político aunque lean a Hayek y a su orden espontáneo. Trump jugó el papel de la espontaneidad, dio al electorado lo que muchos deseaban: alguien que, precisamente, no fuera ese político profesional que tanto los decepcionó.

Claro, ojalá no hubiera sido despectivo con las mujeres, casi racista con los mejicanos, grosero con McCain, con periodistas y hasta con bebés. Pero la gente está –y no sólo en los EEUU- muy asustada, y el miedo produce a Hobbes. Y los intelectualoides demócratas y europeos no parecen estar dando frente a ISIS “y el desconocido” las respuestas necesarias. EEUU se forjó precisamente de inmigrantes que huían de tiranías, diferentes pero iguales en su búsqueda de la libertad. Pero los tiempos han cambiado y luego de la 2da guerra los líderes liberales clásicos y libertarios no han sabido educar al votante en una fórmula que una, nuevamente, el espíritu inmigratorio y pacífico con una sólida defensa en política exterior. Por ende, muchos callaron pero decidieron perdonarle a Trump sus excentricidades políticamente incorrectas y secretamente decidieron votarlo, con sistemas de comunicación que aún no han comprendido los analistas y encuestadores tradicionales: con redes informales que van más allá del llamado “dato” que, por lo demás, nunca existió.

Por lo demás, los republicanos no supieron explicar al votante los beneficios del libre mercado, de las fronteras abiertas, para el aumento del empleo a nivel local. No supieron tampoco educar ese miedo ni se atrevieron a presentar francamente –con ese nuevo liderazgo que no tenían- la eliminación del welfare state. Trump, que no entiende mucho de economía, afirmó una relación inversa entre empleo local e inmigración que muchos soñaban escuchar, encerrados en la misma confusión de Trump. No sé si el muro –que por lo demás ya existe, se llama aduana, se llama visado, etc– se llegará a construir o no, pero allí también Trump apeló al inconfesable miedo al extranjero y obtuvo su masiva cantidad de votos inconfesables. Y, de vuelta, le perdonaron sus rarezas y lo votaron. Dejando de lado a todos los que verdaderamente siempre fueron medio misóginos y racistas y lo votaron felices.

Por otra parte, los que critican a Trump por el muro, ¿qué autoridad moral tienen? ¿Acaso no están de acuerdo con pasaportes, visas, aduanas y controles para sus propios países? ¿Qué, todo ello no es un muro porque NO sea una pared de cemento? Sólo los liberales clásicos, que hemos sido ridiculizados por nuestras propuestas de eliminación de fronteras, tenemos la autoridad moral para estar en desacuerdo con Trump. Qué graciosos, especialmente, los estatistas argentinos, tan “anti-muros”, ahora…………….

Tres, Trump ganó porque Hilary es un desastre. Jamás hubiera sucedido esto con un Obama II que, obviamente, no existió. Hilary –no juzgo su conciencia- tiene (no digo “es”) niveles de corrupción espantosos para el electorado norteamericano. Los chanchullos de la Fundación Clinton son infinitos. Por lo demás, su política exterior fue muy equivocada. No identificaron bien al terrorismo islámico, dejaron solo a Irak, comenzaron a pelearse con el genio hobbesiano –dije hobbesiano- de Putin y prácticamente ella y Obama dejaron morir de la peor forma al embajador norteamericano en Libia. Hilary es antipática, no conecta con el electorado, sus sonrisas son más dibujadas que las de Jack Nicholson en Batman y representó por ende ese político ultra-profesional que muchos demócratas también estaban cansados de ver, o estaban muy acostumbrados al charming de Obama.

  1. Las reacciones ante el triunfo de Trump.

Pero lo más interesante es la histeria de la izquierda mundial ante lo que para ellos simboliza Trump, que raya en el paroxismo, en el ataque psicótico de explosión de todos sus más profundos prejuicios, en sus más profundas iras autoritarias y en sus más bochornosas hipocresías y dobles estándares.

Lo más tragicómico es: ¿pero quién miércoles se creían que era Hilary Clinton? ¿La hija de Gandhi y la Madre Teresa? La calma que todos tenían ante un eventual triunfo de Hilary represente la confusión ideológica mundial. ¿Qué es lo que tenía a todos tan tranquilos? ¿Su mayor intervencionismo económico, que iba a acelerar la baja en la productividad norteamericana? ¿Sus mayores impuestos, que por supuesto iba a afectar a los más carenciados? ¿Su mayor gasto público, que iba a llevar la deuda pública de EEUU hasta el paroxismo y a lo que mejor no quiero ni explicar? ¿Su persecución enfermiza a los católicos y a su libertad religiosa? ¿Su alianza total y completa con Planned Parenthood, su abortismo cruel, capaz de matar a un niño completo si era necesario? ¿Ante eso estaban todos tan tranquilos? La pura verdad es que si: como una ideología propagandística y una cruel espiral del silencio, todo ello se ha impuesto como lo políticamente correcto y el paraíso en la Tierra. Mayores controles, mayor gasto, más estado, más impuestos, menor libertad religiosa, aborto para todos, salud reproductiva e ideología del género para todos y obligatoria, nazifeminismo inquisitorial, homosexualismo inquisitorial, ecologismo unido a estatismo, y todos felices y contentos. ¡Felicitaciones mundo entero! Con razón no iba a haber marchas anti-Clinton, con razón todos los tiranuelos y todas las izquierdas europeas se iban a levantar el Miércoles tan relejados.

Por lo demás, muy interesante escuchar el latiguillo de la dialéctica de los brutos pro-Trump y los ilustrados pro-Hilary. Conozco perfectamente el mundillo intelectual de la izquierda. Leen a Marx, a Hegel, a la Escuela de Frankfurt, a los postmodernos, a Keynes, a John Rawls. Si, son muy cultos, leen todos esos autores, en su lengua original si es necesario, mientras asisten a la Opera y van a las librerías en el New York de Manhatan. Pero, ¿de qué te sirve ganar el mundo si pierdes tu alma? ¿De qué te sirven tantas letras si luego conduces al mundo al infierno? No quiero nombrar a grandes filósofos cuyas posiciones políticas eran peores que las del mismo Maduro –sí, así- para no ofender a sus seguidores, pero creo que habría que distinguir entre la soberbia del saber humano y la sabiduría humilde que, con universidad o sin ella, conoce –por con-naturalidad, dice Santo Tomás- la verdadera virtud. Así que, si alguien votó a Trump porque compartía su misoginia y sus tosquedades, ok, sí, mal, pero muchos lo votaron sin tanto John Rawls y con más sentido común –sobre todo, el rechazo a Hilary-. Ni qué hablar de quienes lo votaron sopesando males menores, con tanta o más formación que los soberbios demócratas: snobs bien vestidos, con Inglés bostoniano, que no tienen inconvenientes en apoyar las aberraciones morales más terribles.

Además, en ese desprecio izquierdoso al votante promedio norteamericano no se advierte cuál fue la verdadera sabiduría de la revolución de 1776. Por un lado sus intelectuales –un Jefferson, un Paine, etc- no eran Hegel, precisamente, pero gracias a Dios que no lo fueron. Jay, Madison y Hamilton eran gente de derecho, no de utopías platónicas que se terminan vendiendo al tirano de Siracusa de turno. Los europeos no logran entender, aùn, la superioridad norteamericana sobre su supuestamente gran Europa. Esa Europa de grandes filósofos que la terminaron hundiendo en los totalitarismos más deleznables de la historia, de los cuales sólo los salvaron los tanques norteamericanos y la valentía de un Reagan, que, gracias a Dios, no leía a los postmodernos franceses. Pero no es sólo cuestión del seguro medianamente inteligente Jefferson versus el seguramente genio Hegel. Lo que casi nadie entiende es que la revolución norteamericana fue –con un fue que es- la revolución de granjeros, comerciantes, dueños de barcos, de granos y de plantaciones de té que vivían sencillamente en los derechos individuales del common law británico, que, cuando Jorge III los conculcó, a la miércoles con Jorge III. Así de simple y sabio. No fue una utopía pensada in abstracto y luego aplicada a la fuerza. Fue el derecho a la resistencia a la opresión. Eso aún existe en EEUU y los “intelectuales” que, precisamente, se pasan la vida atacando al liberalismo clásico, jamás lo van a entender, y se pasarán la vida despreciando e insultando a ese sabio comerciante que habla en sujeto, verbo y predicado y que gracias a Dios NO entiende la expresión “espíritu absoluto”.

 

Finalmente, las reacciones histéricas de muchos, desde los que saquean y destruyen hasta los que orinan en la vía pública sobre la foto de Trump, no muestra más que la auténtica violencia explosiva que tienen dentro los supuestos demócratas, pacifistas e “ilustrados”, sí, cuando ganan. Una violencia terrible  porque, para ellos, Trump es el símbolo de todo lo que odian: el capitalismo, el libre comercio, la verdadera libertad. Curiosamente, Trump no es eso. Es un líder intuitivo y autoritario que hará alianza con Putin y se dividirán el mundo. El mundo sigue lejos del liberalismo clásico, y con Hilary hubiera sido peor. Mientras tanto, Trump sigue teniendo en esa izquierda histérica su mejor aliado. Trump es GORT. Lo dejaron plantado los Clinton.

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(1) http://gzanotti.blogspot.com.ar/2016/10/reflexiones-sobre-la-actual-politica.html

 

Gabriel J. Zanotti es Profesor y Licenciado en Filosofía por la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (UNSTA), Doctor en Filosofía, Universidad Católica Argentina (UCA). Es Profesor titular, de Epistemología de la Comunicación Social en la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor de la Escuela de Post-grado de la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor co-titular del seminario de epistemología en el doctorado en Administración del CEMA. Director Académico del Instituto Acton Argentina. Profesor visitante de la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala. Fue profesor Titular de Metodología de las Ciencias Sociales en el Master en Economía y Ciencias Políticas de ESEADE, y miembro de su departamento de investigación.

NO MATARÁS (Sobre los linchamientos).

Por Gabriel J. Zanotti. Publicado el 6/4/14 en: http://gzanotti.blogspot.com.ar/2014/04/no-mataras-sobre-los-linchamientos.html

 

La historia de la humanidad ha sido, lamentablemente, la historia de las conquistas, de las guerras, de la matanza y tortura de los enemigos, y lo sigue siendo. La Historia como relato ha endiosado la vida de conquistadores que no hacían más que avanzar sobre todo lo que querían, arrebatar sus tierras y matar a todo el que se le pusiera en frente. Ese mismo relato ha enaltecido las virtudes guerreras de espartanos y romanos y se ha burlado del comercio de los pacíficos fenicios. Si, esa ha sido la historia y nuestra Historia, pero no nuestro progreso. Lamentablemente casi todos siguen pensando con Hobbes y Marx que la guerra es el precio del progreso y de la evolución, y casi todos han despreciado o ignorado a los voces solitarias de Mises y Hayek –los liberales, qué malos, no?- que han consagrado su vida a explicar que la evolución de la humanidad es la guerra contra la guerra; que la evolución es la salida de la guerra, que el progreso es la evolución de la cooperación social (Mises) y del common law (Hayek) que, entre gobernantes y pueblos sedientos de sangre, abrieron paso al tan denostado liberalismo. El cual, como dijera Ortega, es un milagro de generosidad institucional: que las mayorías no opriman a las minorías; y de allí también evolucionó el debido proceso, el derecho penal liberal, el Estado de Derecho, el juicio justo, por el cual todos deberíamos estar libres de toda coacción arbitraria (Hayek).
Durante un tiempo algunos pueblos lograron internalizar estos casi milagrosos acuerdos institucionales, y se convirtieron en sociedades locke-ianas, donde todos respetan los derechos de todos, en paz y en libre comercio (libre comercio: qué mal, no?) y, si alguno no, tiene el derecho al debido proceso, a la defensa en juicio, que las garantías de nuestro artículo 18 consagrara en uno de sus más bellos y venerables pasajes.
Pero el inconsciente –El malestar de la cultura, Freud- parece ser más hobbesiano. A veces me pregunto si una filosofía de la historia no podría concebir la historia de la humanidad como la lucha entre dos tendencias antagónicas. Una, la de la libertad, que exige el control de la violencia animal, de la venganza bestial, del morbo de la sangre, y las tendencias más oscuras de nuestro inconsciente reprimido, de ese niño perverso polimorfo que deviene luego en la historia del sadomasoquismo del amo y del esclavo (Fromm). El liberalismo es un complejo e inestable triunfo del super-yo. La otra tendencia es la historia de las guerras, o sea, casi, la historia.
Así, ante situaciones extremas de violencia, las personas reaccionan como pueden, pero, sobre todo, con su cerebro animal. Es comprensible, todo es comprensible. Yo comprendo todo: comprendo al delincuente que ataca drogado y con su cerebro destruido a los 15 años, que seguramente no lo hubiera hecho de nacer en otra contención familiar; comprendo a la víctima que reacciona como puede, también comprendo a los violadores y a los abusadores de niños, también comprendo a las masas que votan por dictadores, también comprendo a Hitler, a Stalin y al mismo Diablo si es necesario: desde la psicología y la religión todo se comprende y todo puede ser perdonado, (menos el pobre Diablo) pero nada de lo que es malo puede, sin embargo, ser justificado.
Que un delincuente, después de haber sido reducido e inmovilizado, por la policía, los vecinos o los marcianos, sea sometido a un juicio popular que dictamine torturas, patadas en la cabeza y muerte, es una bestialidad igual que la del delincuente que mató a sus víctimas. Todo se comprende, todo se perdona, pero nada de ello se justifica. Hay que saber que es una bestialidad, hay que saber que nada de lo que hayamos sufrido justifica la venganza y el asesinato.
Los que sí lo creen (espero, por supuesto, movidos por sus pasiones sueltas más que por su inteligencia), no se dan cuenta que han cruzado el mismo límite que cruzaron los guerrilleros que pasaron de su Marx a sus asesinatos de niños, mujeres, varones y marcianos capitalistas; el mismo límite que cruzaron militares y civiles que justificaron moralmente –otra vez, como venganza- los secuestros y asesinatos como estrategia bélica; el mismo límite que cruzó Bush (criticado seguramente por muchos que ahora lo llamarían como el comandante de su vivienda), pasando de la legítima defensa de su pueblo a convertir EEUU en una nueva URSS pero con McDonals. Ese es el límite que nunca hay que cruzar, porque al cruzarlo nos convertimos, precisamente, en lo mismo que nos ha atacado, perdiendo nuestra propia identidad y dignidad.
No está en juego, por ende, la legítima defensa, por la cual podemos detener y reducir a un agresor, sino la violación deliberada del debido proceso al cual el delincuente, sea quien fuere, tiene derecho[1]. No está en juego, tampoco, la crítica a un estado que, queriendo ser omnipresente, se ha hecho ausente en aquello que más le pertenece, la seguridad (dejemos de lado hoy el debate con el anarco-capitalismo). Tampoco es cuestión de que me digan que ya veré si a mí me pasa, porque estoy escribiendo, precisamente, desde la razón y no desde la venganza, y tampoco es cuestión que me digan que les diga esto a los delincuentes, porque ellos no son los destinatarios de estas líneas, sino los supuestos no-delincuentes que de la noche a la mañana pasan a ser culpables de asesinato doloso agravado. Escribo, como siempre, porque tengo esperanza en la razón, porque de lo contrario, ¿para qué escribir? Si las sociedades humanas son inexorablemente hobbesianas, si el liberalismo, con su debido proceso, sus garantías procesales, fue sólo un bello sueño, ¿para qué seguir? Pero no, seguiré proclamando la paz de la razón porque, a pesar del malestar de la cultura, a pesar de nuestro cerebro reptil y nuestro inconsciente reprimido, la humanidad es también Gandhi, es también Mandela, es también el common law (británico) que ellos defendieron, es también la paz no heroica pero posible explicada por Smith, Hume, Kant; es también la esperanza de que no terminemos todos en el hongo atómico de nuestras venganzas. Hasta que la radiación no me mate, seguiré, desde la razón, llamando a la razón, esperanzado en el impacto civilizatorio del judeo-cristianismo: no matarás.

[1] El objetivo de la legítima defensa es detener al agresor: NO es matar al agresor. Si por una consecuencia no directamente intentada, pero prevista, el agresor muere, ello está justificado sólo en la medida que la defensa haya buscado sólo la protección de la propia vida y haya sido proporcionada.

 

Gabriel J. Zanotti es Doctor en Filosofía, Universidad Católica Argentina (UCA).  Es profesor full time de la Universidad Austral y en ESEADE es Es Profesor Titular de Metodología de las Ciencias Sociales en el Master en Economía y Ciencias Políticas de ESEADE.

 

Argentina: estatismo y anarquía

Por Martín Krause, publicado el 15/12/13 en:  http://www.latercera.com/noticia/opinion/ideas-y-debates/2013/12/895-556299-9-argentina-estatismo-y-anarquia.shtml

PARA THOMAS Hobbes, el contrato social que creaba al Estado permitía salir del estado de naturaleza, donde la vida era pobre, corta, bruta, infeliz; donde prevalecía la lucha de todos contra todos. Qué diría el filósofo inglés si viera a la Argentina acercarse a esa misma situación, ahora con un Estado que pretende ser omnipresente, pero que no logra cumplir sus funciones más básicas.

Es que en la visión de su actual gobierno, el Estado tiene una función fundamental a la cual todas las demás han de subordinarse: redistribuir ingresos. No siempre de arriba para abajo, por supuesto, y debe incluir también en el reparto a los mismos gobernantes. Por eso la negación del problema de la seguridad, que llegara a convertirse en el más importante para los ciudadanos.

La inseguridad es también un problema de distribución, y cuando ésta se solucione ya no habrá más crímenes ni robos. Por eso la inexistencia de mecanismos institucionales para determinar el sueldo de los policías, los que terminan abandonando sus funciones y dejando “zonas liberadas”. Por eso su falta de recursos en tiempos de gasto público récord.

Este es un lado del problema. El otro tiene que ver con la premura con que muchos aprovechan la situación para desarrollar su propia “política de inclusión social”, destruyendo un supermercado para llevarse un televisor LCD. ¿Qué es lo que explica la facilidad con que estas personas justifican el robo a un supermercado del que han sido clientes por años y al que seguramente intenten volver en una semana? ¿A qué se debe semejante crisis de valores?

La respuesta, por supuesto, es compleja, pero está claro que quienes están “arriba” (y no sólo en el gobierno), tienen más exposición social y transmiten más mensajes con sus ejemplos que el resto de los mortales. El actual gobierno, en particular, se ha encargado de fomentar la creencia de que los “derechos” se defienden en la calle, no en la justicia. Y no es un juez quien decide si un derecho ha sido violado, sino solamente el que se siente agraviado. Y en esa forma de defender “derechos” no importa que se violen los derechos de los demás. En todo caso, ellos deberían salir a la calle también.

Por otro lado, se ha encargado de enfatizar que el derecho de propiedad es relativo. Si ellos expropian empresas petroleras sin pagar, ¿por qué no podré yo expropiar a un supermercado chino? La distribución del ingreso no depende de lo que uno obtenga ofreciendo algo a los demás, que ellos estén dispuestos a pagar; depende de la fuerza y de la violencia, de los contactos con el poder o del clientelismo, del empleo público, los subsidios.

Si la corrupción es noticia permanente, en éste y en anteriores gobiernos, y nadie va preso, ¿es justo que vaya preso yo por romper un vidrio?

Y Hobbes que pensaba que ese Leviatán nos iba a dar la paz. Pero si viera a la Argentina de hoy tal vez se acercaría a Locke. El problema es limitar al Leviatán, que comparte aquella definición de la guerra que nos brindara en su mejor canción el hoy muy oficialista León Gieco (Sólo le pido a Dios): “es un monstruo grande y pisa fuerte, toda la pobre inocencia de la gente”.

El actual gobierno ha fomentado la creencia de que los «derechos» se defienden en la calle. Y no es un juez quien decide si un derecho ha sido violado, sino solamente el que se siente agraviado.

 

 

Martín Krause es Dr. en Administración, fué Rector y docente de ESEADE y dirigió el Centro de Investigaciones de Instituciones y Mercados (Ciima-Eseade).

Las leyes económicas

Por Carlos Rodriguez Braun: Publicado el 4/11/13 en: http://rsocial.expansionpro.orbyt.es/epaper/xml_epaper/Expansi%C3%B3n/04_11_2013/pla_3634_Nacional/xml_arts/art_10472340.xml?SHARE=6C23C0F29C6C4F158F7CA6264B486305E0A06AC7813F66CC74EEAE764A96F5121DF8BE8CF941ED4664E9BA2C9056683ACD37C3ED25FB89B34DCB159E831F7C756757BC692CDF1DAF8E23EC1400506284F707E08019E495EAA3205B5A53EF471B

De la interesante historia de las elusivas leyes económicas trató Joseph Edward Keckeissen en The meanings of economic law, tesis doctoral presentada en la Universidad de Nueva York en 1976 bajo la dirección de Israel Kirzner, y que ahora verá la luz gracias a la traducción de Julio H. Cole, económetra y profesor de la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala (http://goo.gl/VsXOeq).

El racionalismo cartesiano subrayó el poder de la razón humana: “La ley natural pasó a significar no un código ético preexistente, sino la idea analítica de que la sociedad posee una coherencia inherente que puede ser descubierta por la razón humana consciente”. Para los pensadores medievales la realidad era reconocible por la razón pero las instituciones no eran inventadas por ella sino que eran naturales o espontáneas; contra eso se alzaron Bacon, Hobbes y sobre todo Descartes, y del nuevo iusnaturalismo emergen los fisiócratas, los marxistas y los utilitaristas, aunque éstos pueden ser constructivistas como Bentham, que creen en la organización de la sociedad para llegar a un orden deseable, y los que Hayek llamó utilitaristas genéricos, como Hume, que parten de la limitación de nuestra razón y confían más en el respeto a reglas abstractas; ahí se inscribe Adam Smith y su “sistema de la libertad natural”.

Tras revisar los distintos tipos de leyes de los economistas clásicos y neoclásicos, Keckeissen analiza finalmente dos escuelas opuestas pero que sin embargo coinciden en defender leyes estrictas en economía: la austriaca y la marxista. Para los austriacos la economía es nomotética, enuncia principios generales que son apodícticos, necesariamente ciertos. Mises concibe la economía como la lógica o las matemáticas, algo a priori sin referencia a la experiencia, y que tiene validez universal, por encima de espacio y tiempo, razas, nacionalidades, clases, etc.; no admite la cuantificación, porque no hay constantes en las relaciones humanas. Las leyes apriorísticas no pueden ser refutadas pero tampoco verificadas; no derivan de la experiencia, son lógicamente anteriores a ella; pretenden explicar la naturaleza de las regularidades de la conducta humana, pero no son como las leyes históricas, porque valen para todos los tiempos, como la ley de Gresham o la ley de asociación de Ricardo. No necesitan requisitos especiales, como la competencia perfecta, ni recurren a supuestos como el ceteris paribus.

También el marxismo cree en leyes universalmente aplicables que cubren toda la actividad humana. La diferencia con los austriacos es que el marxismo no se construye a partir de algunos postulados elementales sino de una grandiosa filosofía materialista monista fundada en la eternidad de la dialéctica. Por eso los austriacos vieron progreso económico en el siglo XIX, tal como histórica y comparativamente sucedió, y lo explicaron a partir de regularidades a priori, mientras que los marxistas sólo vieron en ese mismo periodo miseria derivada de la contradicción inevitable de las cosas.

El Dr. Carlos Rodríguez Braun es Catedrático de Historia del Pensamiento Económico en la Universidad Complutense de Madrid y miembro del Consejo Consultivo de ESEADE.