ES LA HORA DEL SILENCIO DE DIOS

Por Gabriel J. Zanotti. Publicado el 29/6/16 en: http://gzanotti.blogspot.com.ar/2016/06/es-la-hora-del-silencio-de-dios.html

 

Si en este momento yo hiciera la provocativa pregunta de si la Iglesia Católica debe pedir perdón por ser Iglesia Católica, seguramente habría miles de respuestas diversas en mi muro, y muchos terminarían peleándose absolutamente, como siempre. Lo que ocurre es que esa pregunta remite a qué es la Iglesia, y qué es ser católico. Y es allí donde surgirán los desacuerdos más inverosímiles. Ahora bien, no me preocupa que los no católicos contesten, cada uno, millones de cosas distintas. Lo que me preocupa es que son los católicos los que contestarán millones de cosas distintas. Y lo que más me preocupa es que infinidad de teólogos responderían millones de cosas distintas, acusándose mutuamente de las cosas más horribles (conservador, relativista, progresista, intolerante, inmisericorde, etc.). Y muchos obispos también, con la diferencia de que la mayoría de ellos callarían, por ese muro de silencio que tienen por no desentonar con la opinión pública dominante de la conferencia episcopal respectiva. No vaya a ser que terminen como Mons. Rogelio Liviéres, claro…

Esta total crisis de identidad, de puertas para adentro, no es una riqueza. Claro que el pluralismo es una riqueza, pero no saber quién se es, no. Claro que hay muchas habitaciones en la Iglesia, pero Juan Pablo II dijo habitaciones, no Iglesias. Las crisis de identidad nunca son una riqueza, sino un período de oscuridad. Pero parece que hay que pasarlo. Ya no hay un pastor universal, que, en la Fe, sea una riqueza: “…confirma en la fe a tus hermanos”, fue lo que Cristo dijo esencialmente a Pedro luego de que Pedro afirmara su condición de salvador. Pero parece que ya no hay Pedro, ya no hay hermanos. ¿Qué pasó? ¿Fue un problema de Pedro, de los demás fieles, de ambos, qué? ¿Qué sucedió para semejante caos? Yo podría tener un diagnóstico, claro, pero será otro más entre miles más. Mientras tanto, ya no hay Roma, ya no hay nada. Ojalá la Iglesia fuera un pequeño rebaño entre los lobos, pequeño pero grande en su Fe. Pero no. Sólo hay caos. Ni siquiera es noche del espíritu, porque en la noche del espíritu lo que hay es, precisamente, Fe en medio de la noche. Aquí no hay nada. Todo humano, todo demasiado humano. Mientras tanto cada uno seguirá su conciencia –eso como siempre, por supuesto- en medio del caos. Pero en medio de ese humano caos, mi Fe me dice que la Iglesia es indefectible. Y que seguro Dios, en su Providencia, tiene por allí a otros pobres de Yahavé. Sólo Dios sabe su tiempo. Por ahora es el tiempo del silencio de Dios, del silencio de Dios para su propia Iglesia.

 

Espero sepamos escuchar.

 

Gabriel J. Zanotti es Profesor y Licenciado en Filosofía por la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (UNSTA), Doctor en Filosofía, Universidad Católica Argentina (UCA). Es Profesor titular, de Epistemología de la Comunicación Social en la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor de la Escuela de Post-grado de la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor co-titular del seminario de epistemología en el doctorado en Administración del CEMA. Director Académico del Instituto Acton Argentina. Profesor visitante de la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala. Fue profesor Titular de Metodología de las Ciencias Sociales en el Master en Economía y Ciencias Políticas de ESEADE, y miembro de su departamento de investigación.

Confesiones de un liberal latinoamericano:

Por Mario Vargas Llosa. Publicado el 26/11/14 en:  http://www.lanacion.com.ar/1746791-confesiones-de-un-liberal-latinoamericano

 

Reproducimos el discurso que Mario Vargas Llosa dio en el 5to Lindau Meeting on Economic Sciences, una reunión que se hace cada dos años al sur de Alemania y que convoca a más de una decena de Premios Nobel y cientos de estudiantes de todo el mundo, en agosto de 2014

LINDAU, Alemania.- Agradezco muy especialmente al Consejo de los Encuentros Lindau con ganadores del Premio Nobel y a la Fundación Encuentros Lindau por invitarme a dar esta conferencia, pues de acuerdo a sus «considerandos», han tomado en cuenta no sólo mi labor literaria sino mis ideas y opiniones políticas.

Créanme si les digo que esto es algo bastante novedoso. En el mundo en el que suelo moverme, ya sea en Latinoamérica, Estados Unidos o Europa, cuando alguna persona o alguna institución rinde tributo a mis novelas o ensayos literarios, usualmente agrega de inmediato frases como «aunque discrepamos con él», «a pesar de que no siempre estamos de acuerdo con él» o «esto no implica que aceptemos sus críticas u opiniones sobre cuestiones políticas». Aunque ya me he acostumbrado a esta bifurcación de mi persona, me alegra sentirme reintegrado por esta prestigiosa institución, que en vez de someterme a un proceso esquizofrénico, me ve como un ser humano unificado: un hombre que escribe, piensa y participa del debate público. Me gustaría creer que ambas actividades forman parte de una realidad única e inseparable. Pero ahora, para ser honesto con ustedes e intentar responder a la generosidad de esta invitación, siento que debería explayarme con cierto detalle sobre mis posiciones políticas. Y no es tarea fácil. Mucho me temo que no alcance con decir -tal vez fuese más sabio decir que «creo ser»- un liberal. Ya de por sí, ese término entraña una primera complicación. Como bien saben, «liberal» tiene significados distintos y usualmente antagónicos, dependiendo de quién lo use y en qué contexto. Mi difunta y querida abuela Carmen, por ejemplo, solía decir que un hombre era liberal para referirse a sus costumbres disolutas, alguien que no sólo no iba a misa sino que además hablaba pestes de los curas. Para ella, el prototipo que encarnaba esa idea de «liberal» era un legendario ancestro mío que un buen día, allá en mi Arequipa natal, le dijo a su esposa que iba hasta la plaza del pueblo a comprar el diario, para nunca más volver. La familia no tuvo noticias de él durante 30 años, hasta que el fugitivo caballero murió en París. «¿Y por qué se escapó a París ese tío liberal, abuela?». «¿Y a dónde más si no a París, hijito? ¡Para corromperse, por supuesto!» Esta anécdota tal vez esté en el remoto origen de mi liberalismo y de mi pasión por la cultura francesa.

En Estados Unidos y en el mundo anglosajón en general, el término «liberal» tiene connotaciones izquierdistas y a veces suele asociárselo con el socialismo o con posturas radicales. En contrapartida, en Latinoamérica y España, donde la palabra fue acuñada en el siglo XIX para describir a los rebeldes que luchaban contra la ocupación napoleónica, me llaman liberal -o peor aún, neoliberal-, para exorcizarme o desacreditarme, porque la perversión política de nuestra semántica ha transformado el significado original del término -el de un amante de la libertad que se alza contra la opresión- hasta darle una connotación conservadora o reaccionaria, vale decir, un término que cuando es usado por un progresista, es sinónimo de complicidad con todas las explotaciones e injusticias que padecen los pobres del mundo.

En Latinoamérica, el liberalismo fue una filosofía intelectual y política progresista que en el siglo XIX se oponía al militarismo y a los dictadores y que aspiraba a la separación entre la Iglesia y el Estado y al establecimiento de una cultura civil y democrática. En la mayoría de esos países, los liberales fueron perseguidos, exiliados, encarcelados o ejecutados por los regímenes brutales que con pocas excepciones -Chile, Costa Rica, Uruguay y paremos de contar-, prosperaron en todo el continente. Pero en el siglo XX, la aspiración de las elites políticas de vanguardia era la revolución, y no la democracia, y esa aspiración era compartida por muchísima gente que quería copiar el ejemplo de la guerrilla de Fidel Castro y sus «barbudos» de Sierra Maestra.

Marx, Fidel y el Che Guevara se convirtieron en íconos de la izquierda y la extrema izquierda. Dentro de ese contexto, los liberales fueron considerados conservadores, defensores del status quo, tergiversados y caricaturizados a tal punto que sus verdaderos objetivos políticos y sus ideas genuinas sólo tenían llegada a círculos muy pequeños, mientras que grandes sectores de la sociedad eran ajenos a ellos. Esa confusión sobre el liberalismo estaba tan extendida que los liberales latinoamericanos se vieron obligados a dedicar gran parte de su tiempo a defenderse de las distorsiones y ridículas acusaciones que recibían por derecha y por izquierda.

Recién en las últimas décadas del siglo XX, las cosas empezaron a cambiar en Latinoamérica, y el liberalismo empezó a ser reconocido como algo profundamente distinto del marxismo extremo y de la extrema derecha, y es importante mencionar que eso fue posible, al menos en la esfera cultural, gracias al valiente esfuerzo del gran poeta y ensayista mexicano Octavio Paz y de sus revistas Plural y Vuelta. Tras la caída del Muro de Berlín, el colapso de la Unión Soviética y la transformación de China en un país capitalista (por más que autoritario), las ideas políticas también evolucionaron en Latinoamérica, y la cultura de la libertad hizo importantes avances en todo el continente.

Más allá de eso, para mucha gente sigue siendo difícil asimilar el verdadero sentido de la palabra «liberal», y para complicar aún más las cosas, ni siquiera los liberales parecen poder ponerse de acuerdo del todo sobre lo que significa el liberalismo y lo que significa ser un liberal. Quien haya tenido oportunidad de participar de alguna conferencia o congreso de liberales sabrá que esos encuentros suelen ser de lo más divertidos, ya que las discrepancias prevalecen sobre el acuerdo y porque como solía ocurrir con los trotskistas, cuando existían, todo liberal es a la vez un hereje y un sectario en potencia.

Como el liberalismo no es una ideología, vale decir, no es una religión dogmática laica, sino más bien una doctrina abierta y en evolución, que en vez de forzar la realidad para que ceda, se acomoda a la realidad, existen entre los liberales profundas discrepancias y las más diversas tendencias. Respecto de la religión y otros temas sociales, los liberales como yo, agnósticos y propulsores de la separación entre la Iglesia y el Estado y defensores de la despenalización del aborto, el matrimonio homosexual y las drogas, solemos ser ásperamente criticados por otros liberales que tienen opiniones opuestas sobre estas cuestiones. Esas diferencias de opinión son saludables y útiles, ya que no violan los preceptos básicos del liberalismo, a saber, democracia política, economía de mercado y la defensa de los intereses individuales por sobre los intereses del Estado. Hay por ejemplo liberales que creen que la economía es el campo donde deben resolverse todos los problemas, y que el libre mercado es la panacea para los problemas, desde la pobreza hasta el desempleo, desde la discriminación hasta la exclusión social.

Esos liberales, que son como verdaderos algoritmos vivientes, muchas veces le hacen más daño a la causa de la libertad que los marxistas, primeros campeones de la absurda teoría de que la economía es la base de la civilización, fuerza impulsora de la historia de las naciones. Eso es simplemente falso. Son las ideas y la cultura las que marcan la diferencia entre civilización y barbarie, y no la economía. La economía por sí sola, sin el puntal de las ideas y la cultura, tal vez produzca óptimos resultados en los papeles, pero no le da sentido a la vida de las personas, ni les ofrece a los individuos razones para resistir la adversidad, mantenerse unidos en la compasión, o vivir en un ambiente de verdadera humanidad. Es la cultura, ese cuerpo de ideas, creencias y costumbres compartidas -entre las cuales debe incluirse obviamente también la religión-, la que da vida y aliento a la democracia y permite la economía de mercado, con su matemática fría y competitiva de recompensar el éxito y castigar el fracaso, para evitar que todo degenere en una lucha darwiniana en la cual, como dijo Isaiah Berlin, «la libertad de los lobos es la muerte de los corderos». El libre mercado es el mejor mecanismo existente para generar riqueza, y cuando se lo complementa con otras instituciones y usos de la cultura democrática puede impulsar el progreso material de una nación a los espectaculares niveles a los que nos tiene habituados. Pero el libre mercado es también un instrumento implacable que sin el componente espiritual e intelectual que aporta la cultura, puede reducir la vida a una feroz batalla egoísta a la que sólo sobreviven los más aptos.

Por lo tanto, el valor central del liberal que yo aspiro a ser es la libertad. Gracias a esa libertad, la humanidad ha podido hacer su viaje de las cavernas a las estrellas y la revolución informática, y progresar desde las variadas formas de colectivismo y asociaciones despóticas hacia los derechos humanos y la democracia representativa. Los cimientos de la libertad son la propiedad privada y el imperio de la ley. Ese sistema garantiza las menores formas de injustica posibles, produce el mayor progreso material y cultural, frena con mayor eficacia la violencia y genera el mayor respeto por los derechos humanos. Para este concepto de liberalismo, la libertad es un concepto único e integral. La libertad política y la libertad económica son inseparables, como las caras de una moneda. Y como en Latinoamérica la libertad no es entendida de esa forma, la región ha sufrido varios intentos fallidos de gobiernos democráticos. Eso ocurrió ya sea porque las democracias que emergieron después de las dictaduras respetaron la libertad política pero rechazaron la libertad económica, que produjo inevitablemente más pobreza, ineficiencia y corrupción, o porque condujeron a gobiernos autoritarios convencidos de que sólo con mano dura y represión podría garantizarse el funcionamiento del libre mercado. Esa es una peligrosa falacia que quedó demostrada en países como Perú, durante la dictadura de Alberto Fujimori, y Chile, bajo Augusto Pinochet. El verdadero progreso nunca ha surgido de regímenes como esos. Así se explica el fracaso de las llamadas dictaduras «del libre mercado» de Latinoamérica.

Ninguna economía libre puede funcionar sin un sistema de justicia eficiente e independiente, y ninguna reforma tiene éxito si se implementa sin el control y la crítica de la opinión pública que sólo son posibles en democracia. Quienes creyeron que el general Pinochet era la excepción a la regla porque su régimen obtuve éxitos económicos luego descubrieron, junto con las revelaciones del asesinato y tortura de miles de ciudadanos, que el dictador chileno no solo era un asesino, sino un ladrón que tenía cuentas con millones de dólares en el exterior, como el resto de los dictadores latinoamericanos. La democracia política, la libertad de prensa y el libre mercado son los cimientos de la posición liberal. Pero así formuladas, esas tres expresiones poseen una cualidad abstracta y algebraica que las deshumaniza y las aleja de la experiencia de la gente común. El liberalismo es mucho, mucho más que eso. Básicamente, es tolerancia y respeto por el otro, y especialmente por quienes piensan distinto, por quienes practican otras costumbres, veneran a otro dios o a ninguno. Al aceptar convivir con quienes son diferentes, los seres humanos dieron el paso más extraordinario en el camino hacia la civilización. Fue una predisposición o un deseo que precedió a la democracia y que la hizo posible, y que contribuyó más que cualquier descubrimiento científico o que cualquier sistema filosófico a contrarrestar la violencia y a aplacar el instinto de controlar y matar en las relaciones humanas. Es también lo que despertó una natural desconfianza en el poder, en cualquier poder, y que es como una segunda naturaleza de nosotros, los liberales.

El poder es inevitable, salvo en esas encantadoras utopías de los anarquistas. Pero el poder sí puede ser controlado y contrarrestado para que no se exceda. Es posible despojarlo de sus funciones no autorizadas que oprimen al individuo, ese ser que para nosotros, los liberales, es la piedra angular de la sociedad, y cuyos derechos deben ser respetados y garantizados. La violación de esos derechos desencadena inevitablemente una espiral de abusos que como ondas concéntricas, barren con la idea misma de justicia social.

Defender a los individuos es la consecuencia natural de creer en la libertad como valor individual y social por excelencia, porque en el seno de una sociedad, la libertad se mide por el nivel de autonomía del que gozan los ciudadanos para organizar sus vidas y trabajar en pos de sus objetivos sin interferencias injusticias, vale decir, la lucha por la «libertad negativa», tal como la definió Isaiah Berlin en su célebre ensayo. El colectivismo era necesario en los albores de la historia, cuando los individuos eran simplemente parte de una tribu y dependían del conjunto de la sociedad para su supervivencia, pero empezó a declinar a medida que el progreso material e intelectual permitieron que el hombre dominara la naturaleza y superara el miedo al rayo, a las bestias, a lo desconocido y al otro, todo aquel que tenía otro color de piel, otro idioma y otras costumbres. Pero el colectivismo ha sobrevivido a través de la historia en esas doctrinas e ideologías que sitúan los supremos valores de un individuo en su pertenencia a un grupo específico (la raza, la clase social, la religión o la nación). Todas esas doctrinas colectivistas -nazismo, fascismo, fanatismo religioso, comunismo y nacionalismo-, son enemigos naturales de la libertad y feroces enemigos de los liberales. En todas las épocas, ese defecto atávico, el colectivismo, ha levantado su horrenda cabeza para amenazar a la civilización y arrastrarnos de vuelta a la era del barbarismo. Ayer tomó el nombre de fascismo y comunismo; hoy se lo conoce como nacionalismo y fundamentalismo religioso.

Un gran pensador liberal, Ludwig von Mises, siempre se opuso a la existencia de partidos liberales porque sentía que esas agrupaciones políticas, al intentar monopolizar el liberalismo, terminaban desnaturalizándolo, encasillándolo, y forzándolo a entrar en los estrechos moldes de la lucha partidaria por el poder. Por el contrario, Mises creía que la filosofía liberal debía ser una cultura general compartida por todos las corrientes y movimientos políticos coexistentes en una sociedad abierta y prodemocrática, una escuela de pensamiento que nutriera a los socialcristianos, los radicales, los socialdemócratas, los conservadores y los socialistas democráticos por igual. Hay mucho de verdad en esa teoría. De eso modo, en el pasado reciente, hemos visto casos de gobiernos conservadores, como los de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y José María Aznar, que impulsaron profundas reformas liberales. Al mismo tiempo, hemos visto a líderes presuntamente socialistas, como Tony Blair en Inglaterra, Ricardo Lagos en Chile, y actualmente José Mujica en Uruguay, que implementaron políticas económicas y sociales que sólo pueden ser calificadas como liberales.

Aunque el término «liberal» sigue siendo una mala palabra que todo latinoamericano políticamente correcto tiene obligación de detestar, desde hace un tiempo, hay ideas y actitudes esencialmente liberales que han comenzado a infiltrarse por derecha y por izquierda en el continente de las ilusiones perdidas. Eso explica por qué en años recientes, las democracias latinoamericanas no han colapsado ni han sido reemplazadas por dictaduras militares, a pesar de las crisis económicas, la corrupción y el fracaso de tantos gobiernos para alcanzar su potencial. Por supuesto que algunos siguen allí: Cuba tiene esos fósiles autoritarios, Fidel Castro y su hermano Fidel, que tras 54 años de esclavizar a su país, se han convertido en los líderes de la dictadura más larga de la historia latinoamericana, así como la desafortunada Venezuela, que de la mano del presidente Nicolás Maduro, el sucesor a dedo del comandante Hugo Chávez, sufre ahora las políticas estatistas y marxistas que muy pronto convertirán a Venezuela en una segunda Cuba. Pero son dos excepciones, y hay que enfatizarlo, en un continente que nunca antes había tenido una sucesión tan larga de gobiernos civiles surgidos de elecciones relativamente libres. Y existen casos interesantes y alentadores como el de Brasil, donde primero Lula da Silva y luego Dilma Rousseff, antes de llegar a la presidencia, abrazaron la doctrina populista, el nacionalismo económico y la tradicional hostilidad de la izquierda hacia los mercados, pero que tras asumir el poder, practicaron la disciplina fiscal y fomentaron la inversión extranjera, la inversión privada y la globalización, a pesar de que ambos gobiernos se sumieron en la corrupción, como ha ocurrido siembre con los gobiernos populistas, y finalmente fracasaron en la continuidad de la reforma.

Más que la revolución, el mayor obstáculo actual para el progreso en Latinoamérica es el populismo. Hay muchas maneras de definir «populismo», pero tal vez la más exacta sea que es una forma de demagogia social y económica que sacrifica el futuro de un país a favor de un presente efímero. Con un discurso fogoso imbuido de bravatas, la presidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner ha seguido el ejemplo de su marido, el fallecido presidente Néstor Kirchner, con nacionalizaciones, intervencionismo, controles y persecución de la prensa independiente, políticas que han llevado al borde la desintegración a un país que es, potencialmente, uno de los más prósperos del planeta. Otros tristes ejemplos de populismo son la Bolivia de Evo Morales, el Ecuador de Rafael Correa y la Nicaragua del comandante sandinista Daniel Ortega, quienes en varios aspectos, siguen implementando el centralismo del control estatal que tantos estragos ha causado en todo nuestro continente.

Pero son las excepciones y no la regla, como era hasta hace poco en Latinoamérica, donde no sólo se están desvaneciendo los dictadores, sino también las políticas económicas que mantuvieron a nuestros pueblos en el subdesarrollo y la pobreza. Hasta la izquierda se ha mostrado reacia a faltar a su palabra de privatizar las jubilaciones -ya se ha hecho en 11 países latinoamericanos, hasta la fecha-, mientras que la izquierda de Estados Unidos, más reaccionaria, se opone a la privatización de la seguridad social. Son todos signos positivos de cierta modernización de la izquierda, que sin reconocerlo, admite que el camino hacia el progreso económico y la justicia social pasa por la democracia y los mercados, algo que los liberales venimos predicando en el desierto desde hace mucho tiempo. De hecho, si la izquierda latinoamericana ha aceptado las políticas liberales, tanto mejor, por más que las disfracen de una retórica que lo niega. Es un paso hacia adelante que deja entrever que Latinoamérica finalmente se estaría deshaciendo del lastre de las dictaduras y el subdesarrollo. Se trata de un avance, al igual que el surgimiento de una derecha civilizada que ya no cree que la solución a los problemas es golpear la puerta de los cuarteles, sino más bien aceptar el voto y las instituciones democráticas y hacerlas funcionar.

Otra señal positiva del incierto escenario latinoamericano actual es que el acendrado y antiguo sentimiento antinorteamericano que recorría el continente ha disminuido notablemente. Lo cierto es que hoy, el sentimiento antinorteamericano es más fuerte en ciertos países de Europa, como Francia y España, que en México o Perú. Es cierto que la guerra en Irak, por ejemplo, movilizó a vastos sectores de todo el espectro político europeo, cuyo único denominador común parecía ser no el amor por la paz sino el resentimiento y el odio hacia Estados Unidos. En Latinoamérica, esa movilización fue marginal y estuvo prácticamente confinada a los sectores de la izquierda más radicalizada, aunque en los últimos días el apoyo de Estados Unidos a la invasión israelí a la Franja de Gaza y la feroz masacre de civiles ha revivido un sentimiento antinorteamericano que parecía haberse desvanecido.

Si la izquierda latinoamericana ha aceptado las políticas liberales, tanto mejor, por más que las disfracen de una retórica que lo niega

Ese cambio de actitud hacia Estados Unidos reconoce dos razones, una pragmática y otra del orden de los principios. Los latinoamericanos que conservan el sentido común entienden que por razones geográficas, económicas y estratégicas, las relaciones comerciales fluidas y sólidas con Estados Unidos son indispensables para nuestro desarrollo. Además, la política exterior norteamericana, en vez de apoyar a las dictaduras, como hacía en el pasado, ahora apoya sistemáticamente a las democracias y rechaza las tendencias autoritarias. Eso ha contribuido ostensiblemente a reducir la desconfianza y la hostilidad de las filas democráticas latinoamericanas frente a su poderoso vecino del norte.

Ese acercamiento y esa colaboración son cruciales para que Latinoamérica avance rápidamente en su lucha para eliminar la pobreza y el subdesarrollo.

En los últimos años, este liberal que habla ahora frente a ustedes se ha visto enredado con frecuencia en la controversia, por defender una imagen real de Estados Unidos, que las pasiones y los prejuicios políticos han deformado, en ocasiones, hasta el punto de la caricatura. El problema que enfrentamos quienes intentamos combatir esos estereotipos es que ningún país produce tanto material artístico e intelectual antinorteamericano como el propio Estados Unidos -país natal, no olvidemos, de Michael Moore, Oliver Stone y Noam Chomsky-, al punto que uno se pregunta si el antinorteamericanismo es uno de esos astutos productos de exportación fabricados por la C.I.A. para hacer posible que el imperialismo manipule ideológicamente a las masas del Tercer Mundo.

Antes, el antinorteamericanismo era especialmente popular en Latinoamérica, pero ahora se produce en algunos países europeos, especialmente en aquellos que se aferran al pasado que ya fue, y que se resisten a aceptar la globalización y la interdependencia de las naciones en un mundo en el que las fronteras, antes sólidas e inexpugnables, se han vuelto porosas y cada vez más difusas. Por supuesto que no todo lo que pasa en Estados Unidos es de mi agrado. Lamento, por ejemplo, que muchos estados todavía apliquen ese horror que es la pena de muerte, al igual que muchas otras cosas, como el hecho de que la represión está por encima de la persuasión en la lucha contra las drogas, a pesar de las lecciones que dejó la Prohibición. Pero en el balance de sumas y restas, creo que Estados Unidos es la democracia más abierta y funcional del mundo, y la que tiene mayor capacidad de autocrítica, que le permite renovarse y actualizarse más rápidamente en respuesta a los desafíos y las necesidades de un contexto histórico en cambio. Es una democracia que admiro justamente por lo que temía el profesor Samuel Huntington: una formidable mezcla de razas, culturas, tradiciones y costumbres, que han logrado coexistir sin matarse unas a otras, gracias a la igualdad ante la ley y la flexibilidad de un sistema que hace lugar en su seno para la diversidad, bajo el denominador común del respecto por la ley y por el otro.

En mi opinión, la presencia de 50 millones de personas de origen latinoamericano en Estados Unidos no amenaza la cohesión social o la integridad del país. Por el contrario, potencia a la nación, aportando una corriente de vitalidad cultural de enorme energía, en la cual la familia es un bien sagrado. Con su deseo de progreso, su capacidad de trabajo y su aspiración al éxito, esa influencia latinoamericana será de gran provecho para una sociedad abierta. Sin renegar de sus orígenes, esta comunidad se está integrando con lealtad y cariño a este nuevo país, y forjando fuertes vínculos entre las dos Américas. Y eso es algo de lo que puedo dar fe casi en carne propia.

Cuando mis padres ya no eran jóvenes, se convirtieron en dos de esos millones de latinoamericanos que emigraron a Estados Unidos en busca de oportunidades que su país no les ofrecía. Vivieron en Los Ángeles durante casi 25 años, ganándose la vida con sus manos, algo que nunca habían tenido que hacer en Perú. Durante muchos años, mi madre fue obrera textil en una fábrica llena de mexicanos y centroamericanos, entre los cuales hizo excelentes amigos. Cuando murió mi padre, pensé que mi madre regresaría a Perú, como él le había pedido. Pero ella decidió quedarse, vivir sola, e incluso solicitó y obtuvo la ciudadanía estadounidense, algo que mi padre nunca quiso hacer. Más tarde, cuando los achaques de la edad la obligaron a volver a su tierra natal, siempre recordó Estados Unidos como su segunda patria, con orgullo y gratitud. Para ella, nunca hubo incompatibilidad en sentirse peruana y estadounidense al mismo tiempo: ni el menor atisbo de un conflicto de lealtades. Y creo que el caso de mi madre no es excepcional, y que hay millones de latinoamericanos que sienten lo mismo y que se transformarán en puentes vivientes entre dos culturas de un continente que hace cinco siglos fue integrado a la cultura occidental.

Tal vez este recuerdo sea más que una evocación filial. Tal vez, en este ejemplo veamos un atisbo del futuro. Soñamos, como suelen hacer los novelistas: un mundo libre de fanáticos, terroristas y dictadores, un mundo de distintas razas, credos y tradiciones, coexistiendo en paz gracias a la cultura de la libertad, en el que las fronteras sean puentes que hombres y mujeres pueden cruzar en pos de sus objetivos, y sin más obstáculo que su suprema y libre voluntad.

Entonces, ya no hará falta hablar de libertad, porque será el aire que respiramos, y porque todos seremos verdaderamente libres. El ideal de Ludwig von Mises de una cultura universal, imbuida de respeto por la ley y por los derechos humanos, se habrá hecho realidad.

 

Mario Vargas Llosa es Premio Nobel de Literatura y Doctor Honoris Causa de ESEADE.

Estudio responsabiliza a deformación del lenguaje del declive del liberalismo clásico

Por Belén Marty: Publicado el 9/7/14 en: http://es.panampost.com/belen-marty/2014/07/09/estudio-responsabiliza-a-deformacion-del-lenguaje-del-declive-del-liberalismo-clasico/

 

“Permitiendo a cada hombre perseguir su propio interés, a su manera, bajo la noción liberal de la igualdad, la libertad y la justicia”, decía Adam Smith. Pero, ¿las palabras libertad, igualdad y justicia significan hoy lo mismo que a finales del siglo XIX? Daniel Klein, profesor de economía de la George Mason University, lanzó ayer en conjunto con el Instituto Adam Smith el sitio web Lenguaje perdido, Liberalismo perdido (Lost Language, Lost Liberalism o 4L) para abordar el alcance de los cambios semánticos de estos conceptos en relación con el declive en la popularidad del liberalismo clásico.

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4L busca desentrañar el camino de la transformación que sufrió el discurso occidental especialmente entre 1880 y 1940. Desde el análisis de la evolución semántica de palabras claves como “liberal” (hoy en América del Norte este término alude a un “progresista”), “equidad”, “justicia” y “libertad”, el sitio web analiza con cuadros comparativos y evolutivos cómo el término fue modificando su sentido a lo largo de los años y en qué períodos se utilizaron con mayor frecuencia esas palabras. Por ejemplo, la palabra democracia—explica 4L—evolucionó hasta tener las miles de facetas que tiene ahora, pero tuvo su pico en menciones alrededor de 1945.

Los términos derechosigualdadpropiedad, o contratos, acuñados a finales del siglo XIX, guardaban el significado del arco clásico del liberalismo. Sin embargo, con el tiempo, su significado mutó hacia nociones colectivistas que favorecen un mayor rol del Estado, particularmente en cuanto a los asuntos sociales.

Según la investigación, el cambio fue impulsado principalmente por las nuevas generaciones que comenzaron a utilizar las viejas palabras pero con un nuevo capital simbólico.

Asimismo, la iniciativa describe que hubo autores colectivistas que le fueron “robando” el significado original a estos términos. Mientras algunos hacían alarde de esta innovación, otros rechazaron estas mutaciones semánticas. En el sitio web puede verse el debate de estas batallas lingüísticas.

“En Estados Unidos, la corriente principal de la cultura política —representada por, entre otras, las escuelas infantiles, colegios y universidades, otras instituciones gubernamentales, así como la mayor parte de los grandes medios de comunicación— no encuentra tracción en ideas y argumentos más profundos. Metafóricamente hablando, son cómplices de una gran traición que se remonta más de 100 años. Lo que se ha traicionado es, como decía Smith, ‘el plan liberal de la igualdad, la libertad y la justicia’”, cita el sitio en su introducción.

Ricardo Avelar, politólogo de la Universidad Francisco Marroquín, sostiene que “la batalla semántica es importantísima para quienes creemos en la libertad. Hay principios tan profundos y su contenido es vaciado cuando se prostituyen estas palabras.” Para Avelar, “los gobiernos populistas hablan de libertades, cuando realmente son ellos quienes quieren administrar para qué es libre un ciudadano”.

Libertad y justicia, dos de los términos redefinidos por los colectivistas

El sentido clásico de la palabra libertad, según describen en 4L, es el hecho de que otros no interfieran en tu vida (la libertad como contracara de la justicia) comprendida desde el punto de vista de un concepto de propiedad atomista e individualista. Por el contrario, en el sentido actual puede entenderse como una política estatal activa, o como los derechos establecidos por el gobierno (las “libertades civiles”).

“Obviamente, un individuo no va a entender el valor profundo de la libertad si cuando se la han vendido se la vendieron mal, limitada, sujeta al capricho de un político”, concluye Avelar.

Lo mismo sucede con justicia. La palabra original estaba relacionada con la abstención de violar la propiedad de otras personas mientras que hoy, dada su evolución, se condice con el término de justicia social con un sentido distributivo, cercano a la noción de la propiedad colectiva.

La batalla por recuperar los términos originales

Para Klein hoy estamos todavía atrapados en la turbulencia de estos cambios y debemos recobrar el significado y la cultura del liberalismo original. Para entender donde está parado el liberalismo, la clave está —sostiene el académico— en aproximarnos a las palabras y analizar su evolución semántica.

Mediante una profunda investigación de la situación actual, el docente invita a todos los defensores del liberalismo clásico a comenzar con la difusión del conocimiento de los significados originales para luego convertirlo en temas de discusión.

“Las personas deciden cómo se usa la semántica en la práctica. Tenemos que abordar a la gente y decirle: ¿Usted ha pensado en la semántica que usted practica cuando habla o escribe? Una vez que despertemos a la gente, van a poder ver la importancia de la semántica y empezar a pensar en ello”, le comentó Klein a PanAm Post.

Según explica el académico en sus reflexiones, hoy los conceptos de libertad y justicia son gran tabú en la arena socialista y colectivista, pero a pesar del sabotaje del que son víctimas diariamente, les es muy difícil socavar del todo el concepto original.

“Nuestra cultura no ha arrancado del todo los principios de la libertad; nuestra civilización no es una masa amorfa sin espinas. Pero es realmente una verdadera pena lo que se ha debilitado la espina dorsal de la civilización liberal, que ha sido fracturada y abusada”, concluyó.

 

Belén Marty es Lic. en Comunicación por la Universidad Austral. Actualmente cursa el Master en Economía y Ciencias Políticas en ESEADE. Conduce el programa radial “Los Violinistas del Titanic”, por Radio Palermo, 94,7 FM.