Un lenguaje inclusivo que divide

Por Alberto Benegas Lynch (h) Publicado el 24/10/2en: https://www.infobae.com/opinion/2020/10/24/un-lenguaje-inclusivo-que-en-realidad-divide/

Hasta la irrupción de esta moda el idioma común era un puente de unión

Un lenguaje inclusivo que divide - Infobae
Mario Vargas LLosa y Nati Mistral

Los diccionarios son libros de historia que mutan con el tiempo según sean las utilizaciones del lenguaje, un instrumento esencial en primer término para pensar y en segundo lugar para la comunicación. Como se ha consignado en el prefacio a la obra del célebre profesor de la Universidad de París Joseph Vendryes titulada El lenguaje. Introducción lingüística a la historia, el lenguaje marca “el fin de la historia zoológica y el principio de la historia humana”. También el extraordinario lingüista Noam Chomsky (tan lejos de la tradición de pensamiento liberal) que “la lengua constituye una manifestación clave de la mente distinta de la estructura material del hombre” y Michael Polanyi, el gran profesor de la Universidad de Oxford, destaca que “la era pre-verbal estaba rodeada de una gran oscuridad”.

Como ha señalado Mario Vargas Llosa “el lenguaje inclusivo es una aberración” y Arturo Pérez-Reverte concluye que “el lenguaje inclusivo es una estupidez”. Esto por forzar las cosas, desnaturalizar el lenguaje y pretender la imposición de un discurso a contramano de los usos corrientes. Incluso hay gobernantes que se han dirigido a sus audiencias como “millones y millonas”, como “miembros y miembras” como “portavoces” y “portavosas” y demás dislates. En este curioso y primitivo lenguaje solo falta que se sustituya el no por na o ne “para no ser machista” o la sandez de referirse a la delincuenta, la narcotraficanta y para no ofender a los varones aludir al poeto. También Ricardo Güiraldes debió hacer figurar a su conocido personaje como Segunde Sombre y, en esta misma línea argumental referirse a los “gauches” y nuestro himno, entre otras cosas, debería incluir “el grite sagrade”. Y antes que nada la parla debiera ser “lenguaje inclusive” para eventualmente “evitar cierta reminiscencia machista”.

Hay por una parte el principio de economía del lenguaje para no extenderse innecesariamente, por ejemplo, en “los y las estudiantes” y equivalentes que revelan un gusto desmedido por las redundancias. Por otra parte, hay sustantivos que indican sexo (perro/perra) y otros que no lo indican (periodista, persona). Muchas palabras terminan en la letra a que son asexuadas (alegría, día, dogma, silla, casa,) y otros de la misma naturaleza que terminan en la letra o (cuaderno, libido, mano, odio, puerto).

El lenguaje inclusivo como parte de lo “políticamente correcto” desconoce la gramática como estructuras de la lengua, la semántica como significados, la sintaxis como formas de combinar palabras y hasta la fonética debido a sonidos inapropiados en el uso de los términos y a veces la misma prosodia puesto que la puntuación suele ser incorrecta en estos textos.

El concepto clave en la genuina inclusión es el respeto lo cual constituye precisamente el alma del liberalismo, sin embargo, aparentemente los que pretenden imponer el llamado lenguaje inclusivo excluyen malamente a los que no adhieren y revelan visos autoritarios. Hasta la irrupción de esta moda el lenguaje incluía a todos pero hoy divide.

Lo que les ocurre a quienes insisten en el denominado lenguaje inclusivo es que, por un lado y fuera ya del lenguaje, no comprenden lo que implica la discriminación y, por otro, no entienden el valioso feminismo original. He escrito sobre ambos conceptos pero se hace necesario reiterar aunque más no sea de un modo resumido y telegráfico sobre las dos expresiones.

Según el diccionario, discriminar quiere decir diferenciar y discernir. No hay acción humana que no discrimine: la comida que elegimos engullir, los amigos con que compartiremos reuniones, el periódico que leemos, la asociación a la que pertenecemos, las librerías que visitamos, la marca del automóvil que usamos, el tipo de casa en la que habitamos, con quién contraemos nupcias, a qué universidad asistimos, con qué jabón nos lavamos las manos, qué trabajo nos atrae más, quiénes serán nuestros socios, a qué religión adherimos (o a ninguna), qué arreglos contractuales aprobamos y qué mermelada les ponemos a las tostadas. Sin discriminación no hay acción posible. El que es indiferente no actúa. Entonces la acción es preferencia, elección, diferenciación, discernimiento y, por ende, implica discriminar.

Esto debe ser nítidamente separado de la pretensión, a todas luces descabellada, de intentar el establecimiento de derechos distintos por parte del aparato estatal, que, precisamente, existe para velar por los derechos y para garantizarlos. Esta discriminación ilegítima echa por tierra la posibilidad de que cada uno maneje su vida y hacienda como le parezca adecuado, es decir, bloquea las posibilidades de que cada uno discrimine acerca de sus preferencias, lo cual debe ser respetado en una sociedad libre, siempre que no se lesionen iguales derechos de terceros. La igualdad ante la ley resulta crucial, concepto íntimamente atado a la justicia, es decir, a la propiedad, del propio cuerpo, a sus pensamientos y a sus pertenencias, en otras palabras, el “dar a cada uno lo suyo”.

Curiosamente se han invertido los papeles: se alienta la discriminación estatal con lo que no les pertenece a los gobiernos y se combate y condena la discriminación que cada uno hace con sus pertenencias. Menudo problema en el que estamos por este camino de la sinrazón, en el contexto de una libertad hoy siempre menguante.

Por otra parte, en nombre de la novel “acción positiva” (affirmative action), impone cuotas compulsivas en centros académicos y lugares de trabajo “para equilibrar los distintos componentes de la sociedad”, al efecto de obligar a que se incorporen ciertas proporciones, por ejemplo, de asiáticos, lesbianas, gordos y budistas. Esta imposición naturalmente afecta de forma negativa la excelencia académica y la calidad laboral, ya que deben seleccionarse candidatos por razones distintas a la competencia profesional, lo cual deteriora la productividad conjunta, que, a su vez, incide en el nivel de vida de toda la población, muy especialmente de los más necesitados, cuyo deterioro en los salarios repercute de modo más contundente dada su precariedad.

Por todo esto es que resulta necesario insistir una vez más en que el precepto medular de una sociedad abierta que la igualdad de derechos es ante la ley y no mediante ella, puesto que esto último significa la liquidación del derecho, es decir, la manipulación del aparato estatal para forzar pseudoderechos que siempre significa la invasión de derechos de otros, quienes, consecuentemente, se ven obligados a financiar las pretensiones de aquellos que consideran que les pertenece el fruto del trabajo ajeno.

Vivimos la era de los pre-juicios, es decir el emitir juicios sobre algo antes de conocerlo: la fobia a la discriminación de cada uno en sus asuntos personales y el apoyo incondicional a la discriminación de derechos por parte del Leviatán es, en gran medida, el resultado de la envidia, esto es, el mirar con malevolencia el bienestar ajeno, no el deseo de emular al mejor, sino que apunta a la destrucción del que sobresale por sus capacidades atacando el mérito.

Vivimos en una era en la que se discrimina lo que no debería discriminarse y no se permite discriminar lo que debe discriminarse. Por cierto, una confusión muy peligrosa. Respecto al feminismo moderno tan adicto al lenguaje inclusivo, reitero que hay dos tipos de feminismos. Uno consistente con la tradición de pensamiento liberal y su eje central de respeto recíproco; el otro, la emprende contra los derechos de las personas.

Con toda razón nos repugna y alarma la idea de la esclavitud. Nos resulta difícil aceptar que se pudiera implantar esa institución a todas luces espantosa, pero a veces se pasa por alto la esclavitud encubierta de la mujer en la época del cavernario machismo. Entristece la situación de un ser femenino que tuviera alguna ambición más allá de copular, internarse en la cocina y zurcir.

Imaginemos más contemporáneamente a la extraordinaria Sophie Scholl, objeto de burla por ser mujer y por señalar a los asesinatos del nazismo en una notable demostración de coraje al distribuir material sobre la libertad en medios universitarios del nacionalsocialismo (fue condenada a muerte, sentencia ejecutada de inmediato para que no dar lugar a defensa alguna).

Más cerca aún en el tiempo, imaginemos a la intrépida periodista Anna Politkovskaya, también vilipendiada por ser mujer y asesinada en un ascensor por denunciar la corrupción, los fraudes y el espíritu mafioso de la Rusia actual.

Pero sin llegar a estos actos de arrojo y valentía extremos, la mujer común fue tratada durante décadas y décadas como un animalito que debía ser dúctil frente a los caprichos y los desplantes de su marido, sus hermanos y todos los hombres que la rodearan. Muchas han sido vidas desperdiciadas y ultrajadas que no debían estudiar ni educarse en nada relevante para poder hundirlas más en el fango de la total indiferencia, embretadas en una rutina indigna que solamente resistían los espíritus serviles. En otro plano, debe subrayarse de modo enfático el horror de la cobardía criminal más espeluznante y canallesca de abusos y violaciones.

En realidad, dejando de lado estas últimas acciones delictivas y volviendo al denominado machismo, en algunos casos todavía se notan vestigios de trogloditas a los que no hay más que mirarles los rostros cuando hace uso de la palabra una mujer sobre temas que consideran privativos del sexo masculino. Todavía en algunas reuniones sociales se separan los sexos en ambientes distintos: unos para reflexionar sobre “temas importantes” y otro para hablar de pañales y equivalentes. Hay todavía maridos que no parecen percatarse de las inmensas ventajas que le reporta el intercambiar opiniones con sus cónyuges formado un equipo para hacer frente a todos los avatares y los andariveles de la vida. Los acomplejados sienten que pierden posiciones o son descolocados si se les diera rienda suelta a las deliberaciones del sexo femenino. En verdad son infradotados que únicamente pueden destacarse amordazando a otras.

Lo dicho para nada subestima al ama de casa, cuya misión central es nada menos que la formación de las almas de sus hijos, por cierto una tarea mucho más significativa y trascendente que la de comprar barato y vender caro, es decir, el arbitraje a que usualmente se dedican los maridos como si se tratara del descubrimiento de la piedra filosofal, en lugar de comprender que se trata de un mero medio para, precisamente, formarse y formar a sus descendientes.

La pionera en el feminismo o, en otros términos, la liberación de la mujer de la antedicha esclavitud encubierta fue Mary Wollstonecraft, una extraordinaria precursora que escribió, en 1792, A Vindication of the Rights of Women, libro en el que se leen párrafos del tenor del siguiente: “¿Quién ha decretado que el hombre es el único juez cuando la mujer comparte con él el don de la razón? Este es el tipo de argumentación que utilizan los tiranos pusilánimes de toda especie”.

Pensemos en lo que significaba escribir y publicar en esa época en medio de la más enfática condena social. A esta línea reivindicatoria adhirieron muchas figuras de muy diversa persuasión intelectual, desde las liberales Isabel Paterson, Rose Wilder Lane, Voltarine de Cleyre y Suzanne LaFollette. Destaco también el caso de Virginia Woolf, que sostenía: “No hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente”.

En todo caso, esfuerzos en diversas direcciones para que se reconozca un lugar digno a las mujeres se desperdician malamente a través del inaudito “feminismo moderno”, integrado en su mayor parte por militantes resentidas, generalmente abortistas y a veces golpeadoras (como lo ocurrido en una marcha feminista en Buenos Aires con muchachos que pretendían limpiar la Catedral de inscripciones obscenas). Estas mujeres confunden autonomías individuales con la imposición de esperpentos de diversa naturaleza y cuotas en instituciones académicas y en lugares de trabajo que, como queda dicho, degradan a la mujer. La tontera ha llegado a extremos tales que se ha propuesto que la asignatura history se denomine herstory, y otras sandeces por el estilo que convierten el genérico en una afrenta, contexto en el que las nuevas feministas además consideran la función maternal como algo reprobable e indigno.

Comenzó esta tradición nefasta Anna Doyle Wheeler, quien estaba muy influenciada por Saint-Simon y mucho más adelante siguieron Clara Fraser, Emma Goldman, Donna Haraway y Sylvia Walburg, quienes aplicaron la tesis marxista de la opresión a las reivindicaciones feministas y sostienen que la propiedad privada constituye una institución que debe abolirse.

Carlos Grané, en El puño invisible, denuncia un pretendido feminismo encajado de contrabando en el arte. En este sentido escribe que “la filósofa” Luce Irigaray escribe que “La ecuación de Einstein de e = m.c2 [la energía es igual a la masa por la velocidad de la luz al cuadrado] es machista. ¿La razón? en jerga feminista significa que la ecuación de Einstein fomenta la lógica del más rápido, lo cual responde a un típico prejuicio machista”.

Se trata de “individuas” dirían las del lenguaje inclusivo pero que son vacías interiormente, con complejo de inferioridad y espíritu totalitario. Este es el contexto en el que Nati Mistral afirmó: “Soy antifeminista porque soy muy femenina”. En resumen, como anotamos al abrir esta nota, el lenguaje sirve principalmente para pensar y luego para transmitir nuestros pensamientos por lo que fabricaciones fantasiosas impiden el adecuado pensamiento y la comunicación. No me extrañaría que si esto sigue su curso se sustituirá una de las falacias más estudiadas en lógica desde tiempo inmemorial por alguna curiosidad gramatical: me refiero a la falacia ad hominem.

Alberto Benegas Lynch (h) es Dr. en Economía y Dr. en Ciencias de Dirección. Académico de la Academia Nacional de Ciencias Económicas, fue profesor y primer rector de ESEADE durante 23 años y luego de su renuncia fue distinguido por las nuevas autoridades Profesor Emérito y Doctor Honoris Causa. Es miembro del Comité Científico de Procesos de Mercado, Revista Europea de Economía Política (Madrid). Es Presidente de la Sección Ciencias Económicas de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires, miembro del Instituto de Metodología de las Ciencias Sociales de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, miembro del Consejo Consultivo del Institute of Economic Affairs de Londres, Académico Asociado de Cato Institute en Washington DC, miembro del Consejo Académico del Ludwig von Mises Institute en Auburn, miembro del Comité de Honor de la Fundación Bases de Rosario. Es Profesor Honorario de la Universidad del Aconcagua en Mendoza y de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas en Lima, Presidente del Consejo Académico de la Fundación Libertad y Progreso y miembro del Consejo Asesor de la revista Advances in Austrian Economics de New York. Asimismo, es miembro de los Consejos Consultivos de la Fundación Federalismo y Libertad de Tucumán, del Club de la Libertad en Corrientes y de la Fundación Libre de Córdoba. Difunde sus ideas en Twitter: @ABENEGASLYNCH_h

Despuntes de nacionalismo que amenazan al mundo

Por Alberto Benegas Lynch (h). Publicado el 2/10/17 en: http://www.lanacion.com.ar/2068286-despuntes-de-nacionalismo-que-amenazan-al-mundo

 

Los resultados electorales en Alemania y los episodios de xenofobia en Estados Unidos muestran la preocupante vigencia de ideas que ya deberían estar superadas

 

Acaba de ganar escaños en el Parlamento alemán un partido de ribetes nazis. Es la primera vez que ocurre algo así desde la traumática experiencia del siglo pasado.

Es difícil dejar de lado los aspectos antihumanos y criminales del nacionalsocialismo, pero en lo que sigue, centremos nuestra atención en facetas de la política del nacionalismo en general.

Seguramente no hay mayor afrenta a la cultura que los postulados que provienen de aquella corriente de pensamiento que se conoce con el nombre de «nacionalismo». La fertilidad de los esfuerzos del ser humano por cultivarse, es decir, por reducir su ignorancia, está en proporción directa a la posibilidad de contrastar sus conocimientos con otros. Eso es la cultura. Sólo es posible la incorporación de fragmentos de tierra fértil, en el mar de ignorancia en el que nos debatimos, en la medida en que tenga lugar una discusión abierta. Se requiere mucho oxígeno: muchas puertas y ventanas abiertas de par en par.

Aludir a la «cultura nacional» (y «popular» dirían algunos desaforados) es tan desatinado como referirse a la matemática asiática o a la física holandesa. La cultura no es de un lugar y mucho menos se puede atribuir a un ente colectivo imaginario. No cabe la hipóstasis. La nación no piensa, no crea, no razona ni produce nada. El antropomorfismo es del todo improcedente. Son específicos individuos los que contribuyen a agregar partículas de conocimiento en un arduo camino sembrado de refutaciones y correcciones que enriquecen los aportes originales. Como bien señala Arthur Koestler, «el progreso de la ciencia está sembrado, como una antigua ruta a través del desierto, con los esqueletos blanqueados de las teorías desechadas que alguna vez parecieron tener vida eterna».

El nacionalismo pretende establecer una cultura alambrada, una cultura cercada que hay que preservar de la contaminación que provocarían aquellos aportes generados fuera de las fronteras de la nación. Se considera que lo autóctono es siempre un valor y lo foráneo un desvalor, con lo que se destroza la cultura para convertirla en una especie de narcisismo de trogloditas que cada vez se asimila más a lo tribal que al espíritu cultivado que es necesariamente cosmopolita. Quienes necesitan de «la identidad nacional» ocultan su vacío interior y son presa de una despersonalización que pretenden disfrazar con la lealtad a una ficción.

Desde esta perspectiva, quienes comparten el cosmopolitismo de Diógenes e insisten en ser «ciudadanos del mundo» aparecen como descastados y parias sin identidad. El afecto al «terruño», a los lugares en que uno ha vivido y han vivido los padres y el apego a las buenas tradiciones es natural, incluso la veneración a estas tradiciones es necesaria para el progreso, pero distinto es declamar un irrefrenable amor telúrico que abarcaría toda la tierra de un país y segregando otros lugares y otras personas que, mirados objetivamente, pueden tener mayor afinidad, pero se apartan sólo porque están del otro lado de una siempre artificial frontera política.

Al fin y al cabo, en esta etapa del proceso de evolución cultural -en la que se deposita en el monopolio de la fuerza la función de proteger y garantizar los derechos de las personas-, las divisiones territoriales en diversas jurisdicciones existen solamente para evitar los riesgos de un gobierno universal. Hannah Arendt dice que «la misma noción de una fuerza soberana sobre toda la Tierra que detente el monopolio de los medios de violencia sin control ni limitación por parte de otros poderes, no sólo constituye una pesadilla de tiranía, sino que significa el fin de la vida política tal como la conocemos».

El nacionalismo está imbuido de relativismo ético, relativismo jurídico y, en última instancia, de relativismo epistemológico. «La verdad alemana», «la conciencia africana», «la justicia dinamarquesa» (en el sentido de que los parámetros suprapositivos serían inexistentes) y demás dislates presentan una situación como si la verdad sobre nexos causales que la ciencia se esmera en descubrir fuera distinta según la geografía, con lo cual sería también relativa la relatividad del nacionalismo, además de la contradicción de sostener simultáneamente que un juicio se corresponde y no se corresponde con el objeto juzgado. Julien Benda pone de manifiesto el relativismo inherente en la postura del nacionalismo. Dice Benda que «desde el momento que aceptan la verdad están condenados a tomar conciencia de lo universal».

Alain Finkielkraut ilustra el espíritu nacionalista al afirmar que «replican a Descartes: yo pienso, luego soy de algún lugar». Juan José Sebreli muestra cómo incluso el folklore proviene de una intrincada mezcla de infinidad de contribuciones de personas provenientes de lugares remotos y distantes entre sí.

Estas visiones nacionalistas se traducen en una escandalosa pobreza material, ya que los aranceles aduaneros indefectiblemente significan mayor erogación por unidad de producto, lo cual hace que existan menos productos y de menor calidad. Este resultado lamentable contrae salarios e ingresos en términos reales, con el apoyo de pseudoempresarios que se alían con el poder al efecto de contar con mercados cautivos y así poder explotar a la gente.

En la historia de la humanidad hay quienes merecen ser recordados todos los días. Uno de esos casos es el de la maravillosa Sophie Scholl, quien se batió en soledad contra los secuaces y sicarios del sistema nacionalsocialista de Hitler. Fundó junto con su hermano Hans el movimiento estudiantil de resistencia denominado Rosa Blanca, a través del cual debatían las diversas maneras de deshacerse del régimen nazi, y publicaban artículos y panfletos para ser distribuidos con valentía y perseverancia en diversos medios estudiantiles y no estudiantiles.

La detuvieron y se montó una fantochada que hacía de tribunal de justicia, presidido por Ronald Freisler, que condenó a los célebres hermanos a la guillotina, orden que fue ejecutada el mismo día de la parodia de sentencia judicial, el 22 de febrero de 1943 para no dar tiempo a apelaciones.

Es pertinente recordar a figuras como Sophie Scholl en estos momentos en que surgen signos de un nacionalsocialismo contemporáneo que invade hoy no pocos espíritus en Europa, y cuando en Estados Unidos irrumpen demostraciones nazis como el reciente y resonante caso de Charlotesville. Para no decir nada de algunos regímenes latinoamericanos donde el alarido nacionalista encaja a las mil maravillas en el populismo vernáculo.

Hay una producción cinematográfica dirigida por Marc Rothemund, que lleva por título el nombre de esta joven quien en una conversación con su carcelero explica el valor de normas extramuros de la legislación escrita. Lo contrario de lo dicho por el canalla de Hermann Göring en el Parlamento alemán, el 3 de marzo de 1933: «No quiero hacer justicia, quiero eliminar y aniquilar, nada más» (citado por Norbert Bilbeny en El idiota moral).

 

Alberto Benegas Lynch (h) es Dr. en Economía y Dr. en Ciencias de Dirección. Académico de la Academia Nacional de Ciencias Económicas, fue profesor y primer rector de ESEADE durante 23 años y luego de su renuncia fue distinguido por las nuevas autoridades Profesor Emérito y Doctor Honoris Causa. Es Asesor del Institute of Economic Affairs de Londres

¿QUÉ SON LOS HÉROES?

Por Alberto Benegas Lynch (h)

 

Personalmente no me gusta la expresión “héroe” porque está manchada de patrioterismo y atribuida generalmente a personas que en realidad han puesto palos en la rueda en las vidas de su prójimo. Por otra parte, Juan Bautista Alberdi escribió en su autobiografía que “la patria es una palabra de guerra, no de libertad” puesto que hay otras formas de expresarse menos pastosas para referirse al terruño de los padres.

 

El manoseo creciente de las palabras héroe y patria ha hecho que se desfiguren y trastoquen. La primera,  según el diccionario  es la “persona que ha realizado una hazaña admirable para la que se requiere mucho valor”.

 

Me inspiró esta nota una parte de uno de los libros de John Stossel (No, They Can´t) que alude a los héroes  preocupado porque la mayor parte de la gente los relaciona con políticos y militares pero aclara que esos en general han manipulado vidas y haciendas ajenas, por lo que para él los verdaderos héroes son pioneros y empresarios creativos y los intelectuales de la libertad que han contribuido enormemente a mejorar la vida de todos.

 

Señalo que esto que apunta Stossel tiene una larga tradición que descubrí comienza de manera sistemática con el decimonónico Herbert Spencer en su libro titulado El exceso de legislación. En esta obra Spencer despotrica muy fundadamente contra los aparatos estatales que destrozan autonomías individuales y subraya la arrogancia de gobernantes a pesar de que “todos los días registra la crónica algún fracaso, todos los días reaparece la idea de que no hace falta más que una ley del Parlamento y una tropa de empleados para llevar a cabo un fin cualquiera apetecido”, y agrega “siempre he estado predicando el desengaño: no pongaís vuestra confianza en la legislación”.

 

En esta dirección, Spencer subraya que “la iniciativa privada ha hecho mucho, y lo ha hecho bien. La iniciativa privada ha roturado, desecado y fertilizado el país y edificado ciudades, ha excavado minas, tendido vías de comunicación, abierto canales y establecido ferrocarriles; ha inventado y llevado a perfección arados, telares, máquinas de vapor, prensas de imprimir e innumerables máquinas; ha construido nuestros buques, nuestras vastas manufacturas, nuestros muelles; ha establecido bancos, sociedades de seguros y periódicos; ha cubierto el mar con líneas de vapores y la tierra de telégrafos eléctricos. La iniciativa privada es la que ha traído a la altura en que al presente se encuentran la agricultura, la industria y el comercio y las está desenvolviendo con creciente rapidez”.

 

Para no decir nada de la medicina que ha estirado la expectativa de vida de modo notable y tantos descubrimientos e iniciativas resultado de tecnologías que en la época de Spencer sonarían  a magia imposible. En este contexto, la mayor parte de las veces los aparatos estatales teóricamente encargados de velar por la justicia y la seguridad se convierten en un implacable Leviatán que todo lo destruye a su paso.

 

La antedicha tradición spencerina fue retomada por Alberdi, quien en el tomo octavo de sus Obras completas concluye que “si recordamos, dice Herbert Spencer, que toda la historia está llena de los hechos y gestos de los reyes, en tanto que los fenómenos de la organización industrial, visibles ellos son, no han logrado sino recientemente atraer un poco de atención; si recordamos que todas las miradas y pensamientos se dirigen a las acciones de los que gobiernan, que nadie hasta estos últimos tiempos tenía ojos ni pensamientos para los fenómenos vitales de cooperación espontánea a los cuales deben las naciones su vida, su crecimiento y progreso”.

 

Los usos reiterados del héroe y la patria afloran en obras que encierran el germen de la destrucción de las libertades individuales como el “superhombre” y “la voluntad de poder” de Nietzsche o “el héroe” de Thomas Carlyle. Este último, en su célebre conferencia en Londres del 22 de mayo de 1840 estimó que “puede reconocerse como el más importante entre los Grandes Hombres aquél a cuya voluntad o voluntades deben someterse los demás […] es resumen de todas las figuras del Heroísmo […] toda dignidad terrena y espiritual que se supone reside para mandar sobre nosotros, enseñarnos continua y prácticamente, indicarnos que tenemos que hacer día tras día, hora tras hora”.

 

Difícil resulta concebir una visión más cavernaria, de más baja estofa, de mayor renunciamiento a la condición humana y de mayor énfasis y vehemencia para que se aniquile y disuelva la propia personalidad en manos de forajidos, energúmenos y megalómanos que, azuzados por poderes omnímodos, se arrogan la facultad de manejar vidas y haciendas ajenas, siempre en el contexto de cánticos sobre patriotas y héroes.

 

Este tipo de razonamientos y propuestas inauditas son los que dieron píe a los Hitler de nuestra época. De las ideas de Carlyle, esto dice Ernst Cassirer, el filósofo político, autor de numerosas obras, ex Rector de la Universidad de Hamburgo y profesor en Oxford, Yale y Columbia: “los primeros indicios del misticismo racial”, “una defensa abierta al militarismo prusiano” y “la divinización de los caudillos políticos y una identificación del poder con el derecho”. Por su parte Borges, consigna en su prólogo a la obra que reúne seis conferencias de Thomas Carlyle sobre la heroicidad que “los contemporáneos no lo entendieron, pero ahora cabe una sola y muy divulgada palabra: nazismo […él] escribió que la democracia es la desesperación de no encontrar héroes que nos dirijan […] abominó de la abolición de la esclavitud […] declaró que un judío torturado era preferible a un judío millonario”.

 

La manía del héroe y el líder indefectiblemente conducen a la prepotencia, al abuso de poder y, finalmente, al cadalso en nombre de la patria. Por eso resulta tan pernicioso que se les enseñe a estudiantes la historia como una narración bélica con elogios y salvas para la guerra y los guerreros, cuando no deben memorizar los pertrechos de cada bando sin entender el porqué de tanta trifulca. Lamentablemente, es cierto que la historia está colmada de hechos violentos pero enseñarla como algo glorioso, un hito y algo que debe ser venerado y objeto de admiración resulta sumamente destructivo y una buena receta para perpetuar y acentuar el mal.

 

Cada uno debe constituirse en líder de si mismo. Los caudillos y tiranuelos que son aclamados como líderes no hacen más que expropiar lo más preciado que posee el ser humano, cual es el uso de su libre albedrío para la administración de su propio destino al realizar sus potencialidades únicas e irrepetibles. Dice la primera acepción de héroe en el Diccionario de la Real Academia Española: “Entre los antiguos paganos, el que creía haber nacido de un dios o una diosa y de una persona humana, por lo cual le reputaban más que hombre y menos que dios”. Si bien es cierto que hay otras acepciones como la que consignamos más arriba, la expresión de marras está teñida de un pesado tufillo a guerra, sangre, batalla, violencia y ferocidad.

 

Pero, en todo caso, si se insiste en recurrir a la expresión “héroe” debería aplicarse a personas excepcionales como Ana Frank, Sophie Scholl, Sor Juana Inés de la Cruz, Lucretia Mott, Voltairine de Cleyre, Rose Wilder Lane, Mary Wollstonecraft, Germaine de Staël, Isabel Paterson, Hannah Arendt, Taylor Caldwell, Mariquita Sánchez de Thompson, Victoria Ocampo, Alicia Jurado, Anna Politkovskaya, Edith Stein, Ayn Rand o Mallory Cross Johnson, solo para citar unos pocos nombres del mal llamado sexo débil que han dado extraordinarios ejemplos de fortaleza y coraje moral frente a cualquier signo de autoritarismo. Agrego el nombre de una joven que hoy vive en la isla-cárcel cubana desde donde se debate con una perseverancia arrolladora: Yoani Sánchez (cuando la revista Time la incluyó entre las cien personas más influyentes y apareció bajo el subtítulo de “héroes y pioneros”, ella escribió que prefiere “la simple categoría de ciudadana”).

 

El día en que en las plazas aparezcan las efigies de estas personalidades, podremos conjeturar que el mundo va en buena dirección…ya que como tituló uno de sus libros Jerzy Kosinski: No Third Path. En esta misma línea de mantener la brújula firme y los principios en alto, Albert Camus escribe en la introducción de El hombre rebelde: “No siendo nada verdadero ni falso, bueno ni malo, la regla consistirá en mostrarse mas eficaz, es decir, el mas fuerte. Entonces el mundo no se dividirá ya en justos e injustos, sino en amos y esclavos”.

 

Las inmundicias de los Stalin, Pol Pot, Mao, Hitler y Mussolini  de este planeta son consecuencia de las alabanzas al “hombre fuerte” en el poder, el carismático, para los que se tejen todo tipo de cánticos que rebalsan en referencias a lo heroico y grandioso a cuales les siguen personajes detestables tales como los Perón, Trujillo, Stroessner, Pérez Jiménez, Somoza y Rojas Pinilla que, si los dejan, se ponen a la altura o incluso superan en saña a sus maestros. En esta instancia del proceso de evolución cultural, solo hay la opción entre la democracia y la dictadura, no importa de que signo sea y, éstas, están siempre paridas de libros, artículos y conferencias que ensalzan al héroe como el mandamás de las multitudes.

 

Transcribo una anécdota horripilante de Paul Johnson en Commentary de abril de 1984 en la que relata uno de los casos en que se trata como héroe a un canalla: “en las Naciones Unidas en ocasión de la visita oficial de Idi Amin, presidente  de Uganda, el primero de octubre de 1975. Para esa fecha ya era un notorio asesino serial de una crueldad indescriptible; no solo había liquidado personalmente algunas de sus víctimas sino que las desmembraba y preservaba partes de las anatomías para consumo futuro: el primer caníbal con refrigerador […] A pesar de ello fue electo presidente de la Organización para la Unidad Africana y, en esa capacidad, fue invitado a dirigirse a la Asamblea General de las Naciones Unidas. Su discurso fue una denuncia a lo que denominó “la conspiración zionista-nortemericana” contra el mundo “y demandó no solo la expulsión de Israel de las Naciones Unidas sino su extinción […] La Asamblea le brindó una ovación de pie cuando llegó, lo aplaudieron periódicamente en el transcurso de su discurso y, nuevamente, se pusieron de píe cuando dejó el recinto. Al día siguiente el Secretario General de la Asamblea [Kurt Waldheim] le ofreció una comida en su honor”.

 

Como he escrito antes, resulta que en medio de los debates para limitar y, si fuera posible, eliminar las acciones extremas que ocurren en lo que de por sí ya es la maldición de una guerra como los denominados “daños colaterales”, aparece la justificación de la tortura por parte de gobiernos considerados baluartes del mundo libre, ya sea estableciendo zonas fuera de sus territorios para tales propósitos o expresamente delegando la tortura en terceros países, con lo que se retrocede al salvajismo mas brutal.

 

También en la actualidad se recurre a las figuras de “testigo material” y de “enemigo combatiente” para obviar las disposiciones de las Convenciones de Ginebra. Según el juez estadounidense Andrew Napolitano el primer caso se traduce en una vil táctica gubernamental para encarcelar a personas a quienes no se les ha probado nada pero que son detenidas según el criterio de algún funcionario del poder ejecutivo y, en el segundo caso, nos explica que al efecto de despojar a personas de sus derechos constitucionales se recurre a  un subterfugio también ilegal que elude de manera burda las expresas resoluciones de las antes mencionadas convenciones que se aplican tanto para los prisioneros de ejércitos regulares como a combatientes que no pertenecen a una nación.

 

Termino con un pensamiento referido al proceso electoral para elegir gobiernos que si se toma con cuidado y responsabilidad, entre otras muchas cosas, puede modificarse la noción errada del héroe. Y no es con cuidado y responsabilidad que se encara la elección si de entrada afloran tremendas confusiones en el uso del lenguaje. La semana pasada Luis Alberto Lacalle -el ex presidente de Uruguay- muy atinadamente me dijo que resultaba un disparate aludir al recinto donde se vota como “cuarto oscuro” puesto que naturalmente en esas condiciones no se puede ver nada, por lo que es un pésimo comienzo para elegir bien, se trata del cuarto secreto como dicen los uruguayos.

 

Alberto Benegas Lynch (h) es Dr. en Economía y Dr. en Ciencias de Dirección. Académico de la Academia Nacional de Ciencias Económicas, fue profesor y primer rector de ESEADE durante 23 años y luego de su renuncia fue distinguido por las nuevas autoridades Profesor Emérito y Doctor Honoris Causa.