LA IGLESIA NO ES EL SUSTITUTO DE NUESTRA IGNORANCIA (*)

Por Gabriel J. Zanotti. Publicado el 25/7/21 en: http://gzanotti.blogspot.com/2021/07/la-iglesia-no-es-el-sustituto-de.html

Una nota al pie de un artículo anterior, decía lo siguiente: “…El Compendio dice, en su nro. 64: “….Lo sobrenatural no debe ser concebido como una entidad o un espacio que comienza donde termina lo natural, sino como la elevación de éste, de tal manera que nada del orden de la creación y de lo humano es extraño o queda excluido del orden sobrenatural y teologal de la fe y de la gracia, sino más bien es en él reconocido, asumido y elevado”. Por supuesto que es así. Nada que objetar, la gracia supone la naturaleza, esto es, la cura, la redime. Pero los teólogos que redactaron esa frase deben explicar entonces qué es lo contingente u opinable en relación al depositum fidei, y deben explicar cómo se entiende la sana laicidad del estado afirmada explícitamente desde Pío XII en adelante y por el Vaticano II en el tema de la autonomía relativa de lo temporal. Deben explicarlo, (y sobre todo en el contexto en el que la afirman) o de lo contrario caen en un integrismo contradictorio con el mismo Vaticano II que proclaman”. 

Voy a intentar una respuesta, no como teólogo, pero sí como creyente y filósofo partidario del pensamiento de Santo Tomás de Aquino. 

Todo el cristianismo está atravesado por la distinción entre lo natural y lo sobrenatural. No es un debate de autores (aunque puede ser una cuestión de términos), porque la distinción depende de la misma noción de Dios creador y de lo que Dios puede hacer sobre pero no contra el orden creado. Dios crea, y lo creado se identifica con el orden natural, que tiene sus propias naturalezas, esencias y finalidades, y, por ende, sus ámbitos propios de acción. Esa es la relativa autonomía de lo creado según Santo Tomás: lo creado depende de Dios en cuanto a la creación, conservación, concurso y providencia , pero esa dependencia de la causa 2da. en la Causa Primera no quiere decir que la causa segunda sea un títere. No, actúa desde sí misma: sus tendencias, potencias y movimientos dependen coherentemente de su naturaleza. Ese es el orden natural.

 En cambio el “milagro” es, en Santo Tomás, que Dios pueda actuar sobre la causa segunda independientemente de su orden natural. El milagro es sobre la naturaleza, pero no contra la naturaleza.

 Ello es precisamente lo sobrenatural. En el orden de la salvación, toda la salvación del pecado depende de la libérrima Gracia de Dios, fruto de su Misericordia. La Gracia posterior a la redención inunda, verdaderamente, toda la vida humana porque esa Gracia, gratuitamente donada por Dios, cura de raíz a la naturaleza humana, por eso la supone y eleva. Pero la gracia no surge de la naturaleza humana, viene de Dios, y viene de Dios a través de sacramentos (de modo ordinario) que superan, sin contradecirlo, al orden natural humano. Cada sacramento es un milagro: es algo sobre pero no contra la naturaleza humana, son regalos de Dios que penetran la naturaleza humana, la curan, la redimen (aunque no borran las consecuencias del pecado original), y precisamente por todo ello nada de la naturaleza humana es causa de la Gracia: porque nada finito como el ser humano puede llegar por sus solas fuerzas a la participación en infinito de Dios como inhabitación trinitaria en el corazón del hombre. 

A la Gracia corresponde, por ende, todo lo sacro, la Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo y las tres virtudes sobrenaturales. Pero todo ello, al asumir la naturaleza humana, implica también las cuatro virtudes naturales, entre ellas la justicia, y por ende un corazón redimido busca la justicia en todos los ámbitos. Ahora bien, ese corazón redimido no ha vuelto al estado de nuestros primeros padres, que gozaban del don preternatural de ciencia. La Revelación de Dios, el plan de salvación, el anuncio de la buena noticia consumada en Cristo, alcanza aquellas cosas necesarias para la salvación, pero no todo lo que corresponda además al orden natural. Dios ha creado un orden natural, tanto en lo físico como en lo social, pero el Plan de Salvación no ha revelado la naturaleza de esos órdenes naturales. Sí, es verdad que los mandamientos tienen consecuencias sociales, pero Dios no ha revelado directamente el régimen político y socio-económico específico que en cada situación histórica sea el mejor. Por ende es verdad que lo sobrenatural no es un espacio después de cuyo límite venga lo natural, porque Dios ha penetrado con su Gracia todo el espacio de la naturaleza humana, pero ello no implica que la naturaleza redimida sea igual a la naturaleza humana elevada previa al pecado original. Las consecuencias del pecado original se mantienen, hemos perdido el don de ciencia y por ende, en todo aquello que no es necesario para la salvación, necesitaremos hasta el fin de los tiempos el falible juicio de nuestro intelecto para todo aquello que Dios no ha revelado. Ahora bien, cuando el ser humano, redimido por la Gracia, piensa y actúa en aquello que no es directamente sacro y-o no directamente revelado, mantiene aún la influencia de la Gracia: porque su corazón redimido busca la justicia y porque intenta llegar, con el hábito de la prudencia, a la verdad. Pero si la historia de la salvación no se identifica con la historia humana , ¿de qué manera eclesial se realiza ello en la historia humana? Con la acción de los laicos en el mundo, que buscan iluminar las estructuras temporales de su tiempo con una mente y un corazón cristianos, sabiendo que, sin embargo, Dios no ha revelado “el” sistema social perfecto y por ende esa acción de fermento de las estructuras temporales no debe comprometer a la jerarquía de la Iglesia, la cual debe abstenerse de intervenir directamente en esas decisiones laicales, de igual modo que el laico debe abstenerse de pretender consagrar el pan y el vino como si tuviera propiamente sacerdocio ministerial.

 Siglos y siglos de clericalismo han hecho que, sin embargo, jerarquía y laicos actuaran en un círculo vicioso integrista, como si hubiera un único sistema político y económico cristiano que tuviera que ser directamente dictado por la jerarquía y demandado por los laicos. El párrafo que ha dado origen a estas reflexiones, dado en un contexto de cuestiones muy opinables, muestra que ese integrismo, sea del color que fuere, no se ha terminado en la praxis y en el discurso de los católicos (a pesar de que la Iglesia, a partir del Vaticano II, habla permanentemente de sana laicidad del estado y legítima autonomía de lo temporal en un contexto de libertad religiosa). El problema actual de la Iglesia no consiste tanto en que un mundo laicista, no laico, no entienda esos valores. El problema consiste en que los católicos, jerarquía o laicos, los entiendan. A ojos de los no creyentes, la Iglesia aparece como un estado más, el estado del Vaticano. A ojos de los creyentes, también. ESE es el problema.

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(*) Artículo publicado en el Instituto Acton en Noviembre de 2011.

Gabriel J. Zanotti es Profesor y Licenciado en Filosofía por la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (UNSTA), Doctor en Filosofía, Universidad Católica Argentina (UCA). Es Profesor en las Universidades Austral y Cema. Director Académico del Instituto Acton Argentina. Profesor visitante de la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala. Publica como @gabrielmises

Falacias fiscales

Por Gabriel Boragina. Publicado en: http://www.accionhumana.com/2020/05/falacias-fiscales.html

 

«Pero, ya nos alegremos o nos indignemos, el hecho es que el Estado moderno sigue esa vía. Las leyes llamadas de solidaridad social recientemente votadas, en Alemania, en Francia, en Inglaterra —por ejemplo en Francia las leyes sobre la asistencia facultativa gratuita y sobre la asistencia a los ancianos e inválidos y la ley sobre seguros sociales, que gravaran el presupuesto en algunos miles de millones—el autor escribe en la postguerra consecuente a la primera conflagración mundial-, ¿qué hacen sino repartir a ciertas categorías de ciudadanos desheredados recursos que serán tomados, por medio del impuesto proporcional o hasta progresivo, del bolsillo de una minoría de ciudadanos más afortunados? Lo mismo ocurre con las subvenciones, más o menos numerosas, concedidas a las asociaciones agrícolas, a las sociedades de socorros mutuos, etcétera. Aquí sobre todo es donde se ve lo ilógico de la idea de: servicio prestado al contribuyente como base del impuesto, pues se trata, al contrario, de un servicio prestado, de agrado o por fuerza, por el contribuyente a otra persona… Además aunque ese papel repartidor del Estado se ha desarrollado principalmente en los últimos tiempos, no hay que creer que no siempre ha existido, y aún en condiciones mucho peores que hoy; pues, en otros tiempos ocurría al revés: el impuesto sacaba a los pobres con que dotar a los ricos» «[1]

La falacia contenida en el párrafo transcripto es conocida desde antaño como la falacia ad populum que -en términos sencillos- equivale a decir que algo es verdadero simplemente porque es apoyado por una mayoría de personas. Es lo que trata de decirnos el autor: si «todo el mundo» lo hace, entonces, es porque debe ser «bueno». Ahora bien, desde el comienzo de la humanidad hasta prácticamente el siglo XVIII había muy poca gente que estaba en desacuerdo -por ejemplo- con la esclavitud. Hasta autores considerados santos por la Iglesia la apoyaban, como fue el caso del doctor angélico Santo Tomas de Aquino. Era bastante difícil encontrar voces disidentes con la esclavitud, la más horrorosa de las perversiones sociales según los cánones de nuestros días. Pero -siguiendo el «razonamiento» del autor citado- deberíamos considerarla aceptable simplemente porque durante la mayor parte de la historia de la humanidad fue casi unánimemente admitida por una mayoría. Pueden citarse infinidad de ejemplos por los cuales se muestra el absurdo del «argumento» esgrimido («si todos lo hacen nosotros también debemos que hacerlo»). Un célebre dicho popular lo patentiza cuando dice «Ingiera excrementos, millones de moscas no pueden estar equivocadas».

El autor emplea la misma falacia. Vendría a decir: «Si la mayoría de los países cobran impuestos por cualquier motivo que parezca solidarioentonces eso es lo que deberían hacer todos los demás». En este caso, parece decirnos «Si países importantes lo han hecho ¿Por qué no el resto?». Esta es una variante de la falacia ad populum que se denomina falacia ad verecundiam o falacia de autoridad que, parafraseada, viene a significar que, si alguien «importante» lo ha dicho o lo ha hecho, entonces, es «verdadero». Pero pasa por alto que -a menudo- las autoridades en ciertos temas o disciplinas no suelen concordar en sus teorías o puntos de vista, con lo cual el criterio de verdad absoluta por el sólo hecho de que una autoridad en cierta disciplina lo dice, no sirve de «argumento», ni mucho menos de regla.

Por ejemplo, en épocas de la alquimia, la química era ciencia ficción. Cuando la química desbancó a la alquimia del universo de la ciencia la «verdad» pasó a ser otra. Lo mismo ocurrió cuando la física clásica dejó lugar a la física relativista, y está a la cuántica.

Es cierto que el gobierno no presta -de ordinario- los servicios al contribuyente que «debería», ni en la cantidad, ni calidad que la gente necesita, pero es justamente el hecho de que monopoliza tanto estos servicios como el «derecho» a cobrar por ellos impuestos lo que le permite «el lujo» de brindar un servicio deficiente, costoso y gravoso para la ciudadanía. Y eso, cuando el «servicio» existe.

Es verdadero también que los pobres enriquecieron a sus gobiernos gracias a los impuestos que este les obligaba a pagar. Aun hoy es así. Excepto las formas, nada ha cambiado al respecto en lo sustancial. En ninguna época de la historia los gobiernos apuntaron primero a los pobres para llenar sus arcas, lo cual hubiera sido ilógico, sino que dirigieron siempre sus dardos impositivos contra los particulares ricos, comerciantes o mercaderes primero, y después bajando hacia el resto de la población. Solo cuando los ricos privados quedaban completamente esquilmados por obra del impuesto los jerarcas se veían «obligados» a gravar a los menos pudientes. Haber operado en sentido inverso hubiera sido -además de irracional- altamente impopular, y a pesar de lo que pareciera, la mayoría de los gobernantes quisieron (y quieren) ser populares y famosos (sea por amor o temor) y ser recordados de ese modo.

A los ojos de nuestros días, tales métodos lucen violentos e inadmisibles, pero no era así en aquellas lejanas épocas para una mayoría que los consentía con resignación fatalista, ya que no parecía existir otra salida a la situación. Lo que fugazmente describimos en este párrafo fue a lo que nos referimos antes con el rótulo de voracidad fiscal, la que no es nueva, siempre ha existido desde que se constituyó el primer gobierno en el mundo hasta hoy. Y esa voracidad nunca se ha visto satisfecha, salvo contadísimas excepciones.

Y es -justamente- el hecho de que los gobiernos no quieran perder popularidad que se valgan de inventos tales como la «justicia social, solidaridad», etc. para despojar a los que más tienen para darles a los que menos tienen, habida cuenta que es en las bases populares (o los que menos tienen) donde se hallan las masas que, ya sea por medio de los votos en las llamadas «democracias» o por la fuerza bruta en los sistemas totalitarios, dan respaldo y sustento (querido o no) a sus líderes políticos. Por lo tanto, los métodos de explotación de estos hacia sus dominados deben ser sutiles y más «modernos».

[1] Mateo Goldstein. Voz «IMPUESTOS» en Enciclopedia Jurídica OMEBA, TOMO 15 letra I Grupo 05

 

Gabriel Boragina es Abogado. Master en Economía y Administración de Empresas de ESEADE. Fue miembro titular del Departamento de Política Económica de ESEADE. Ex Secretario general de la ASEDE (Asociación de Egresados ESEADE) Autor de numerosos libros y colaborador en diversos medios del país y del extranjero. Síguelo en  @GBoragina

SOBRE EL CONCILIO VATICANO II

Por Gabriel J. Zanotti. Publicado el 13/10/19 en http://gzanotti.blogspot.com/2019/10/sobre-el-concilio-vaticano-ii.html

 

(Del cap. V de mi libro «Judeo-Cristianismo, Civilización Occidental y libertad»).

  1. El Concilio Vaticano II

          Finalmente llega el Concilio Vaticano II y todas estas ideas son expresadas con toda claridad. Desde luego, el Concilio Vaticano II tiene implicaciones en ámbitos importantísimos como Liturgia, Sagradas Escrituras, Eclesiología, etc. A fines de este libro nos enfocaremos en los siguientes puntos.

12.1.  La distinción entre Iglesia y estado

          Lo más novedoso del Vaticano II no es el reconocimiento de la sana laicidad y la autonomía (relativa) de lo temporal, pues ya hemos visto cómo esos principios estaban muy claros en el Magisterio de León XIII, Pío XII y Juan XXIII. Lo más novedoso es la sustitución de la distinción tesis/hipótesis en una sola fórmula. Veamos: “… La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre. Este servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia, para bien de todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas, habida cuenta de las circunstancias de lugar y tiempo. El hombre, en efecto, no se limita al solo horizonte temporal, sino que, sujeto de la historia humana, mantiene íntegramente su vocación eterna. La Iglesia, por su parte, fundada en el amor del Redentor, contribuye a difundir cada vez más el reino de la justicia y de la caridad en el seno de cada nación y entre las naciones. Predicando la verdad evangélica e iluminando todos los sectores de la acción humana con su doctrina y con el testimonio de los cristianos, respeta y promueve también la libertad y la responsabilidad políticas del ciudadano” (Gaudium et spes, nº 76).

O sea, más que afirmar dos situaciones, una ideal y otra tolerable, se afirma un solo principio: independencia y cooperación. Independencia, por la laicidad del estado; cooperación, porque el bien común temporal y los derechos del hombre no pueden entrar en contradicción con su fin sobrenatural. Si esto es “muy general”, sabiamente afirma el Concilio que “habida cuenta de las circunstancias de lugar y tiempo”. O sea, ese único principio tiene diversas aplicaciones históricas, que obviamente tiene que ver con el nivel prudencial y son por ende opinables. Todo esto es muy cercano a lo afirmado por Maritain sobre que el “ideal” cristiano debe aplicarse analógicamente a las diversas circunstancias históricas. Ya veremos más adelante que el Vaticano II no rechaza que una de esas circunstancias pueda admitir algún tipo de confesionalidad formal, pero más que colocarlo como tesis, lo coloca como una de las aplicaciones de ese otro principio único y universal.

12.2.  Los derechos personales

Por supuesto, ninguna novedad tampoco en que se afirmen nuevamente los derechos de la persona frente al poder. Si bien no hay ni hubo aclaraciones sobre el alcance de ciertas libertades –como la de expresión o de enseñanza– sin embargo el principio en sí está bien afirmado: “…Crece al mismo tiempo la conciencia de la excelsa dignidad de la persona humana, de su superioridad sobre las cosas y de sus derechos y deberes universales e inviolables. Es, pues, necesario que se facilite al hombre todo lo que éste necesita para vivir una vida verdaderamente humana, como son el alimento, el vestido, la vivienda[1], el derecho a la libre elección de estado ya fundar una familia, a la educación, al trabajo, a la buena fama, al respeto, a una adecuada información, a obrar de acuerdo con la norma recta de su conciencia, a la protección de la vida privada y a la justa libertad también en materia religiosa”. Al liberal clásico le parecerá muy poco, sobre todo por el problema de los derechos sociales; al que critique aún las “libertades de perdición”, le parecerá mucho. Al primero hay que decirle que lo importante es el principio en sí mismo, más allá de que la enumeración sea más o menos feliz, luego de que el principio en sí mismo haya sido lo peligroso, sospechoso o condenado en el Magisterio del s. XIX. Al segundo hay que decirle lo que ya dijimos: que los derechos del hombre no son la liberación de sus deberes ante Dios, sino un principio limitante del poder del estado para que cada ser humano no invada al otro en su intimidad personal y a la esfera de libertad propia que le corresponde como persona ante las autoridades legítimas. En todo caso, el “hasta dónde” las libertades de conciencia, de expresión y de enseñanza, es un tema legítimamente abierto a la diversidad de opiniones entre los católicos, siempre que el principio filosófico sea correcto: la ley natural como fundamento al derecho a la intimidad personal, fundado en la dignidad humana como creado a imagen y semejanza de Dios, frente a la voluntad arbitraria de cualquier ser humano.

12.3.  La libertad religiosa

Y hablando de derechos personales, llegamos a un punto fundamental. Había sido el punto de discordia principal entre dos mundos enfrentados: los Estados Pontificios y el Imperio Napoleónico, donde la libertad de cultos era más bien un enfrentamiento con la Iglesia más que cualquier otra cosa. Hemos visto ya suficientemente la evolución de la situación. Enfrentamiento total por parte de Gregorio XVI; enfrentamiento casi total por parte de Pío IX, “casi” porque aceptó la aclaración de Dupanloup; moderación por parte de León XIII, por la distinción tesis/hipótesis y por su elogio a la situación de la Iglesia en los EE.UU.; adicionales distinciones por parte de Pío XII, sobre todo en el contexto europeo de 1954; adelantos y sugerencias por parte de Juan XXIII. Pero nunca se había dado el paso a la afirmación del derecho a la libertad religiosa fundado en la dignidad humana, más allá, claro, de sus posibles aplicaciones a situaciones históricas diversas.

La definición de libertad religiosa que da el concilio es la siguiente: “Este Concilio Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de individuos como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y esto de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, sólo o asociado con otros, dentro de los límites debidos. Declara, además, que el derecho a la libertad religiosa está realmente fundado en la dignidad misma de la persona humana, tal como se la conoce por la palabra revelada de Dios y por la misma razón natural. Este derecho de la persona humana a la libertad religiosa ha de ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de tal manera que llegue a convertirse en un derecho civil”.

Por supuesto, el revuelo que se armó, antes y después, fue terrible, como síntoma de que aún seguían en la Iglesia –y siguen– los estertores de la Mirari vos y la Quanta cura. Por supuesto, los que se opusieron a la declaración no negaban la libertad del acto de fe, invocada en la misma declaración. Lo que negaron fueron estas densas palabras: “…y en público”, porque ellas implicaban poner en igualdad de condiciones jurídicas a todas las religiones y a los no creyentes, afirmando no una justa tolerancia histórica, sino un derecho humano fundamental más allá de las circunstancias “en hipótesis”. La declaración agregaba este párrafo (punto 6): “…Si, consideradas las circunstancias peculiares de los pueblos, se da a una comunidad religiosa un especial reconocimiento civil en la ordenación jurídica de la sociedad, es necesario que a la vez se reconozca y respete el derecho a la libertad en materia religiosa a todos los ciudadanos y comunidades religiosas. Finalmente, la autoridad civil debe proveer a que la igualdad jurídica de los ciudadanos, que pertenece también al bien común de la sociedad, jamás, ni abierta ni ocultamente, sea lesionada por motivos religiosos, y a que no se haga discriminación entre ellos”. O sea, conforme a lo declarado en la Gaudium et spes, que afirmaba la autonomía y cooperación entre Iglesia y estado como sujeta a sus diversas aplicaciones históricas, el Concilio reconoce, en una proposición condicional, que se puede dar a una comunidad religiosa (no dice “La Iglesia”) “…un especial reconocimiento civil en la ordenación jurídica de la sociedad”. Ello implica que la libertad religiosa es plenamente coherente con una confesionalidad formal y sustancial entre Iglesia y estado. Sin embargo no se coloca a esa situación “en tesis” y se advierte que ello no debe atentar contra la igualdad jurídica de los ciudadanos: “…jamás, ni abierta ni ocultamente, sea lesionada por motivos religiosos, y a que no se haga discriminación entre ellos”. Y no lo dice una, sino dos veces en el mismo párrafo: “Finalmente, la autoridad civil debe proveer a que la igualdad jurídica de los ciudadanos, que pertenece también al bien común de la sociedad, jamás, ni abierta ni ocultamente, sea lesionada por motivos religiosos, y a que no se haga discriminación entre ellos”.

Cabe aclarar de nuestro lado tres cosas que juzgamos importantes:

1) El documento deja bien claro que no se trata del indiferentismo religioso, sino del respecto a la libertad del acto de Fe.

2) El documento no deja de lado el tema de la tolerancia, enfatizado por León XIII y Pío XII, sino que lo reconvierte de este modo: el error tolerado es un mal menor al lado de un mal mayor, como la violación del la libertad del acto de Fe.

3) El documento distingue claramente entre el error y el que yerra, adoptando al respecto la aclaración de Juan XXIII, superando viejos debates sobre que “el error no tiene derechos”.

Ante esta declaración, las posiciones han sido las siguientes:

1) Afirmar su completa incompatibilidad con el Magisterio anterior, desde Gregorio XVI hasta Pío XII; afirmar que el Magisterio anterior es el verdadero en estas materias, e irreformable, y por ende sostener una separación con la Iglesia romana a partir de la firma de esta declaración. Es la posición de quienes adhirieron a Mons. Lefebvre y es la posición de los sedevacantistas. O sea, un cisma, nada más ni nada menos.

2) Afirmar la continuidad total entre el magisterio anterior y esta declaración. Continuidad no como “lo mismo” pero sí como un agregado que en nada contradice al magisterio anterior.

3) Afirmar la reforma “y” continuidad del Vaticano II en esta como en otras cuestiones. Fue la posición de Benedicto XVI, que consideramos clave para resolver esta cuestión, y a la que nos referiremos después.

12.4.  La recta autonomía de lo temporal

El Concilio enfrenta con claridad un problema que ha atravesado todo este libro: una modernidad católica implica reconocer el ámbito legítimo, propio, tanto de las autoridades seculares como el de la ciencia, justamente porque esa es la semilla plantada por el Judeocristianismo en sí mismo, al distinguir entre Dios y lo creado. Lo creado abarca tanto a los gobiernos humanos como a la naturaleza física. Y, por lo demás, la Revelación distingue entre el orden sacral y el no sacral, esto es, el orden que depende directamente de la acción directa de la gracia de Dios (sacramentos) y lo que recibe sus influencias indirectas, y aquello que Dios quiere directamente revelar a los seres humanos y lo que ha dejado a su libre búsqueda e investigación.

El párrafo esencial es el nº 36 de la Gaudium et spes. Comienza de este modo:

“Muchos de nuestros contemporáneos parecen temer que, por una excesivamente estrecha vinculación entre la actividad humana y la religión, sufra trabas la autonomía del hombre, de la sociedad o de la ciencia”.

Y responde:

“Si por autonomía de la realidad se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía. No es sólo que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además responde a la voluntad del Creador. Pues, por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte. Por ello, la investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de una forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios. Más aún, quien con perseverancia y humildad se esfuerza por penetrar en los secretos de la realidad, está llevado, aun sin saberlo, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo todas las cosas, da a todas ellas el ser. Son, a este respecto, de deplorar ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de la legítima autonomía de la ciencia, se han dado algunas veces entre los propios cristianos; actitudes que, seguidas de agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer una oposición entre la ciencia y la fe”.

Como vemos el párrafo es una clara exposición del espíritu de lo afirmado por Santo Tomás de Aquino: lo creado no es causa eficiente instrumental, sino principal, en su propia esfera, lo cual se agrega luego al ámbito propio de la autoridad política, que ya hemos visto que se trata de la sana laicidad.

Pero agrega el Concilio:

“Pero si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le oculte la falsedad envuelta en tales palabras. La criatura sin el Creador desaparece. Por lo demás, cuantos creen en Dios, sea cual fuere su religión, escucharon siempre la manifestación de la voz de Dios en el lenguaje de la creación. Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida”.

Esa autonomía “absoluta” de lo temporal es precisamente la querida por el Iluminismo, como ya vimos, pero también la “temida” por aquellos que del Catolicismo tienen la imagen de un sistema autoritario que absorbe las justas esferas de autonomía y libertad del hombre. Ya vimos que no es así, y que por eso lucharon y sufrieron Acton, Lacordaire, Montalembert, Ozanam, Dupanloup, Rosmini y Sturzo.

Por lo demás, otra vez sólo con Santo Tomás se entiende algo tan denso como que “la criatura sin el creador desaparece”. No es que desaparezca porque no sea causa eficiente principal en su propio ámbito, sino porque “estar siendo creada” implica depender de un acto permanente de sostenimiento en el ser que Dios hace en lo finito. Lo finito tiene su propio acto de ser, por ende su naturaleza, y ejecuta su propia actividad (el tigre corre) no como un títere de Dios, como vimos, pero es el acto creador de Dios el que está sosteniendo al tigre en su acto de ser, en su naturaleza y en su actividad propia.

12.5.  La ciencia

La ciencia, por ende, es vista desde este último punto de vista. “… por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte”. Es precisamente la idea de creación la que sostiene la idea de un orden propio en la naturaleza física. Sin necesidad de definir si ese orden es determinístico o no, el Concilio afirma sencillamente que lo hay, no de manera voluntarista, no porque el Concilio quiera que sea asó o innove al decirlo, sino porque sencillamente es así en el Judeocristianismo. Los acontecimientos que parecieron indicar lo contrario son precisamente lamentados: “… Son, a este respecto, de deplorar ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de la legítima autonomía de la ciencia, se han dado algunas veces entre los propios cristianos; actitudes que, seguidas de agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer una oposición entre la ciencia y la fe”.

12.6.  El laicado

Finalmente, el último punto que queremos destacar del Vaticano II es uno de sus menos practicados: la importancia del laicado.

En primer lugar, el laico ya no es “el que no tuvo vocación”, “el que no fue llamado”, “el que no es presbítero o religioso”. Del laico se da una definición positiva: “…Con el nombre de laicos se designan aquí todos los fieles cristianos, a excepción de los miembros del orden sagrado y los del estado religioso aprobado por la Iglesia. Es decir, los fieles que, en cuanto incorporados a Cristo por el bautismo, integrados al Pueblo de Dios y hechos partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos corresponde”[2]. El laico tiene al mundo (trabajo, familia, política, etc.) su lugar propio. No es un “infiltrado” allí, es su casa. No lo mundano, sino el mundo como lugar propio de la sana laicidad de la esfera temporal. Y han sido llamados a ser laicos como un tipo especial de llamado a la santidad: “Si bien en la Iglesia no todos van por el mismo camino, sin embargo, todos están llamados a la santidad y han alcanzado idéntica fe por la justicia de Dios (cf. 2 P 1,1)”. O sea, el llamado universal a la santidad incluye a los laicos. Están llamados a ser santos en el mundo, a santificarse EN el mundo y a santificar AL mundo.

Esto implicó una de las directivas menos cumplidas del Vaticano II: una más precisa relación, sin invasión mutua, entre jerarquía y laicos. O sea, un mayor respeto a la autonomía del laicado y su libertad de expresión en temas opinables, donde la jerarquía no tiene derecho a imponer su parecer y, al mismo tiempo, los laicos deben expresar su parecer SIN proclamar en esos casos la autoridad de la Jerarquía. Ya veremos que es mucho lo que aún debemos recorrer en este sentido. Pero citemos uno de los mejores párrafos de la Gaudium et spes: “Muchas veces sucederá que la propia concepción cristiana de la vida les inclinará en ciertos casos a elegir una determinada solución. Pero podrá suceder, como sucede frecuentemente y con todo derecho, que otros fieles, guiados por una no menor sinceridad, juzguen del mismo asunto de distinta manera. En estos casos de soluciones divergentes aun al margen de la intención de ambas partes, muchos tienen fácilmente a vincular su solución con el mensaje evangélico. Entiendan todos que en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia. Procuren siempre hacerse luz mutuamente con un diálogo sincero, guardando la mutua caridad y la solicitud primordial pro el bien común” (punto 43). Las negritas son nuestras.

El laicado como vocación, como misión, como lugar de predicación, implicó que el Vaticano II reconociera que la revolución de la vida laical indicada por Lutero, como parte esencial de la modernidad católica, no era tanto una revolución sino un tardío recordatorio de la esencial catolicidad de la idea de santificarse en el mundo y al mundo por medio del trabajo, el estudio, la familia y el ejemplo de vida. Esta es la sal fundamental de esa “inspiración cristiana” de la vida secular, que es lo único que puede permitir ese “estado laico vitalmente cristiano” de Maritain, o esa “religiosidad pública no estatal” de los EE.UU. Pero la praxis de los católicos, ya sea el pontífice o los laicos, sigue siendo clerical. La des-clericalización, explicada por Francisco de Vitoria, lamentablemente no ha llegado aún a la praxis de la Iglesia. Fueron muchos los siglos donde la palabra “trabajo” era asociada a tareas manuales o menores, donde la santidad era casi exclusiva de religiosos y presbíteros, y donde el pontífice implicaba siempre un gobierno temporal. Aún hoy los católicos oscilan, con respecto al pontífice (sean laicos o no) entre dos actitudes erradas que se retro-alimentan mutuamente: o le preguntan al Papa qué deben decir en los temas más opinables de la vida social (con el grave problema de que los pontífices de hecho lo han hecho y lo siguen haciendo) o viven una falsa libertad donde les importa absolutamente nada de lo que el Papa diga en sus ámbitos de justa autoridad. Hacia el final de este libro seguiremos con este tema. Pero al menos la letra del Vaticano II puso las cosas en su lugar.

12.7.  Un balance del Vaticano II

El Vaticano II es uno de los momentos claves de apoyo magisterial a una modernidad católica. Son infundadas las críticas de aquellos que lo ven como una novedad contraria a la tradición de la Iglesia. Como hemos visto, los temas que hemos destacado corresponden precisamente a las semillas del Judeocristianismo que han ido evolucionando durante siglos. El gran choque vino por el enfrentamiento con el Iluminismo, pero ya hemos visto los ingentes esfuerzos de León XIII, Benedicto XV, Pío XII y Juan XXIII de poner las cosas en su lugar. Por lo demás los liberales católicos del s. XIX ganaron con el Concilio Vaticano II la guerra que habían perdido exactamente un siglo antes, razón por la cual los que aún los detestan, y que identifican la tradición solamente con la Quanta cura, detestan también al Concilio Vaticano II. El cual tiene, si se fijan, la mayoría de sus citas en los Padres de la Iglesia –que, me parece, son un tanto previos a Pío IX– y en los párrafos sociales más importantes a León XIII y a Pío XII, de los cuales Juan XXIII no fue más que su gran sistematizador en la Pacem in terris.

Por lo demás es falso que no haya novedades y reformas en el Vaticano II. Claro que las hay, pero NO en elementos que contradigan al magisterio anterior, como si no pudiera haber vida y evolución en el magisterio, sin contradicción “en lo esencial”. El caso de la libertad religiosa lo veremos después, según Benedicto XVI.

Falsa es también la lectura de una Iglesia solamente post-conciliar, por la cual debamos olvidar y negar a todo el magisterio anterior, y falsa es también las lecturas que encontraron en sus textos a la teología marxista de la liberación –de la cual, lamentablemente, no nos hemos liberado mentalmente aún–.

Y falsa es también la lectura de algunos liberales clásicos y libertarios que desprecian al Vaticano II precisamente por lo mismo, no advirtiendo, por ignorancia, el inmenso avance filosófico-político del Concilio Vaticano II, y despreciando, con obsesión economicista, a todos aquellos pasajes donde von Mises y F.A. Hayek no le hubieran puesto un 10. En ese sentido, un John Rawls fue mucho más perspicaz[3].

Hay que agradecer a Pablo VI, a Juan Pablo I y a San Juan Pablo II que mantuvieran la antorcha prendida del espíritu y letra del Concilio Vaticano II. Pero, en medio de todos los debates y las diversas interpretaciones, el que puso las cosas definitivamente en su lugar fue Benedicto XVI.

  1. Benedicto XVI

          13.1.  El discurso del 22-5-2005

          13.1.1. El discurso en sí mismo

Benedicto XVI fue el pontífice de mayor importancia en toda la historia que estamos interpretando y reseñando. Habiendo sido perito del Vaticano II habiendo influido él mismo en varios documentos, entre ellos Gauduim et spes, era el candidato ideal para poner orden en estos temas, y lo hizo. Porque sobre las denuncias al Vaticano II como contrario a la Iglesia pre-conciliar, había un peculiar silencio, que sólo fue cortado por Benedicto XVI. Y no fue casualidad. Era un eximio teólogo, uno de los mejores del s. XX, de orientación agustinista, y con un claro convencimiento de la recta relación entre razón y fe como clave de la re-orientación del Catolicismo a principios del s. XXI. Y lo hizo.

Su discurso del 22 de Diciembre del 2005, a la Curia, encara directamente el problema del Vaticano II y su supuesta dicotomía entre reforma “o” continuidad. Ese discurso conforma el trípode programático de su pontificado. Lo segundo es su discurso en Ratisbona y lo tercero es su conjunto de tres encíclicas, cada una dedicada a las tres virtudes teologales: la Caridad (Deus est caritas) la esperanza (Spe salvi) y la Fe (Lumen fidei, esta última firmada por Francisco).

El discurso no tiene un título oficial, pero se lo puede calificar como el discurso de la “reforma y continuidad” del Vaticano II. Es la posición superadora de la dicotomía de un Vaticano II como enfrentado totalmente al Magisterio anterior. O sea, el Vaticano II ha reformado en lo contingente y ha sido una continuidad en lo esencial.

Benedicto XVI va directamente al punto: “el Concilio debía determinar de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la edad moderna”[4].

Y, resumiendo de manera magnífica todo lo que hemos visto sobre Modernidad, Iluminismo y el magisterio del s. XIX, sigue: “Esta relación tuvo un inicio muy problemático con el proceso a Galileo. Luego se rompió totalmente cuando Kant definió la «religión dentro de la razón pura» y cuando, en la fase radical de la revolución francesa, se difundió una imagen del Estado y del hombre que prácticamente no quería conceder espacio alguno a la Iglesia y a la fe. El enfrentamiento de la fe de la Iglesia con un liberalismo radical y también con unas ciencias naturales que pretendían abarcar con sus conocimientos toda la realidad hasta sus confines, proponiéndose tercamente hacer superflua la “hipótesis Dios”, había provocado en el siglo XIX, bajo Pío IX, por parte de la Iglesia, ásperas y radicales condenas de ese espíritu de la edad moderna. Así pues, aparentemente no había ningún ámbito abierto a un entendimiento positivo y fructuoso, y también eran drásticos los rechazos por parte de los que se sentían representantes de la edad moderna” (las itálicas son nuestras).

Pero entonces comienza a distinguir entre Iluminismo y Modernidad: “Sin embargo, mientras tanto, incluso la edad moderna había evolucionado”. Y reseña dos cuestiones que tienen todo que ver con la sana laicidad de los EE.UU.–, con una ciencia que no se ve como enemiga de la Fe, y con la reconstrucción europea de la post-guerra, animada por esa laicidad cristiana:

“La gente se daba cuenta[5] de que la revolución americana había ofrecido un modelo de Estado moderno diverso del que fomentaban las tendencias radicales surgidas en la segunda fase de la revolución francesaLas ciencias naturales comenzaban a reflexionar, cada vez más claramente, sobre su propio límite[6], impuesto por su mismo método que, aunque realizaba cosas grandiosas, no era capaz de comprender la totalidad de la realidad. Así, ambas partes comenzaron a abrirse progresivamente la una a la otra. En el período entre las dos guerras mundiales, y más aún después de la segunda guerra mundialhombres de Estado católicos habían demostrado que puede existir un Estado moderno laico, que no es neutro con respecto a los valores, sino que vive tomando de las grandes fuentes éticas abiertas por el cristianismo”. (Las negritas son nuestras).

Más claro y más coherente con todo lo que hemos expresado, imposible.

Por ende, sigue Benedicto XVI, esto implicaba que en la década del 60 la Iglesia debía afrontar tres grandes preguntas[7]:

1) “Ante todo, era necesario definir de modo nuevo la relación entre la fe y las ciencias modernas”.

2) “En segundo lugar, había que definir de modo nuevo la relación entre la Iglesia y el Estado moderno”.

3) “En tercer lugar, con eso estaba relacionado de modo más general el problema de la tolerancia religiosa”[8].

El Vaticano II fue, por ende, una respuesta a estas preguntas; una respuesta que no contradecía al magisterio anterior en lo esencial de la Fe pero que reformaba dentro de lo que no la contradijera.

Esto surge del siguiente párrafo: “Todos estos temas tienen un gran alcance –eran los grandes temas de la segunda parte del Concilio– y no nos es posible reflexionar más ampliamente sobre ellos en este contexto. Es claro que en todos estos sectores, que en su conjunto forman un único problema, podría emerger una cierta forma de discontinuidad y que, en cierto sentido, de hecho se había manifestado una discontinuidad, en la cual, sin embargo, hechas las debidas distinciones entre las situaciones históricas concretas y sus exigencias, resultaba que no se había abandonado la continuidad en los principios; este hecho fácilmente escapa a la primera percepción” (las itálicas son nuestras). O sea, se reconoce que hay cierta discontinuidad, pero “hechas las debidas distinciones entre las situaciones históricas concretas y sus exigencias”el resultado es que no se abandona la continuidad con los principios esenciales e irrenunciables de la Fe incluso a nivel social.

Y entonces Benedicto XVI pasa a explicar cómo.

Ante todo aclara el principio hermenéutico fundamental: “en este conjunto de continuidad y discontinuidad en diferentes niveles consiste la naturaleza de la verdadera reforma”.

¿Qué son las “cosas contingentes”? Justamente las aplicaciones históricas de principios que “en sí mismos” son universales.

Veamos: “En este proceso de novedad en la continuidad debíamos aprender a captar más concretamente que antes que las decisiones de la Iglesia relativas a cosas contingentes –por ejemplo, ciertas formas concretas de liberalismo o de interpretación liberal de la Biblia– necesariamente debían ser contingentes también ellas, precisamente porque se referían a una realidad determinada en sí misma mudable. Era necesario aprender a reconocer que, en esas decisionessólo los principios expresan el aspecto duradero, permaneciendo en el fondo y motivando la decisión desde dentro.
En cambio, no son igualmente permanentes las formas concretas, que dependen de la situación histórica y, por tanto, pueden sufrir cambios. Así, las decisiones de fondo pueden seguir siendo válidas, mientras que las formas de su aplicación a contextos nuevos pueden cambiar”. Muy interesante es que Benedicto XVI no se refiere sólo a los principios más universales sino a las decisiones, que están motivadas desde un fondo no contingente, pero a la vez, en su aplicación a la circunstancia tienen su margen de contingencia.

Ya hemos visto que da un ejemplo que a efectos de este libro es esencial: el juicio del magisterio sobre “ciertas formas concretas de liberalismo”. Pero luego Benedicto XVI dedica un largo párrafo al ejemplo más significativo e importante de todo esto: la libertad religiosa. Veámoslo in totum. No tiene desperdicio.

Por ejemplosi la libertad de religión se considera como expresión de la incapacidad del hombre de encontrar la verdad y, por consiguiente, se transforma en canonización del relativismo, entonces pasa impropiamente de necesidad social e histórica al nivel metafísico, y así se la priva de su verdadero sentido, con la consecuencia de que no la puede aceptar quien cree que el hombre es capaz de conocer la verdad de Dios y está vinculado a ese conocimiento basándose en la dignidad interior de la verdad.
Por el contrario, algo totalmente diferente es considerar la libertad de religión como una necesidad que deriva de la convivencia humana, más aún, como una consecuencia intrínseca de la verdad que no se puede imponer desde fuera, sino que el hombre la debe hacer suya sólo mediante un proceso de convicción.

El Concilio Vaticano II, reconociendo y haciendo suyo, con el decreto sobre la libertad religiosa, un principio esencial del Estado moderno, recogió de nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia. Esta puede ser consciente de que con ello se encuentra en plena sintonía con la enseñanza de Jesús mismo (cf. Mt 22, 21), así como con la Iglesia de los mártires, con los mártires de todos los tiempos.” (las itálicas y las negritas son nuestras).

Esto es, si la libertad religiosa es indiferentismo, entonces es inaceptable siempre; si es consecuencia, en cambio, de la libertad del acto de fe, entonces el Vaticano II (aquí está lo audaz de Benedicto XVI) “recogió de nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia”. Y es interesante que diga “haciendo suyo un principio esencial del estado moderno”, porque esa modernidad se dio, por un lado, históricamente desde fuera de la Iglesia; pero por el otro, era un principio intrínseco del Judeocristianismo por el cual lucharon desde dentro los liberales católicos del s. XIX.

Pero entonces Benedicto XVI está diciendo que hay una tradición fundante, verdadera, más allá de la así llamada tradición por quienes sólo quieren condenar a todo el Vaticano II en nombre del Syllabus. Esa tradición es la de la Iglesia antigua: “La Iglesia antigua, con naturalidad, oraba por los emperadores y por los responsables políticos, considerando esto como un deber suyo (cf. 1 Tm 2, 2); pero, en cambio, a la vez que oraba por los emperadores, se negaba a adorarlos, y así rechazaba claramente la religión del Estado. Los mártires de la Iglesia primitiva murieron por su fe en el Dios que se había revelado en Jesucristo, y precisamente así murieron también por la libertad de conciencia y por la libertad de profesar la propia fe, una profesión que ningún Estado puede imponer, sino que sólo puede hacerse propia con la gracia de Dios, en libertad de conciencia” (las itálicas son nuestras).

13.1.2. La enseñanza de todo esto en relación a lo opinable

Pero alguien podría decir que no, que esto no aclara las cosas. ¿Cuál es, finalmente, el elemento “contingente” que el Magisterio pre-conciliar había afirmado y que por ende se puede reformar sin contradicción con la Fe?

Varias veces hemos dicho[9] –y volveremos a ello después– que hay elementos esencialmente opinables en relación a la Fe en los temas sociales. Esos elementos son, a) la aplicación prudencial de principios universales a la circunstancia histórica concreta, b) el estado de las ciencias sociales en determinado momento histórico; c) la evaluación de determinado momento histórico a la luz de las teorías anteriores.

Pues bien: estas distinciones están lejos de estar claras en los textos del Magisterio, y ello ha producido no sólo la devaluación de la autoridad del Magisterio pontificio[10], sino innumerables problemas de conciencia y divisiones dentro de los católicos que se podrían haber evitado.

Es por esto que en su momento puse cuidado en incorporar la categoría de “acompañamiento” magisterial a ciertas cuestiones temporales, para que ciertos tradicionalistas fueran justamente tratados en su libertad de opinión intra-eclesial con respecto a sistemas no democráticos de gobierno y/o no constitucionales o republicanos.

Ojalá alguno de ellos, alguna vez, hubiera hecho o hiciera lo mismo con nosotros[11].

Muchos han diferido con este diagnóstico, no porque no lo compartan, sino porque aún reconociendo el problema lo guardan en el cajoncito de “de esto no se habla”.

Pero hay que hablar, porque en este tema de la libertad religiosa, y en todo el problema del magisterio pre y post-conciliar sobre relaciones entre Iglesia y estado, tenemos un trágico ejemplo –que ya ha implicado un cisma– de lo que ha significado en el Magisterio la mezcla, sin distinguir, de lo esencial con lo prudencial.

El magisterio del s. XIX tenía todo el derecho, en materia no opinable, a rechazar al Iluminismo y a los regímenes napoleónicos y parecidos. De igual modo que el Magisterio del s. XX tenía y tuvo todo el derecho, en materia no opinable, de rechazar a los totalitarismos del s. XX.

Pero ello es máximamente tema no opinable: porque forma parte de la función negativa de la Fe: advertir de lo que va en contra de la Fe.

Las afirmaciones positivas, en cambio –igual que en filosofía– entran en un grado mayor de opinabilidad.

Si el Magisterio del s. XIX rechazó al iluminismo napoleónico, y bien hecho, las opciones “afirmativas” sobre las formas de gobierno y el régimen político eran, en cambio, más opinables.

¿Y no era lo que había establecido claramente León XIII?

Si, al afirmar la libertad de opción del católico sobre las tres formas clásicas de gobierno. Pero los reinos pontificios se hallaban, sin embargo, en un régimen político que fue heredado de Constantino, luego del Sacro Imperio, y luego de las monarquías absolutas europeas. Ese régimen consistía en la unión jurídica entre ciudadanía, como pertenencia al régimen, y religión profesada[12].

Los estados pontificios podían “tolerar” perfectamente, en nombre de la libertad del acto de Fe, que un visitante extranjero profesara privadamente su culto. Pero no podía ser ciudadano si no se bautizaba y obviamente no podía predicar libremente su Fe.

O sea, ser ciudadano y ser bautizado era lo mismo.

La pregunta clave es: ¿es ello un dogma de Fe, o, si no, un principio esencial de la ética social católica, de derecho natural primario, que deba ser afirmado con la certeza que la Veritatis splendor atribuye a los principios morales negativos, que no admiten excepción, en contra de una moral de situación[13]?

Obviamente, no. ¿De dónde podríamos inferir que esa herencia del Imperio Romano es esencial a la Fe Católica?

Pero tampoco es un dogma de fe, ni tampoco un principio esencial de derecho natural secundario, la democracia constitucional, en cuyo contexto, el derecho de libertad religiosa, como el Vaticano II lo define, encaja perfectamente.

En realidad, el principio fundamental, esencial, atemporal, es la libertad del acto de Fe. Esa libertad se convierte en el derecho a la libertad del acto de Fe y, en ese sentido, en un derecho a la libertad religiosa definido de manera atemporal.

Pero apenas entran las circunstancias históricas, la aplicación de ese principio es analógica y entra en el ámbito de lo opinable[14].

En realidad, podríamos decir que la libertad del acto de Fe es la tesis, mientras que sus diversas aplicaciones históricas son en hipótesis y opinables.

En ese sentido, tan opinable era la fórmula de los estados pontificios como los sistemas democrático-constitucionales actuales donde se corta con la igualdad entre bautismo y ciudadanía. Lo que Gregorio XVI y Pío IX hicieron, sin darse cuenta, es imponer el régimen político de los estados pontificios como cuasi-dogma. Lo que deberían haber hecho era dejar a los laicos de los estados pontificios que propusieran las reformas que consideraran necesarias y no condenar sin nombrarlos a los liberales católicos del s. XIX. Eso es pedirles mucho a su circunstancia personal e histórica, pero es una enseñanza para los debates sociales actuales donde laicos y jerarquía se hallan inmersos, y que retrospectivamente, quedarán igual.

Lo que siempre es inmoral es imponer la Fe por la fuerza. La praxis de la Iglesia nunca fue fiel a la libertad del acto de Fe, cuestión por la cual ha habido un pedido de perdón por parte de Juan Pablo II[15].

La Dignitatis humanae, al afirmar el derecho a la libertad religiosa que toda persona tiene por su dignidad –y no por la dignidad de ser bautizado, sino por estar creado a imagen y semejanza de Dios– corta con la necesidad dogmática de formas de régimen político donde bautismo sea igual a ciudadanía, pero al mismo tiempo se podría inferir que tampoco excluye una confesionalidad formal fuerte, dado que habla de “los límites debidos dentro de las circunstancias de lugares y tiempos”. Una mejor aclaración de esta cuestión, y no sólo la voluntarista afirmación de la no contradicción con el magisterio anterior, hubiera ayudado enormemente[16].

Si no fuera por todo esto, la aclaración de Benedicto XVI, sobre lo contingente y lo esencial en temas de Iglesia y estado y en temas de libertad religiosa no tendría sentido. Porque no está en debate ni la libertad del acto de Fe ni la necesaria confesionalidad, ya formal, ya sustancial, del gobierno temporal, sino la relación necesaria entre bautismo y ciudadanía como cuasi-dogma, y el derecho a practicar libremente las exigencias de la conciencia en materia religiosa sin la coacción del gobierno. Ello es “en sí” compatible (aunque muy difícil) con un régimen de cristiandad medieval que tolerara la libertad del acto de fe de los “extranjeros”, cosa que hubiera evolucionado hacia formas de gobierno más adaptables a repúblicas de inspiración cristiana donde los no cristianos hubieran comenzado a ser reconocidos como ciudadanos. Ese hubiera sido tal vez el universo paralelo que pedían Lacordaire y Montalembert y de lo cual parecía estar convencido el primer Pío IX. La libertad religiosa ya había fermentado en la Segunda Escolástica y, con una visión más amplia, hubiera salido del seno mismo de transformaciones intrínsecas de los estados pontificios. Por lo demás, es interesante que la transformación evolutiva del antiguo régimen al mundo moderno coincida con la mayor conciencia del derecho a la libertad religiosa, que no de casualidad los escolásticos españoles comenzaron a reclamar a su propia corona, y es muy interesante que la evolución del mercado coincidiera con esta mayor toma de conciencia de la libertad religiosa[17].

Sobre la base de lo anterior, se podría invitar a los actuales partidarios de Lefebvre a considerar al derecho a la libertad religiosa como el derecho a la libertad del acto de fe, en tesis, y que tanto la necesaria relación entre bautismo y ciudadanía como la necesaria relación entre democracia constitucional y la libertad del acto de Fe son ambas circunstancias históricas opinables que no pueden ser presentadas como cuasi-dogmáticas. Y que corresponde a los laicos, y no a los pontífices, debatir libremente la conveniencia de una u otra cosa según las circunstancias históricas, como así también la extensión y límites de lo “público” en la libertad del acto de Fe. En este universo paralelo, ni la Mirari vos ni la Quanta cura hubieran sido necesarias en sus propuestas positivas ni tampoco una Dignitatis humanae que dejara sin aclarar –más allá de una proposición voluntarista[18]– su no contradicción con el magisterio anterior.

Coherentemente con lo anterior, yo, en mi estado laical, opino que la relación entre Fe y autoridad temporal que ha atravesado durante casi 17 siglos a los católicos ha sido y será siempre una peligrosa tentación. El que mejor lo ha expresado, de modo conmovedor, es el Cardenal Ratzinger: “…“Celso [el gran enemigo de los cristianos en el siglo III] se burlaba de la pretendida salvación de los cristianos preguntándoles qué es lo que había logrado Cristo. El mismo contestaba que no había logrado nada, porque todo en el mundo seguía igual que antes. Si Cristo hubiera pretendido una verdadera liberación, habría tenido que fundar un Estado, habría tenido que realizar políticamente esa libertad. Esta objeción tenía suma incidencia en un tiempo en que el Imperio romano –gobernado por emperadores cada vez más despóticos– iba aumentando continuamente su poder opresivo. Fue Orígenes el que mejor expresó la respuesta de los cristianos a esta objeción. El se preguntaba qué habría sucedido realmente si Cristo hubiera fundado un Estado. Pues bien: este Estado habría tenido que aceptar sus límites, y entonces sus ventajas habrían alcanzado solamente a unos pocos; o habría tenido que intentar extenderse y habría tenido que recurrir a la violencia, y de este modo se habría hecho semejante a los otros Estados. Por otra parte, sus límites podían ser amenazados por enemigos envidiosos, y de nuevo habría tenido que recurrir a la violencia. Un Estado sería una solución para pocos, y una solución problemática. No, un Salvador tenía que hacer algo totalmente distinto. Tenía que fundar una sociedad que pudiese perdurar para siempre; tenía que establecer una forma de convivencia, un espacio de verdad y de libertad que no estuviese vinculado a ningún ordenamiento estatal determinado, pero que pudiera realizarse en cualquiera de ellos. En una palabra: tenía que fundar una Iglesia, y eso es precisamente lo que hizo…”[19].

Todo esto es una enseñanza, y una enseñanza grave y dolorosa, sobre el costo de no respetar el ámbito de lo opinable. Esto sigue sucediendo en otros temas. Volveremos más tarde a esta cuestión.

[1] Sobre los derechos sociales, ya hemos dado nuestro parecer en Economía de mercado y Doctrina Social de la Iglesiaop. cit., y en El Humanismo del Futuro (1989), Buenos Aires, Instituto Acton, 2012.

[2] Lumen Gentium, Cap. IV.

[3] Op. cit.

[4]El discurso completo puede verse en: https://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches/2005/december/documents/hf_ben_xvi_spe_20051222_roman-curia.html.

[5] La verdad, no sabemos qué gente. Él, Benedicto XVI, sí se dio cuenta.

[6] Evidentemente Benedicto XVI está al tanto de los debates epistemológicos del s. XX posteriores al neopositivismo.

[7] Qué homenaje para un pontífice cuando un simple comentador, como es nuestro caso, no tiene que hacer magia hermenéutica para explicar “lo que quiso decir….”.

[8] Este es el contexto completo de las tres preguntas: “Se podría decir que ahora, en la hora del Vaticano II, se habían formado tres círculos de preguntas, que esperaban una respuesta. Ante todo, era necesario definir de modo nuevo la relación entre la fe y las ciencias modernas; por lo demás, eso no sólo afectaba a las ciencias naturales, sino también a la ciencia histórica, porque, en cierta escuela, el método histórico-crítico reclamaba para sí la última palabra en la interpretación de la Biblia y, pretendiendo la plena exclusividad para su comprensión de las sagradas Escrituras, se oponía en puntos importantes a la interpretación que la fe de la Iglesia había elaborado. En segundo lugar, había que definir de modo nuevo la relación entre la Iglesia y el Estado moderno, que concedía espacio a ciudadanos de varias religiones e ideologías, comportándose con estas religiones de modo imparcial y asumiendo simplemente la responsabilidad de una convivencia ordenada y tolerante entre los ciudadanos y de su libertad de practicar su religión. En tercer lugar, con eso estaba relacionado de modo más general el problema de la tolerancia religiosa, una cuestión que exigía una nueva definición de la relación entre la fe cristiana y las religiones del mundo. En particular, ante los recientes crímenes del régimen nacionalsocialista y, en general, con una mirada retrospectiva sobre una larga historia difícil, resultaba necesario valorar y definir de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la fe de Israel”.

[9] “La temporalización de la Fe”, en el libro Cristianismo, Sociedad Libre y Opción por los pobres, Santiago de Chile, Centro de Estudios Públicos, 1988; “Reflexiones sobre cuestiones obvias”, en El Derecho, del 29/1/93; “Jacques Maritain: su pensamiento político y su relevancia actual”, op. cit.; “Sobre lo opinable en la Iglesia, una vez más”, en http://gzanotti.blogspot.com.ar/2010/06/sobre-lo-opinable-en-la-iglesia-una-vez.html.

[10] Lo hemos dicho en Zanotti, G. J., La devaluación del magisterio pontificio, en http://institutoacton.org/2016/04/12/la-devaluacion-del-magisterio-pontificio-gabriel-zanotti/.

[11] Conozco sólo uno: Fernando Romero Moreno.

[12] Dice Rhonheimer: “La Declaración Dignitatis humanae del Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa, disuelve el nexo entre derecho a la libertad religiosa –libertad de conciencia, libertad de culto– y verdad. Se trata de una separación a nivel jurídico y político que no implica la no existencia de ninguna verdad religiosa o que todas las religiones sean equivalentes. Se trata de una postura de indiferencia política –del Estado– y no de una indiferencia total, ni de un “indiferentismo” teológico. Con su doctrina sobre el derecho a la libertad religiosa, la Iglesia reconoce, pues, la laicidad del Estado como separación institucional entre religión y política.” Rhonheimer, M., Cristianismo y laicidad. Historia y actualidad de una relación compleja, Madrid, Rialp, 2009, p. 109. Agradecemos a Mario Silar esta referencia.

[13] Es interesante que, actualmente, muchos de los católicos que niegan implícitamente estas enseñanzas de la Veritaris splendor, mostrándose por ende MUY amplios en todos los temas, sin embargo descargan todo el peso de su dogmatismo en temas económico-sociales…

[14] Finalmente, esto es lo que ya decíamos en 1988 en nuestro art. Reflexiones sobre la encíclica “Libertas” de León XIII (op.cit.): “Pero alguien podría objetar: el problema no es la libertad del acto de Fe, sino que el Concilio dice que el derecho a la libertad religiosa implica actuar conforme con la conciencia en privado y en público, y es este ultimo “…y en público” lo negado por la Libertas y todo el Magistrado preconciliar. Pero esto es para nosotros una falsa dialéctica. En la manifestación de una fe religiosa, lo privado y lo público no es fácilmente escindible. La naturaleza humana tiene una dimensión social y publica del fenómeno religioso, inherente al mismo. Esa manifestación pública no puede ser violada so pena de coaccionar también sus manifestaciones privadas y atentar de ese modo, directa o indirectamente, contra la libertad del acto de fe. Ahora bien: reconocida una dimensión pública inherente a la libertad del acto de fe, la clave de la cuestión es que no se puede determinar de una vez y para siempre el grado, en la ley humana positiva, de esa dimensión pública. Par eso el Vaticano II dice “…dentro de los limites debidos”. Pero esos límites son cambiantes según diversas circunstancias, donde entra la prudencia política, y la tolerancia de la qua hablaba León XIII –que también se aplica a la libertad del acto de fe– en la ley humana positiva, que por definición no prohíbe todo lo prohibido por la ley natural (12). Este es un terreno donde entran las diversas circunstancias históricas y lo que nosotros llamamos “los cuatro ámbitos de lo opinable” (13), donde el Magisterio no puede definir de una vez y para siempre. Dice Santo Tomás: “… no todos los principios comunes de la ley natural pueden aplicarse de igual manera a todos los hombres, por la gran variedad de circunstancias. Y de ahí provienen las diversas leyes positivas según los distintos pueblos” (14). Luego, es evidente que si el grado de “manifestación pública” otorgado por León XIII a la libertad del acto de fe es distinto –o sea, más restrictivo– que el grado que se observa en el documento del Vaticano II, esa diferencia de grado se explica por las diversas circunstancias que influyen en ambos documentos, y la evolución del derecho natural a la luz de dichas circunstancias. Pero esos son elementos contingentes, que no afectan al depositum fidei ni a los principios morales fundamentales”.

[15]http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/cti_documents/rc_con_cfaith_doc_20000307_memory-reconc-itc_sp.html.

[16] A su vez, se podría decir que hubiera implicado todo otro universo paralelo que Pío XII, al terminar su documento sobre Comunidad internacional y tolerancia, de 1954 –al cual, como se ha visto, le hemos dedicado mucha atención– hubiera concluido diciendo “… Por lo tanto, el derecho a la libertad religiosa, tanto como está reconocido en las constituciones europeas de la post-guerra, y en la Primera Enmienda de la Constitución de los EE.UU., en las presentes circunstancias históricas, no es contradictorio con la Fe”. Habría que ver si en ese caso la Dignitatis humanae hubiera tenido la necesidad de ser redactada…

[17] Un tema que se le ha escapado por completo a K. Polanyi en su clásico libro El sustento del hombre, Madrid, Autor-Editor, 2009.

[18] “Ahora bien, puesto que la libertad religiosa que exigen los hombres para el cumplimiento de su obligación de rendir culto a Dios, se refiere a la inmunidad de coacción en la sociedad civil, deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo”. Esto elude el problema, porque el deber del que hablaban Gregorio XVI y Pío IX no era solamente moral, sino civil.

[19] Ratzinger, J., Iglesia, ecumenismo y política, citado por Jorge Velarde Rosso en Límites de la democracia pluralista. Aproximación al pensamiento de Joseph Ratzinger/Benedicto XVI, Buenos Aires, Instituto Acton, 2013, p. 161Las itálicas son nuestras.

 

Gabriel J. Zanotti es Profesor y Licenciado en Filosofía por la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (UNSTA), Doctor en Filosofía, Universidad Católica Argentina (UCA). Es Profesor titular, de Epistemología de la Comunicación Social en la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor de la Escuela de Post-grado de la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor co-titular del seminario de epistemología en el doctorado en Administración del CEMA. Director Académico del Instituto Acton Argentina. Profesor visitante de la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala. Fue profesor Titular de Metodología de las Ciencias Sociales en el Master en Economía y Ciencias Políticas de ESEADE, y miembro de su departamento de investigación.

LA FE NO ES IRRACIONAL: LA DIFERENCIA ENTRE MISTERIO Y ABSURDO

Por Gabriel J. Zanotti. Publicado el 29/9/19 en: http://gzanotti.blogspot.com/2019/09/la-fe-no-es-irracional-la-diferencia.html

 

Ultimamente he tenido que explicar mucho lo que es moneda corriente para cualquiera que estudie el pensamiento medieval, a saber, que la Fe (religiosa) no es irracional. Obviamente nos estamos refiriendo a la escolástica católica que concluye en Santo Tomás de Aquino en diálogo con la filosofía griega.

Los padres apologistas griegos y latinos toman su nombre precisamente de que hacían apología de la Fe: la “defendían” de la acusación de absurdo, esto es, de contradicción en términos. Esa es una de las principales “razones para la Fe”: que la fe no atenta contra el ppio de no contradicción. Ello no concluye necesariamente en la Fe (si no, no sería Fe) pero es uno de los motivos para aceptar la Fe que proviene de Dios SIN que esa aceptación sea irracional.

Por ejemplo, para explicar los misterios de la Encarnación y la Trinidad, Santo Tomás hace una magnífica síntesis de las nociones de naturaleza, persona e individuo, que ya habían explicado otros teólogos y que estaban ya esbozadas en la filosofía griega. Por eso Benedicto XVI tuvo que explicar de vuelta, en Septimebre de 2006, que ello no implicó una helenización del Cristianismo, sino una cristianización del Helenismo.

Ahora bien, alguien puede decir: si algo no es contradictorio, ¿dónde queda el misterio?

No creo que valga la pena dar una definición in abstracto de misterio que lo distinga de otras cosas humanas no absurdas. La tentación de caer en un racionalismo y semipelagianismo escolástico se ha dado muchas veces, pero no creo que la podamos vencer dando más definiciones. Lo que hay que hacer es convivir con los misterios de manera concreta.

Por ejemplo, J. Pieper tiene un libro titulado “El concepto de pecado”. Comienza en al primer capítulo explicando muchas cosas. Pero el capítulo termina con preguntas que va a comenzar a explicar en el cap. 2, y así sucesivamente. La impresión es que finalmente en el cap. 8, el último, quedará “todo resuelto”, y listo. Pero no. El cap. 8 también termina con preguntas abiertas inconestables en sí mismas para la razón humana. Si, se ha hecho apologética, se ha demostrado que no hay un absurdo, “pero”…

Desde luego, todas las ciencias y filosofías humanas también quedan abiertas, con preguntas no resueltas. Por eso digo que hay que acostumbrarse a la dimensión del misterio in concreto. La inteligencia humana no puede comprender lo infinito pero es como una piel que siente el calor del sol. El misterio se percibe cuando ya, si nos acercamos más, nos quemamos. En ese detenerse un poquito antes está la dimensión del misterio.

Pero para eso hay que acercarse. Algunos rechazan totalmente siquiera comenzar el camino. Pero luego hablan….

 

Gabriel J. Zanotti es Profesor y Licenciado en Filosofía por la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (UNSTA), Doctor en Filosofía, Universidad Católica Argentina (UCA). Es Profesor titular, de Epistemología de la Comunicación Social en la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor de la Escuela de Post-grado de la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor co-titular del seminario de epistemología en el doctorado en Administración del CEMA. Director Académico del Instituto Acton Argentina. Profesor visitante de la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala. Fue profesor Titular de Metodología de las Ciencias Sociales en el Master en Economía y Ciencias Políticas de ESEADE, y miembro de su departamento de investigación. Síguelo en @gabrielmises 

UNA PEQUEÑA AYUDITA AL REALISMO DE AYN RAND.

Por Gabriel J. Zanotti. Publicado el 16/12/18 en: http://gzanotti.blogspot.com/2018/12/una-pequena-ayudita-al-realismo-de-ayn.html

 

Los randianos dicen que uno de los principios evidentes del realismo de Ayn Rand es “la existencia existe”, y obviamente se entiende lo que quieren decir. Se están refiriendo a que es indudable para el intelecto humano la existencia de las cosas. Totalmente de acuerdo.

Pero desde un punto de vista sintáctico y gramatical, “la existencia existe”, así expresado, tiene sus problemas.

Y para eso les propongo la ayuda de otro realista y conocedor de Aristóteles: Santo Tomás de Aquino.

Santo Tomás, en su comentario a “De Ebdomaribus” de Boecio (http://www.corpusthomisticum.org/cbh.html#84829) afirma que debe distinguirse entre la acción en infinitivo y la acción en primera persona del verbo, en presente, por parte del sujeto (la cosa o persona) que está actuando. Su ejemplo es el correr. Hay que distinguir entre corree y corre. Propiamente, un sujeto es el que corre (por ejemplo, Juan corre), y corre porque está tomando parte, participando, de la acción señalada por el infinito (el correr). De ese modo, Juan corre porque participa del correr. Pero no podemos decir entonces, propiamente, que el correr corre: el correr no corre, el que corre es Juan.

Esto es importantísimo porque cuando Santo Tomás pasa de la predicación predicamental a la predicación trascendental, lleva eso al tema del verbo “ser”. “Existir”, en el caso de las cosas de este mundo, es más bien, para Santo Tomás, “participar en el acto de ser”. ¿Por qué? Porque siguiendo una sintaxis correcta, hay que decir que una cosa es, en el sentido de que existe, porque participa en el acto de ser. Propiamente, el ser no es, sino que es el infinitivo del cual  la cosa participa: Juan es (existe) porque participa del acto de ser. Por lo tanto, no es el existir el que existe, sino la cosa, Juan o lo que fuere, que existe. A su vez, no sería apropiado referirse a ese existir como “existencia” porque entonces el acto de ser, que es una acción, y por ende concreta, se transforma en una naturaleza abstracta. Como si dijéramos “la mesa”, “la silla”, o “el caballo” como la meseidad, la silleidad, la caballeidad, y luego dijéramos que la caballeidad es caballo. Eso sería más bien del primer Platón que de Aristóteles. Esto es, no podemos hablar de una existencia in abstracto, sino de una cosa que existe, y por ende, más que decir “la existencia existe” debemos decir “tal o cual cosa existe”: no como refiriéndonos a una naturaleza in abstracto, como en el mundo de las ideas de Platón, sino a lo concreto, a cada cosa, a cada cosa que existe.

Santo Tomás lo expresa así: “…afirma pues en primer lugar que es diverso el ser y aquello que es. Esta diversidad no hay que referirla aún a las cosas, de las que no se trata todavía, sino a las misas razones o nociones. Pues distinto es el significado cuando hablamos de ser y cuando hablamos de aquello que es, como distinto el significado cuando hablamos de correr y cuando decimos el que corre. Pues correr y ser tienen un sentido abstracto, como la blancura; mientras que lo que es, es decir el ente, y el que corre, tienen un sentido concreto, como lo blanco. Manifiesta la mencionada diversidad de tres maneras, considerando la primera en que el ser mismo no entra en la proposición como sujeto de ser. Como correr tampoco denota el sujeto de la carrera; de suerte que así como no cabe decir que el mismo correr corre, tampoco podemos afirmar que el mismo ser es; pero como lo que es denota el sujeto de ser, así también el que corre denota el sujeto del correr; por eso podemos decir que el que corre que corre en cuanto está sometido a la carrera y participa de la misma; como también podemos decir que el ente, o lo que es, es, en cuanto participa del acto de ser”[1].

Por ende, no es la existencia la que existe, sino cada cosa.

 

[1] “Dicit ergo primo, quod diversum est esse, et id quod est. Quae quidem diversitas non est hic referenda ad res, de quibus adhuc non loquitur, sed ad ipsas rationes seu intentiones. Aliud autem significamus per hoc quod dicimus esse, et aliud: per hoc quod dicimus id quod est; sicut et aliud significamus cum dicimus currere, et aliud per hoc quod dicitur currens. Nam currere et esse significantur in abstracto, sicut et albedo; sed quod est, idest ens et currens, significantur sicut in concreto, velut album. Deinde cum dicit, ipsum enim esse, manifestat praedictam diversitatem tribus modis: quorum primus est, quia ipsum esse non significatur sicut ipsum subiectum essendi, sicut nec currere significatur sicut subiectum cursus: unde, sicut non possumus dicere quod ipsum currere currat, ita non possumus dicere quod ipsum esse sit: sed sicut id ipsum quod est, significatur sicut subiectum essendi, sic id quod currit significatur sicut subiectum currendi: et ideo sicut possumus dicere de eo quod currit, sive de currente, quod currat, inquantum subiicitur cursui et participat ipsum; ita possumus dicere quod ens, sive id quod est, sit, inquantum participat actum essendi” (http://www.corpusthomisticum.org/cbh.html#84829).  La traducción es de Luis S. Ferro, en su libro La sabiduría filosófica siguiendo las huellas de santo Tomás, Unsta, Tucumán, 2004, pp. 208-209.

 

Gabriel J. Zanotti es Profesor y Licenciado en Filosofía por la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (UNSTA), Doctor en Filosofía, Universidad Católica Argentina (UCA). Es Profesor titular, de Epistemología de la Comunicación Social en la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor de la Escuela de Post-grado de la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor co-titular del seminario de epistemología en el doctorado en Administración del CEMA. Director Académico del Instituto Acton Argentina. Profesor visitante de la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala. Fue profesor Titular de Metodología de las Ciencias Sociales en el Master en Economía y Ciencias Políticas de ESEADE, y miembro de su departamento de investigación.

MI VISIÓN DEL TOMISMO, HOY.

Por Gabriel J. Zanotti. Publicado el 23/9/18 en: http://gzanotti.blogspot.com/2018/09/mi-vision-del-tomismo-hoy.html

 

 (Cap. 5 de mi libro Judeocristianismo, Civilización Occidental y Libertad, Instituto Acton, Buenos Aires, 2018).

  1. Un problemático intento de recuperación

No hemos llegado aún al problema esencialmente político del magisterio del s. XIX, especialmente Gregorio XVI y Pío IX, cerrados, “casi” sin salida –gracias a Dios, siempre hay un casi– a todo diálogo con el mundo moderno, que no pudieron distinguir del Iluminismo. Pero ello coincidió no de casualidadcon el tomismo de fines del s. XIX y principios del s. XX –podríamos decir, sus primeros 50 años–. No nos estamos refiriendo a la encíclica Aeterni patris de León XIII, pero sí a cierto “espíritu” que rodea a este noble y casi logrado intento de recuperación de Santo Tomás de Aquino y con ello su visión de la ley natural.

No nombraremos a nadie para no ser injustos con santos varones que merecerán siempre más gratitud que otra cosa. Sin embargo, ahora, a principios del s. XXI, estamos en condiciones de tener una visión retrospectiva sobre lo ocurrido, con cierta distancia crítica, para tratar de mejorar.

Cuando decimos “cierto espíritu” no nos referimos a la letra, tan bien cuidada, de los tecnicismos de Santo Tomás de Aquino y la impresionante ayuda que ello significó para la correcta educación filosófica y teológica de todos los fieles en el s. XX. Nos referimos en cambio a lo siguiente:

  1. a)El tomismo aparece como un caballero medieval con lanza y escudo “contra” la modernidad en general. Sus manuales no son sólo para explicar a Santo Tomás, sino como un recetario “de los errores de los malos” y la forma de contestarles. Especialmente, hay un desprecio y una incomprensión manifiesta para con Duns Escoto, Descartes y Kant. Cuando decimos incomprensión, decimos que sus circunstancias históricas no están bien analizadas y son vistos sólo desde sus defectos y no desde sus salidas: Husserl, en el caso de Descartes, y Kant no es comprendido como un coherente resultado del diálogo Descartes-Hume y, por ende,como enseñanza de lo que hay que cambiar(la relación sujeto-objeto, la diferencia mal planteada entre esencia y existencia, etc.). Husserl tampoco fue comprendido, excepto por Karol Wojtyla y, especialmente, por Edith Stein, quien tiene una visión de San Agustín, Descartes y Husserl en la misma línea (una herejía para muchos tomistas) y una mejor comprensión de la individualidad citando al mismo Escoto (otra herejía para muchos tomistas). A Descartes se le critica casi desesperadamente su realismo “mediato”, en contraposición con el “inmediato” sin comprender que hablar de la “evidencia del mundo externo” es colocarse en el mismo planteo sujeto-objeto que vició el problema del conocimiento. Se lo critica como si fuera un infradotado que no se dio cuenta de que lo real no puede basarse en lo ideal, ignorando que el “yo pienso” cartesiano es de una res (cogitans) que es real, no ideal, o sea, la inteligencia misma. Finalmente, se lo coloca como el origen de Hegel, cuando definitivamente no es así: Hegel es la coherente conclusión de Parménides-Plotino-Spinoza, y no de una metafísica cristiana como la de Descartes. Pero, volvemos a decir, sin Descartes no puede comprenderse a Husserl, y sin Husserl no hay posible unión de Santo Tomás con el giro fenomenológico y hermenéutico de la filosofía contemporánea.
  2. b)Simultáneamente con esto, la presentación que hacen los manuales tomistas de los autores que NO son tomistas es tan estereotipada, tan “hombre de paja”, que son presentados sencillamente como los que “no entienden”. No son presentados hermenéuticamente, en su circunstancia histórica, como hace Ortega en “En torno a Galileo”: son presentados como autores verdaderamente imbéciles. Ello, sumado a una Iglesia enfrentada al mundo moderno en lo político, y que además prohibía leer a dichos autores en sus fuentes, formó generaciones de católicos que pensaban que debían y podían “enfrentarse” a la filosofía moderna y contemporánea sólo muñidos de lo que los manuales les habían enseñado sobre esos “tontos”. Por supuesto, para cualquier estudioso inteligente ese tomismo quedaba sólo como un recuerdo de formación juvenil, pero lo peor era confundirlo con Santo Tomás.
  3. c)Pero lo más grave fue sacar a Santo Tomás de Aquino de su contexto teológico. Esto fue comprensible luego de la lucha de Pío X contra el “modernismo”. Claro, no era cuestión de convertirlo en un autor fideísta.

Pero tampoco era cuestión de convertirlo en manuales racionalistas que partían de la filosofía de la naturaleza, seguían por antropología filosófica y terminaban en una ontología y “teodicea” como preparatorias para una teología. Ontología y teodicea que estaban basadas fundamentalmente en los comentarios de Santo Tomás a Aristóteles. Con lo cual se daba la impresión de que podía haber una sola filosofía que llegara perfectamente a Dios creador, al alma inmortal, al libre albedrío, a la ley natural, sin ningún tipo de contexto teológico.

Lo que se pretendía, en realidad, era, dada la época, poder tener una especie de “filosofía de combate contra el mundo no creyente” al cual se le pudiera decir “yo no parto de ningún dato de Fe”, para poder “enfrentarlo” (no creo que “dialogar”) sin que el otro pudiera alegar una fe que no compartía. Ok, comprensible, pero en 2017 podemos decir que dicha estrategia salió muy mal.

Primero, porque es imposible, y este es el punto fundamental. Olvida el círculo hermenéutico “creo para entender y entiendo para creer” de San Agustín. Presupone que la sola razón puede llegar a la noción de Dios creador, lo cual implica ignorar que es el horizonte judeocristiano el que elevó a la razón humana a su máxima potencialidad, dialogar con la filosofía griega y así poder elaborar una síntesis donde razón y fe fueran las dos piernas de una misma caminata. Gilson se acercó a ello cuando defendió la filosofía cristiana, aunque en realidad más que una filosofía cristiana hay cristianos filósofos, esto es, en diálogo con toda razón que tenga algo de verdad. Mucho más se acercó Gilson en su ya citado libro “Los filósofos y la Teología”, pero fue el único caso.

Segundo, porque se rebajó a Santo Tomás a un mero comentarista de Aristóteles[1]. Nadie niega el impresionante valor del aristotelismo cristiano medieval, de San Alberto Magno y de Santo Tomás de Aquino, pero nadie puede afirmar que las obras principales de Santo Tomás sean sus comentarios a Aristóteles, por más monumentales e importantes que sean. Fueron la obra de un teólogo que usaba a Aristóteles para sus fines, un Aristóteles que ya había sido traducido del Griego (Santo Tomás no leía Griego) al Latín medieval por la pluma cristiana de Guillermo de Moerbeke. Santo Tomás usó la razón de Aristóteles para una teología cristiana que Aristóteles no concibió en absoluto: creación, providencia, conservación, concurso; que fueron los temas principales de Santo Tomás, a los que casi nunca se llegaban porque eran puestos en el último lugar de los referidos manuales. ¿Por qué los comentarios a Aristóteles y no las dos Sumas y las Cuestiones Disputadas eran las obras más importantes de Santo Tomás? ¿Por qué no se podía estudiar a Santo Tomás directamente de la Suma Teológica, donde en su primera cuestión la división entre filosofía y Teología NO estaba? ¿Y por qué para colmo había que leer a los comentarios a Aristóteles de manuales secundarios? ¿De dónde sacó el tomismo de fines del siglo XIX y principios del XX la divina autoridad para ello? ¿Dónde está el reportaje a Santo Tomás que lo acreditara?

¿Por qué se llama a Santo Tomás “filósofo” cuando en realidad era un Teólogo? ¿Por qué se negaron las fuentes esencialmente agustinistas del pensamiento de Santo Tomás, incluso en su teoría del conocimiento? En sus dos sumas, la estructura (Dios, lo que es creado por Dios, el regreso a Dios) es un esquema esencialmente neo-platónico agustinista. Las nociones de participación y de emanación juegan un papel central en su teología. Por supuesto, Santo Tomás agrega la analogía de Aristóteles para sacar toda sombra de panteísmo, pero ello no diluye una metafísica donde la participación juega un papel central. Cornelio Fabro intentó corregir ello a partir de 1960[2] pero lejos estuvo ello de cambiar ya la interpretación canónica de Santo Tomás como un aristotélico.

Tercero: nadie se lo creyó. Ningún católico tomista realmente cree que su fe no tiene nada que ver con su tomismo y menos aún ningún no creyente “cree” que el católico tomista NO tenga que ver con su fe. No fue honesto y toda la metafísica y ética de Santo Tomás siguió encapsulada como una cosa “de los católicos”. No sólo no era hermenéuticamente posible sino que no dio ningún resultado cultural.

Por supuesto, muchas más cosas se podrían seguir diciendo, pero a fines de este libro la pregunta que ahora se abre es: ¿entonces? ¿Qué había que hacer? ¿Qué hay que hacer?

  1. La vuelta a la unidad entre razón y Fe

Dijo Ratzinger en 1996: “Cuando una razón estrictamente autónoma, que nada quiere saber de la fe, intenta salir del pantano de la incerteza «tirándose de los cabellos» – por expresarlo de algún modo–, difícilmente ese intento tendrá éxito. Porque la razón humana no es en absoluto autónoma. Se encuentra siempre en un contexto histórico. El contexto histórico desfigura su visión (como vemos); por eso necesita también una ayuda histórica que le ayude a traspasar sus barreras históricas. Soy de la opinión de que ha naufragado ese racionalismo neo-escolástico que, con una razón totalmente independiente de la fe, intentaba reconstruir con una pura certeza racional los «praeambula fidei»; no pueden acabar de otro modo las tentativas que pretenden lo mismo. Sí: tenía razón Karl Barth al rechazar la filosofía como fundamentación de la fe independiente de la fe; de ser así, nuestra fe se fundaría, al fin y al cabo, sobre las cambiantes teorías filosóficas. Pero Barth se equivocaba cuando, por este motivo, proponía la fe como una pura paradoja que sólo puede existir contra la razón y como totalmente independiente de ella. No es la menor función de la fe ofrecer la curación a la razón como razón; no la violenta, no le es exterior, sino que la hace volver en sí. El instrumento histórico de la fe puede liberar de nuevo a la razón como tal, para que ella –introducida por éste en el camino– pueda de nuevo ver por sí misma. Debemos esforzarnos hacia un nuevo diálogo de este tipo entre fe y filosofía, porque ambas se necesitan recíprocamente. La razón no se salvará sin la fe, pero la fe sin la razón no será humana.[3]

O sea, Ratzinger advierte que el cristianismo es fe en diálogo con la razón, pero no una sola razón que prepara para la Fe. Así lo hemos visto a lo largo de todo este libro, pero el punto es: ¿cómo llevar ello a las circunstancias actuales? ¿Cómo afirmar nuevamente a un cristianismo filosófico en medio de un mundo que ya post-moderno, ya neopositivista, rechaza todo diálogo con la Fe? ¿Y qué tiene que ver todo ello con la recuperación de la metafísica racional y una idea dialogable de ley natural?

Para ello, veamos los siguientes puntos.

2.1.    La razón pública “cristiana” de Benedicto XVI

Gracias a Dios, Ratzinger no se olvidó de todo esto como Pontífice. En su nunca pronunciado, pero sí escrito, discurso a la Universidad La Sapienza (cuyos incalificables profesores le prohibieron pronunciarlo), del 2008[4], Benedicto XVI desarrolló una noción totalmente compatible con la línea desarrollada en este libro: la de razón pública cristiana, sobre el encuentro de horizontes entre el Cristiano y el no creyente, y en el no abandono por parte del primero de su propio horizonte. Citando a Rawls, le reconoce la importancia de su noción derazón pública, esto es, una racionalidad que todos los ciudadanos puedan compartir en una sociedad liberal. No lo niega, no lo critica, no lo rechaza. Pero agrega: el cristiano puede entrar con todo derecho, como ciudadano, en esa razón pública, sin por qué abandonar su cristianismo, como sí habría afirmado Rawls aunque con matices[5]. ¿Por qué? Porque el cristianismo implica en sí mismo cierta sensibilidad por ciertos temas que un no cristiano puede compartir.

Así lo dice Benedicto XVI: “…la historia de los santos, la historia del humanismo desarrollado sobre la base de la fe cristiana, demuestra la verdad de esta fe en su núcleo esencial, convirtiéndola así también en una instancia para la razón pública. Ciertamente, mucho de lo que dicen la teología y la fe sólo se puede hacer propio dentro de la fe y, por tanto, no puede presentarse como exigencia para aquellos a quienes esta fe sigue siendo inaccesible. Al mismo tiempo, sin embargo, es verdad que el mensaje de la fe cristiana nunca es solamente una «comprehensive religious doctrine» en el sentido de Rawls, sino una fuerza purificadora para la razón misma, que la ayuda a ser más ella misma. El mensaje cristiano, en virtud de su origen, debería ser siempre un estímulo hacia la verdad y, así, una fuerza contra la presión del poder y de los intereses”.

Observemos con qué claridad dice Benedicto XVI lo tantas veces afirmado en este libro: la Fe es una fuerza purificadora de la razón misma. Por ende desde la Fe podemos “tener razones” que pueden ser compartidas –con buena voluntad, con diálogo- con no creyentes, porque el pecado original ha herido pero no destruido la naturaleza humana. Entre esas razones, la noción de persona, de dignidad humana, de derechos personales, juegan un papel central. O sea: el ciudadano cristiano, en el debate público con otros ciudadanos, no tiene por qué ocultar su condición de cristiano para poder hablar. Sí, es una gran tentación hacer eso en los tiempos actuales, pero ya hemos visto que esa estrategia no es sincera, ni posible, ni da resultado. Por más rechazos que haya, el ciudadano cristiano puede decir sencillamente “sí, soy cristiano, pero no por ello NO puedo ofrecerte razones que tú NO puedas compartir”. Y, como hemos visto, esas razones han sido precisamente las que han conformado la cultura occidental. Si los tiempos actuales demandan otros debates, hay dos opciones que no corresponden: una, intentar volver a una unidad civil-religiosa que niegue el derecho a la libertad religiosa, dos, intentar abandonar el horizonte cristiano y esconderse en una supuesta “luz natural de la razón”, SIN dicho horizonte. Lo que corresponde es dialogar con el otro desde el propio horizonte. Esa ha sido la misión del cristiano en toda la historia, aunque recién ahora, después de tantos siglos, hemos abandonado totalmente toda pretensión de clericalismo.

Volveremos a todo esto más adelante. Por ahora sigamos con el tema de la ley natural.

2.2.    Un Santo Tomás re-ubicado en su contexto, en diálogo con el mundo actual

Por ende, podemos perfectamente hablar de Santo Tomás sin falsearlo, colocándolo sin problemas como teólogo, en su contexto histórico. Lo que tenemos que agregar, sencillamente, es el diálogo desde ese horizonte con el horizonte actual. ¿Se puede hacer ello? Perfectamente. ¿Por qué? Porque el núcleo central de la metafísica de Santo Tomás de Aquino contiene aportes perennes que en cuanto tales pueden ponerse en diálogo con la cosmología, ética, política, filosofía del lenguaje, hermenéutica, etc., actuales. Aunque en esos ámbitos Santo Tomás no haya salido del horizonte de su época, sin embargo, sus núcleos centrales más esenciales contienen aportes perennes, “dialogables” con el mundo contemporáneo.

Por ejemplo:

  1. a)Su filosofía de la física tiene trabajadas las nociones de azar y contingencia de un modo tal que la vuelve compatible con el indeterminismo actual.
  2. b)Su filosofía de la Física tiene una noción NO temporal de la causalidad divina que la vuelta en sí misma compatible con las teorías del big bang y la evolución.
  3. c)Su metafísica contiene una noción de analogía tal que la vuelve compatible con la noción hermenéutica actual de comunicación de horizontes.
  4. d)Su noción de persona es la clave para la dignidad humana, los derechos individuales y las bases de mundo de la vida de Husserl.
  5. e)Su noción de acción humana intencional es clave para una epistemología actual de la economía.
  6. f)Su noción de unidad sustancial del ser humano es la clave para los debates actuales de mente cerebro, inteligencia artificial, espiritualidad, etc.
  7. g)Su filosofía de las ciencias contiene las bases del método hipotético deductivo actual y la noción de “pregunta que se queda en la misma pregunta”, que es la base para la noción de conjetura.
  8. h)Su noción de persona es la clave para la filosofía del diálogo actual.
  9. i)Su noción del concepto como diferente a la acción subjetiva de concebir es clave para la fenomenología de Husserl.
  10. j)La fundamentación del mundo de la vida de Husserl en la noción de persona de Santo Tomás es clave para fundamentar los “aires de familia” de la filosofía del lenguaje de Wittgnestein.
  11. k)Su noción de Lógica como “secunda intentio” es clave para la fundamentación ontológica de la Lógica-matemática actual.

Y fueron sólo ejemplos…. Por lo tanto, sin convertir a Santo Tomás en algo que no fue (un solamente filósofo), se lo puede poner perfectamente en diálogo con el mundo actual. La clave como siempre es una sencilla intersección de horizontes:

2.3.    La recuperación de la metafísica y la idea de ley natural

2.3.1.   La famosa esencia y la esencia humana: la fenomenología y la estructura dialógica del ser humano

Ante todo, recordemos cómo habíamos planteado el problema: “…Descartes, luego de su duda metódica sobre la existencia del “mundo externo”, quiere probar su existencia, para los escépticos. Para ello, una vez que demuestra la existencia de Dios, afirma que ese Dios, infinitamente bondadoso, no puede permitir que nos engañemos respecto a la existencia de las ideas “claras y distintas”. Pero estas últimas son las geométricas. Luego en el mundo externo, las esencias de las “cosas en sí mismas” son matemáticas y por ello pueden ser enteramente conocidas por la nueva Física-matemática.

Pero luego Hume tira abajo la demostración cartesiana de la existencia de Dios y, por ende, el mundo externo queda sin demostración.

Kant le reconoce a Hume haberlo despertado del “sueño dogmático” en el cual estaría encerrada la escolástica racionalista Descartes-Leibniz-Wolff, pero no se conforma con el escepticismo teórico (no práctico) de Hume. Admite que existe un mundo externo pero no podemos conocer sus esencias como Descartes lo pretendía. La Física-matemática es el fruto de categorías a priori del entendimiento aplicadas a la intuición de lo sensible. Por ello la “cosa en sí” no se conoce, y desde entonces el mundo de las “esencias” es incognoscible. Todos los anti-kantianos en este punto (Brentano, Hussserl, neotomistas)tendrían que reconocer que el planteo de Kant es una perfecta conclusión a partir del problema cartesiano sujeto-objeto. Es ESE planteo el que hay que cambiar si quisiéramos resolver el problema”.

Si somos coherentes con eso, es la misma noción de esencia la que quedó desdibujada en el debate Descartes-Hume-Kant. El problema de Descartes no fue su planteo agustinista en el tema de las esencias, sino la posterior identificación del “mundo externo en sí mismo” con la Física-matemática recién naciente. A su vez, tenía que pasar mucho tiempo para que se re-elaborara la noción de “mundo”, pero eso ya ha sucedido a partir de Husserl, precisamente un neo-cartesiano.

Por un lado hay que re-planear el tema de las cosas físicas. Como ya hemos dicho en otras oportunidades[6], lo que se conoce es “algo” de la esencia, desde el mundo de vida (humano). Lo que se supera con ello es la dialéctica entre la “cosa en mí” (como si no pudiera conocer más que mis ideas-copia de las cosas) y la “cosa en sí” (como si se pudiera conocer una cosa sin horizontes humanos).

Volviendo a nuestro ejemplo del agua lo que se conoce es “algo” del agua, lo humanamente cognoscible, pero que noniega que lo humanamente cognoscible del agua provenga de aquello que es “en sí”. La esencia humanamente cognoscible del agua es, por ende, aquello que sirve para beber, lavarnos, aquello que sin lo cual hay sequía, con lo cual hay vida, o si hay mucho hay inundaciones, etc., siempre dentro de sus peculiaridades históricas. Pero ello no es una “cosa en mí” que niega la cosa en sí, sino que afirma que el “algo” humanamente cognoscible del agua deriva de lo que el agua en sí misma es, aunque lo que el agua sea sin horizontes humanos sea sólo conocido por Dios (lo que la ciencia diga del agua es otro horizonte humano). Por ello decía Santo Tomás que la esencia de las cosas naturales es la “quidditas rei materialis” (el qué de la cosa material) en estado de unión con el cuerpo, esto es, cuerpo humano, leib, como diría Husserl, o sea, cuerpo viviente ya en la intersubjetividad (mundo).

Pero para el tema de la ley natural en sentido moral, lo más importante es el conocimiento del otro en tanto otro, que también surge del mundo de la vida. Habitar en un mundo de la vida es habitar en la intersubjetividad: es también haber superado la dicotomía sujeto-objeto; el otro no es un objeto del cual pueda dudar, sino el constituyente esencial de mi mundo humano del cual no puedo dudar. Y ello porque lo conocemos “en tanto otro”: “en tanto otro” agrega una dimensión moral, elotro como un tú, como lo que supera lo que es un mero instrumento a nuestro servicio. El eje central de la ley natural surge en nuestra conciencia intelectual y moral precisamente cuando vemos al otro en tanto otro en cualquier acto de virtud. Luego la filosofía podrá sobre ello hacer la teoría correspondiente, pero la vivencia de la ley natural es indubitable en cualquier acto de virtud donde el otro sea respetado en tanto otro. Que “la naturaleza humana no se pueda conocer” es un remanente mal planteado del mal planteado problema entre sujeto y objeto. Claro que se conoce la naturaleza humana, apenas conocemos en el otro un rostro que merece respeto por el sólo hecho de ser otro y por ende no reducible a un mero instrumento “para mí”.

Por lo demás, tenemos aquí un buen ejemplo de lo que decíamos antes, sobre cómo un creyente habla con un no creyente. La ley natural se entiende desde el contexto judeocristiano donde “el otro” es el herido en la parábola del buen samaritano. Y todo no creyente que haya sido o sea el buen samaritano, sabrá por ende qué es la ley natural.

2.3.2.   La “existencia” de Dios

Vayamos ahora al famoso tema de la “existencia” de Dios.Igual que en el caso anterior, recordemos el planteo del problema: “… Como hemos recordado, el argumento ontológico, re-elaborado, es esencial en Descartes (y también en Leibniz) para demostrar la “existencia” de Dios”.

No es este el momento para analizar la validez del argumento ontológico en San Anselmo. Creemos que se lo puede ubicar perfectamente en una línea agustinista, en la vía de la participación. Por lo demás, como está escrito por San Anselmo en el s. XI, está en la línea de una inobjetable teología apologética, dentro del juego de lenguaje de su época.

Como Descartes lo interpreta, se trata de la “idea de Dios en mí”, que como idea es finita, que conduce –vía contingencia– a la idea de que sólo Dios infinito pudo haber puesto en mí la idea de un Dios infinito, o sea, un Dios cuya esencia implique necesariamente la existencia. Luego Dios existe.

Como Kant lo lee, ello implica que a la idea de Dios se le agrega la existencia, cosa que para Kant es imposible porque la existencia de algo sólo puede ser añadida por la experiencia sensible, cosa que en el caso de Dios es imposible.

Y, si se pretende demostrar que Dios existe a partir de la contingencia del mundo, esa demostración tiene implícito el argumento ontológico y por ende hay allí una petición de principio. Así plantadas las cosas, Kant tiene razón.

Lo esencial aquí es cuando decimos “como Kant lo lee”. Kant lo lee con la noción lógica de existencia como ausencia de clase vacía. Seguro lo hizo así por una degeneración de siglos de la distinción esencia y existencia, donde la esencia es como un ente imaginario o como una clase vacía que necesita al menos un caso para pasar a la existencia. Como cuando decimos “existe al menos un x tal que x es perro”. Y, efectivamente, para ello necesitamos una “experiencia de al menos un perro”, incluso aunque sea la experiencia intelectual-sensible del tomismo. O sea, no se puede partir a priori de ninguna existencia en ese sentido, excepto la nuestra, que a su vez es un “a posteriori” de haber puesto en acto segundo nuestra potencia intelectual.

Pero Dios, en la tradición judeocristiana, no tiene que ver con ese tipo de existencia.

En primer lugar, ser, en Santo Tomás, es ser creado. La creación es lo que da sentido al “estar siendo”. Que Juan sea implica que “está siendo sostenido en el ser” o sea creado, por Dios. Cualquiera puede captar que Juan existe en un sentido habitual del término, pero desde el horizonte judeocristiano ello quiere decir que es creado (no que “fue” creado), y ello implica que su ser es finito, que no es el ser de Dios, y ello implica que su esencia como tal no se identifica con su ser. Por ende la diferencia esencia-acto de ser, en Santo Tomás, es un punto de llegada, más que un punto de partida que se pueda utilizar sin suponer el horizonte judeocristiano.

Pero con esto, tenemos otro ejemplo de cómo replantear el tema desde un diálogo del creyente con el no creyente. El creyente no puede pretender partir de una cosa cualquiera existente para demostrar desde allí la existencia de Dios (y nadie crea que Santo Tomás hacía eso en sus vías, porque sus vías eran un debate con San Anselmo[7]). Porque, como hemos visto, cuando el creyente ve a Juan, ya sabe que Juan no es Dios, y lo saben por su horizonte judeocristiano, no por otra cosa.

Tampoco el creyente puede pretender que el no creyente esté interesado en Dios. Primero hay que dialogar sobre el sentido de la vida para, a partir de allí, ir al “tema” Dios.

Pero entonces, el creyente puede decir que sí, que cree en Dios, y que se sabe creado por Dios. Cuando el no creyente pregunte qué significa ello, el creyente puede intersectar horizontes, fusionar horizontes, encontrar una analogía de un propia experiencia de estar creado con la vivencia del no creyente de saberse “no necesariamente existente”, esto es, que podría haber existido o no. Cuando el no creyente toma conciencia de ello, el creyente puede decirle que esa radical contingencia existencial lo puede ayudar a entender su experiencia (la del creyente) de saberse sostenido en el ser (creado). A partir de allí, Santo Tomás cobra sentido. Antes, no.

O sea,

Por lo demás, Dios no es un elemento de una clase no vacía. Las nociones humanas de existencia como elemento de una clase no vacía no tienen sentido en Dios. Si decimos “existe el menos un x tal que x es elefante”, entonces suponemos “la clase de los elefantes”. Pero si decimos “existe el menos un x tal que x es Dios”, ello supone entonces “la clase de los dioses”, lo cual es totalmente incompatible con el monoteísmo no panteísta del creacionismo judeocristiano.

Y cuando Santo Tomás dice “Dios es” No dice “existe”, dice “utrum Deus sit”, lo cual, en el contexto de sus vías, nolleva a una definición de Dios en tanto Dios sino a Dios como causa no-creada de lo creado. Por ende Santo Tomás no parte de la esencia de Dios, sino que Dios queda demostrado como la causa no-finita de lo finito. Pero “no-finito” no es una definición, no es el conocimiento de una esencia, sino que es remitirse a toda la tradición de la teología negativa (especialmente Dionisio) que con razón afirma que de Dios se sabe lo que NO es (NO es creado, finito) pero NO lo que es, aunque luego Santo Tomás, con un juego de lenguaje que supera nuestro modo habitual de hablar, por sujeto, verbo y predicado, se refiera a Dios como “el mismo ser subsistente” dado que precisamente por ser no-creado es aquello “cuyo esencia es ser”, aunque en realidad no podemos intelectualmente concebir qué decimos con ello cuando lo decimos.

Por ende Santo Tomás sí pre-supone al San Anselmo teólogo, apologético, donde Dios no puede no ser, pero no presupone un supuesto argumento ontológico “caído” en la tosca afirmación de que la esencia de Dios implica su existencia, manejando “esencia” como “conocimiento positivo” y “existencia” como ausencia de clase vacía.

2.3.3.   La forma substancial subsistente

Como en los casos anteriores, recordemos el problema: “….Y finalmente lo mismo sucede con respecto a la inmortalidad del alma. Descartes tiene razón en encontrar en la interioridad humana algo no reducible a lo material, pero su modo de plantearlo, dualista –cosa comprensible como reacción contra un aristotelismo no cristiano- produce otro malentendido. La inmortalidad del alma, así planteada, como una sustancia espiritual no dependiente del cuerpo, pre-supone que la misma “categoría” de sustancia –que no correspondería en Kant a un modo de ser real- está unida al atributo de unidad espiritual. O sea que –de vuelta– a la idea de la razón pura llamada “alma espiritual” se le atribuye una existencia que, sin embargo, sólo puede ser predicada luego de una experiencia sensible que, en este caso, es imposible. Nuevamente, así planteadas las cosas, Kant tiene razón.

En efecto, no se puede predicar “a priori” la espiritualidad del “yo” humano pues no toda sustancia es espiritual. Lo que ocurre es que en Descartes sobreviven argumentos emanados de la escolástica según los cuales la inteligencia es inmaterial. Entonces, sobre todo hoy, con el avance de las neurociencias, ello se ve como un dualismo “sin ninguna razón” más que una fe religiosa indiferente ante el avance de las ciencias.

De vuelta, el creyente no negará que cree en una dimensión espiritual del yo más allá de lo material. Pero también le dirá al no creyente que no es “dualista”: el yo no es algo separado del cuerpo, sino que la persona humana es el mismo cuerpo humano, viviente (el leib de Husserl) esencialmente destinado el encuentro intersubjetivo y dialógico con el otro, con el tú.

Pero en el encuentro con el tú hay comunicación y mensajes. Y en el mensaje, en “lo que” el otro dice, se puede encontrar una esencial distinción: el mensaje en sí mismo y el canal físico en el cual el mensaje se graba. O sea, el mundo 3 de Popper en comparación con el mundo 1, que es material. “La” teoría de la relatividad –como dice Popper– NO se identifica con ninguno de los potencialmente infinitos papeles donde hay tinta grabada ni con el silicio de una computadora.Papel y tinta no son “la” teoría de la relatividad: ésta, como tal, es una, tiene un significado en sí que no se reduce a lo material. Santo Tomás ya había hablado de esto cuando dijo que la inteligencia es capaz de captar lo universal.

Ahora bien, para Santo Tomás la inteligencia no es el yo, la sustancia, sino que es una potencialidad de la sustancia humana, del cuerpo humano. Y el cuerpo humano está a su vez ordenado por una forma que le da unidad estructural frente a los millones de elementos atómicos que lo componen y que se renuevan día a día por el proceso metabólico[8].

Quiere decir que de esa forma emergen las potencialidades sensitivas y también la inteligencia humana (en estado de unión con el cuerpo) capaz de captar esos “significados en sí mismos”.

Ahora bien, en Santo Tomás, entre la potencia de conocimiento y su objeto de conocimiento hay una analogía de proporción intrínseca. Ello quiere decir que el modo de ser de la potencia está medido, determinado, por el modo de ser del objeto. Por ende, si el objeto no es reducible a lo material (el mundo 3 no es reducible al mundo 1) entonces la potencialidad en sí misma (la inteligencia) tampoco. Pero la potencia emerge de la forma sustancial que ordena al cuerpo. Y, de vuelta, hay una analogía de proporción entre la potencia y la forma sustancial. Luego, la forma sustancial humana no se reduce a lo material, pero ello no quiere decir que no sea ordenadora de lo material. Por eso concluye Santo Tomás que la forma sustancial humana es subsistente, esto, subsiste más allá de la desaparición del cuerpo, pero no como un espíritu suelto, sino como una sustancia “INcompleta”, porque le falta el cuerpo al cual está ontológicamente destinada. Y por ello no puede ejercer sus funciones intelectuales. Lo que ocurre es que en Santo Tomás todo esto está dicho en el contexto de su teología donde la forma sustancial subsistente entra inmediatamente al juicio particular y por ende a su destino eterno, donde en el juicio final se reencontrará con el cuerpo que esencialmente le pertenece.

Pero todo ofrece, al debate mente-cerebro actual, conclusiones importantes. Santo Tomás nunca negaría las experiencias actuales de la neurociencia donde las potencialidades intelectuales quedan afectadas por un daño neuronal. Porque la inteligencia ejerce su función con con-curso con las potencialidades sensibles, lo cual, en nuestros paradigmas actuales, implica decir: en con-curso con todo el sistema nervioso central y por ende con todo el cuerpo (la “inteligencia sentiente” de Zubiri[9]). Por ende una falla en el sistema nervioso implica que la inteligencia humana no puede “ejercer”, “pasar de la potencia al acto”, pero queda comopotencia en acto primero, o sea, existente, como una capacidad que como tal está allí pero no puede ejercer su función.

Por ende no es cuestión de afirmar un “alma inmortal” que nada tendría que ver con el cuerpo, sino una forma sustancial que organiza al cuerpo –en pleno diálogo con la biología actual– pero que es subsistente a la desaparición del cuerpo. Este es el gran logro de un teólogo cristiano como Santo Tomás que es plenamente compatible con los avances actuales de las neurociencias, por un lado, y con la razonabilidad de las aspiraciones espirituales más profundas del ser humano, por el otro, que se traducen en su mirada, en sus manos, en su rostro, en su arte, en su capacidad de interpretación, en su empatía, en su capacidad de vínculo con “el yo del otro”, en mirar a los ojos y ver al otro y no sólo una pupila, iris y córnea. Por eso las computadoras –por más temor que nos inspire el legendario ojo rojo del “2001”, Hall– no pueden “mirar”. Sólo el ser humano mira. Con odio (Caín) o con amor (Abel), en la lucha permanente entre el bien y el mal (no en la “función y DIS-función”) que queda abierta precisamente por nuestra forma subsistente, hasta el final de la Historia que sólo será con la segunda venida de Cristo.

2.3.4.   Libre albedrío y conciencia crítica

Nuevamente, el libre albedrío ha sido uno de los regalos más preciosos de la revelación judeocristiana a la humanidad. Libre albedrío que convive con la gracia de Dios y la providencia, un misterio que, al tratar de ser explicado por los grandes teólogos[10], no ha hecho más que aclarar la noción misma de libre albedrío, para creyentes y para con no-creyentes.

De vuelta, después del iluminismo, las interpretaciones de diversas cuestiones científicas han puesto la carga de la prueba del lado de los que defienden el libre albedrío. Por un lado, un universo determinista no dejaba lugar para el libre albedrío, excepto que se asumiera una posición dualista donde el yo estaba exento de lo material. Ese fue el gran mérito de Descartes en su momento, y de la ley moral en Kant, que jugaba igual rol. Pero ya hemos visto que esa posición dualista retroalimentaba una posición cientificista donde los avances de las neurociencias mostraban un innegable rol del sistema nervioso central en la inteligencia de la persona. Eso lo hemos respondido en el punto anterior.

O sea: si la forma sustancial subsistente no se reduce a lo material, y por ende la inteligencia tampoco, ésta no puede estar afectada por las causalidades físicas como potencia en acto primero, aunque puede condicionarla a su paso al acto segundo. En ese sentido el libre albedrío se mantendría.

Por lo demás, se puede decir que hoy casi ningún físico sostiene el determinismo newtoniano, dado el indeterminismo de la física cuántica. Sin embargo, la indeterminación onda-partícula es un tema del mundo físico. Si, posiblemente nuestro cerebro sea el lugar donde más fenómenos de la física cuántica tienen lugar, pero no es el indeterminismo cuántico la causa del libre albedrío, precisamente porque, como veremos, el libre albedrío es algo irreductible a lo material.

Yendo al tema, alguien podría objetar que la inteligencia no es libre ante la conclusión que “ve”, si las premisas son verdaderas y la lógica entre ellas es correcta. Volviendo al famoso ejemplo, la conclusión “Sócrates es mortal” no es libre ante sus premisas “Todos los hombres son mortales” y “Sócrates es hombre”. Pero, precisamente, Santo Tomás afirma que el libre albedrío es el libre juicio de la razón, allí donde las premisas no son suficientes para dar una conclusión necesaria.

“En cambio, el hombre obra con juicio, puesto que, por su facultad cognoscitiva, juzga sobre lo que debe evitar o buscar. Como quiera que este juicio no proviene del instinto natural ante un caso concreto, sino de un análisis racional, se concluye que obra por un juicio libre, pudiendo decidirse por distintas cosas. Cuando se trata de algo contingente, la razón puede tomar direcciones contrarias. Esto es comprobable en los silogismos dialécticos y en las argumentaciones retóricas. Ahora bien, las acciones particulares son contingentes, y, por lo tanto, el juicio de la razón sobre ellas puede seguir diversas direcciones, sin estar determinado a una sola. Por lo tanto, es necesario que el hombre tenga libre albedrío, por lo mismo que es racional[11]”.

La clave aquí es “cuando se trata de algo contingente, la razón puede tomar direcciones contrarias”. Por ejemplo, comprar un lápiz o una lapicera. Tengo razones tanto para una cosa como para la otra. Ninguna de esas razones me llevanecesariamente a la conclusión. Entonces la voluntad, que es el apetito el bien mediado por la inteligencia, es libre. Por ello decidir no es efectuar un razonamiento necesario, porque si hubiera necesidad, no habría decisión. Por eso dice nuevamente Santo Tomás: “… si se le propone (a la voluntad) un objeto que no sea bueno bajo todas las consideraciones, la voluntad no se verá arrastrada por necesidad. Y, porque el defecto de cualquier bien tiene razón de no bien, sólo el bien que es perfecto y no le falta nada, es el bien que la voluntad no puede no querer, y éste es la bienaventuranza. Todos los demás bienes particulares, por cuanto les falta algo de bien, pueden ser considerados como no bienes y, desde esta perspectiva, pueden ser rechazados o aceptados por la voluntad, que puede dirigirse a una misma cosa según diversas consideraciones.”[12]

Y, precisamente, en el mundo de la vida (humano) ninguna de nuestras opciones es perfecta, esto es, ninguna de ellas colma absolutamente las aspiraciones de nuestra naturaleza. Por ello los razonamientos que nos llevan a tomar decisiones no son necesarios, y, por ende, la decisión es libre.

Popper tiene un argumento por el absurdo para demostrar el libre albedrío que se relaciona mucho con lo anterior[13]. Si estuviéramos determinados a decir lo que decimos, no seríamos libres de no decirlo. Pero en un debate, en un diálogo, donde alguien puede convencerme de algo y yo cambiar de parecer, o donde yo puedo darme cuenta de algo que antes no veía, no hay necesidad en las afirmaciones (a las que llego mediante el diálogo). De lo contrario, si el otro estuviera determinado a decirme que yo estoy equivocado, ¿para qué intentar convencerlo de lo contrario? Lo más absurdo sería que mi contra-opinante sostuviera que yo estoy equivocado al decir que el hombre no es libre. ¿No sería contradictorio con mi propio determinismo tratar de convencerlo de lo contrario, para que llegue libremente a la conclusión de que el hombre no es libre?

Lo que Popper sostiene no necesariamente remite a un mundo determinístico que afectara a nuestras neuronas. Es compatible con su propia interpretación de la física cuántica[14], donde la indeterminación onda-partícula depende de propensiones, de tendencias –donde hace entrar la noción de potencialidad de Aristóteles– intrínsecas a una determinada situación física, donde la partícula se comporta a veces como partícula y a veces como onda. Pero ello no depende del control del ser humano. Por ello, aunque en nuestro cerebro hubiera indeterminación cuántica, la demostración de Popper se aplica igual.

  1.       Conclusión: la noción de persona en diálogo con el no creyente

Todo esto implica que se puede volver a poner en diálogo con el no creyente a la noción de persona, única, irrepetible, inteligente, libre, corpórea, con una ley natural intrínseca y por ende con una serie de derechos inalienables que deben siempre ser respetados. Las mejores instituciones que defiendan ello serán siempre temas más opinables. Pero los judeocristianos que nieguen esa conclusión, porque sería algo “liberal”, no advierten que están encerrados en una cuestión terminológica que peligrosamente los aparta de una de las conclusiones más importantes de su propio judeocristianismo. Excepto que estén encerrados, en realidad, en ideologías nazi-fascistas o comunistas.

A los no creyentes que nieguen esa conclusión no hay más que preguntarles: ¿por qué? ¿Por qué es una conclusión derivada del judeocristianismo? Pues sí, pero ya hemos visto que ello no obsta a que desde ese mismo horizonte se denrazones que el no creyente no pueda compartir. Y la cerrazón absoluta a considerarlas sólo puede venir, nuevamente, de ideologías nazi-fascistas y/o comunistas que, renovadas de mil maneras, siguen encerrando a muchos en paradigmas totalitarios, cuya fanática adhesión constituye ya un caso severo de alienación patológica.

Por ende, creyentes sanos y no creyentes sanos, abiertos al diálogo, a compartir horizontes, tienen que unirse hoy, más que nunca, en la defensa de Occidente, esto es, en la defensa de las libertades individuales ante los renovados totalitarismos que hoy ya las están destruyendo. Occidente padece hoy su propio Alzheimer. Que Dios nos ayude a recuperar nuestra memoria e identidad.

 

[1] Véase Sciacca, op.cit., cap. XIII.

[2] Pariticipation et Causalitéop. cit.

[3] Conferencia “Sobre la situación actual de la Fe y la teología” (http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/incontri/rc_con_cfaith_19960507_guadalajara-ratzinger_sp.html). Los subrayados son nuestros. La cita nº 20 dice: “El haber descuidado esto y el haber querido buscar un fundamento racional de la fe que fuera presuntamente del todo independiente de la fe (una posición que no convence por su pura racionalidad abstracta) es, en mi opinión, el error esencial, en el plano filosófico, del intento efectuado por H. J. Verweyen, Gottes letztes Wort (Düsseldorf 1991), del cual habla Menke, loc. cit., pp. 111-176, aun cuando lo que él dice contenga muchos elementos importantes y válidos. Considero, en cambio, histórica y objetivamente más fundada la posición de J. Pieper, véase la nueva edición de sus libros: Schriften zum Philosophiebegriff, Hamburg Meiner 1995”.

[4] Véase el capítulo sexto.

[5] Rawls, J., The Law of the Peoples, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1999, pp. 166-174.

[6] En Hacia una hermenéutica realistaop. cit.

[7] He analizado esta cuestión en Zanotti, G. J., “La llamada existencia de Dios en Santo Tomás: un replanteo del problema”, Civilizar, nº 10 (18), enero-junio de 2010, pp. 55-64.

[8] Al respecto véase Artigas, M., La inteligibilidad de la naturaleza, Pamplona, Eunsa, 1992, y La mente del universo, Pamplona, Eunsa, 1999.

[9] Zubiri, X., Inteligencia sentiente, 5a ed., Madrid, Alianza, 2006.

[10] Véase al respecto el elogio de Popper a San Agustín en Popper, K., El universo abierto, Madrid, Tecnos, 1986, nota nº 30.

[11] Suma Teológica, I, q. 83.

[12] Suma Teológica, I, q. 2 art 10.

[13] Popper, K., op. cit.

[14] Popper, K., Teoría cuántica y el cisma en física, Madrid, Tecnos, 1985.

 

Gabriel J. Zanotti es Profesor y Licenciado en Filosofía por la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (UNSTA), Doctor en Filosofía, Universidad Católica Argentina (UCA). Es Profesor titular, de Epistemología de la Comunicación Social en la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor de la Escuela de Post-grado de la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor co-titular del seminario de epistemología en el doctorado en Administración del CEMA. Director Académico del Instituto Acton Argentina. Profesor visitante de la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala. Fue profesor Titular de Metodología de las Ciencias Sociales en el Master en Economía y Ciencias Políticas de ESEADE, y miembro de su departamento de investigación.

Hispanofobia

Por Carlos Rodriguez Braun: Publicado el 27/9/17 en: http://www.carlosrodriguezbraun.com/articulos/la-razon/hispanofobia/

 

Las expresiones de odio a España en el exterior (con ecos en el nacionalpopulismo en el interior), como los ataques recientes en Estados Unidos a la conquista y colonización españolas, han sido analizadas como muestra de reafirmación de otras naciones frente a un imperio prolongado y exitoso. Dice María Elvira Roca Barea: “La leyenda negra está vinculada por su base al subsuelo de muchos nacionalismos europeos, ya que la España católica ocupó en ellos el lugar del malvado enemigo que todo nacionalismo necesita para existir. Pero la realidad es que el católico Imperio español representó la defensa de una Europa unida y plurinacional que los protestantes nacionalistas procuraron destruir, aunque esto no se estudia así…El nacionalismo es una enfermedad que, como las tercianas, reaparece una y otra vez en Europa. A ella le debe la mayor parte de sus desgracias. La hispanofobia forma parte indisoluble de una buena parte de los nacionalismos europeos.”

Esto se combina con la izquierda que, huérfana de ejemplaridades edificantes tras la caída del Muro, se lanzó a nuevas causas, entre ellas una antiguamente vinculada con España: el genocidio de los indígenas de la América española, “hecho que al parecer solo sucedió en la América del Sur y no en la del Norte, a pesar de la evidencia, que salta a la vista, de que América del Sur está llena de indígenas, mientras que en el Norte hay que buscar mucho para encontrar uno”.

Esto se refiere al nacionalismo de fuera de España, pero despejar los mitos antiespañoles también resultará de interés para defender a España frente a los nacionalistas de dentro, que recurren a distorsiones del pasado, del mismo modo en que los gobernantes de las naciones protestantes pintaron un retrato ridículamente falso en donde la brutalidad y la violencia se concentraban exclusivamente en España. En realidad, la intolerancia estuvo bastante extendida, aunque sólo se habla de la Inquisición.

La misma distorsión es la que, con gran éxito, ha asociado el catolicismo con el atraso y la oscuridad, incluso llegando a identificar “medieval” con la ignorancia impuesta por la Iglesia, como si Santo Tomás de Aquino hubiese sido una casualidad. Pero hasta el día de hoy seguimos pensando que El nombre de la rosa realmente cuenta la verdad sobre la Iglesia medieval.

En cuanto al mundo del pensamiento, ironiza Roca Barea sobre la vieja falacia según la cual las ideas liberales no tenían nada que ver con la tradición española: “Muchísimo antes de que Thomas Jefferson escribiera, desde su hermosa plantación de esclavos, en la Declaración de Independencia aquella frase inmortal y universalmente conocida, ‘Sostenemos que…todos los hombres son creados iguales e independientes’, el jesuita Francisco Suárez había escrito: ´Todos los hombres nacen libres por naturaleza, de forma que ninguno tiene poder político sobre el otro’”.

 

Carlos Rodríguez Braun es Catedrático de Historia del Pensamiento Económico en la Universidad Complutense de Madrid y miembro del Consejo Consultivo de ESEADE.

¿Quién es el propietario del tesoro Nazi?

Por Alejandro A. Tagliavini. Publicado  el 28/7/17 en: http://www.eluniversal.com/noticias/opinion/quien-propietario-del-tesoro-nazi_662976

 

Cazadores británicos de tesoros encontraron un cofre que podría contener unas cuatro toneladas de oro, con un valor de US$ 130 millones, pertenecientes a los nazis, a 190 km de la costa de Islandia dentro del buque alemán SS Minden, hundido el 24 se septiembre de 1939.

Según el Daily Mail, el SS Minden zarpó de Brasil el 6 de septiembre y se cree que el oro procedía del Banco Germánico, una sucursal del Dresdner Bank de Alemania. El buque alemán fue avistado por dos ingleses,  el HMS Calypso y el HMS Dunedin, y Adolf Hitler ordenó al capitán que hundiese su barco para que el enemigo no se hiciera con el botín.

La compañía Servicio de Marina Avanzada de Inglaterra, que encontró el tesoro, presentó al Gobierno de Islandia una solicitud para extraer su carga y llevarla a Inglaterra. Pero el gobierno en Reikiavik alega que la propiedad es de Islandia, ya que el buque está en sus aguas. Lo que deja una duda: ¿quién tiene derecho a la propiedad? Pues tratándose de Estados, que se arrogan el monopolio de la violencia para “ordenar” a la sociedad, el “propietario” es quién ejerce efectivamente ese monopolio en el lugar.

Pero esta no es la verdadera propiedad. Como decía la bula Quia vir reprobus de Juan XXII, en el año 1329, el derecho de propiedad se funda en la naturaleza humana. En cuanto al origen histórico, un discípulo de Santo Tomás de Aquino, Juan de París (Jean Quidort, ca. 1250-1306), afirmó que la propiedad hasta entonces sin dueño “la adquiere el sujeto individual mediante su propia habilidad, industria y diligencia, y los individuos… tienen sobre ella derecho y poder… siempre y cuando no cause ningún daño a otro”.

O sea, que la propiedad -privada- hace a la naturaleza justamente como resultado de la acción de cooperación y servicio entre las personas de mutuo acuerdo, voluntaria, que caracteriza a la sociedad natural. Así, una propiedad queda asignada, a determinada persona o personas, en forma circunstancial durante el tiempo en que sea utilizada de modo eficiente a los fines de beneficiar a la sociedad en general.

En el momento en que esta persona deje de utilizarla con eficacia, el mercado lo hará quebrar obligándolo a transferir su derecho a quien mejore su uso. Ya Clemente de Alejandría (ca. 150-215) aseguraba que “…los bienes se llaman así por el bien que hacen, pues han sido provistos por Dios para beneficio de todos: están a nuestra disposición, sirviendo de instrumento material para hacer el bien en manos de aquel que sabe cómo usarlos”.

Efectivamente, una parcela de terreno o unas herramientas abandonadas no tienen movimiento. De aquí que sea necesario que alguna persona se apropie. Ahora, sí esta persona no es eficiente, voluntariamente cederá su propiedad a otra. Nadie mantendría libremente la propiedad de un bien que le está haciendo perder su dinero cuando podría venderlo e invertir ese capital en algo que le rinda intereses.

En definitiva, en tanto el mercado sea natural, no interesa realmente quién primero se apropie de alguna cosa, ya que en función de la eficiencia social -para conveniencia de todos- esa propiedad se irá trasmitiendo según quién le saque mejor provecho. Lo que no ocurre con la “propiedad” estatal que es coactivamente sostenida por un Estado que nunca quiebra -ya que puede expoliar a sus ciudadanos para cubrir cualquier déficit- y por tanto no responde a la eficiencia social.

 

Alejandro A. Tagliavini es ingeniero graduado de la Universidad de Buenos Aires. Ex Miembro del Consejo Asesor del Center on Global Prosperity, de Oakland, California y fue miembro del Departamento de Política Económica de ESEADE.

UNITED, EL MERCADO LIBRE Y LAS SILLAS QUE VUELAN

Por Gabriel J. Zanotti. Publicado el 14/4/17 en: http://gzanotti.blogspot.com.ar/2017/04/united-el-mercado-libre-y-las-sillas.HTML

 

Una vez más, amigos y no tan amigos se han asombrado de mis críticas a la barbarie de los CEOs de United permitiendo y siendo responsables del bestial “castigo” al pasajero que no quiso levantarse de su asiento legítimamente adquirido. No voy a debatir ahora el caso de la sobreventa, la comparación con el free banking, etc.; de eso tendría mucho que decir pero no es el objetivo de esta entrada.

El punto que quiero destacar es que, reitero, amigos y no tan amigos creen que defender al mercado libre es defender las barrabasadas que se mandan las empresas privadas. Unos a favor, como si todo lo que sea mercado libre fuera por ello, ipso facto, moralmente bueno. Perdieron la diferencia entre moralidad y legalidad. Gente, yo voy a seguir criticando al alcohol, la TV basura, el box, las corridas de todos, el tratar mal a un empleado, los boliches donde los pobres adolescentes pierden su cuerpo y su alma,  las diversas alienaciones y escapismos, “libre y voluntarios”, NO por motivos legales o económicos, sino por motivos morales. Ello no tiene nada que ver con mi defensa del mercado libre. Defiendo el mercado libre porque en el socialismo es imposible el cálculo económico (Mises) y porque el mercado libre es lo único que permite coordinar el conocimiento disperso de oferta y demanda a través de los precios libres (Hayek).  Por lo demás, el punto moral de que una propiedad así justificada sea moral, es que todo lo que ayuda a la cooperación social es compatible con la naturaleza humana y por ende con la ley natural. That´s it.

Pero nada más. ¿De dónde sacaron, algunos liberales y antiliberales, que ello es el paraíso en la Tierra? ¿O que no seguirá habiendo graves problemas morales allí? Como dije, unos a favor, otros en contra, cometen el mismo error. Los liberales, al pensar que el mercado libre es moralmente suficiente. Los enemigos del mercado libre, al criticarlo por ello. ¿Por qué le piden lo que NO puede dar? Lo que el mercado libre “da” es nada más ni nada menos que el desarrollo, la eliminación de la pobreza, de la desocupación, de las hambrunas, de las guerras. ¡Nada más ni nada menos! Pero ya está. “El malestar en la cultura” seguirá estando, con mercado libre, o SIN mercado libre, porque LA NATURALEZA HUMANA tiene problemas que NINGÚN sistema sólo político o económico puede resolver.

Por lo demás, y esto para mis amigos liberales, claro que las empresas privadas tienen más incentivos que el estado para “portarse bien” con un cliente. Pero esos incentivos no necesariamente funcionan y, sobre todo, esos incentivos NO son tampoco la solución “moral” a una decisión “que si no hubiera sido por las pérdidas” se hubiera entonces realizado.

Si le pido a una silla que vuele, que me lleve al trabajo, que me hable, que me quiera, etc., pueden suceder dos cosas. Primero, que me vuelva loco, un loco ideológico, porque la ideología es una psicosis. En ese caso me volveré un predicador del sillalismo.

Otro resultado es que –afectado por igual alucinación- me enoje con la silla porque no vuela, y la rompa, la tire, y me vuelta un fanático anti-sillalista.

Pero, ¿de dónde saca alguien que una silla vuela?

Los debates entre liberales pro-mercado libre y los fans anti-mercado están a veces afectados por la misma alucinación. El mercado libre no vuela. No es la respuesta al sentido de la vida. No es la solución a todos nuestros problemas morales y psicológicos. NO es el paraíso en la Tierra. NO sustituye a la esperanza en lo trascendente. NO es una ideología. Es “apenas” la solución a los problemas económicos, con una propiedad moralmente justificada en su utilidad (SANTO TOMÁS DE AQUINO, entre paréntesis). Nada más.

Ni nada menos.

 

Gabriel J. Zanotti es Profesor y Licenciado en Filosofía por la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (UNSTA), Doctor en Filosofía, Universidad Católica Argentina (UCA). Es Profesor titular, de Epistemología de la Comunicación Social en la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor de la Escuela de Post-grado de la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor co-titular del seminario de epistemología en el doctorado en Administración del CEMA. Director Académico del Instituto Acton Argentina. Profesor visitante de la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala. Fue profesor Titular de Metodología de las Ciencias Sociales en el Master en Economía y Ciencias Políticas de ESEADE, y miembro de su departamento de investigación.

LA CULTURA DE LA INMEDIATEZ

Por Alberto Benegas Lynch (h)

 

En cierto sentido este artículo es una continuación de un par de mis columnas anteriores que de un modo u otro tocan el tema del igualitarismo aunque en este caso todavía desde otro ángulo más. Dicho ángulo o perspectiva se conecta con el hecho que de un tiempo a esta parte se observa en casi todos lados la manía por la velocidad. Tal vez deberíamos decir la angustia y la imperiosa necesidad de la gran mayoría de la gente por convertirse en balines que patinan sobre los acontecimientos sin nunca considerar la profundidad.

 

Todo tiene que ser resuelto de inmediato aunque no sea en verdad resuelto sino sobrevolado. En este contexto, ante ninguna circunstancia hay reflexión, digestión y conclusiones pausadas. La vorágine todo lo consume. El stress genera desgaste que se combina con estimulantes durante la vigilia y pastillas para conciliar el sueño durante la noche.

 

La somera atención a cada tema no permite escarbar ni meditar sino tomar decisiones apresuradas porque las cosas tienen que ser administradas en el acto. La aceleración no deja resquicio para mirar para atrás, ni siquiera para recordar.

 

Desaparece entre tanto vértigo del hombre-balín la posibilidad de disfrutar lo que se hace. La mirada rápida debe ser sobre un cúmulo y una secuencia de acontecimientos que en definitiva exige que lo sea sobre todo, lo cual se traduce que en realidad lo sea sobre nada.

 

La comida debe ser rápida y el amor también lo cual no da lugar al deleite gastronómico ni al placer del enamoramiento que por ese motivo empuja a la rotación constante igual que ocurre con el trabajo que ni bien se logra se está enviando datos curriculares a un próximo destino.

 

La comunicación debe ser instantánea y en varias direcciones simultáneas lo cual no hace posible la auténtica comunicación. Idéntico fenómeno sucede con la información: es de tal magnitud y sobre tantos acontecimientos que no resulta posible masticarla y mucho menos digerirla y opinar con algún grado de seriedad sobre la cuestión tratada.

 

Sin duda que hay capítulos en la vida de la gente que convierte en razonable el deseo de inmediatez como, por ejemplo, cuando hay una dolencia física se pretende que la medicina acuda para una solución lo más pronta que los adelantos científicos permitan. Pero a lo que apuntamos es a las dolencias del alma, a la necesidad del reposo y la serenidad para poder captar muchos de los interrogantes que plantea el universo y la capacidad de conocer los recovecos del alma de otras personas queridas. Incluso para maravillarse frente a una puesta de sol, lo diferente que es cada una en muy distintos atardeceres que abren paso a pensamientos sobre nuestros orígenes y nuestros destinos en medio de la música que ofrece el concierto de la naturaleza.

 

A lo dicho se agrega la escalada de violencia junto a la consecuente pérdida de sensibilidad. Episodios de violencia que curiosamente se emplean como entretenimiento incrustado en el marco general de la aludida velocidad.

 

Y no se endose la responsabilidad de tamaños desvíos a la tecnología ya que todas las herramientas de las que disponemos pueden ser bien o mal empleadas. Los avances tecnológicos sin duda ayudan al progreso y al mismo tiempo son una manifestación del progreso. Pero, igual que un martillo puede ser empleado para clavar un clavo o para romperle la nuca al vecino, todos los instrumentos de que disponemos pueden ser mal o bien usados.

 

Hasta aquí lo que estimamos es el problema que puede ser compartido por personas preocupadas y ocupadas por lo que sucede. Ahora hay que detenerse en considerar las causas que son múltiples pero hay una que nos parece de peso. Se trata del achicamiento de la condición humana y hasta podríamos decir su desprecio que es parido por la constante propaganda de la imperiosa necesidad del igualitarismo, es decir, de la guillotina horizontal.

 

En lugar de comprender la maravilla que significa el nacimiento de una persona que es única, irrepetible en la historia de la humanidad,  el colectivismo reinante se esfuerza por achatarlo y amputarlo para que calce en un promedio. Se machaca con los beneficios de la igualdad, no de derechos lo cual resulta esencial sino de resultados y hasta de personalidad. No se comprende que el igualitarismo destroza la división del trabajo con lo que se desploma la posibilidad de cooperación social. Si fuéramos iguales no solo todos quisiéramos tener la misma profesión y nos gustaría la misma mujer, sino que la conversación misma sería tan aburrida como hablar con el espejo.

 

En otros términos, en lugar de festejar la aparición de un ser distinto en el universo y estimular sus potencialidades, se lo trata de amputar, achatar y subestimar con lo que se pierde el sentido de vivir y solo quedan en pie los que se rebelan frente al igualitarismo y apuntan a vivir en otro tipo de sociedad donde el respeto recíproco sea sagrado. El creciente estatismo potencia en grado sumo la manía del igualitarismo sobre la que no nos detendremos ya que hemos abundado en el tema en otras ocasiones.

 

Pero a esta situación se agrega una equivocada visión del significado del amor al prójimo que antaño era bien comprendida en el contexto del mensaje bíblico de la pobreza de espíritu y no como algunos predicadores de hoy en día que la entienden referida a la contradictoria alabanza a la pobreza material al tiempo que enfáticamente se la condena y, simultáneamente, para completar el galimatías, aconsejan recetas que la extienden.

 

A esta situación se acopla todavía otra cuestión y es el desafortunadamente mal entendido consejo de renunciar a si mismo y al amor propio. Como dice bien el Padre Ismael Quiles en Como ser si mismo  “Ser para no ser es una contradicción sin significado alguno” y Santo Tomás de Aquino sostiene en la Suma Teológica que “Amarás a tu prójimo como a ti mismo, por lo que se ve que el amor del hombre para consigo mismo es como un modelo del amor que se tiene a otro. Pero el modelo es mejor que lo modelado. Luego el hombre por caridad debe amarse más a si mismo que al prójimo” (2da, 2da, q. xxvi, art. iv).

 

Los mal entendidos que señalamos pueden parecer inocentes a primera vista pero son enormemente destructivos en la formación, especialmente de los jóvenes que si los aceptan se desvían hacia otras actividades que tapen sus frustraciones o, de lo contrario, como queda dicho, se rebelan e intentan corregir esas visiones contrarias a la naturaleza humana para subrayar la trascendencia del respeto recíproco.

 

Machacar con lo anterior sobre la necesidad de renunciar al ser propio y la entrega al otro conduce a la autoaniquilación y esa perspectiva aterradora y contraria a la naturaleza humana conduce en parte y muchas veces inconcientemente a una vida superficial y veloz que no de lugar a la vida propiamente vivida. Es del todo irrelevante que quienes propugnan esa amputación lo hagan con la mejor de las intenciones o que pretendan darle interpretaciones tortuosas y contradictorias, el hecho es que inflingen un daño muchas veces irreparable a la formación de la persona.

 

Antes he escrito sobre el significado del amor al prójimo pero en esta oportunidad es pertinente su reiteración. La ayuda al prójimo, la caridad, puede ser material o de apostolado y se define en el contexto de un acto voluntario realizado con recursos propios sean estos crematísticos o de trasmisión de conocimientos para la aludida alimentación espiritual (depende de las circunstancias, se debate si en verdad es mejor “regalar un pescado en lugar de ensañar a pescar”).

 

Ahora viene un asunto de la mayor importancia y es el concepto de interés personal. Todos los actos se llevan a cabo por interés personal. En el lenguaje coloquial se suele hablar de acciones desinteresadas para subrayar que no hay interés monetario, pero el interés personal queda en pie. En verdad se trata de una perogrullada: si el acto en cuestión no está en interés de quien lo lleva a cabo ¿en interés de quien estará?

 

Estaba en interés de la Madre Teresa el cuidado de los leprosos, está en interés de quien entrega su fortuna a los pobres el realizar esa transferencia puesto que su estructura axiológica le señala que esa acción es prioritaria, también está en interés del asaltante de un banco que el atraco le salga bien y  también para el masoquista que la goza con el sufrimiento y así sucesivamente. Todas las acciones contienen ese ingrediente ya sean actos sublimes o ruines. Una buena o mala persona se define por sus intereses.

 

En esta línea argumental,  Erich Fromm escribe en Man for Himslef. An Inquiry into the Psychology of Ethics que “La falla de la cultura moderna no estriba en el principio del individualismo; no en el hecho de que la gente está demasiado interesada en su interés personal, sino en que no están interesados lo suficiente en su yo”. Es decir, el problema radica en que la gente no se ocupa lo suficiente de cuidar su alma.

 

El bien otorga paz interior y tranquilidad de conciencia que permiten rozar destellos de felicidad que es la alegría interior, pero no se trata solo de no robar, no matar, acariciar a los niños y darle de beber a los ancianos. Se trata de actuar como seres humanos contestes de la enorme e indelegable responsabilidad de la misión de cada uno encaminada a contribuir aunque más no sea milimétricamente a que el mundo sea un poco mejor respecto al momento del nacimiento.

 

No hay nada más sublime que el amor que tiene distintos grados de acercamiento y profundidad según sea el tipo de relación desde la establecida con los progenitores, la conyugal, la prole, alumnos, amigos y el vínculo con quienes necesitan ayuda en diversos planos, pero debe estarse muy en guardia de quienes alardean de “amor al prójimo” mientras proponen sistemas autoritarios que prostituyen la misma noción de amor y, en la práctica, fomentan el odio.

 

Por último, como hemos apuntado, en el campo crematístico el igualitarista insiste en la redistribución de ingresos que contradice la previa distribución que hace la gente en el supermercado y afines con lo que se desperdician recursos que naturalmente reducen salarios e ingresos en términos reales.

 

En resumen, el fenómeno del hombre-balín con que hemos bautizado la situación de velocidad y aturdimiento de nuestra época seguramente se debe a muchas causas, pero pensamos que los puntos que marcamos en esta nota deben ser revertidos si queremos evitar el escapismo de una cultura que propone el autoaniquilamiento. Y tengamos en cuenta que todo depende del esqueleto político que se derrumba si se acepta el voto mayoritario ilimitado, cuyo primer ejemplo ha sido la condena a Sócrates “por corromper a la juventud al no creer en los dioses del Estado”, que según nos relata Platón fue decidida por un tribunal de 556 miembros por una diferencia de 6 votos. El segundo caso resonante fue la condena de Jesús por una multitud convocada por Pilatos que prefirió soltarlo a Barrabás y contemporáneamente el caso de Hitler y otros imitadores de nuestro tiempo que sin llegar a la monstruosidad de las cámaras de gas convierten a los gobernados en siervos de los aparatos estatales.

 

Alberto Benegas Lynch (h) es Dr. en Economía y Dr. en Ciencias de Dirección. Académico de la Academia Nacional de Ciencias Económicas, fue profesor y primer rector de ESEADE durante 23 años y luego de su renuncia fue distinguido por las nuevas autoridades Profesor Emérito y Doctor Honoris Causa.