EL ABC DE LA EDUCACIÓN SON LOS MODALES

Por Alberto Benegas Lynch (h)

 

Recuerdo una de las tantas conversaciones que mantuve con el gran Leonard Read en su oficina de la Foundation for Economic Education, cuando trabajaba en la tesis para mi primer doctorado, becado por esa benemérita institución, en 1968. Siempre me beneficié enormemente con sus consejos y reflexiones.

 

En la oportunidad a que me refiero destacó la importancia y la necesidad de reiterar conceptos sobre los fundamentos éticos, económicos y jurídicos de la sociedad abierta hasta que se comprendieran y adoptaran. Al fin y al cabo -con humor traía a colación el conocido aforismo- “para novedades, los clásicos”, lo cual desde luego no desmerece las nuevas contribuciones que se acoplan a la línea argumental a favor de la libertad y el respeto recíproco. En esta misma dirección tengo presente que en ESEADE Pascal Salin entonces en la Universidad de París IV, comenzó una conferencia con una pregunta retórica “¿prefieren que sea original o que diga lo que creo es la verdad?”. En este sentido, ahora en gran medida vuelvo sobre lo que escribí hace años sobre la importancia de los buenos modales.

 

“El hábito no hace al monje” reza un conocido proverbio a lo que  Jacques Perriaux agregaba “pero lo ayuda mucho”. Las formas no necesariamente definen a la persona pero ayudan al buen comportamiento y hace la vida más agradable a los demás.

 

Hoy en día, en gran medida se ha perdido el sentido del buen hablar. En primer lugar, debido al uso reiterado de expresiones soeces. Las denominadas “malas palabras” remiten a lo grotesco, a lo íntimo, a lo repugnante y a lo escandaloso. Los que no recurren a esas expresiones no es porque carezcan de imaginación, es debido a la comprensión del hecho de que si se extiende esa terminología todo se convierte en un basural lo cual naturalmente se aleja de la excelencia y las conversaciones bajan al nivel del subsuelo. Por su parte, los términos obscenos empobrecen el lenguaje y como éste sirve para pensar y para la comunicación, ambos propósitos se ven encogidos y limitados a un radio estrecho.

 

Entonces, aquello de que “el hábito no hace al monje, pero lo ayuda mucho” pone en evidencia una gran verdad y es que las apariencias, los buenos modales y, en general, la estética, tienen una conexión subliminal con la ética. Cuanto más refinados y excelentes sean los comportamientos y más cuidados los ámbitos en los que la gente se desenvuelve, más proclive se estará a lograr buenos resultados en la cooperación social y el indispensable respeto recíproco como su condición central.

 

Esto  no significa que un asesino serial pueda estar encubierto y amurallado tras aparentes buenos modales, significa más bien que se tiende a reforzar y a abrir cauce al antes mencionado respeto recíproco. Se ha dicho en diversas oportunidades que en la era victoriana había mucho de hipocresía, lo cual es cierto de todas las épocas pero no cambia el hecho de que en esa etapa de la historia el ocultamiento de lo malo traducía un sentido de vergüenza que luego se perdió bajo el rótulo de la sinceridad que pusieron al descubierto las inmoralidades más superlativas con la pretensión de hacerlas pasar por acciones nobles.

 

Las normas morales aluden al autorrespeto y al respeto al prójimo en las respectivas preservaciones de las autonomías individuales basadas en la dignidad y autoestima. De más está decir que lo dicho nada tiene que ver con el dinero sino con la conducta, lo que ocurre es que en las sociedades abiertas los que mejor sirven los intereses de los demás son los que prosperan desde el punto de vista crematístico y, por ende, se espera de ellos el ejemplo, lo cual en los contextos contemporáneos ha mutado radicalmente puesto que en gran medida los patrimonios no son fruto del servicio al prójimo sino de la rapiña lograda con el concurso de gobernantes que se han extralimitado en sus funciones específicas de proteger derechos para, en su lugar, conculcarlos. Mal puede esperarse ejemplos de una banda de asaltantes.

 

La literatura, la escultura, la pintura y la música son evidentemente manifestaciones de cultura por antonomasia. Sin embargo, en la actualidad, tal como he consignado antes, por ejemplo, Carlos Grané apunta en El puño invisible: arte, revolución y un siglo de cambios culturales que el futurismo, el dadaísmo, el cubismo y similares son manifestaciones de banalidad, nihilismo, vulgaridad, escatología, violencia, ruido, insulto, pornografía y sadismo (en el epígrafe de su libro aparece una frase del fundador del futurismo Filippo Tomaso Marinetti que reza así: “El arte, efectivamente, no puede ser más que violencia, crueldad e injusticia”).

 

¿Qué ocurre en ámbitos cada vez más extendidos en aquello que se pasa de contrabando como arte? Es sencillamente otra manifestación adicional de la degradación de las estructuras axiológicas. Es una expresión más de la decadencia de valores. En este sentido, otra vez, se conecta la estética con la ética. No se necesitan descripciones acabadas de lo que se observa en muestras varias que a diario se exhiben sin pudor alguno: alarde de fealdad, personas desfiguradas, alteraciones procaces de la naturaleza, embustes de las formas, alaridos ensordecedores, luces que enceguecen, batifondos superlativos, incoherencias múltiples y mensajes disolventes. En el dictamen del jurado del libro mencionado de Grané -que obtuvo el Premio Internacional de Ensayo Isabel Polanco (presidido por Fernando Savater), en Guadalajara- se deja constancia de “los verdaderos escándalos que ha vivido el arte moderno”.

 

¿Qué puede hacerse para revertir semejante espectáculo? Solo trabajar con paciencia y perseverancia en la educación, es decir, en la trasmisión de principios y valores que dan sustento a todo aquello que puede en rigor denominarse un producto de la humanidad, alejándose de lo subhumano y lo puramente animal, en un proceso competitivo de corroboraciones y refutaciones que apunten a la excelencia y no burlarse de la gente con apologías de la fealdad y explotar el zócalo del hombre con elogios a la indecencia, la ordinariez y a la tropelía.

 

Incluso la forma en que nos vestimos trasmite nuestra interioridad. La elegancia y la distinción se dan de bruces con los piercing, los tatuajes, los pelos teñidos de colores chillones, estrambóticas pintarrajeadas del rostro y las uñas, la ropa zaparrastrosa y estudiados andrajos en el contexto de modales nauseabundos, ruidos guturales patéticos que sustituyen la fonética elemental. La bondad, lo sublime, lo noble y reconfortante al espíritu naturalmente hacen bien y fortalecen las sanas inclinaciones. El morbo, el sadismo, lo horripilante y tenebroso dañan la sensibilidad y afectan lo mejor de las potencialidades del ser humano.

 

Hace años con mi mujer observamos en un subterráneo londinense un enorme cartel con la figura de Michel Jackson con los labios pintados, cambios en la pigmentación y operaciones y estiramientos varios en el que se leía “If this is the outside, what goes on in the inside?”. También ingleses que trasmitían radio en el medio de la nada en África durante la Segunda Guerra Mundial lo hacían vestidos de smoking “to keep standards up”.

 

El deterioro en los modales que subestima la calidad de vida al endiosar la grosería y lo chabacano, también tiende a anular el sentido de las expresiones ilustrativas que se consideran pasadas de moda tal como cuando se aludía a una dama que se utilizaba para indicar conductas excelsas y cuando se afirmaba de un hombre que “es antes que nada un caballero” quería decir mucho de sus procederes y de su rectitud. Ya Confucio, quinientos años antes de Cristo, escribió que “Son los buenos modales los que hacen a la excelencia de un buen vecindario. Ninguna persona prudente se instalará donde aquellos no existan” y, en 1797, Edmund Burke sostenía que para la supervivencia de la sociedad civilizada “los modales son más importantes que las leyes”.

 

Estimo que antes de las respectivas especializaciones profesionales, debiera explorarse el sentido y la dimensión de la vida para lo cual hay una terna de libros extraordinarios que merecen incorporarse a la biblioteca: The Philosophy of Civilization de Albert Schweitzer, Adventures of Ideas de Alfred N. Whitehead y Human Destiny de Lecomte du Noüy. Después de esa lectura tan robusta y de gran calado, entre otras muchas cosas, se comprenderá mejor el apoyo logístico que brinda la cobertura de los modales al efecto de preservar las autonomías individuales.

 

Hasta donde mis elementos de juicio alcanzan, en medios argentinos radiales y televisivos (aparte de reuniones sociales) es donde se concentra la mayor dosis de lenguaje soez.  Hay quienes incluso se creen graciosos con estos bochornos haciendo gala de un sentido del humor por cierto bastante descompuesto. Afortunadamente este decir maleducado no se ha globalizado por el momento, por lo menos al nivel de la degradación argentina. Es de esperar que personas inteligentes y que también hacen aportes en diversos campos abandonen la grosería de sus expresiones al efecto de contribuir a la construcción una sociedad decente y se percaten que la cloaca verbal se encamina a la cloaca.

 

Alberto Benegas Lynch (h) es Dr. en Economía y Dr. en Ciencias de Dirección. Académico de la Academia Nacional de Ciencias Económicas, fue profesor y primer rector de ESEADE durante 23 años y luego de su renuncia fue distinguido por las nuevas autoridades Profesor Emérito y Doctor Honoris Causa.

 

El Modelo es Victoria Xipolitakis

Por Gabriela Pousa: Publicado el 15/7/15 en: http://economiaparatodos.net/el-modelo-es-victoria-xipolitakis/

 

Argentina es un país sin casualidades. El lugar donde desde hace una semana se habla de Vicky Xipolitakis es el país de Cristina. Es coherente que lo sea. Los Kirchner han consagrado la vulgaridad. Lograron que los artistas ya nada tengan que ver con el arte. Los iconos populares están a la altura de la dirigencia, no desentonan. Ambos buscan el protagonismo a cualquier precio, ambos son capaces de negar a la madre y hacen de la mentira una patología.

El kirchnerismo ha institucionalizado un relato muy distante de la realidad que experimentan los ciudadanos. Lo mediático y lo cultural no escapan a ello, son fiel reflejo de los modelos que vemos a diario. Una jefe de Estado capaz de derribar una estatua porque no le gusta verla cuando abre la ventana, no difiere sustancialmente de una vedette capaz de entrar a la cabina de mando aéreo-comercial.

Ambas rompen los cánones de la civilidad. El respeto les es anticuado, el Cambalache de Discépolo se ha hecho carne en lo cotidiano. Todo vale y nada es sancionado. 

De ese modo, la política irradia inverosímiles y los medios se nutren del espanto. Del otro lado está la gente consumiendo un espectáculo burdo y grotesco sin significado pero con intencionalidad. La polémica acerca de qué apareció primero, si el huevo o la gallina, se traslada al tejido social, y no hay respuesta que sacie a la hora de preguntar si la oferta que brindan es lo que el pueblo quiere ver y comprar, o se lo consume porque no hay opción a algo más.

Las alternativas son en extremo débiles y fugaces pero cuando están, muestran que todavía hay gente que las elige como si en esa elección recobraran algo de la dignidad mancillada por la vulgaridad. Esa es la dialéctica de la vida cultural que impuso el kirchnerismo en Argentina. Como sostuviera en uno de sus ensayos Alain Finlielkraut, la “cultura zombie” ha venido a reemplazar el acto intelectual.

Véase que incluso el militante es entendido como un autómata que responde a estímulos de un jefe. No crea, no razona, gracias si empatiza. Hay una necesidad de masificarlo todo de modo que nada sobresalga, nada que escape a lo llano distraiga. De esa forma se unifican las conductas y se manipula con más facilidad a una sociedad.

Desde lo aparentemente cultural impulsan a la rebelión como lo muestran claramente las letras que vociferan las murgas oficiales: una rebelión falsa pues refiere a la impuesta desde Balcarce 50. No deja espacio a interrogantes, acepta solo respuestas. 

El modo de “conquistar” es desacralizando aquello que nos confirma como seres únicos, irrepetibles y desiguales. La cultura fue siempre diferencial. El afán nacionalista apunta muchas veces a ese fin cerrando las opciones a una cultura cosmopolita e imponiendo un “arte” prefabricado, local, vulgar y chato. Se creó una industria del espectáculo donde solo se demanda lo que la autoridad ofrece, y en esa oferta encontramos saciedad. Aspirar a más es una actitud que discrimina.  

La barbarie se ha apoderado tanto de la política como de lo mediático. A la sombra de esa realidad, crece la intolerancia al mismo tiempo que el infantilismo. La mandataria obra como infante imponiendo su voluntad más allá de cualquier norma o pauta social. Y esa es la conducta que pretenden sea imitada. Un pueblo infantil, sin capacidad de raciocinio, sin discernimiento, distraído solo con lo que le dan, es la aspiración kirchnerista de máxima.

La “década ganada” no es la época del burgués sino la del ciudadano-niño. El primero sacrificaba el placer de vivir a la acumulación de riquezas y situaba, según la fórmula de Stefan Zweig, “la apariencia moral por encima del ser humano demostrando una impaciencia equivalente ante las exigencias del orden moral y del pensamiento”. El segundo quiere, ante todo, divertirse, relajarse, escapar a los rigores por vía del ocio, y ésta es la razón por la cual el gobierno se apodera de la industria cultura, la genera o degenera, en verdad.

Se vacían las cabezas para llenar los ojos, y todo es circo, show que iguala y logra transformar al espectador en un “fan”. Una categoría sin otra reglas que las del enceguecido, cerrado a todo lo demás, capaz de morir y matar por una iconografía azarosa y furtiva, por héroes de barro sobre un falso pedestal. “Néstor no se murió , Néstor vive en el pueblo….”, basta un ejemplo.  Así, la cultura del videoclip domina a la conversación y lo razonable: nada se soluciona ya con discursos, con razón, sino con vértigo, música, masas y efecto de shock. 

Los recitales han reemplazado a las palabras a la hora de emprender ciertas causas. Un alimento no perecedero a cambio de rock es la manera de ayudar. Adiós a la cultura del sacrificio y del trabajo. Todo es de una liviandad que asusta, todo es rápido, coyuntural. La cultura, en cambio, siempre es perenne, lo culturoso es lo fugaz, no perdura más allá de un presente que quiere prolongarse incansablemente. 

Por todo esto, en Argentina nada es casual. Ha habido y hay una domesticación de la voluntad individual para sustituirla por una voluntad colectiva. Los modelos y referentes que se nos da tienen esas características: el desparpajo, lo irrespetuoso, lo amoral. La pretensión de igualdad a su vez, se impuso venciendo las diferencias inherentes a los seres humanos. Un pueblo así domesticado aceptará con mayor facilidad a un Aníbal Fernández gobernando que un pueblo ilustrado.

La ignorancia y la vulgaridad son ya políticas de Estado. Las desventuras de Xipolitakis, en este contexto, no son sino el resultado de un proceso que ha pugnado por idiotizar al ciudadano. La vedette es el modelo de ciudadano pretendido por la jefe de Estado: sumido en la frivolidad que no exige, no involucra. Es justamente eso lo que se quiere: un pueblo no involucrado, que acepte desde la mansedumbre, que no diga demasiado. En síntesis, que esté distraído para que el gobierno mientras tanto pueda hacer y deshacer sin sentirse custodiado.

Asimismo, se impone la creencia de que lo serio es aburrido y lo solemne queda descartado. ¿Por qué sino una Presidente puede bailar el Himno Nacional sin siquiera sonrojarse? Todo sirve al show, aún lo que alguna vez fue sagrado. Las fechas patrias se convirtieron en fines de semana largos, los actos en los colegios se reemplazaron por feriados. El despojo es total: somos un árbol sin raíces y consecuentemente, sin posibilidad de ramificar. 

Entretenidos, olvidamos las responsabilidades, dejamos que todo lo resuelvan los demás. Lástima que “los demás” son precisamente, los que gobiernan, es decir los kirchneristas: los propulsores de la bajeza y la falta de ética.

El gobierno ya no determina apenas un modelo económico, más o menos ortodoxo para administrarnos, sino que irrumpe estableciendo el modo de vida que debemos llevar, los gustos que debemos saciar... Imponen de alguna manera, a Xipolitakis y su escandaloso actuar como parámetro, y dejan apenas tres opciones al ciudadano: la de ser un zombie, la de ser un frívolo o un fanático.

 

Gabriela Pousa es Licenciada en Comunicación Social y Periodismo por la Universidad del Salvador (Buenos Aires) y Máster en Economía y Ciencias Politicas por ESEADE. Es investigadora asociada a la Fundación Atlas, miembro del Centro Alexis de Tocqueville y del Foro Latinoamericano de Intelectuales.