Sobre mi amigo Antonio Escohotado

Por Alberto Benegas Lynch (h): Publicado el 4/12/21 en: https://www.infobae.com/opinion/2021/12/04/sobre-mi-amigo-antonio-escohotado/

Antonio Escohotado

Lo conocí en Lima en marzo de 2015 en una comida que ofreció Mario Vargas Llosa a un grupo de amigos a raíz de nuestras respectivas ponencias en el congreso de la Mont Pelerin Society. Luego de ese encuentro nos hemos escrito regularmente con Antonio con quien hemos mantenido un par de intercambios mano a mano vía Zoom que se encuentran en Youtube.

Como es del dominio público, Antonio Escohotado murió el 21 de noviembre por lo que me comuniqué tanto con su hijo Jorge como con Diego San José Jiménez, que fue el que organizó el primer Zoom referido desde Madrid. El mundo del pensamiento está de luto por la muerte de este titán de la cultura universal. Comenzó su ciclópea producción intelectual con una tesis doctoral sobre Hegel la cual se fue nutriendo con un número impresionante de contribuciones tanto en libros como ensayos académicos y artículos periodísticos. Con el tiempo fue mutando de su marxismo inicial al liberalismo, desde la abolición de la propiedad a la importancia decisiva de esa institución, desde la tragedia de los comunes al uso y disposición de lo propio como eje central de la sociedad abierta (para recurrir a terminología popperiana).

De todas sus múltiples obras en esta nota periodística me voy a referir muy sumariamente a sus colosales tres tomos titulados Los enemigos del comercioUna historia moral de la propiedad que me trajo de regalo mi hijo Bertie desde España hace tiempo. Tal como La acción humana. Tratado de economía de Ludwig von Mises es hasta el momento el trabajo cumbre en esa ciencia tan poco explorada, tan difamada y poco comprendida, del mismo modo la triada de Escohotado constituye un aporte monumental a la historia desde la perspectiva filosófica, aunque este autor es más conocido por su publicación sobre las drogas alucinógenas para usos no medicinales, solo comparable a las publicaciones de su amigo Thomas Szasz en la misma materia.

Soy consciente que es absolutamente imposible hacer justicia en una nota periodística a una obra de esta envergadura que abarca 2049 páginas, pero solo esbozamos algunos pocos puntos en la esperanza que los lectores se interesen en la indagación del trabajo completo.

En el primer tomo destacó que nuestro autor confiesa que comenzó a revertir su posición socialista con la lectura de Carl Menger Principios de economía, muy especialmente referido a la teoría subjetiva del valor. Se detiene a considerar la influencia disolvente de Platón y su propuesta comunista en La República e incluso pensadores de la talla de Aristóteles que refutó ese comunismo pero justificó la esclavitud. Antes que eso, el Nuevo Testamento contiene dos versiones encontradas sobre el rol de la propiedad, la de Santiago el Mayor y Pablo de Tarso. Podemos ahora lamentablemente decir que la primera versión que había sido fuertemente criticada y en buena medida abandonada debido a la primacía de la segunda volvió a surgir con fuerza con la denominada Teología de la Liberación y ahora con el actual Papa Francisco a quien cuando le preguntaron si es comunista respondió que “son los comunistas los que piensan como los cristianos” (La Reppublica, noviembre 11 de 2016) y su mentor fue Monseñor Enrique Angelelli quien celebraba misa bajo la insignia de los terroristas Montoneros, de ahí sus Encíclicas, Cartas Pastorales, sus actitudes tan pastosas sobre Cuba, Venezuela y Nicaragua, sus alabanzas a tercermundistas y repetidas declaraciones donde pondera el pobrismo al tiempo que critica al proceso de mercado y al capitalismo en línea con lo inaugurado por el antisemita San Juan Crisóstomo en cuanto a que dar a los pobres no sería más que entregar lo que a ellos les pertenece.

Pasa revista en detalle a las utopías tan destructivas de Tomás Moro y Campanella y sus parientes y derivados, así como también a las influencias de Marx y Engels. También estudia las formidables contribuciones a la libertad de los Fueros españoles, el habeas corpus y la Carta Magna en Inglaterra junto a la Revolución Gloriosa de Guillermo de Orange y María Estuardo, la Revolución Francesa con su defensa del derecho de propiedad y la igualdad ante la ley, antes de la contrarrevolución de los jacobinos y el reino de la guillotina. En este último sentido es de interés reproducir lo que cita el autor de Robespierre en cuanto a que “todo lo indispensable para la preservación es propiedad común” y condena “el bandidaje y fratricidio disfrazados bajo el sofístico nombre de libertad comercial”.

En el segundo tomo sobresalen los temas de la contribución pionera de William Godwin del absurdo y contraproducente anarquismo dado que resulta imposible la convivencia a través de la abolición de toda norma y tribunales tal como propone este pensador. Luego la extraordinaria experiencia estadounidense que pudo prosperar merced al abandono inicial del comunismo en la colonia de Massachusetts, resurgimiento explicado por el gobernador Bradford en sus memorias una vez dejada de lado la idea de mantener los bienes en común que estaba conduciendo a la población a la miseria y a las hambrunas de los primeros tiempos y el posterior florecimiento merced a la extendida libertad y respeto a los derechos de todos luego aconsejados y reiterados por los Padres Fundadores.

También elabora sobre la fracasada utopía en La Nueva Armonía de Robert Owen bajo la idea de “liberar a la humanidad de sus tres males más monstruosos: la propiedad privada, la religión irracional y el matrimonio”, un experimento que hubo que abandonar a poco andar por ruinoso y que provocó en los incautos “corazones decepcionados” en un clima de conflictos inevitables de unos contra otros en un proyecto que pretendía la armonía, en lugar de eso “topamos con antagonismos”. En este volumen se analizan principalmente las obras de Jeremy Bentham. Edmund Burke y James Mill y la contracara de Rousseau, Johann Fichte, Thomas Carlyle y Charles Fourier para luego abordar la influencia y difusión de los ensayos de Saint-Simon y Comte.

Cierra este voluminoso aporte con la Revolución Rusa y la irrupción de la Sociedad Fabiana en un capítulo sugestivamente titulado “El colapso del liberalismo inglés”. Nos dice Escohotado que “la asociación adopta como símbolo la tortuga, acorazada y lenta y como nombre el del cónsul romano Fabio Máximo” con su estrategia gradualista y de penetración contra Ánibal. Fue “una forma ampliada del socialismo estatal instaurado por Bismark”. Adhirieron autores como Bertrand Russell a quien Escohotado cita afirmando que “el comunismo soviético es necesario para el mundo y el bolchevismo merece la gratitud y la admiración de todos los progresistas.” Sidney Webb escribió para el lanzamiento de la Sociedad un artículo titulado “El socialista cristiano” donde propugnaba el socialismo “sin lucha de clases y sin Marx, básicamente por medios fiscales”. El propio Chaberlain reseñó la Fabbian News como “una obra maestra” y señalaba los aciertos de la plusvalía marxista.

El matrimonio Webb -Sidney y Beatrice- visitaron la Unión Soviética en 1932 luego de lo cual declararon a la prensa que “aplaudían el excelente rendimiento del sector educativo y sanitario” y más adelante, en 1935 en plenas purgas publicaron alabanzas aun más generalizadas del régimen stalinista en dos tomos titulados El comunismo soviético ¿Una nueva civilización? También George Bernard Shaw visitó Rusia en 1931 y en lugar de declarar sobre los campos de concentración y la miseria espantosa del momento afirmó al Manchester Guardian que “no había visto a nadie desnutrido, sino más bien niños notablemente rollizos”. Como también apunta Escohotado Henry George toma en Estados Unidos los principios de la Sociedad Fabiana para cargar las tintas contra la propiedad de la tierra ya que esa entidad en sus bases en 1887 subraya que “la Sociedad trabaja para extinguir la propiedad privada de la tierra” con vistas a “emancipar sus frutos de la apropiación individual.”

En el tercer tomo sobresale una sección titulada “De cómo el mundo imitó a la URSS”. Uno de los capítulos se encabezan con un epígrafe que reproduce un dicho de Babeuf que refleja bien toda la concepción socialista: “La sociedad debe erradicar para siempre le deseo individual de ser más rico, sabio o poderoso” y en otro pasaje Escohotado describe el “totalitarismo latino” en el que aparece como figura descollante Mussolini quien declara que “nada humano o espiritual existe ni tiene valor alguno fuera del Estado […] La fachada democrática, hermosa en teoría, constituye una falacia en la práctica y estamos aquí para celebrar el entierro del cuerpo putrefacto de sus libertades.” En este contexto consigna el autor que caracteriza al estatismo latinoamericano las nacionalizaciones, la cogestión obrera de la industria, los impuestos progresivos, el control de precios, el redistribucionismo y la cerrazón al comercio exterior.

En realidad el sistema fascista no solo permite una penetración mayor del espíritu totalitario sin tantas resistencias como las que presenta habitualmente el comunismo sino que permite responsabilizar al sector privado por los resultados nefastos de su política ya que se mantiene la fachada de la propiedad. Finalmente nuestro autor hace un llamado urgente a “reconstituir la saga anticomercial” para bien de todos pero muy especialmente para la suerte de los más vulnerables que solo pueden prosperar en la medida que se incrementen las tasas de capitalización fruto de la libertad de mercados y la consiguiente asignación de derechos de propiedad a los efectos de maximizar la energía creadora. Excelente como completa el título de la referida terna pues el trabajo trata nada más y nada menos que un asunto eminentemente moral y no solo jurídico y económico.

Jorge conserva los archivos de su padre y no se si toda su correspondencia se publicará donde también se consigna que tuvimos el proyecto de escribir un libro en coautoría en forma de diálogo que habíamos titulado El veneno totalitario y del que apenas comenzamos con los primeros tramos. Consignar que no todo eran coincidencias en nuestros respectivas conclusiones, escritos e interpretaciones es una verdad de Perogrullo, nunca es así ni siquiera con nosotros mismos cuando miramos para atrás y constatamos que podríamos haber mejorado la marca. En cualquier caso, como colofón a este apunte en esta ocasión con orgullo reproduzco en su integridad uno de los tantos correos electrónicos que me escribió Antonio Escohotado, esta vez el 10 de junio de 2019. De más está decir que no me tomo en serio sus halagos extremos, es para dejar constancia de su ilimitada generosidad. Lo que si me tomo en serio es su inmenso afecto que era recíproco y que fuimos cultivando desde que nos conocimos en Lima. En la última línea de la misiva de marras el interrogante se refiere a la Universidad Francisco Marroquín de la que fui su primer profesor visitante durante tres años para que nuestros hijos con María evitaran el constante tiroteo de los setenta en tierra argentina:

“Querido Alberto, acabo de sacarle unos minutos a la odiosa agenda que me persigue últimamente para disfrutar con cosas tuyas en YouTube, porque menuda planta y elocuencia tienes, y me encanta ver cómo improvisas -lo mismo en televisión que en aulas docentes o recibiendo el Juan de Mariana- sobre la base de una formación apoyada en fuentes de primera mano.

Ya te dije que sencillamente no he conocido a nadie vivo con quien pueda discurrir en términos de igualdad, si me perdonas la arrogancia del propio comparar; y como a despecho de tal o cual achaque sigo apasionado por leer y escribir -quizá más que nunca-, me haces compañía e instruyes aunque solo sea por el prodigioso regalo de la Red.

Quizá ella nos ayude a librar el combate sempiterno de la libertad y el conocimiento con los amantes de su inverso, y te confieso que si echo de menos trabar contacto físico es entre otras cosas por tentar nuestros respectivos daimones (según Hesiodo apoyados sobre “huellas de héroes pretéritos”), y algo en principio tan delirante como el brebaje eleusino, que era sin duda amida del ácido lisérgico, y algún colega químico tan redomadamente distinto como el látex de algunas adormideras.

Siempre comprometida con las fuentes primarias, tu obra solo parece pasarlas por alto en ese campo, donde demuestras el absurdo de la prohibición sin tomar en cuenta el programa socrático de la sobria ebrietas, que preservó a la Antigüedad de memeces y crueldades sin incurrir en el siempre hipócrita ideal del abstemio.

Mi tasa de trabajo y alegría desde mediados de los años 60 es inseparable de la pesquisa y el disfrute en ese orden de cosas, al margen del menú impuesto leyes y costumbres (porque “de la piel para dentro mando yo”), y me parece que dejar el reino de los vivos sin alguna experiencia digamos visionaria y eufórica en sentido literal no es solo ignorar la curiosidad sino desprotejerse, cuando empieza a soplar Boreas.

Naturalmente, toma lo previo como una insensatez, pues bien podría serlo, y quédate con el testimonio de mi cercanía espiritual. Veremos si hay algo donde no coincidamos, porque por ahora no lo encuentro, y ojalá alguna institución mejicana -lo digo por equidistar de aquí Baires, ahorrando la paliza extra de aeropuertos y aviones- se le ocurra reunirnos para un curso o cosa pareja. ¿Existirá el señor Marroquín? Un abrazo”.

Alberto Benegas Lynch (h) es Dr. en Economía y Dr. en Ciencias de Dirección. Académico de la Academia Nacional de Ciencias Económicas, fue profesor y primer rector de ESEADE durante 23 años y luego de su renuncia fue distinguido por las nuevas autoridades Profesor Emérito y Doctor Honoris Causa. Es miembro del Comité Científico de Procesos de Mercado, Revista Europea de Economía Política (Madrid). Es Presidente de la Sección Ciencias Económicas de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires, miembro del Instituto de Metodología de las Ciencias Sociales de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, miembro del Consejo Consultivo del Institute of Economic Affairs de Londres, Académico Asociado de Cato Institute en Washington DC, miembro del Consejo Académico del Ludwig von Mises Institute en Auburn, miembro del Comité de Honor de la Fundación Bases de Rosario. Es Profesor Honorario de la Universidad del Aconcagua en Mendoza y de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas en Lima, Presidente del Consejo Académico de la Fundación Libertad y Progreso y miembro del Consejo Asesor de la revista Advances in Austrian Economics de New York. Asimismo, es miembro de los Consejos Consultivos de la Fundación Federalismo y Libertad de Tucumán, del Club de la Libertad en Corrientes y de la Fundación Libre de Córdoba. Difunde sus ideas en Twitter: @ABENEGASLYNCH_h

Intervencionismo

Por Gabriel Boragina. Publicado en: 

 

Los intentos de reemplazar al capitalismo por otro u otros sistemas han sido constantes prácticamente desde la aparición del mismo en la escena económica de los pueblos.

Al identificárselo como el «enemigo» del bienestar y del progreso económico de la gente han sido múltiples los pensadores que trataron de idear modelos alternativos. El más popular desde hace buen tiempo hasta la actualidad es el mixto:

«Se supone que esta economía mixta no es capitalismo ni socialismo. Se describe como un tercer sistema, tan alejado del capitalismo como del socialismo. Se supone que está a medio camino entre socialismo y capitalismo, manteniendo las ventajas de ambos y evitando los inconvenientes propios de cada uno».[1]

En realidad, esta pretendida fusión de dos patrones en uno que, a su vez, no son ni uno ni el otro no es más que un mito, una verdadera utopía quimérica. Para prueba basta observar que prácticamente todas las economías del mundo han prohijado tal pretendido diseño mixto, lo que ha provocado y sigue ocasionando las recurrentes crisis económicas en las que el planeta se debate sin cesar año tras año, década tras década y ya sin fronteras visibles. Pero no hay tal supuesto tercer esquema, sino que lo que existe es una mezcolanza de dos modelos que se oponen abiertamente entre sí y que no poseen los pretendidos «elementos comunes».

«Hace más de medio siglo, el principal hombre del movimiento socialista británico, Sídney Webb, declaraba que la filosofía socialista no es “sino la afirmación consciente y explícita de principios de organización social que ya se han adoptado en buena parte inconscientemente”. Y añadía que la historia económica del siglo XIX era “una historia casi continua del progreso del socialismo”.[2]

De alguna manera, la afirmación anterior era exacta y contradice la observación de muchos (o de la mayoría de los socialistas de nuestro tiempo) que sostienen que vivimos en un «universo capitalista». No tenemos -por cierto- tal «mundo capitalista» al menos en la medida que pueda decirse que es la economía que impera y que sustentan los países más desarrollados y los menos del planeta. El capitalismo nunca pudo operar en ninguna parte del planeta al cien por ciento de sus potencialidades, sin embargo, donde lo ha hecho -en muy escasa medida- ha producido adelantos y progresos formidables, que son a los que debemos todos los artículos de confort que han mejorado nuestras vidas y las de nuestros contempéranos.

«Unos pocos años después, un eminente estadista británico, Sir William Harcourt, declaraba: “Todos somos ahora socialistas”.Cuando en 1913 un estadounidense, Elmer Roberts, publicó un libro sobre las políticas económicas del gobierno imperial de Alemania llevadas a cabo desde finales de la década de 1870, las llamó “socialismo monárquico”.»[3]

Digamos que, tanto en la filosofía de estos pensadores como en el ambiente popular la última etapa sería la imposición del socialismo por sobre el capitalismo, y que la misma seria «altamente deseable». Marx, contradictoriamente, sostenía que esta conclusión se daría natural y evolutivamente por el mero devenir histórico, y que -por lo tanto- ningún esfuerzo humano podría acelerar o retardar el proceso. Sin embargo, en sus escritos revolucionarios junto con Engels (tales como el tristemente célebre Manifiesto comunista de 1848) mantenía la necesidad de provocar lo que -por otra parte- había declarado antes no sería necesario promover, ya que de lo contrario la revolución socialista no se daría nunca o no lo haría cuando el suponía que tenía que realizarse.

«Sin embargo no sería correcto identificar simplemente intervencionismo y socialismo. Hay muchos defensores del intervencionismo que lo consideran el modo más apropiado de llegar (paso a paso) al socialismo total. Pero también hay muchos intervencionistas que no son abiertamente socialistas: buscan el establecimiento de la economía mixta como un sistema permanente de gestión económica. Quieren restringir, regular y “mejorar” el capitalismo por interferencia pública con los negocios y con el sindicalismo.»[4]

Esto, de alguna manera, explica que sea el intervencionismo el estándar económico actual en la mayor parte del orbe (por no decir en todo el). Unos lo apadrinan por un motivo y los demás lo implementan por todos los motivos restantes. Es decir, tanto partidarios como adversarios del socialismo y del capitalismo aceptan el intervencionismo por razones diametralmente diferentes. En el caso socialista, se recurre al mismo como método para llegar gradualmente al socialismo, y -en el opuesto- los antisocialistas o pseudo-capitalistas creen que es el intervencionismo la vía por medio de la cual el capitalismo se puede «mejorar».

Pero lo que están más cerca de acertar en esta aparente «paradoja» son los socialistas, ya que la admisión de la supuesta «economía mixta» es un verdadero camino de servidumbre como diría F. v. Hayek parafraseando el título de su más célebre libro. Unos para aniquilar el capitalismo y otros para «mejorarlo» hacen que el intervencionismo sea el modelo económico que siguen la mayoría de los países del globo.

«Primero: Si, dentro de una sociedad basada en la propiedad privada de los medios de producción, algunos de estos medios son propiedad y están gestionados por el gobierno o por los municipios, esto sigue sin ser un sistema mixto que combinaría socialismo y propiedad privada.»[5]

La economía de mercado no se ve afectada si sólo algunos bienes de producción son de propiedad estatal en tanto el resto de ellos permanece en manos privadas. No concurre aquí -nos dice L. v. Mises- intervencionismo, ni tampoco socialismo, sino capitalismo. Cabría pues inferir que, en tanto no más del 49% de los bienes de producción está en manos del gobierno no habría allí ninguna economía intervencionista. Aquí nos parece relevante apuntar que, no sólo la cantidad de las empresas de propiedad estatal debería ser reducida sino también el tamaño concreto de esas empresas debería serlo, porque es difícil aseverar que si una empresa (o conjunto de ellas) cuyo tamaño equivale al 100% de la producción total de la economía deviene en propiedad del estado (vía expropiación, estatización, etc.) dicho entramado continuaría siendo una economía de mercado. Si bien el ejemplo suele ser infrecuente (salvo en regímenes abiertamente socialistas) no está de más tenerlo en cuenta.

[1]Ludwig von Mises, Caos planificado, fuente: http://mises.org/daily/2454 (Publicado el 3 de febrero de 2007). Pág. 6.

[2] L. v. Mises ibidem, pág. 6

[3] L. v. Mises ibidem, pág. 6

[4] L. v. Mises ibidem, pág. 6-7

[5] L. v. Mises ibidem, pág. 7

 

Gabriel Boragina es Abogado. Master en Economía y Administración de Empresas de ESEADE. Fue miembro titular del Departamento de Política Económica de ESEADE. Ex Secretario general de la ASEDE (Asociación de Egresados ESEADE) Autor de numerosos libros y colaborador en diversos medios del país y del extranjero. Síguelo en  @GBoragina

Economistas pioneros del progresismo dudoso

Por Carlos Rodriguez Braun: Publicado el 7/12/16 en:  http://www.carlosrodriguezbraun.com/articulos/expansion/economistas-pioneros-del-progresismo-dudoso-y-ii/

 

Thomas C. Leonard, en su reciente libro Illiberal Reformers, explica que los primeros economistas progresistas estadounidenses eran antiliberales partidarios de un amplio Estado que regulara la vida de sus súbditos, por su bien.

De ahí el éxito de F.W.Taylor y su “administración científica”, de la que Thorstein Veblen era entusiasta: se trataba de que los expertos ingenieros manejaran las empresas, y también el Estado, pero no los propietarios. Pocos defendían el liberalismo y el individualismo. Esto preparó el New Deal, pero sucedió décadas antes.

En su ansia por organizar la vida social, incluían la economía, pero iban más allá. Aunque se critica el darwinismo social, hubo darwinismo entre los progresistas, como Veblen o Dewey. No creían en la selección natural pero sí en la artificial, y hablaban con naturalidad de seleccionar científicamente a los mejores entre los humanos, igual que se hace con los animales. Charles van Hise, presidente de la Universidad de Wisconsin, declaró: “sabemos lo suficiente sobre la eugenesia como para que, si ese conocimiento fuera aplicado, las clases defectuosas podrían desaparecer en una generación”. Y más de treinta estados impusieron la esterilización obligatoria desde 1907.

Irving Fisher recomendó la mejora hereditaria mediante la prohibición del alcohol, de los inmigrantes y la segregación o esterilización de los unfit. Leonard subraya que en los países católicos estas ideas tuvieron menos éxito, pero la lista de intelectuales anglosajones favorables a la eugenesia es notable: F. Scott Fitzgerald, Jack London, Eugene O’Neill, Virginia Woolf, T.S. Eliot, D. H. Lawrence, Bernard Shaw, Harold Laski, Beatrice y Sidney Webb, El famoso juez Holmes, el gran amigo de los impuestos, dijo: “tres generaciones de imbéciles ya es suficiente”. El biólogo Hermann Mueller, premio Nobel, afirmó que como el capitalismo premiaba con riqueza a los no aptos, era necesario el socialismo para distinguir científicamente a los aptos y los no aptos.

Otra variante de la eugenesia fue la ecología, inquietud que despuntó entonces con la idea de mejorar la naturaleza e impedir la extinción de especies animales, reorganizando todo racionalmente con la intervención del Estado que era, como dijo el famoso economista Richard Ely, “una persona moral”.

En su racismo, se oponían a la libertad de inmigración, y los economistas de la American Economic Association apoyaron la subida del salario mínimo para impedir que los inmigrantes pobres compitieran con los trabajadores locales: al menos no eran buenistas como los que vinieron después, y reconocían abiertamente que el salario mínimo más alto dificultaba el empleo de los más pobres. En la misma línea propusieron medidas de apoyo a las mujeres, que reconocían que dificultaban su contratación y promoción en pie de igualdad con los hombres.

Estas ideas y otras análogas sentaron las bases del progresista Estado de bienestar, siempre sobre la base “científica” de que lo que la gente hace libremente está mal y debe ser corregido por los sabios de arriba, que sí saben lo que conviene al pueblo llano.

 

Carlos Rodríguez Braun es Catedrático de Historia del Pensamiento Económico en la Universidad Complutense de Madrid y miembro del Consejo Consultivo de ESEADE.

Juan B. Justo y el socialismo liberal

Por Carlos Rodriguez Braun: Publicado en: http://www.ilustracionliberal.com/8/juan-b-justo-y-el-socialismo-liberal-carlos-rodriguez-braun.html

 

El socialismo no fue siempre partidario de una amplia interferencia del poder en las vidas y haciendas de sus súbditos. Los socialistas tuvieron al principio, además de la defensa de los derechos civiles y políticos, muchos otros puntos en común con los liberales, como el pacifismo, el antiimperialismo y el librecambismo en su sentido más lato: abierto respaldo a la libertad de movimientos de personas, mercancías y capitales (Rodríguez Braun 1989, pp. 140-5, 193-204). Este artículo estudia la figura más destacada de los orígenes del socialismo argentino, Juan B. Justo. Su pensamiento, como el de otros correligionarios a ambos lados del Atlántico, prueba que si en nuestros días los socialistas pretenden moderar su ideología intervencionista no es necesario que traicionen sus raíces: basta con que las reconozcan.

La Argentina tras la Organización Nacional

El último cuarto del siglo XIX corresponde a la consolidación del Estado nacional argentino, que comportó entre otros aspectos el recorte del poder de las provincias y su transferencia al Estado central. Tres medidas fundamentales plasmaron la transformación: la federalización de la ciudad de Buenos Aires, que dejó de pertenecer a la provincia del mismo nombre (que fundó una nueva capital provincial, La Plata) y pasó al Estado; la liquidación de las milicias provinciales: las provincias sólo retuvieron la policía; y la unificación de la moneda y la desaparición de las emisiones monetarias provinciales, a cambio de la asunción estatal de las deudas provinciales. Fue un período de paz; no hay conflictos internos de suma gravedad y en el plano exterior Argentina había librado un poco antes su última guerra internacional (excluida la aventura de las Malvinas de 1982) contra el Paraguay, en la llamada Guerra de la Triple Alianza –Argentina, Brasil y Uruguay– entre 1865 y 1870. Y también un período de gran prosperidad y caudalosa inmigración, que no se detuvieron hasta la crisis de 1930, y que transformaron profundamente la economía y la sociedad argentinas. El país pasó en apenas un par de décadas de importar cereales a ser uno de los primeros exportadores del mundo; y en cuanto a la inmigración, hacia finales del siglo XIX la cuarta parte de la población había nacido en el exterior, y en zonas como la provincia de Santa Fe o la ciudad de Buenos Aires el porcentaje llegaba al 42 y al 52 por ciento.1

No hubo, empero, quietud ideológica, sino intensos debates, por ejemplo en el terreno educativo y religioso, junto a la vieja disputa entre proteccionismo y libre cambio, y una creciente «cuestión social». La Ley educativa 1420, que regirá entre 1884 y 1946, dispuso la educación primaria gratuita, laica y controlada por el gobierno nacional. La reacción de la Iglesia ante esta ley y otra de 1887, que le arrebató el manejo de los registros civiles y abrió la posibilidad del matrimonio civil, fue tan agria que ese país católico rompió relaciones diplomáticas con el Vaticano durante casi quince años, entre 1884 y 1898.2

La figura política más relevante de estos años fue el general Julio A. Roca, uno de los principales líderes del Partido Autonomista Nacional. Sus años son agitados; hubo revueltas y momentos de perturbación, que dieron lugar a la principal fuerza opositora, la Unión Cívica Radical, fundada en 1891 por Leandro N. Alem. La mayor libertad electoral que supuso la Ley Sáenz Peña de 1912 –inspirada en la Ley Maura, con voto universal, masculino, secreto y obligatorio– permitió el triunfo de los radicales en 1916. El inmediato antecedente local había sido en 1902 la reforma electoral de Joaquín V. González, ministro del Interior de Roca.3

Es habitual caracterizar estos años como de gobiernos fuertemente liberales. No parece correcto. Ya hemos visto que en materias tan importantes como la educación las medidas no fueron precisamente liberales; otro tanto vale para el Código de Minería promulgado en 1887 bajo la presidencia de Juárez Celman, que instituyó la propiedad estatal del subsuelo; y también para la legislación laboral proyectada por Roca y González quince años más tarde. Los componentes nacionalistas y proteccionistas fueron bastante claros, y se acentuaron con el nuevo siglo. Apuntan Botana y Gallo que «la modernización era concebida…como necesaria consecuencia de la acción política y legislativa», es decir, primaba la libertad «de los antiguos», en palabras de Constant, un liberalismo programático y no de estricto y limitativo laissez faire, y ni siquiera la economía se mantuvo al margen del voluntarismo político; lo que se buscó en los años finales del XIX y primeros del XX fueron «fórmulas mixtas donde, junto con los emblemas liberales consagrados por el uso del lenguaje, convivían el curso forzoso, los bancos del Estado y una gama de ideas proteccionistas e impositivas. Sin duda, el crecimiento económico derivado de una excepcional expansión de la frontera agropecuaria creó riqueza, la concentró regionalmente y generó una nueva estratificación con altas tasas de movilidad social. No obstante, estos fenómenos resultaron de una concomitante intervención del Estado justificada, según diferentes momentos, por creencias tan arraigadas como la nación, el progreso o la reforma social».4

Más que en el gobierno, el liberalismo aparecía en la oposición, en los socialistas, como veremos, y en los radicales. Alem era un liberal en política, opuesto al centralismo, y un liberal extremo en economía; el liberal más sistemático del siglo XIX en Argentina, Juan Bautista Alberdi, también había presentado esa asimetría. El polo opuesto de Alem fue precisamente el que mandaba, Roca, un liberal muy conservador, obsesionado por la unidad nacional y las reformas lentas. Cuando completó su primera presidencia en 1886 resumió sus logros en dos: paz y administración.5

Alem dirigió la UCR hasta su suicidio en 1896. Un sobrino suyo, Hipólito Yrigoyen, fue el que llevó a los radicales al triunfo. La vieja norma de derrotar por imitación se impuso: el radicalismo de Yrigoyen no era el de Alem, y en realidad estaba más cerca de Roca, y de las ideas predominantes de una política centralista y un gobierno fuerte.6 Los alemistas abandonarán el partido en su mayoría, hacia la derecha y la izquierda.

Un antiguo seguidor de Alem, que estuvo con él en la revolución de 1890, fue Juan B. Justo.

Justo. Vida y obra

Juan Bautista Justo nació en Buenos Aires el 28 de junio de 1865, en el seno de una familia acomodada de origen italiano que emigró a España en el siglo XVIII, a Gibraltar con la invasión napoleónica y después al Río de la Plata, adonde llegó, con su apellido Giusto ya castellanizado, el abuelo de Justo en 1829. Graduado como médico en 1888, con las máximas calificaciones, Juan B. Justo fue catedrático de Cirugía en la Universidad de su ciudad natal, aunque sería exonerado en 1906 por sus actitudes democráticas y liberales; profesional muy competente, abandonó su prometedora carrera «arrastrado por mis sentimientos hacia la clase trabajadora». En 1899, recién casado con Mariana Chertkoff, se instaló como médico rural en Junín, un pueblo de la provincia de Buenos Aires, y estudió allí la posibilidad del socialismo en el campo y de la alianza entre obreros y pequeños propietarios rurales.7

Tras acompañar a Alem, se vinculó con los primeros socialistas; fundó la Agrupación Socialista de Buenos Aires en 1892, que cambió de nombre a Centro Socialista Obrero en 1894 y después se integró en el Partido Socialista Obrero Internacional, que en su primera convención en 1895, presidida por Justo, pasó a llamarse Partido Socialista Obrero Argentino, cuyo congreso fundacional se celebró en 1896, y atrajo a destacados intelectuales: Justo redactó el programa y la declaración de principios (Fernández López 1998, p. 287). En su tercer congreso, en 1900, adoptó el nombre definitivo: Partido Socialista Argentino.

El órgano de la Agrupación Socialista, que después lo será del partido, fue La Vanguardia, periódico «socialista científico, defensor de la clase trabajadora», cuyo nombre fue idea de Justo, que lo creó junto a un inmigrante alemán y dos españoles en 1894; fue inicialmente un semanario y pasó a diario en 1905 (Justo 1998, pp. 16-9).

Justo se une a los socialistas «sin renunciar por eso a lo que yo tengo de peculiar», y aunque es cofundador del partido y candidato por primera vez en 1896, entra en el Congreso años más tarde, en 1912. Fue tres veces diputado, hasta 1924, y desde entonces senador, y representó con suma brillantez al socialismo en el parlamento argentino prácticamente hasta su muerte. A pesar de la preocupación rural de Justo, el socialismo fue un partido esencialmente urbano, pero a esa escala tuvo mucho éxito, y hasta el advenimiento del peronismo fue relevante e incluso mayoritario en la capital.

Justo, que había completado sus estudios en Austria y Suiza en 1888, viajó por Europa y Estados Unidos en varias oportunidades y participó en las reuniones socialistas de Copenhague en 1910 y Berna y Amsterdam en 1919, donde defendió posturas moderadas, en línea con los revisionistas de Bernstein o los socialistas reformistas no marxistas, como Jean Jaurès; por estas posturas, correctas, como se vio después, la izquierda argentina lo maltrató hasta hace relativamente poco tiempo.8 Ejerció una amplia actividad política, fundó cooperativas y publicó numerosos trabajos; su obra más ambiciosa fue Teoría y práctica de la historia, cuya primera edición es de 1909. Tuvo apreciable predicamento en la II Internacional que inició su andadura en 1889; fue vicepresidente del Congreso de Berna, y ya en 1913 el Bureau Socialista Internacional le encargó un informe sobre «la carestía» para el Congreso de Viena de 1914, que no se celebró debido a la guerra, junto con dos socialistas eminentes, Sidney Webb y Otto Bauer. Conoció en Madrid a Pablo Iglesias, el fundador del PSOE, que fue su corresponsal durante años y que se refirió a él como «el sabio doctor argentino Juan B. Justo». En 1900, con motivo del tercer congreso, los socialistas españoles enviaron esta salutación a sus compañeros del otro lado del mar: “vosotros sois la Alemania socialista de la América hispana” (Justo 1998, pp. 18-22).

Hombre de vastas lecturas y que hablaba cuatro idiomas,9 declaró sin embargo «me hice socialista sin haber leído a Marx», y emprendió una labor ímproba: traducir el primer libro de El Capital, obra con cuya cuarta edición alemana de 1890, la última a cargo de Engels, tomó contacto un lustro más tarde. No fue el primero en intentarlo, porque hubo traducciones en la década de 1880, publicadas en Madrid por el Partido Socialista español, pero fueron versiones indirectas a partir de la edición en francés. La primera traducción española completa y directa del alemán del Libro I de la gran obra de Marx se publicó en Madrid en 1898, debida a la pluma de Juan B. Justo (Marx 1898; véase al principio una curiosa fotografía, retocada, de un Marx de amplios ojos). El responsable de quizá la mejor traducción hecha a nuestra lengua hasta ahora, Pedro Scaron, ha destacado los méritos pioneros de Justo, no tanto por su estilo, pero sí por su fidelidad al original, por su solidez y «por la seguridad con que enfrenta problemas para cuya solución los conocimientos idiomáticos son imprescindibles pero no suficientes».10

Persona extraordinariamente puritana y austera, Justo no permitía fumar ni beber ni jugar a sus partidarios, y atacó el personalismo, aunque él no fue inocente de esta deficiencia,11 que llevó a divisiones en el socialismo, como la de Alfredo Palacios de 1914, pero la única división que tuvo realmente éxito fue conservadora, la del Partido Socialista Independiente, que protagonizaron en 1927 dos discípulos dilectos de Justo: Antonio de Tomaso, que había viajado con él al Congreso de Berna en 1919, y Federico Pinedo, un destacado economista.12

En 1912, cuando Justo se estrena como parlamentario, muere su esposa en su séptimo parto. Ocho años más tarde se casa con la médica Alicia Moreau, dos décadas más joven que él, que le sobrevivirá muchos años y con quien tendrá otros tres hijos. Un edema pulmonar acaba finalmente con la vida de Justo en su finca bonaerense de Los Cardales, el 8 de enero de 1928. Poco tiempo faltaba para que muriese también la democracia argentina: en 1930 el presidente Yrigoyen fue depuesto por un golpe militar que sería el primero de una larga y triste lista.

Una multitud pocas veces vista se congregó frente a la Casa del Pueblo porteña y formó el cortejo fúnebre del líder socialista, al son de «La Internacional». En la década siguiente se inauguraría la gran avenida que lleva el nombre de Juan B. Justo en Buenos Aires.

Contra extremos de izquierda y derecha

En la época de Justo el movimiento obrero estaba liderado por los anarquistas, que dirigieron las dos primeras centrales sindicales del país a comienzos de siglo, la Federación Obrera Argentina y su sucesora, la Federación Obrera Regional Argentina, cuya sigla, como subrayan Botana y Gallo (1997, p. 88) «indicó claramente el carácter internacionalista de la organización»; los socialistas, en cambio, cambiarían como vimos el nombre de Internacional por el de Argentino. El anarquismo argentino fue importante: había en el año 1900 tantas publicaciones anarquistas en Buenos Aires como en Barcelona, máximo centro mundial de ese movimiento. Fue más moderado que el europeo, pero confluía con él en su rechazo a la política, con lo que hubo interminables discusiones con Justo y los socialistas, que recomendaban la acción política. El anarquismo fue fundado por inmigrantes y los primeros periódicos de este movimiento fueron publicados en alemán (Aricó 1999, pp. 35-6).

El terrorismo no presentó las graves dimensiones de otras latitudes, y su acción más destacada, la muerte del jefe de policía de la capital, resulta reveladora. Dice Ezequiel Gallo: «En 1909 fue asesinado el coronel Ramón Falcón, a quien los anarquistas consideraban responsable de la represión producida el primero de mayo. El asesino fue el joven Simón Radowitsky, que acababa de llegar de Rusia y no hablaba español. Se organizaron manifestaciones y en los panfletos que se lanzaban al aire podía leerse: O morto Ramón Falcón massacratore, viva Simón Radowitsky vindicatore. Un crimen cometido en Argentina por un ruso y celebrado en italiano…» (Gallo 1986, p.33).13

Esto tiene que ver con una obsesión de Juan B. Justo, como también la había tenido Domingo Faustino Sarmiento al final de su vida: que los inmigrantes se nacionalizaran, un gran problema para la evolución democrática de la Argentina finisecular: como votaban los hombres nativos mayores de 18 años, la mayoría de la población no votaba. A ello se añadía una «escuela individualista extrema [anarquista] que reniega de la ley y para la cual la autoridad carece de eficacia y es siempre tiránica. Ese nihilismo político tiene por consecuencia la abstención electoral y ha cundido sobre todo en España y la América Latina, cuyas clases gobernantes han otorgado graciosamente el derecho de sufragio a un pueblo que en gran parte nunca lo ha pedido, ni es capaz de ejercerlo. Antes de enseñarle a leer, le han dado el voto, copiado servilmente en el nombre de instituciones extranjeras, pero sin renunciar en lo mínimo a su absoluto predominio tradicional, que mantienen por todos los medios». Justo, que había asegurado que ellumpenproletariat constituía el grueso del electorado argentino, rechaza la «aspiración mística y absoluta a la libertad» que predicaban los anarquistas, y condena la contradicción reflejada en que «los mismos para quienes toda ley es atentatoria a ese sagrado principio, una inútil y odiosa imposición, muy comúnmente admiran, sin embargo, la revuelta y el atentado, forma esta última la más violenta de coerción. Actividad inferior, propia de hombres incapaces de conseguir sus fines por medios más inteligentes…Una puñalada o un tiro los da cualquiera».14

Justo se apartó de los anarquistas pero también de los comunistas, sobre cuyo régimen no tenía dudas: «En Rusia, donde en nombre del socialismo de Lenin se persigue y se mata a los que entienden el socialismo de otra manera» (Justo 1925, p. 36).

Los socialistas no sólo apoyaban las labores políticas y parlamentarias, sino que manifestaron reticencias ante estrategias clásicas del sindicalismo, como la huelga general, que Justo admite pero aclara que es algo nunca visto en países con gobiernos más democráticos y fuerte organización sindical, y concluye: «la huelga general es en todo caso un procedimiento extremo y se acompaña de graves inconvenientes para el pueblo». Ponían los socialistas más esperanzas en su presión en el Congreso para satisfacer legalmente las reivindicaciones obreras. Justo subrayó «la vehemente aspiración del proletariado al derecho al sufragio…de todos los ciudadanos, comprendido el de las mujeres», frente a los anarquistas de la FORA, para quienes votar era abdicar. Los socialistas creían, por el contrario, que el progreso daría lugar a una mejor formación del proletariado, que sí podría entonces “dirigir la evolución histórica”, tarea para la que la burguesía estaba incapacitada. Al revés de lo sostenido por Adam Smith, a quien cita en todo caso con simpatía por el recelo del escocés frente a los empresarios, según Justo la división del trabajo es una bendición sin cortapisas intelectuales para el obrero: “la técnica parcelaria del trabajador moderno, que apenas ocupa su mente, le deja capacidad para comprender las relaciones económicas y políticas”.15

Del otro lado, su enemigo fue la llamada «oligarquía terrateniente», el sustrato del conservadurismo argentino. Aboga por «una nueva y grande clase de propietarios rurales en la Argentina, cuyo suelo está aún acaparado en forma de grandes latifundios» (Justo 1925, p. 8). Mas no aprueba la nacionalización completa sino, como veremos en el último apartado de este ensayo, una política fiscal que descanse sobre la renta de la tierra y acabe con la concentración de su propiedad. La concepción política de Justo estribaba en que, conforme a la teoría marxista, en la Argentina se planteaba una contradicción entre la superestructura jurídico-política, aún dominada por los grandes propietarios tradicionales, incompatible con una infraestructura económica que al impulso de la industria, el comercio y la inmigración había cambiado radicalmente. Por eso acuñó e incluso reivindicó en el Congreso la autoría de la expresión “política criolla”, para indicar un país evolucionado en todo menos en la política (Justo 1914, p. 164; Portnoy 1984, p. 244).

Libre comercio y estabilidad monetaria

Acérrimo defensor del libre comercio, se repite una y otra vez en sus escritos la relación librecambio/paz, el viejo tema liberal desde los tiempos de Smith y Ricardo. Elogiará a Locke por su crítica a la regulación legal del tipo de interés, y a Boisguillebert, que con el liberalismo defendió a las clases oprimidas contra el esquema del «ministro Colbert, personificación la más alta de la intromisión protectora, o destructiva, del Estado» (Justo 1915, pp. 184-6).

El proteccionismo, «la peor forma de nacionalismo» genera para Justo «la peor solidaridad de clases», formada por los capitalistas y trabajadores de un sector económico contra sus equivalentes en otros países “y contra los consumidores del propio país, que son en su mayor parte trabajadores” (Justo 1925, pp. 21-2, 64-5, 97, 136, 172, 192). Pedirá Justo insistentemente la derogación de los derechos de aduana, cuyo objetivo a finales del siglo XIX, al estar en torno al 15/20 %, era más recaudatorio que proteccionista, pero más elevado de lo que podría hacer pensar la retórica de la época. Los aranceles fueron aumentando paulatinamente y ya en 1905, cuando se discutió la Ley de Aduanas, llegaban al 40/50 %.16 «Las aduanas alejan y aíslan a los pueblos», dice Justo y denuncia la «doctrina arcaica» mercantilista y la vinculación entre el intervencionismo y los grupos de interés: “La abolición del proteccionismo aduanero sólo amenaza las ganancias espurias que a su sombra realizan algunas empresas y la renta abusiva de tierras destinadas, gracias a la aduana, a cultivos que económicamente debieran ser hechos en otros países (Justo 1925, pp. 26, 28, 95). Más de un socialista europeo defensor de la Política Agraria Común debería releer a este antiguo camarada, o a todos los efectos al propio Marx, que definió magistralmente al proteccionismo como “un sistema artificial para fabricar fabricantes” (Marx 1975, p. 946).

Justo va a recurrir a los componentes más liberales de Marx, su Discurso sobre el librecambio de 1848, y su visión del liberalismo como fuerza impulsora de la evolución social. No apoya el comercio irrestricto «en honor del libre cambio abstracto, que tan mal disimula intereses capitalistas particulares, sino para mejorar la situación del pueblo». Distinguió «entre empresarios de industrias libres, de industrias sanas, de industrias que se han desarrollado espontáneamente, y empresarios incubados y cebados por la ley, mediante trabas aduaneras y privilegios monopólicos». En cuando al papel del Estado empresario, y aunque aplaudirá la nacionalización del capital extranjero, sus recelos son claros: “El Partido Socialista cuenta con el poder político para socializar los medios de producción, pero acoge con mucha reserva los proyectos de inmediata nacionalización o municipalización de los trabajos y servicios colectivos…prefiriendo la gestión privada de los negocios a su manejo por gobiernos corrompidos e ineptos”. Dijo en el Congreso: “negamos que las empresas deba hacerlas el Estado. Ya vendrán ellas si el Estado sabe cumplir sus funciones esenciales en defensa del capitalismo, que consisten simplemente en la aplicación del Código Civil y del Código Penal, para establecer el respeto por la propiedad y por las personas”.17 Su socialismo municipal, con ecos fabianos, adquirirá con el tiempo tintes más intervencionistas.18

Otro aspecto de su liberalismo fue su pensamiento monetario, al que vinculó, igual que en el caso de los aranceles, con el nivel de vida de la clase obrera. Dice: «Todo el que trabaje por la valorización de la moneda y el establecimiento de un régimen monetario normal, llenará la función política más importante del momento». Percibe que la expansión monetaria puede beneficiar a los empresarios y aliviar a «una endeudada clase media» y una “naciente burguesía”, pero reduce el salario real por el doble encarecimiento de los artículos importados y porque “los que se producen en el país para la exportación se venden a más altos precios en pesos papel”. Es consciente de que “la moneda es una inagotable fuente de recursos para estos gobernantes que, como los príncipes de la Edad Media, sistemáticamente la falsifican”; se inclina por el patrón oro, aunque es consciente de que una moneda de poder de compra invariable es un sueño, por lo cual la solución es que los salarios “se adapten al costo de la vida y suban con éste”.19

Los socialistas, opuestos ya a la Ley de conversión de 1899, criticarán a mediados de los años 1930 la creación del Banco Central de la República Argentina. No habían sido partidarios nunca de la moneda fiduciaria, que tantos estragos iba a causar en manos de los políticos en el medio siglo posterior. Justo había escrito: «La moneda sana de oro o de papel convertible a la par debe también ser un postulado obrero internacional, sobre todo en países como los de Sud América, donde el envilecimiento de la moneda es todavía uno de los procedimientos preferidos para intensificar la explotación del trabajador» (Justo 1925, pp. 175-6). Para él, como volverá a ser la doctrina prevaleciente mucho después, en nuestros días, «la moneda es un asunto casi ajeno a la política, una cuestión técnica»; en el Congreso de Berna, donde defendió el desarme y el libre cambio “como medio y como fin”, y el pago de los salarios en oro o papel moneda siempre convertible (y universalizar el sistema métrico decimal, contra las “bárbaras y arcaicas” medidas inglesas), sugirió también adoptar “como sistema [monetario] internacional el del Perú, cuya base es la libra esterlina inglesa, dividida en diez soles y éstos en centavos”.20

Justo se indignó ante un libro del economista italiano Eteocle Lorini donde se elogiaba abiertamente la ley de 1899: «todo andaba aquí, según el señor Lorini, como en el mejor de los mundos, no a pesar de las repetidas emisiones de papel, sino gracias a ellas». Recoge el argentino la antigua tradición que denuncia la alteración de los precios relativos a que da lugar la inflación, y subraya en especial su efecto depresivo sobre los salarios; beneficia, eso sí, a los exportadores, pero no a los importadores, y prosigue: «¿No es evidente que los acreedores de papel han perdido con el envilecimiento del peso, y los deudores, desde que empezó a valorizarse? ¿No es claro que el alza del oro beneficia a los arrendatarios y la baja a los propietarios que habían contratado los arriendos en pesos papel?…¿no ha sucedido aquí, como siempre y en todas partes en casos semejantes, que, caeteris paribus, el precio que subió más despacio fue el salario, el precio de la fuerza de trabajo?». Concluye Justo acusando a Lorini de negar «lo que todo el mundo sabe: que el envilecimiento del peso papel ha sido para el pueblo trabajador una causa de ruina y de miseria» (Justo 1904, pp. 83, 451-6; Justo 1998, p. 137).21

Revisionismo y choques en la Internacional

Se defiende Justo de las acusaciones de revisionismo calificando a Marx de fuente básica pero no exclusiva del socialismo, al que había que «enriquecer a diario con nuevos hechos e ideas» (Barreiro 1966, p. 204; Aricó 1999, p.70).22 Cualquier conocedor de Marx no podrá evitar dar un respingo ante la forma en que Justo lo interpreta.

Opuesto a las interpretaciones hegelianas, Justo apoya una visión evolucionista, y no dialéctica. En un artículo publicado en la Revista Socialista de Madrid en 1903 habla de «las obscuras, remotas y negativas concepciones de Hegel…si Marx y Engels han llegado a grandes resultados no ha sido gracias a la dialéctica hegeliana sino a pesar de ella». Todos los que han sufrido intentado desentrañar el capítulo primero de El Capital simpatizarán con sus críticas al «artificioso esfuerzo» del economista alemán en su abstruso análisis de la forma del valor. Justo asevera que el socialismo «no puede admitir en su seno una doctrina esotérica, oculta, accesible sólo a ciertos privilegiados» (Justo 1998, pp. 63-7).

Sostiene que el trabajo humano no es una mercancía, al contrario de lo que se afirma reiteradamente en El Capital. Esto tiene que decir Justo: «en la doctrina de Marx sobre el salario hemos visto sólo una ingeniosa alegoría para patentizar la explotación del proletariado por el capital, valiéndose del arsenal doctrinario de los mismos economistas burgueses». Esta ficción se expresa en que el salario es un contrato libre, pero en la realidad no es así, es una «esclavitud atenuada», y por eso la fuerza de trabajo no es una mercancía. Para Justo era clave que la relación salarial no fuera libre sino “parodia de contrato…un acto de sumisión del trabajador al capitalista…una relación biológica de parasitismo”: en caso contrario habría que aplicarle el mismo liberalismo que propugnaba para las mercancías. Pero si es una coerción, “una relación política”, entonces la política puede corregirla. Dirá Justo que cuando Marx habla del trabajo como única causa del valor se refiere al trabajo “técnico” o de acción con la naturaleza, no al trabajo “económico” o planificación de la producción, que es la base tanto para la acción política del proletariado como para su organización cooperativa. Justo asevera que el capital constante es capaz de crear valor, otra vez en las antípodas del economista alemán. Sostiene el argentino que cuando Marx se refiere a que el capital constante no crea valor sólo está empleando “un artificio dialéctico…modo de patentizar, exagerándolo, el papel del trabajo manual asalariado en la creación del valor y la riqueza”.23

Es interesante, y revelador de su cultura, que en su recorrido por las teorías del salario no sólo exponga los puntos de vista de Petty, Smith, Mandeville, Malthus, Thorold Rogers o Schmoller, sino que se detenga en un autor como von Thünen, que «combina de manera muy feliz los dos factores fundamentales del salario» –se recordará que según este notable economista alemán el «salario natural» era la media geométrica entre el salario mínimo de subsistencia y la productividad media del trabajador y su familia. Para Justo el carácter “extorsivo” del salario venía demostrado por la existencia de una clase ociosa y rica, circunstancia que la política podría eventualmente revertir: “al desarrollarse la capacidad económico-política del trabajador asalariado y obrar éste con más autonomía, sus necesidades se acercarán al producto de su trabajo, los dos factores de la fórmula de Thünen tenderán a hacerse iguales, y cuando lleguen a serlo, la fórmula habrá perdido todo sentido, será la raíz cuadrada de un cuadrado. Cada día habrá menos lugar para el parasitismo social, y, por fin, no podrá hablarse de salario” (Justo 1915, pp. 226, 255-6).

Poca comprensión muestra Justo, en cambio, como veremos, hacia los economistas neoclásicos, a los que critica con el mismo argumento que emplea para corregir o matizar a Marx –el subsumir al trabajo junto con las demás mercancías– y se enrola así en la legión de anti-economistas que hasta hoy reprueban a la ciencia económica por su materialismo, su «economicismo», su reduccionismo, su vana pretensión de medir lo incomensurable, o su ofuscación ante «el arte sórdido de la acumulación» (Justo 1915, pp. 207ss.).

Cree Justo que Marx se equivoca al sostener que las fuerzas productivas de la cooperación y la división del trabajo no le cuestan nada al capitalista, como si las maquinarias operaran sin coste, cual fenómenos naturales: «Esta asimilación de las fuerzas técnicas y sociales a las fuerzas naturales es otro de los artificios de que se sirve Marx para demostrar la explotación del trabajador por el capital, mediante las simples leyes del valor. Pero no es más que un artificio, como el del trabajo-mercancía» (Justo 1998, p. 143). No son fuerzas naturales las que organizan la producción, opina el socialista argentino, sino fuerzas directivas en manos de los capitalistas, pero que pueden pasar a las de los obreros merced a la cooperación libre y la acción política.

Rechazó, igual que Bernstein, tanto la inevitabilidad de la concentración siempre creciente de la propiedad no agrícola –su contraejemplo eran las sociedades anónimas y los trabajadores accionistas– como el colapso violento del capitalismo y la revolución: «La idea muy simple y muy popular de una revolución que expropia a los capitalistas no resuelve absolutamente el problema». Ya en el congreso fundacional del Partido Socialista, en junio de 1896, sostuvo que los socialistas «seremos revolucionarios por la verdad que sostenemos y por la fuerza que nos da la unión, muy distintos de esos falsos revolucionarios, plaga de los países sudamericanos, que sólo quieren trastornar lo existente, sin ser capaces de poner en su lugar nada mejor». Para Justo, que propugnaba un partido socialista interclasista, la lucha de clases era “un principio político proclamado en todo el mundo civilizado” y también “un proceso histórico en gran parte inconsciente”, que sólo convenía si no degeneraba en “una cruenta guerra social”, y que en realidad apuntaba a una “armonía inteligente entre los hombres”. Cuando se refiere a la huelga general, con los matices que señalamos antes, Justo, que siempre abogó por una estrategia no laborista, o sea, de autonomía de partido y sindicato, dice: “ejercita sentimientos, pero muy poco o nada las aptitudes creadoras del pueblo…Cuando se habla de apoderarse de los medios de producción mediante la huelga general se piensa en un gobierno revolucionario que establezca nuevas formas de propiedad. Tal es la misión histórica que algunos asignan a los sindicatos proletarios. Los más fuertes y organizados de éstos no la aceptan, sin embargo. Es que esa concepción retorna al error de la omnipotencia del gobierno y al desarrollarse en la acción la conciencia histórica del proletariado, va perdiendo éste su fe en el poder creador sobrenatural de toda dictadura, aun de la de los obreros organizados. La idea de una repentina transformación social que establezca de golpe un orden perfecto va perdiendo terreno en la mente del pueblo a medida que se ocupa éste con más inteligencia de los problemas de cada día”.24

Sus peculiares lecturas de Marx y su notablemente acertado prejuicio antirrevolucionario llevaron a Justo a enfrentarse con los comunistas en la Internacional, donde abogó por el libre comercio y otras consignas liberales, como el antimilitarismo y el anticolonialismo. Reprochó a la Internacional, a Rosa Luxemburg, H.van Kol y otros, porque no respaldaban el comercio libre y recaían en «el sistema colonial militarista». Existía según él un «imperialismo subconsciente» en muchos socialistas, que en realidad miraban con agrado a un mundo repartido entre las grandes potencias, cada cual con sus colonias y con protección arancelaria; pero esta actitud era lo que había generado la guerra: “A pesar de su fundado ‘materialismo histórico’ y de su internacionalismo pacifista, los socialistas no han dado la importancia debida al comercio entre los pueblos, o no lo han comprendido absolutamente…No se encuentra una palabra sobre la libertad de comercio en las largas declaraciones de los congresos socialistas internacionales sobre la guerra y los medios de evitarla. Las relaciones económicas de los pueblos eran completamente ignoradas en esas fórmulas inspiradas aparentemente en el ‘materialismo histórico’. Se decía en ellas que el militarismo era engendrado por el capitalismo en busca de nuevos mercados, pero no se sugería la necesidad de quitar esa razón al militarismo abriendo todos los mercados a la libre circulación del capital internacional…No creemos que la guerra mundial sea consecuencia simple y fatal de la propiedad privada y la producción mercantil” (Justo 1925, pp. 55-8, 170, 137, 161).

En toda esta argumentación Justo va a seguir a su tocayo Juan Bautista Alberdi, que también amaba el comercio y lo veía como forma de evitar la guerra. El gran arquetipo civilizador alberdiano era el empresario, no el intelectual ni el militar; no le gustará que un militar, José de San Martín, fuese erigido por otro hombre de armas, el historiador y presidente Bartolomé Mitre, un liberal nacionalista, como el gran emblema patrio (Gallo 1986, p. 25).

Nacionalismo

Los socialistas eran hostilizados en la Argentina, como en otros países, por su cosmopolitismo y su internacionalismo. Típicamente se les acusaba, como a los anarquistas, de preferir la bandera roja a la celeste y blanca nacional. Justo hace equilibrios para cohonestar ambas, y asegura que es nacionalista a fuer de internacionalista; no duda de «la importancia de la bandera para los pueblos en su estado actual…Veo que todavía cada pueblo tiene una bandera y deseo que mientras la humanidad no tenga una, la argentina o sudamericana flamee en estas tierras…Creemos que nuestros símbolos nacionales, las manos que se estrechan, el gorro frigio, las palabras libertad e igualdad, los acordes del himno, los colores azul y blanco, son de los símbolos más simpáticos que en ese orden existen en el mundo. Los aceptamos y hasta los amamos; pero comprendemos esto: que cuando se trata de símbolos, de cosas materiales, que no son la convicción, sino cosas externas, que se pueden reproducir en número cualquiera, que se pueden comprar y que se venden, que se pueden usar y agitar con fines interesados, hay que tener mucha moderación y cordura en la apreciación de ese uso y no hay que dejarse sugestionar por ellos» (Justo 1898a, p. 6; Justo 1925, pp. 74, 111, 86).

El socialismo argentino, que propició el «nacionalismo progresivo», que reconociera la pluralidad de una población nutrida con millones de inmigrantes extranjeros, se volverá más nacionalista con el tiempo, pero ya será tarde, porque las ventajas políticas del nacionalismo y el proteccionismo le serían arrebatadas por el peronismo.25

Sus aprensiones iniciales frente al nacionalismo están claras. Se burla Justo del patriota criollo «que desea la fiebre amarilla en Río de Janeiro» y condena el exceso de celebraciones nacionales, ironizando sobre la necesidad urgente de crear un Ministerio del Patriotismo. Para conmemorar en 1916 el centenario de la independencia argentina sugiere anular los festejos y edificar mil escuelas; pondera las leyes educativas 1420 y 4874, y las ideas de Sarmiento. Austero en sus criterios presupuestarios, rechazó la financiación pública de la Iglesia católica, apoyada por el artículo 2 de la Constitución de 1853, pero abogó por un mayor gasto en educación. Se negó a parcelar el concepto de patria: «Cuando los legisladores socialistas juramos en el Congreso por la patria, sabemos lo que queremos decir. La patria es para nosotros una noción concreta, es la población toda del distrito político de la República Argentina». Esta noción del conjunto del pueblo abona su prudente recelo frente a la utilización estratégica del nacionalismo como excusa proteccionista. Ningún liberal podría presentar este argumento con mayor contundencia: “Nuestro patriotismo, como diputados socialistas, está en que la industria azucarera prospere libremente, sanamente, y sobre la base de una producción hecha con equidad y economía, y que el pueblo de la república no pague permanentemente un alto tributo por tener la felicidad de consumir azúcar de producción argentina” (Justo 1914, pp. 253-9; Justo 1925, pp. 114, 150, 103).26

Socialismo

A estas alturas, el lector podrá preguntarse ¿dónde está el socialismo de Justo, por qué se definía como socialista en lugar de como liberal? La respuesta es que no lo era: sus apreciables ingredientes liberales se combinaban con otros de signo opuesto.

Por empezar por lo más moderado, fue un entusiasta de las cooperativas, el «colectivismo posible» bajo el capitalismo; así como admiró a los socialistas alemanes por su acción política, apreció aún más a los belgas por la difusión de las cooperativas en ese país (Justo 1998, pp. 18, 127; Portantiero 1999, pp. 24, 32). Fundó en 1898 la Sociedad Obrera de Socorros Mutuos y en 1907 la mayor cooperativa de consumo de la Argentina: El Hogar Obrero. Justo, aunque no ignoraba las habituales dificultades competitivas de tales instituciones, defendía emocionado a las cooperativas «frente a la cooperación forzada que le impone la dirección capitalista…es ante todo uno de los métodos de la emancipación obrera, una de las modalidades de la moderna lucha de clases…la cooperación libre es el progreso técnico económico elevado en el pueblo a la categoría de sentimiento, de pasión» (Justo 1915, pp. 367ss.; Botana y Gallo 1997, p. 90; Portnoy 1984, pp. 246-8).

Oscar Cornblit ha subrayado que el socialismo no fue visto en el país como una gran amenaza no sólo porque no fue un partido fuerte más allá de la Capital Federal y un puñado de otros núcleos urbanos, ni porque algunos de sus líderes integraron el gobierno de derechas de la década de 1930, sino porque el programa de los socialistas era el llamado «mínimo» que postulaba cambios moderados, asimilables a los que propugnaban Clemenceau en Francia o Sacchi en Italia, con un énfasis en la legislación laboral: jornada de 8 horas, trabajo femenino, accidentes laborales, etc. (Cornblit 1975, p. 630; Barreiro 1966, p. 168).

No fue Justo comunista, pero sí habló de la «socialización de los medios de producción» como objetivo del proletariado tras conquistar el poder político, aunque por medios pacíficos y democráticos. El Estado no es para él un simple agente de la opresión sino un poder coordinador y regulador que hay que conquistar: «apoderarse de la fuerza del Estado para moderar la explotación capitalista hasta abolirla por completo». Esta es su famosa definición: “El socialismo es la lucha en defensa y para la elevación del pueblo trabajador que, guiado por la ciencia, tiende a realizar una libre e inteligente sociedad humana, basada sobre la propiedad colectiva de los medios de producción”.27 La evolución de la cultura política permitiría transformar democráticamente la sociedad, porque los trabajadores podrían controlar el Estado, democratizar la política y socializar la economía; bajo tales condiciones, pero sólo bajo ellas, el estatismo no reviste riesgos. Dijo: «La madurez política de la clase trabajadora consiste en poder modificar las relaciones de propiedad, por vía legislativa o gubernamental, elevando al mismo tiempo el nivel técnico-económico del país, o, al menos, sin deprimirlo». Pretende respetar la propiedad privada «en lo que ella tiene de más precioso, la propiedad de la retribución del propio esfuerzo», pero propicia su limitación en el caso de la tierra a través de los impuestos, algo muy acorde con diversas doctrinas populares del siglo XIX: “el suelo, la cosa imponible por excelencia, paga una contribución irrisoria”. Reivindica el “abolir la propiedad de la tierra como fuente de renta privada, antes que su apropiación individual como medio de producción”. Es decir, aspira a utilizar el impuesto como mecanismo redistribuidor, para disolver la concentración de la propiedad y acercar la situación argentina a la de Estados Unidos, el país donde según escribió en 1895 “el capitalismo se desarrolla hoy más grande y más libre”.28 Criticó la tributación indirecta sobre bienes de consumo, salvo (como era de esperar en este puritano y en un partido que llegó a aplaudir la Ley Seca en Estados Unidos) sobre el alcohol29 y el tabaco, y también el impuesto sobre la renta de trabajadores y empresarios: «los malos impuestos son todos los que no gravan el vicio o el privilegio». Llegó a proponer la intervención federal en la provincia de Buenos Aires para evitar la legalización del juego mediante las licencias para los casinos. Escribió en su folleto El impuesto sobre el privilegio en 1902: «Sólo el interés hipotecario y la renta del suelo son privilegio puro, sin más trabajo que el cobrarlos…la contribución directa de la renta [de la tierra] es el impuesto ideal sobre el privilegio, como que lo grava en su forma más pura y vulnerable». Le parece que el problema de la confiscación y la falta de equidad con respecto a la propiedad de la tierra son «pequeñas cuestiones de equidad capitalista frente a la gran cuestión de justicia social que la clase trabajadora necesita resolver. Si el impuesto sobre la renta del suelo es una confiscación, tanto mejor. En esa confiscación tendiente a devolver a la sociedad los medios propios de cumplir sus fines sociales, no reconocemos más límites que el de las necesidades y aptitudes del gobierno».30

La estructura de la propiedad de la tierra en la América hispana había sido condicionada según Justo por la herencia colonial y la independencia, «un movimiento de hacendados y comerciantes, a cuyos designios sirvió ciegamente gran parte del pueblo, tan incapaz entonces de toda actividad política autónoma que no exigió la distribución de tierras entre los trabajadores del campo». Dadas las limitaciones técnicas de la agricultura, con costes rápidamente crecientes con las distancias, no caben allí las grandes explotaciones, que sí valen para la industria. El ejemplo norteamericano siempre está presente: allí «no hay ni ha habido hasta ahora ni un solo trust que pretendiera aplicarse directamente a la producción agrícola», que se deja más eficientemente a chacras de tamaño medio. Por tal razón, y Justo compara su país con España, “los latifundios argentinos de miles de hectáreas no sirven sino para criar ganado salvaje; por eso en los grandes cortijos de Andalucía, donde los obreros y las yuntas llegan cansados al campo en que han de hacer el trabajo, la agricultura es miserable y grandes extensiones quedan incultas, aunque vive en la mayor escasez la considerable población aglomerada en los pueblos…¡Cuánto más ama la tierra el campesino francés, o el alemán, que el gañán andaluz, secuestrado de su familia, a cuya casa no va sino cada quince días o cada mes, a mudarse de ropa, si consigue permiso para ‘la vestida’!”. Las opiniones de Justo contrastaron con la evidencia empírica, porque el notable crecimiento económico y de las exportaciones agrícolas argentinas parecieron demostrar que la estructura de la propiedad no había constituido rémora alguna para el progreso del país (Justo 1915, pp. 91-5, 202; Botana y Gallo, pp. 84-6).

El socialismo de Justo queda ratificado por la habitual prevención ante la religión –su partido fue muy beligerante contra la Iglesia31 y por su respaldo a un escenario sociológico holístico que apunta a «una conciencia colectiva que dirija y coordine los esfuerzos productivos de los hombres». Esta visión sociológica encaja con su recelo hacia la economía, a la que no concede rango de ciencia, y su desdén hacia la teoría económica neoclásica, con el argumento muy extendido de que «supone una constitución jurídica ficticia de absoluta libertad, competencia sin límites y completa igualdad». No reconoce relevancia alguna a la revolución marginal, palabra esta última que no utiliza: “han aparecido doctrinas nuevas, más simpáticas al privilegio, que recalcan el papel de la utilidad en la génesis del valor. Tales son las teorías psicológicas, o del valor subjetivo, cuya forma más divulgada es la de que el valor de una cosa se determina por la utilidad del último ejemplar o de la última unidad de medida disponible de esa cosa, por su utilidad límite, por su utilidad última. Para demostrarlo incurren los teorizadores en ingeniosidades nimias, tendentes a explicar el valor sin mencionar el trabajo; y repiten la trivial observación de que no basta la utilidad de una cosa para darle valor, sino que ésta ha de ser también de ‘relativa rareza’”. La falta de nivel analítico de Justo se observa también en una crítica a la principal figura del neoclasicismo: “Marshall dice: ‘La tasa de interés es mantenida a su altura actual por la preferencia que la gran masa de la humanidad tiene por las gratificaciones presentes, respecto de las diferidas o, en otras palabras, por su no querer esperar’. ¿No es eso un sarcasmo, cuando la gran masa de la humanidad apenas tiene con qué llenar sus más perentorias necesidades presentes?”.32 Los errores de Justo, empero, corren parejos a las líneas que en 1894 Friedrich Engels escribió sobre el mismo tema en el prólogo a la primera edición alemana del libro tercero deEl Capital, en las que afirma que la teoría de la «utilidad límite…no es sino una perífrasis de la de Marx», y despacha a Jevons y a Menger, mezclados con Bernard Shaw, en una página (Marx 1976a, p. 13).

Otro aspecto del socialismo de Juan B. Justo es revelado por su desconfianza general frente al capitalismo, con argumentos que anticipan el paternalismo intervencionista posterior, como la denuncia de la manipulación publicitaria; ve al capitalismo como causante de crisis y desempleo, y de monopolios derivados de la «desenfrenada competencia», y su suspicacia específica ante el capital extranjero –llegó a proponer la nacionalización de los servicios públicos propiedad de dicho capital– al que caracteriza biológicamente como parásito.

Justo era, como Alberdi, poblacionista. Uno de sus reproches a los terratenientes se fundaba en que eran «incapaces de una política que pueble y haga productivo el territorio». Defenderá la inmigración, aunque sólo la libremente decidida, no la estimulada artificialmente por los gobiernos,33 porque en tal caso deprimiría los salarios. Justo alude al último capítulo del libro primero de El Capital para ilustrar esa «colonización capitalista sistemática» que reprueba, especialmente si los inmigrantes provienen de países asiáticos y del sur de Europa, que no le parecen modélicos –y que eran los que habían llegado en los pocos años en que se subsidió la inmigración. Para él el socialismo «facilita la asimilación de la población inmigrada, en lugar de dejarla constituirse como una nueva clase de metecos y al defender a la clase obrera contra las exacciones del capital, la pone especialmente en guardia contra las más pesadas, que son, en general, las del capital ausentista y extranjero». Estas inversiones son condenadas sin ambages: “Los millones que van anualmente a Europa como dividendo e intereses de las empresas y del capital extranjero, no contribuyen más a sostener al pueblo argentino que si los quemaran o fueran arrojados al mar”.34

Los marxistas argentinos contemporáneos van a subrayar las referencias de Justo al capítulo 25 de El Capital, que se refiere al caso de Australia, un país que siempre suscitó interés en la Argentina, dadas las similitudes entre ambos. Las bases para definir desde estas páginas de Marx un modelo de capitalismo aplicable a la Argentina, o a cualquier otra parte, son empero endebles. La clave del asunto estriba en la permanencia de grandes campañas de inmigración subsidiada y de trabas institucionales al acceso de los trabajadores inmigrantes a la propiedad de la tierra, circunstancias que no se dieron nunca; la mayor parte de la inmigración, en la Argentina y el resto del mundo, fue espontánea, y no pocas de las fortunas engrosadas en los tiempos de Justo en la industria, el comercio y la agricultura, fueron acumuladas por modestos inmigrantes.35

El gobierno argentino sólo subsidió la inmigración, pagando los pasajes, durante tres años, entre 1887 y 1889. Lo hizo para competir con Brasil: el estado de San Pablo había iniciado una activa política de inmigración subsidiada, y permanente, por temor a perder la mano de obra en el sector del café ante la abolición de la esclavitud. La inmigración subvencionada fue abandonada pronto en Argentina por costosa e inútil, dado que los inmigrantes se mostraban dispuestos a ir en cualquier caso (Sánchez Alonso 1995, cap. 4).

Para Justo la prueba de que el capital había emprendido una colonización sistemática en la Argentina era que no había habido pioneers como en Estados Unidos; esto no es del todo cierto, porque sí hubo en algunas zonas del país una estructura de pequeños propietarios, como los nucleados en la Federación Agraria Argentina, opuesta a la tradicional Sociedad Rural; no es casual que se haya conocido a la provincia de Santa Fe con el nombre de la pampa gringa. En su estudio del mismo título, Ezequiel Gallo demuestra que con la inmigración del último cuarto del siglo XIX cambió la estructura de la propiedad, se redujeron los grandes latifundios y proliferaron los pequeños y medianos propietarios, y también los contratos de arrendamiento, que atraerán la atención de Justo en el Congreso. Estos contratos resultaban muy ventajosos para los inmigrantes que aunque arribaban sin capital, y con frecuencia sin conocimientos agrícolas, podían llegar a ser propietarios después de tres o cuatro cosechas. Si algo caracterizó sociológicamente esas amplias y fértiles zonas del país fue la rápida movilidad social y el acceso de los inmigrantes a la propiedad de la tierra, precisamente el desiderátum de Juan B. Justo; este fenómeno no fue desconocido en la otra pampa, la de la provincia de Buenos Aires (Gallo 1983, cap. 3; Sánchez Alonso 1992, cap. 1). Además, como él mismo señala, a diferencia de América del Norte, el Río de la Plata había tenido una historia institucional anterior, que entre otras cosas comportó la ocupación de la tierra antes de la inmigración masiva posterior a 1880. No pretendo entrar ahora en el debate sobre la herencia colonial y post-colonial de América Latina, pero es sumamente aventurado aplicarle a ese marco institucional el capítulo 25 de El Capital con objeto de ilustrar la especial artificialidad del modo de producción capitalista en el subcontinente.

Justo concede demasiado crédito a las descripciones de ese capítulo sobre Oceanía; queda cautivado, como Marx, ante las trabas que propuso E.G.Wakefield para impedir que los inmigrantes se volvieran terratenientes demasiado pronto en Nueva Gales del Sur, y cae en dos errores: uno es creer que toda la colonización de Australia y Nueva Zelanda se llevó a cabo con dichos obstáculos, y otro es trasladar esa ficción y pensar que ese esquema colonizador «ha encontrado en Sud América su más vasta aplicación, favorecida por la incapacidad política de la clase proletaria nativa». A partir de ahí todo lo que sucede le parece a Justo una conspiración de la «plutocracia sudamericana» (Justo 1915, pp. 203-4).

La obsesión con el latifundio lo desorienta y lo lleva a pensar que el aumento de la población urbana es la prueba de que los terratenientes bloqueaban el progreso; no sólo hubo siempre intentos de atraer población al campo, dada la escasez de mano de obra, sino que además era lógico que los inmigrantes se quedaran en una ciudad que les ofrecía múltiples oportunidades de ejercer sus oficios o emprender toda suerte de actividades. Es notable que a mediados de los años 1890, y cuando a la Argentina le quedaban aún más de treinta años de una espectacular prosperidad, gracias a la cual llegaría a registrar los salarios más altos del mundo, escribió Justo en La Vanguardia: «No hay que hacerse ilusiones. Si entre nosotros los salarios son a veces relativamente elevados, es debido a circunstancias transitorias que han de desaparecer para siempre» (Justo 1998, pp. 31-2, 125-7, 164). Es verdad que desaparecieron, pero bastante más tarde y no por culpa de los latifundios ni del capitalismo ni del mercado, sino de las políticas que desde la crisis de 1930 los hostigaron y, no por azar, inauguraron un largo medio siglo de decadencia relativa.

En su crítica al capital extranjero, Justo se oponía a las enseñanzas de Alberdi, que había sostenido que los capitales eran como las personas: para que entraran había que asegurarles que se podrían ir (Gallo 1986, p. 34). Pero Justo no parece percibir la importancia que para un país en desarrollo representa el capital extranjero. Sostuvo que la Argentina era más dependiente a comienzos del siglo XX que a comienzos del XIX, debido al poder de las empresas extranjeras, singularmente los ferrocarriles. La independencia del país es política y sólo «de forma» (Justo 1925, p. 109). Hay que subrayar que su oposición se dirige en particular al capital foráneo pero no a los capitalistas extranjeros que llegaban a la Argentina, a los que deseaba ver convertidos en propietarios agrícolas. La cuestión del capital extranjero también se observa en la crítica de Justo al reflorecimiento de la antigua noción de las ventajas de una balanza comercial favorable. Un país con excedente de exportaciones sobre importaciones «no hace sino pagar tributo al capital extranjero». Ese excedente comporta un menor consumo interno, por lo que Justo recomienda que se eleven los salarios y se bajen los aranceles o precios de los bienes o servicios que suministran las empresas extranjeras (Justo 1914, pp. 226-8, 235, 249; Justo 1925, p. 145).

Si el socialismo se caracterizó por reivindicar, desde Marx, la existencia de leyes históricas inapelables con un sustrato económico, Justo comparte esa creencia, y en Teoría y práctica de la historia afirma: «todo lo que sucede sigue un orden regular».36 Secunda la visión de Engels de que la producción y reproducción de la vida real es, en última instancia, el elemento determinante de la historia, y acepta esta fórmula «como expresión del fundamento biológico de las sociedades humanas». Si, como vimos, él sostiene en varias ocasiones que la teoría marxista del salario y la plusvalía, o «supervalía», es sólo una “ingeniosa alegoría” para ilustrar la explotación, y que incluso es “absurda”, comulga con el historicismo de Marx y Engels sin tapujos y le dedica múltiples referencias laudatorias. Aunque hay fenómenos de los que no puede dar cuenta el análisis contemporáneo “también ellos deben tener sus leyes. Estas existen en el volcán en erupción, como en el grano que germina. Se impone para la Historia el mismo criterio. ¿Cómo podría sustraerse la evolución humana al orden que descubrimos en el desarrollo entero del Universo?”; en este desarrollo “la clase trabajadora se ha puesto colectivamente en movimiento, y, una vez impelida a la acción, lleva su crítica hasta los fundamentos de la sociedad y se traza grandiosos planes de creación histórica”. Justo combina el marxismo con la “ciencia nueva” de la sociología de Comte y el evolucionismo de Spencer, y llega a un extremo empirismo positivista; confiesa que Spencer sobresalía entre sus lecturas antes de Marx: “El teorema spenceriano de la evolución social de tipo primitivo militar a un tipo industrial definitivo fue uno de los motivos ideológicos de mi adhesión al socialismo. Spencer también me iluminó haciéndome ver lo relativo e imperfecto de la función del Estado, lo muy poco que puede la ley, y curándome así de todo fetichismo político, de toda superstición por el poder de los hombres que hacen leyes y decretos”. Se anticipa, como Marx, a las críticas socialistas contra quienes hoy consideran “terminada la historia”, y también a las extravagancias de Mao, al argumentar en pro de la práctica como base de la intelección: “para comprender la Historia hay que hacerla, defendiendo al pueblo con inteligencia y con amor”, lo que limita políticamente al pensamiento: “para llegar a la verdad histórica preciso es querer descubrirla en toda su desnudez, militar del lado donde no hay privilegios que disimular ni defender. Nadie como el pueblo trabajador necesita conocer la verdad en materia social…mientras haya partidos, la ciencia de la Historia, a diferencia de las matemáticas, será ante todo una ciencia de partido”.37

Muestra concreta de esta concepción antiindividualista de la sociedad es su crítica a la familia, que entronca con tonterías que sostuvieron las fuerzas llamadas progresistas mucho tiempo después: «El amor de la familia ya no es el apego ciego y exclusivo a los propios hijos, sino el amor a los niños en general, que se manifiesta todavía principalmente en el cuidado de la propia familia, pero que tiende a hacerse cada vez más un sentimiento y una virtud sociales» (Justo 1925, pp. 114-5).

Y sobre todo, Justo no es liberal por la misma razón por la que no lo es la izquierda de nuestro tiempo: porque no plantea ningún freno al poder si éste es democrático y «cada hombre tiene un papel político que desempeñar». Al contrario, pretende una reorganización, democrática y no revolucionaria, de la sociedad desde ese poder, que reemplace la «solidaridad mecánica» por la “solidaridad orgánica” y la “caridad” por el “derecho”, y que no tema al despotismo si es la sociedad la que lo escoge: “La política obrera tiende a crear una sociedad de hombres que quieran libremente, que reconozcan todos y respeten de tan buen grado las leyes sociales como la técnica respeta las leyes de la física. No habrá entonces necesidad de votarlas. La política obrera es la coerción para la libertad”.38

Georgismo

Desde principios del siglo XX aparecen en la Argentina movimientos pioneros del georgismo, siendo quizá los más destacados la Liga Argentina por el Impuesto Único, de 1916, que editó la Revista del Impuesto Único, y el Partido Liberal Georgista (1921-26), entre otras iniciativas. Hubo también en España relaciones entre georgismo y fisiocracia, escuela a la que se apelaba también en la Argentina para respaldar el impuesto único, aunque en Europa no se llegaron a crear agrupaciones políticas georgistas.39 Los georgistas argentinos, que llegaron incluso a apoyar en un principio el comunismo soviético, fueron identificados con los socialistas, con quienes mantuvieron relaciones agridulces; Justo y otros socialistas fueron fundadores de la Liga Argentina por el Impuesto Único, pero finalmente reprocharon a los georgistas el haberse limitado a la cuestión de la tierra, mientras que éstos se quejaron de que los socialistas se apropiaban de sus propuestas. A propósito de la disolución del Partido Georgista en 1926 comentó la Revista del Impuesto Únicoque en la desaparición del liberalismo georgista resultó determinante «el hecho de que gobernantes de distintas tendencias se muestran dispuestos a aceptar las reformas propuestas por los partidarios del impuesto único y que los socialistas han evolucionado hacia el georgismo» (Lucía 2004, pp. 84).

En la fiscalidad hubo una clara afinidad entre georgistas y socialistas, y según Peralta las líneas de Justo que hemos citado antes sobre el «privilegio puro» en El impuesto sobre el privilegio de 1902 corresponden a la mayor proximidad conceptual entre socialistas y georgistas. También los socialistas presentarán en 1915 un proyecto de reforma impositiva agraria progresiva, en línea con la establecida en Australia y Nueva Zelanda, inspiradas por las ideas de Henry George. Pero ni siquiera en su momento de mayor proximidad dejó Juan B. Justo de marcar sus límites con el pensamiento del norteamericano: «Para George, la lucha no es entre el capital, por una parte, y el trabajo por la otra, sino la del capital y el trabajo unidos contra la propiedad territorial. Para los trabajadores, que sufren la explotación directa del empresario y la indirecta del rentista, que están socialmente tan lejos del banquero como del gran propietario, la lucha se plantea clara y francamente contra el capitalismo en general». Además de que los seguidores de Justo ampliarían sus propuestas tributarias hasta un impuesto sobre la renta, el valor y la extensión de la tierra, otras diferencias importantes los separaban, porque los georgistas no apoyaban las cooperativas y no eran tan rabiosamente anticlericales como los socialistas. 40

Los georgistas argentinos, cuyas ideas persistirían hasta bien entrado el siglo XX,41 recibieron el apoyo de Silvio Gesell, que dedicó su Natural Economic Order a George, junto a Moisés y Espartaco. Tanto los georgistas como sus simpatizantes y sus críticos han acabado por confluir en el intento más perdurable del pensamiento económico, político y social: recorrer una dirección y la opuesta. Los actuales «conservadores compasivos» o «liberales de izquierdas» comparten el intelectualmente cuestionable pero avasalladoramente atractivo mensaje de quienes hace un siglo ya hablaron de “socialismo individualista”, y hoy siguen presentando como alternativa “liberal progresista” un comercio libre en una economía regulada.42

Conclusiones

Sin ser un intelectual de primera fila, Juan B. Justo fue un político de ideas interesantes, que merecen ser exploradas. Es verdad que, para alivio de algunos modernos exegetas, moderó su liberalismo y al final de su vida se preguntó «qué sería de Tucumán si no se hubiera desarrollado la [protegida] industria azucarera», apuntando a lo que iba a ser el torpe intervencionismo de la izquierda durante las décadas que siguieron. Asimismo, atenuó al final un poco sus críticas a la revolución soviética. Sin embargo, condenó, entonces y siempre, el carácter dictatorial del comunismo, y acertó plenamente en esas críticas, como también en su ataque al antiliberalismo tanto de los gobernantes conservadores de su país como de sus propios correligionarios en la Internacional Socialista, y en su defensa de los métodos pacíficos y democráticos de la acción política (Justo 1998, pp. 91-2; Portantiero 1999, pp. 41-3, 53-4). Y si Justo y los socialistas propusieron en ocasiones medidas extravagantes o perjudiciales, las que aplicaron las autoridades lo fueron tanto o más, con lo que cabe lamentar que el socialismo argentino se haya fracturado y virtualmente desapareciera a partir de mediados de los años cuarenta.

Como acuñó su contemporáneo Indalecio Prieto, Justo era un «socialista a fuer de liberal», que aboga más por la libertad «de los antiguos», es decir, que busca más la libertad de hacer que la de dejar hacer, más la participación política que el rechazo a la intromisión política en las vidas de los ciudadanos. Tal será la norma de la socialdemocracia, que sigue reivindicando, como Rosselli en 1930, el “socialismo liberal”, ignorando sus patentes contradicciones.43 Así como Justo argumenta sólidamente a favor del mercado libre y en contra del proteccionismo y el intervencionismo público en la moneda y otros campos, su liberalismo tiene los límites nítidos marcados por su teoría evolucionista, que si bien lo aparta higiénicamente de las oquedades hegelianas del marxismo, lo atrapa en la típica ambición historicista, constructivista y organicista, de quienes creen posible discernir cabalmente la realidad y, por ende, transformarla: «los fenómenos todos siguen un orden regular y necesario; podemos llegar a conocer las condiciones de su producción y preverlos; podemos llegar a determinar esas condiciones, y ocasionarlos» (Justo 1998, pp. 14, 72, 166).

De esta «amalgama original» entre doctrinas distintas que en palabras de Javier Franzé caracteriza su pensamiento es muestra lo que escribió el 7 de abril de 1894 en el primer editorial de La Vanguardia. Según Juan B. Justo los socialistas argentinos iban a difundir las doctrinas económicas creadas por Marx, Ricardo y ¡Adam Smith!

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1 Gallo 1983, p. 272; Gallo 1986, p. 20.

2 Ezequiel Gallo (1986, pp. 20-1) recuerda que antes de la Primera Guerra Mundial la Iglesia en la Argentina tenía muy poco poder. Su resistencia a la Ley de Registro Civil derivó no sólo de la cuestión del matrimonio sino también de que se abrió la posibilidad de organizar la emigración, pero de todos los países y de todas las religiones, como efectivamente sucedió.

3 Cornblit 1975, pp. 634ss.; Botana y Gallo 1997, pp. 114-7, 650-8.

4 Botana y Gallo 1997, pp. 81-2, 92-5, 104, 121; Gallo 1986, pp. 22-3. El intervencionismo fue apoyado por la Iglesia, en una tradición que pervive y que procura defender a los creyentes del socialismo ampliando la escala recomendada de la intervención pública, entre otras cosas por la visión de la economía de mercado como el paradigma de la inmoralidad individualista. Aparte de las enseñanzas de León XIII, es destacable el papel del influyente sacerdote, después monseñor, Gustavo Franceschi (1909), que condenó «el individualismo exagerado…el egoísmo, el dios yo», y los atribuyó a las ideas de la Escuela de Manchester y al liberalismo económico (Botana y Gallo 1997, pp. 96, 519-21).

5 Gallo 1994, pp. 158-9.

6 Con todo, los radicales, cuyo partido continúa hasta hoy (ganó en coalición las elecciones de octubre de 1999), asimilados con el tiempo precisamente a la socialdemocracia, mantuvieron elementos liberales hasta que fueron ampliamente vencidos por Perón a mediados de los años 1940 y replicaron el acercamiento de Yrigoyen a Roca. Dice Gallo: «El radicalismo había sido el partido whig que se opone al intervencionismo conservador. La Declaración de Avellaneda de 1947 tiene algo de fascinación del derrotado por quien le derrotó: toma elementos del peronismo, del laborismo inglés, y la reforma agraria» (1986, p. 53). El peronismo y el radicalismo arrebatarían al socialismo argentino el carácter de partido de masas; en la época de Justo no hubo acuerdo entre socialistas y radicales: aquéllos consideraban a éstos representantes de la facciosa y atrasada «política criolla», y éstos a aquéllos una secta extranjerizante. Se llegó a sugerir una complicidad yrigoyenista en el atentado que sufrió Justo en 1916, del que salió ileso aunque un balazo en el muslo le quebró el fémur (Portantiero 1999, pp. 48-51; Justo 1998, p. 26).

7 Aricó 1999, pp. 114, 141-2; Portantiero 1999, pp. 7ss., 66-70; Portnoy 1984, p. 240.

8 Incluso José Aricó, que lo rescata, lo llama utópico, sectario aristocratizante, iluminado y paternalista; y censura su liberalismo económico (Aricó 1999, pp. 87, 103, 116ss.). Véase también Franzé 1993. Portantiero califica al socialismo de Justo de «iluminista y algo inocente» (1999, pp. 9, 22). Adelman subraya la hostilidad de Justo contra el populismo y su apego a las reformas modestas (1992, p. 215).

9 Aunque no era el líder socialista más popular, Justo era un gran orador, conocido entre sus partidarios como «el maestro» (Berensztein 1991, pp. 30, 42, 64).

10 Franzé 1993, vol. 1, p. 17; Marx 1975, p. xx; Aricó 1999, pp. 39-40; Barreiro 1966, pp. 164, 191. La traducción de Justo puede apreciarse en un extracto de El Capital publicado hace algún tiempo en Barcelona (Marx 1976b).

11 Núñez Castellano no exagera cuando habla de la «cruzada moral» de un partido socialista que en su interclasismo albergaba a numerosos médicos, y que se veía como el médico y el maestro de la sociedad –una actitud de superioridad moral que ha conservado la izquierda hasta hoy. Propugnaron la abolición de la prostitución, a la que veían como un problema social y no sólo sanitario (en contra de los anarquistas y coincidiendo en este caso con los católicos), del boxeo profesional, y de todos los «espectáculos inmorales». El partido rechazó inicialmente incluso las danzas populares argentinas, como el tango y la milonga, pero al final aceptó que formaran parte de las reuniones sociales que impulsaba ¡pero en los Congresos sólo se escuchaba música clásica! (Núñez Castellano 2005, pp. 207, 248, 255; Guy 1998; Portantiero 1999, p. 36; Walter 1977, pp. 18-9; Walter 2002, pp. 14-15). En cuanto al personalismo, los anarquistas llamaban burlonamente al Partido Socialista “la dictadura de las hermanas Chertkoff”, porque Justo y otros dos dirigentes socialistas, también médicos como él, Nicolás Repetto, amigo y albacea de Justo, y Adolfo Dickmann, estaban casados con esas tres hermanas, Mariana, Fenia y Adela, inmigrantes rusas de origen judío.

12 Barreiro 1966, p. 187; Alberti 1985, pp. 22, 68; Gallo 1986, p. 34; Walter 1977, caps. 9 y 10. El carismático Alfredo L. Palacios (1880-1965) obtuvo su escaño en el Congreso bastante antes que Justo, en 1904 –fue el primer diputado socialista de América–, y aunque entró después en conflicto con él, siendo Palacios menos internacionalista, compartía sus creencias liberales. En contra de un Yrigoyen que abdicó del librecambismo radical de Alem, Palacios sostuvo que las aduanas trababan el desarrollo y propugnó una «política económica liberal». Durante el debate de la ley de aduanas en 1905 defendió en el Congreso la reducción de los aranceles a favor de los trabajadores y alegó que los «impuestos aduaneros son verdaderos impuestos progresivos al revés, en detrimento siempre de los pobres y en beneficio casi exclusivo de los ricos…Lejos de mi ánimo, señor presidente, declararme enemigo de la industria nacional…pero no puedo dejar de reconocer que existen derechos prohibitivos que se aplican a favor de industrias eternamente protegidas…El encarecimiento de la vida, señor presidente, es la consecuencia de este proteccionismo» (Portantiero 1999, pp. 37-8; Botana y Gallo 1997, pp. 83, 458-9; Gondra 1945, pp. 34-5).

13 Escribió entonces Estanislao Zeballos (1909), nacionalista y jefe de redacción del diario La Prensa, donde trabajó Justo como cronista parlamentario, que el asesinato era producto de «un grupo de hombres que hace gala de no tener Dios, ni Patria, ni Ley». Con todo, su artículo no recomienda una represión excesiva (Botana y Gallo 1997, pp. 96, 523-4; Portantiero 1999, pp. 12, 66). Más tarde Justo iba a colaborar con el otro gran diario liberal-conservador argentino, La Nación.

14 Aricó 1994, p. 184; Aricó 1999, pp. 81-2; Justo 1898a, p. 47; Justo 1915, pp. 407-9.

15 Justo 1915, pp. 310-1, 412-6; Botana y Gallo 1997, pp. 89-90, 119-20; Aricó 1999, p. 111.

16 Botana y Gallo 1997, p. 82; Gallo 1986, p. 28; Portnoy 1984, p. 243.

17 Justo 1914, pp. 190-2; Justo 1998, pp. 146-7; Franzé 1993, vol. 1, pp. 89-90; Portnoy 1984, p. 253; Aricó 1999, pp. 105, 140-1. A pesar de estas reservas, Justo respaldó el movimiento de los socialistas, y otros partidos, para transformar la municipalidad porteña, donde el PS tenía mucha influencia, en un entidad política y no sólo administrativa; apuntó en el Congreso el 11 de agosto de 1915: «esa división que se hace entre elecciones administrativas y elecciones políticas, nosotros la repudiamos, la consideramos una distinción viciosa y que no conduce sino a errores» (Núñez Castellano 2005, pp.37-8).

18 Núñez Castellano 2005, pp. 46, 106-7 y cap. VI; McBriar 1996, pp. 108-9, 191-5, 222-33.

19 Justo 1898a, pp. 48-9; Justo 1914, p. 202; Portnoy 1984, pp. 245-6. Sobre Justo, el patrón oro y los problemas monetarios se pronunció críticamente Raúl Prebisch: véanse Prebisch 1991, pp. 55-60, y Gurrieri 2001, p. 73.

20 Barreiro 1966, pp. 189, 192; Justo 1915, pp. 121-2; Ghioldi 1969, p. 286. «El ataque de Justo contra la Ley de Conversión de 1899 provenía de una posición monetaria ortodoxa: la ley había establecido una barrera artificial a la depreciación del oro, con lo que los trabajadores no podían disfrutar de la reducción de precios derivada de la acción del mercado libre. Un tipo de cambio fijo peso-oro favorecía a los exportadores y terratenientes, pero los trabajadores, que dependían para su supervivencia de alimentos, tejidos y carbón importados, se veían perjudicados. Recomendó que (1) las fuerzas del mercado determinaran el precio del oro, (2) los trabajadores debían poder comprar mercancías a precios internacionales, y (3) había que impedir que el gobierno emitiese más papel moneda (Salvatore 2001, pp. 37-8). Salvatore añade que había una contradicción en la ideología de los socialistas argentinos: «Una base monetaria sólida era buena para los trabajadores, pero la acumulación de reservas para garantizar dicha base constituía un despilfarro».

21 El patrón oro y el papel de la inflación guardan relación con la debilidad institucional de la Argentina en comparación con otras naciones jóvenes en América del Norte y Oceanía, debilidad subrayada en numerosos trabajos, y que aparece incluso en la Belle Époque supuestamente liberal. Para un excelente estudio reciente véase Paolera and Taylor (2003).

22 Dijo en 1921: «El llamado hacia atrás, la vuelta pura y simple al Manifiesto Comunista, escrito en 1847 por Marx y Engels, equivale a reconocer que la humanidad ha vivido los últimos sesenta años en vano. Necesitamos y debemos saber más que Marx en materia histórica y social. Marx no fue nunca un marxista. Era demasiado genial para suponerse fundador de una nueva doctrina que habría de llamarse marxismo, como se llama cristianismo al sistema de instituciones eclesiásticas que provienen o dicen provenir de Cristo. Pero así como no se habla de pasteuristas ni de pasteurismo, no es propio hablar de marxismo» (Portantiero 1999, pp. 21-2).

23 Justo 1925, pp. 35, 38-9; Justo 1915, pp. 47ss., 211, 214-5; Portnoy 1984, p. 251; Dotti 1990, pp. 114ss.; Portantiero 1999, pp. 30-2.

24 Aricó 1999, pp. 75, 84, 88, 130-1; Justo 1898a, p. 45; Justo 1915, pp. 412-4; Justo 1998, pp. 22-4, 143; Moreau de Justo 1946, p. 133.

25 Berensztein 1991, p. 55; Walter 1977 , p. 229.

26 «Que haya en buena hora una industria argentina, pero no a costa del debilitamiento de las principales fuentes de riqueza que tiene el país» (citado en Portnoy 1984, p. 243). No aceptó el argumento clásico de la industria naciente: para él los países jóvenes y pequeños eran los que más necesitaban el libre comercio (Justo 1925, p. 28). Véase su defensa en el Congreso de la rebaja de los aranceles sobre las importaciones de azúcar, en Justo 1914, pp. 137-151. Palacios dirá: «El internacionalismo no excluye la idea de patria» (Palacios 1916?, p. 443).

27 Otras definiciones fueron: «El socialismo es el advenimiento de la ciencia a la política», o «El socialismo, más que una teoría histórica, una hipótesis económica y una doctrina política, es un modo de sentir, pensar y obrar que vigoriza y embellece la vida de los individuos como la de los pueblos» (Justo 1998, p. 151; Barreiro 1966, p. 183).

28 Palacios, que condena la «política imperialista del capitalismo yanqui» y la «oligarquía constitucional capitalista» que domina EE UU y quiere “apoderarse, por violencia o por astucia, de nuestras repúblicas aisladas e indefensas” (Palacios 1923, pp. 12ss.; 1927, p.3; cf. También 1930b), elogia a Rivadavia por haber proclamado “la propiedad colectiva de la tierra, la nacionalización del suelo” (Palacios 1916?, p. 442), y propone, recordando que era idea de Justo, un impuesto al ausentismo de los propietarios, para que la sociedad no trabaje sólo en beneficio de los terratenientes; recurre a Stuart Mill y Henry George en tanto que difusor de Ricardo, y aboga porque esa fiscalidad permita alcanzar el equilibrio presupuestario reduciendo los aranceles a la importación. Su noción del uso alternativo del derecho es clara, pues anima a los socialistas argentinos a lograr “un nuevo derecho…valiéndose del propio derecho para destruir el derecho en vigor” (Palacios 1930a, pp. 32, 66-7, 74, 87). Matiza el liberalismo de Justo en Palacios 1956, pp. 79-85.

29 Los socialistas pidieron la prohibición de la venta y la publicidad del alcohol, con argumentos parecidos a los actualmente esgrimidos contra el tabaco y las drogas; Núñez Castellano 2005, p. 212. Sobre la cuestión del alcoholismo véase, por ejemplo, Palacios 1910?, pp. 199-209.

30 Justo 1898a, p. 49; Justo 1898b, p. 6; Justo 1914, pp. 121, 184, 235; Justo 1915, pp. 395ss.; Justo 1925, p. 48; Justo 1998, p. 146; Moreau de Justo 1946, pp. 29, 44; Aricó 1999, pp. 70-1, 79, 135; Aricó 1994, pp. 178, 184; Walter 2002, pp. 75-9; Portantiero 1999, p. 42; Portnoy 1984, pp. 248-50; Franzé 1993, vol. 2, pp. 130-1.

31 Núñez recuerda que los socialistas argentinos aspiraban al agresivo modelo antirreligioso mexicano, y probablemente Justo habría coincidido con Juárez en preferir un país de protestantes. Su proyecto era «más cercano al de los grupos liberales y republicanos radicales españoles, que tenían en el anticlericalismo una de sus banderas ideológicas más importantes para movilizar a los sectores populares, que al resto de partidos socialistas europeos de la época, más preocupados por promover la revolución social que el anticlericalismo, al cual consideraban una distracción para alcanzar el verdadero objetivo: la destrucción del sistema capitalista» (Núñez Castellano 2005, pp. 157, 168-75 196, 346-7). Hubo socialistas con creencias teosóficas o espiritistas, como Alfredo Palacios, pero el partido era contrario a la masonería y el espiritismo. En cuanto a la Iglesia, en España como en América Latina se han seguido empleando argumentos antirreligiosos, desde un prurito a la hora de subsidiar a la Iglesia que no se repite en otros capítulos del gasto público, hasta el recurso a la pluralidad religiosa para amparar las actitudes anticlericales más sectarias y absurdas como la hostilidad a los símbolos religiosos e ¡incluso el rechazo a que suenen las campanas de las Iglesias!

32 Justo 1915, pp. 451ss., Justo 1914, pp. 253-9; Justo 1998, pp. 149-50; Portnoy 1984, pp. 250-2.

33 Dijo el presidente Figueroa Alcorta en 1906: «el inmigrante no se trae, se atrae» (Botana y Gallo 1997, p. 97).

34 Justo 1898a, pp. 38, 50; Justo 1898b, pp. 18, 72; Justo 1914, pp. 73-6, 124-6, 260; Justo 1915, pp. 32, 294, 415-6; Portnoy 1984, pp. 243-6; Franzé 1993, vol. 1, pp. 89-95.

35 Aricó 1999, pp. 99-101; Portantiero 1999, pp. 26-9, 33-4, 40-1; Rodríguez Braun 1989, pp. 136-7, 173-89.

36 Véanse sus tempranos elogios a las visiones holísticas de la Contribución a la crítica de la economía política de Marx y el Anti-Dühring de Engels en Justo 1898a.

37 Justo 1915, pp. 3-7, 22, 54, 208, 233; Justo 1998, pp. 17, 158; Botana y Gallo 1997, pp. 99-100; Aricó 1999, p. 108; Hale 1997, pp. 8-14. Zea (1968, p. 7) dice: «El socialismo argentino, como se observa en las obras de Juan B. Justo y José Ingenieros, fue virtualmente una combinación de las doctrinas de Marx y Spencer».

38 Justo 1898a, p. 42; Justo 1915, p. 450; Aricó 1994, pp. 184, 195; Moreau de Justo 1946, pp. 45, 51; Núñez Castellano 2005, p. 202.

39 R.[amos] 2003; Almenar 2001 pp. 677-8; Martín Rodríguez 2001, p. 549; Martín Uriz 1985; para un reproche clásico a las «tendencias iliberales» de los fisiócratas, véase Tocqueville 1982, pp. 230ss. Lucas Beltrán (1988) destaca el impacto de George en España en comparación con los grandes tratadistas de Economía hasta los años treinta, p. 95.

40 Peralta 2005; Lucía 2004, pp. 81-5; Núñez 2005, pp. 58-9. Sobre Justo y los georgistas argentinos véase también Arcando 1980. Raúl Prebisch demostró una abierta simpatía por el georgismo: Prebisch 1991, pp. 376-80.

41 Scornik (2000) recuerda que tanto socialistas como radicales adoptaron ideas georgistas, y que el cuestionamiento de la propiedad privada de la tierra perdura incluso hoy. Los georgistas apoyaron inicialmente a Perón, hubo después un Partido Social Agrario en los años 60 y 70, ya desaparecido, y también tuvo cierta influencia UDELPA, Unión del Pueblo Argentino.

42 Quienes subrayan el intento de Gesell de hallar otra tercera vía entre capitalismo y socialismo (Popescu 1991), o, como dice un Geselliano contemporáneo, una «economía de mercado sin capitalismo» (Oncken N.D.) podrían recordar que el propio Gesell dejó claro su hostilidad a considerar la propiedad de la tierra como una «reliquia inviolable» (1945, p. 67).

43 El socialismo liberal de Justo enlaza con el revisionismo, con el laborismo finisecular de T.H. Green y los fabianos, y tanto hacia atrás con Stuart Mill como hacia delante con una larga serie de reformistas hasta Rawls y otros en nuestros días, incluyendo la revalorización de la tradición republicana; véanse Rosselli 1991, Filippi 2005, y Rodríguez Braun 2008.

 

Carlos Rodríguez Braun es Catedrático de Historia del Pensamiento Económico en la Universidad Complutense de Madrid y miembro del Consejo Consultivo de ESEADE.