UNA CONVERSACIÓN PECULIAR

Por Alberto Benegas Lynch (h)

 

Me refiero al libro titulado El diálogo. El encuentro que cambió nuestra vida sobre la visión de la década del 70, editado en Buenos Aires por Sudamericana en el año que corre de 2015 donde se consignan las conversaciones entre Graciela Fernández Meijide y Héctor Ricardo Leis con la coordinación de Pablo Avelluto. Como es sabido, los contertulios son una madre a la que el gobierno militar de entonces secuestró y mató a uno de sus hijos y un ex miembro de la banda Montoneros.

 

Personalmente he escrito en varias ocasiones sobre los procedimientos militares en la guerra antiterrorista a través del secuestro, la tortura, la exterminación y el robo de hijos de los capturados, todo inadmisible para cualquier persona con un mínimo de decencia, por un lado, y la responsabilidad que le cabe a los guerrilleros que iniciaron las matanzas y masacres a diestra y siniestra de civiles indefensos y blancos variados y en muy diversos frentes, al tiempo que se aplicó y se aplica una grave hemiplegia moral y una justicia tuerta al condenar a los primeros y eximir a los segundos de lo que les cabe en esta tragedia superlativa.  Leis explica que “Los intelectuales de izquierda siempre estaban en contra de la violencia del Estado contra los guerrilleros. Pero de la violencia de los guerrilleros contra el Estado no decían nada […] A nadie le interesaban las leyes de la guerra ni a nosotros ni a los militares. Cuando tenías secuestrado a alguien, si te pedía que aplicaras la Convención de Ginebra te morías de risa”, tema sobre lo que Fernández Meijide recuerda que “en la época de las Brigadas Rojas a Dalla Chiesa [general italiano] le habían propuesto torturar detenidos como un modo de obtener información sobre el secuestro de Aldo Moro y declaró que Italia podía sobrevivir a la pérdida de Aldo Moro pero que no iba a sobrevivir a la introducción de la tortura”.

 

De entrada subrayo una vez más la actitud criminal de la tortura sobre lo que escribí la última vez en “La Nación” de Buenos Aires en un largo artículo titulado “Ninguna causa justifica la tortura”, el 23 de julio de 2007 donde aludí al abuso monstruoso que significa y destacaba el valor de cada persona que, como se ha dicho, nunca puede utilizarse como medio para los fines de otros con la pretensión de sonsacar la información que fuere (que, además, como escribe César Beccaria, no es confiable) al tiempo que reflexionaba sobre lo improcedente de pretender el establecimiento de normas compatibles con el derecho en base a life boat situations  y citaba la opinión de Michael Ignatieff en cuanto a que para evitar todo debate sobre si se recurre o no a la tortura, los respectivos procedimientos e interrogatorios deben ser filmados y archivados en organismos de auditoría.

 

Fernández Meijide, refiriéndose a los militares,  concluye que “Podrían haber hecho un juicio y nos hubieran puesto en un gran problema a los organismos de derechos humanos. Hubiéramos tenido que poner abogados para defender el derecho de un grupo de personas a ingresar al país con armas para llevar adelante acciones subversivas. ¿Como hubiéramos hecho? Nos hubieran deshecho políticamente. Y en lugar de hacer eso, los liquidaron prácticamente a todos”; así es, el juicio y el proceder a cara descubierta no hubiera generado las tremendas consecuencias morales que tuvieron lugar. Si no fue posible con la Cámara Federal en lo Penal debido al ataque a mansalva a sus miembros y al bloqueo del gobierno peronista, por lo menos había que haber establecido juicios en la jurisdicción militar en base al debido proceso y consecuentemente con las necesarias garantías procesales. En una línea argumental equivalente, dejando de lado otros aspectos reprobables, es pertinente citar la muy oportuna advertencia del general Lanusse dirigida a sus camaradas de armas el 29 de diciembre de 1970: “En la lucha contra el enemigo subversivo debe evitarse la fácil tentación de emplear los mismos métodos que los terroristas, ya que ello deterioraría gravemente la eticidad de nuestra posición y destruiría el fundamento de nuestra lucha”.

 

Leis elabora sobre la violencia a la que incitaba Perón que era “un ejemplo de fomento al odio” y “Entonces no veíamos los contenidos fascistas dentro del peronismo” y “Después del asesinato de Aramburu, Perón coqueteaba con la idea de la guerra revolucionaria y lanzó la consigna del Socialismo Nacional. Cualquier parecido con el nacionalsocialismo no lo registramos” puesto que antes que nada “el peronismo es violento”. Leis en su origen  comenzó “en la Juventud Comunista y después, en el Partido Comunista” que “se dio en simultáneo con la Revolución Cubana” y “en la universidad comencé a leer, me pasaron textos y me convertí al marxismo y el deseo de la Revolución, atrapado por una facilidad romántica”. Por su parte, Graciela Fernández Meijide apunta sobre los guerrilleros que “muchos de esos jóvenes de clase media y media alta provenían de familias católicas. Hay que sumar el surgimiento de la Teología de la Liberación. Antes de ese momento, en los 60, existían los curas obreros” a lo que Héctor Leis adhiere al destacar que “Los Montoneros eran católicos conservadores unidos con izquierdistas marxistas”. En todo caso, Leis enfatiza que “Cuando me miro a la distancia no me reconozco. Eso es justamente porque hice cosas que no podía explicar […] cuando pusimos las manos en la masa, en la violencia, la estética y la ética desaparecieron […] Nos fuimos brutalizando […] El ERP se dedicaba a asaltar cuarteles y los montoneros a matar gente, secuestrar y robar dinero”.

 

Fernández Meijide recuerda que a los tres días de asumir Alfonsín dictó dos decretos “uno pidiendo el procesamiento de las cúpulas de las organizaciones guerrilleras y en el otro el de las cúpulas militares” lo cual en parte se descompuso con las leyes de punto final y obediencia debida y, mucho peor, con los indultos del menemato lo cual permitió que muchos miraran para otro lado hasta su abrogación para entrar en la faz de la justicia tuerta a la que nos referimos más arriba.

 

Continúa Graciela Fernández Meijide en referencia a los perseguidos por las Fuerzas Armadas que “Nos está faltando reconocer que la mayoría era militante, que en buena parte eran combatientes y que las consecuencias de todo esto fueron brutales” a lo que responde Leis recordando que “Hubo muchísimos intelectuales que en esa época también incentivaron la lucha armada y no se dieron por aludidos […] Hay un oportunismo y un cinismo terribles en esta cuestión” y que, a su criterio, “Firmenich es igual a Videla. Porque ninguno de los dos se hace cargo de lo que hizo. El problema está en las conducciones que piden que el otro bando se haga cargo de todo. Como si no hubiera habido errores y crímenes contra la humanidad en ambos lados”.

 

Hago un paréntesis o una digresión para decir que hay una frase de Leis que contiene una idea muy cara a nosotros los liberales y es cuando se refiere a la “ilusión según la cual todos somos iguales. Es la mentira populista. Somos iguales desde el punto de vista de la ley pero en el resto de las cosas de la vida no somos todos iguales”. Más claro imposible, con el agregado de que en un mercado abierto los que quieren mejorar patrimonialmente deben servir a sus semejantes: los que aciertan en sus necesidades ganan y los que yerran incurren en quebrantos, a diferencia de los pseudoempresarios que en cópula hedionda con el poder explotan miserablemente a los demás a través de prebendas y canonjías varias con el apoyo logístico de organismos perversos como el FMI y el Banco Mundial que operan con recursos succionados al fruto del trabajo ajeno. Las diferencias de ingresos en una sociedad abierta dependen de los votos diarios de la gente en el supermercado y afines.

 

El jugoso diálogo inserto en este libro da para muchas otras reflexiones pero no hay espacio en una nota periodística. Termino con una anécdota que he relatado en otras ocasiones. Como rector de ESEADE, uno de mis invitados fue Henri Lepage que cuando recibió la invitación me respondió que no la aceptaba en vista de las torturas que tenían lugar en la Argentina. Enfrascado en mis críticas a la política económica del gobierno militar que se consignaron en los medios de la época y concentrado en mis faenas docentes, daba por sentado que el combate al terrorismo se llevaba a cabo por canales normales, en ese entonces no me percaté de lo que venía sucediendo y le contesté de inmediato al profesor francés que lo que decía era infundado. Lo convencí y finalmente dictó sus conferencias entre nosotros y manifestó que por lo que pudo ver e informarse estaba “completamente equivocado”. Al tiempo de su regreso a París -por aquello de noblesse oblige– le escribí nuevamente pidiendo perdón puesto que él tuvo razón en su opinión original.

 

Ganar batallas en el terreno militar y perderlas en el terreno moral conducen a resultados muy perjudiciales a los ojos de la civilización, por más que como ha escrito Jorge Masetti en El furor y el delirio “si hubiéramos ganado, el continente se hubiera convertido en un río de sangre” debido a “la gran barbarie que significó el comunismo cubano”.  Cuando me informé de los procedimientos criminales de los militares en el combate a los terroristas tuve una crisis feroz que me revolvió las tripas y, como dije en otra ocasión, me produjeron náuseas en sentido literal, porque una cosa es discutir acaloradamente sobre las equivocaciones gruesas en materia de política económica (incluso la irresponsabilidad canallesca del gobierno militar de entonces por la guerra de las Malvinas) y otra es recibir un cachetazo en pleno rostro por haberse abandonado las bases más elementales de la conducta moral.

 

Cierro finalmente al dejar nuevamente constancia de mi plena coincidencia con el tres veces candidato presidencial estadounidense Ron Paul y el Juez Andrew Napolitano del mismo país, en cuanto a que Edward Snowden es un héroe al poner al descubierto las inmundicias de los aparatos de inteligencia del llamado mundo libre con el pretexto de combatir el terrorismo.

 

Alberto Benegas Lynch (h) es Dr. en Economía y Dr. en Ciencias de Dirección. Académico de la Academia Nacional de Ciencias Económicas y fue profesor y primer rector de ESEADE.

NO MATARÁS (Sobre los linchamientos).

Por Gabriel J. Zanotti. Publicado el 6/4/14 en: http://gzanotti.blogspot.com.ar/2014/04/no-mataras-sobre-los-linchamientos.html

 

La historia de la humanidad ha sido, lamentablemente, la historia de las conquistas, de las guerras, de la matanza y tortura de los enemigos, y lo sigue siendo. La Historia como relato ha endiosado la vida de conquistadores que no hacían más que avanzar sobre todo lo que querían, arrebatar sus tierras y matar a todo el que se le pusiera en frente. Ese mismo relato ha enaltecido las virtudes guerreras de espartanos y romanos y se ha burlado del comercio de los pacíficos fenicios. Si, esa ha sido la historia y nuestra Historia, pero no nuestro progreso. Lamentablemente casi todos siguen pensando con Hobbes y Marx que la guerra es el precio del progreso y de la evolución, y casi todos han despreciado o ignorado a los voces solitarias de Mises y Hayek –los liberales, qué malos, no?- que han consagrado su vida a explicar que la evolución de la humanidad es la guerra contra la guerra; que la evolución es la salida de la guerra, que el progreso es la evolución de la cooperación social (Mises) y del common law (Hayek) que, entre gobernantes y pueblos sedientos de sangre, abrieron paso al tan denostado liberalismo. El cual, como dijera Ortega, es un milagro de generosidad institucional: que las mayorías no opriman a las minorías; y de allí también evolucionó el debido proceso, el derecho penal liberal, el Estado de Derecho, el juicio justo, por el cual todos deberíamos estar libres de toda coacción arbitraria (Hayek).
Durante un tiempo algunos pueblos lograron internalizar estos casi milagrosos acuerdos institucionales, y se convirtieron en sociedades locke-ianas, donde todos respetan los derechos de todos, en paz y en libre comercio (libre comercio: qué mal, no?) y, si alguno no, tiene el derecho al debido proceso, a la defensa en juicio, que las garantías de nuestro artículo 18 consagrara en uno de sus más bellos y venerables pasajes.
Pero el inconsciente –El malestar de la cultura, Freud- parece ser más hobbesiano. A veces me pregunto si una filosofía de la historia no podría concebir la historia de la humanidad como la lucha entre dos tendencias antagónicas. Una, la de la libertad, que exige el control de la violencia animal, de la venganza bestial, del morbo de la sangre, y las tendencias más oscuras de nuestro inconsciente reprimido, de ese niño perverso polimorfo que deviene luego en la historia del sadomasoquismo del amo y del esclavo (Fromm). El liberalismo es un complejo e inestable triunfo del super-yo. La otra tendencia es la historia de las guerras, o sea, casi, la historia.
Así, ante situaciones extremas de violencia, las personas reaccionan como pueden, pero, sobre todo, con su cerebro animal. Es comprensible, todo es comprensible. Yo comprendo todo: comprendo al delincuente que ataca drogado y con su cerebro destruido a los 15 años, que seguramente no lo hubiera hecho de nacer en otra contención familiar; comprendo a la víctima que reacciona como puede, también comprendo a los violadores y a los abusadores de niños, también comprendo a las masas que votan por dictadores, también comprendo a Hitler, a Stalin y al mismo Diablo si es necesario: desde la psicología y la religión todo se comprende y todo puede ser perdonado, (menos el pobre Diablo) pero nada de lo que es malo puede, sin embargo, ser justificado.
Que un delincuente, después de haber sido reducido e inmovilizado, por la policía, los vecinos o los marcianos, sea sometido a un juicio popular que dictamine torturas, patadas en la cabeza y muerte, es una bestialidad igual que la del delincuente que mató a sus víctimas. Todo se comprende, todo se perdona, pero nada de ello se justifica. Hay que saber que es una bestialidad, hay que saber que nada de lo que hayamos sufrido justifica la venganza y el asesinato.
Los que sí lo creen (espero, por supuesto, movidos por sus pasiones sueltas más que por su inteligencia), no se dan cuenta que han cruzado el mismo límite que cruzaron los guerrilleros que pasaron de su Marx a sus asesinatos de niños, mujeres, varones y marcianos capitalistas; el mismo límite que cruzaron militares y civiles que justificaron moralmente –otra vez, como venganza- los secuestros y asesinatos como estrategia bélica; el mismo límite que cruzó Bush (criticado seguramente por muchos que ahora lo llamarían como el comandante de su vivienda), pasando de la legítima defensa de su pueblo a convertir EEUU en una nueva URSS pero con McDonals. Ese es el límite que nunca hay que cruzar, porque al cruzarlo nos convertimos, precisamente, en lo mismo que nos ha atacado, perdiendo nuestra propia identidad y dignidad.
No está en juego, por ende, la legítima defensa, por la cual podemos detener y reducir a un agresor, sino la violación deliberada del debido proceso al cual el delincuente, sea quien fuere, tiene derecho[1]. No está en juego, tampoco, la crítica a un estado que, queriendo ser omnipresente, se ha hecho ausente en aquello que más le pertenece, la seguridad (dejemos de lado hoy el debate con el anarco-capitalismo). Tampoco es cuestión de que me digan que ya veré si a mí me pasa, porque estoy escribiendo, precisamente, desde la razón y no desde la venganza, y tampoco es cuestión que me digan que les diga esto a los delincuentes, porque ellos no son los destinatarios de estas líneas, sino los supuestos no-delincuentes que de la noche a la mañana pasan a ser culpables de asesinato doloso agravado. Escribo, como siempre, porque tengo esperanza en la razón, porque de lo contrario, ¿para qué escribir? Si las sociedades humanas son inexorablemente hobbesianas, si el liberalismo, con su debido proceso, sus garantías procesales, fue sólo un bello sueño, ¿para qué seguir? Pero no, seguiré proclamando la paz de la razón porque, a pesar del malestar de la cultura, a pesar de nuestro cerebro reptil y nuestro inconsciente reprimido, la humanidad es también Gandhi, es también Mandela, es también el common law (británico) que ellos defendieron, es también la paz no heroica pero posible explicada por Smith, Hume, Kant; es también la esperanza de que no terminemos todos en el hongo atómico de nuestras venganzas. Hasta que la radiación no me mate, seguiré, desde la razón, llamando a la razón, esperanzado en el impacto civilizatorio del judeo-cristianismo: no matarás.

[1] El objetivo de la legítima defensa es detener al agresor: NO es matar al agresor. Si por una consecuencia no directamente intentada, pero prevista, el agresor muere, ello está justificado sólo en la medida que la defensa haya buscado sólo la protección de la propia vida y haya sido proporcionada.

 

Gabriel J. Zanotti es Doctor en Filosofía, Universidad Católica Argentina (UCA).  Es profesor full time de la Universidad Austral y en ESEADE es Es Profesor Titular de Metodología de las Ciencias Sociales en el Master en Economía y Ciencias Políticas de ESEADE.