Pensamientos sobre la maldición de la guerra

Por Alberto Benegas Lynch (h) Publicado el 6/03/21 en: https://www.infobae.com/opinion/2021/03/06/pensamientos-sobre-la-maldicion-de-la-guerra/

El ansia de poder político, los nacionalismos y la intolerancia religiosa han sido y son las causas principales de los enfrentamientos armados entre naciones

Juan Bautista Alberdi

Juan Bautista Alberdi

Los humanos necesitamos de vez en cuando hacer un alto en el camino y repensar lo que se está haciendo en nombre de la humanidad. Es el caso de la guerra que viene de tiempos inmemoriales. He escrito antes sobre este asunto pero estimo es el momento de volver a hacerlo e intentar un balance a raíz del actual bombardeo a Siria ordenado por Biden y de las injustificadas guerras anteriores y las que vendrán. En la antigüedad, los vencidos eran masacrados por las fuerzas victoriosas en la contienda. Los adultos eran degollados, las mujeres profetizaban con las entrañas de los muertos, se construían cercos con los huesos de los derrotados y los niños eran sacrificados para rendir culto a los dioses. Luego, en un proceso evolutivo, los ejércitos vencedores tomaban como esclavos a sus prisioneros (“herramientas parlantes” como se los denominaba, haciendo uso de una terminología que revelaba la barbarie del procedimiento)

Mucho más adelante, se fueron estableciendo normas para el trato de prisioneros de guerra que finalmente fueron plasmadas en las Convenciones de Ginebra y, asimismo, fueron suscitándose debates aún no resueltos sobre temas tales como la “obediencia debida” y los “daños colaterales”. En el primer caso, algunos sostienen con razón que si bien en la cadena de mando no tiene sentido permitir la deliberación y la discusión de las órdenes emanadas de la jerarquía militar y menos en plena trifulca pero hay un límite que no puede sobrepasarse. Es decir, tratándose de órdenes aberrantes no puede alegarse la “obediencia debida” como excusa para cometer actos inaceptables para cualquier conducta decente, aun en la guerra.

El segundo caso alude a la matanza, la mutilación o el daño a personas que nada tienen que ver en la contienda y la destrucción de bienes que pertenecen a inocentes. Esto se ha dado en llamar “daños colaterales” por los que se argumenta deben responder penalmente los agresores. Porque solo se justifica la defensa propia, esto es, el repeler un ataque pero nunca se justifica una acción ofensiva y tras la máscara de los daños colaterales se esconde no simplemente la mera acción defensiva, sino el uso de la fuerza para propósitos de agresión. En este sentido, el cuadro de situación es el mismo que cuando se asalta un domicilio: los dueños del lugar tienen el derecho a la defensa propia pero si llegaran a matar o herir a vecinos que nada tienen que ver con el atraco, se convierten de defensores en agresores por lo que naturalmente deben hacerse responsables.

Resulta que en medio de estos debates para limitar y, si fuera posible, eliminar las acciones extremas que ocurren en lo que de por sí ya es la maldición de una guerra, aparece la justificación de la tortura por parte de gobiernos considerados baluartes del mundo libre, ya sea estableciendo zonas fuera de sus territorios para tales propósitos o expresamente delegando la tortura en terceros países, con lo que se retrocede al salvajismo mas cavernario.

Cesare Beccaria (1764), el pionero del derecho penal, afirmaba en De los delitos y de las penas que “Un hombre no puede ser llamado reo antes de la sentencia del juez […] ¿Qué derecho sino el de la fuerza será el que de potestad al juez para imponer pena a un ciudadano mientras se duda si es reo o inocente? No es nuevo este dilema: o el delito es cierto o es incierto; si es cierto, no le conviene otra pena que la establecida por las leyes y son inútiles los tormentos porque es inútil la confesión del reo; si es incierto, no se debe atormentar a un inocente, porque tal es, según las leyes, un hombre cuyos delitos no están probados […] Este abuso no se debería tolerar”.

Descender al nivel de la canallada para combatir a la canallada terrorista, convierte también en canallas a quienes proclaman la lucha contra el terror. Por este camino se pierde autoridad moral y la consecuente legitimidad. Michael Ignatieff nos dice en “Evil Under Interrogation” (2004) que “La democracia liberal se opone a la tortura porque se opone a cualquier uso ilimitado de la autoridad pública contra seres humanos y la tortura es la mas ilimitada, la forma mas desenfrenada de poder que una persona puede ejercer contra otra”. Explica que en situaciones límite es perfectamente legítima la defensa propia pero la tortura no solo ofende al torturado sino que degrada al torturador. Ignatieff sugiere que para evitar discusiones inconducentes sobre lo que es y lo que no es una tortura, deberían filmarse los interrogatorios y archivarse en los correspondientes departamentos de auditoria gubernamentales.

También en la actualidad se recurre a las figuras de “testigo material” y de “enemigo combatiente” para obviar las disposiciones de la antes mencionada Convención de Ginebra. Según el juez estadounidense Andrew Napolitano en Constitutional Chaos (2004) el primer caso se traduce en una vil táctica gubernamental para encarcelar a personas a quienes no se les ha probado nada pero que son detenidas según el criterio de algún funcionario del poder ejecutivo y, en el segundo caso, nos explica que al efecto de despojar a personas de sus derechos constitucionales se recurre a un subterfugio también ilegal que elude de manera burda las expresas resoluciones de la Convención de Ginebra que se aplican tanto para los prisioneros de ejércitos regulares como a combatientes que no pertenecen a una nación.

En diferentes lares se ha recurrido a procedimientos terroristas para combatir a las bandas terroristas. En lugar de la implementación de juicios sumarios, con la firma de actas y responsables, se optó por el asesinato y la inadmisible figura del “desaparecido” y la apropiación de bebes falsificando identidades. A través de estas formas tremebundas, eventualmente se podrá ganar una guerra en el terreno militar pero indefectiblemente se pierde en el terreno moral.

De mas está decir que lo dicho no justifica la bochornosa actitud de ocultar y apañar la acción criminal del terrorismo que no solo tiene la iniciativa sino que pretende imponer el totalitarismo cruel y despiadado que aniquila todo vestigio de respeto recíproco. No solo esto, sino que estos felones tampoco reconocen ciertos terrorismos de estado, por ejemplo el impuesto a rajatabla en la isla-cárcel cubana durante más de seis décadas. Esta grotesca hemiplejia moral está basada en el desconocimiento más palmario del derecho y en una burla truculenta a la convivencia civilizada.

Curiosamente, en algunos casos, para combatir al terrorismo que, como queda dicho, apunta a la liquidación de las libertades individuales, se opta por aniquilar anticipadamente dichas libertades a través de la detención sin juicio previo, el desconocimiento del debido proceso, se vulnera el secreto bancario, se permiten escuchas telefónicas y la invasión al domicilio sin orden de juez competente. Incluso se pretenden disminuir riesgos imponiendo documentos gubernamentales de identidad únicos, sin percibir que es el mejor método para acentuar la inseguridad ya que con solo falsificar esa documentación quedan franqueadas todas las puertas en lugar de aceptar registros cruzados y de múltiples procedencias. Tal como explica James Harper en Identity Crisis (2006), posiblemente se perciba este error si se sugiere que el gobierno establezca obligatoriamente una llave única para abrir la puerta de nuestro domicilio, la caja fuerte, la oficina, el automóvil y, además, provisto por una cerrajería estatal.

En el contexto de la defensa propia, puede presentarse el caso extremo y horripilante que el agresor recurra a escudos humanos para perpetrar su ataque. El derecho a la vida supone el de preservarla a través de los derechos de propiedad y de defenderla vía la antedicha defensa propia. En el caso que ahora nos ocupa, si no fuera aceptable moralmente contrarrestar el ataque debido a los escudos humanos, desaparecería la posibilidad de la defensa propia con lo que desaparece el derecho a la vida, lo cual, a su vez, torna imposible la existencia de todo derecho. Sin duda que árbitros y jueces imparciales analizarán el caso y se resultaba posible ejercer el derecho a la defensa propia sin afectar a los escudos humanos, pero el recurrir a semejante medio para agredir responsabiliza al agresor por las consecuencias de la acción doblemente criminal puesto que está agrediendo a las víctimas del asalto y a los escudos humanos.

En algunas oportunidades se suele hacer referencia a las sociedades primitivas con cierto dejo peyorativo, sin embargo, algunas de ellas ofrecen ejemplos de civilidad como es el caso de los aborígenes australianos que circunscribían los conflictos armados a las luchas entre los jefes, o los esquimales que los resolvían recitando frente a la asamblea popular según la resistencia de cada bando en pugna, tal como relata Martin van Creveld en Rise and Fall of the State (1999). Es para atender con cuidado lo de los aborígenes australianos porque si hoy se aplicara esa tesitura las guerras serían prácticamente inexistentes ya que a los comandantes en jefe por lo general les gusta estar bien pertrechados y a buen resguardo mientras alardean sobre las bienaventuranzas del arrojo y el espíritu de lucha. No es novedoso este proceder, ya Kant había consignado en La paz perpetua (1795) que, habitualmente, en la práctica “El jefe del Estado no es un conciudadano, sino un amo y la guerra no perturba en lo mas mínimo su vida regalada.”

Las guerras aparecen hoy entre naciones, no sabemos si en el futuro tendrán cabida estas concepciones políticas ya que la aventura humana es un proceso en constante estado de ebullición y abierto a posibles refutaciones. Solo podemos conjeturar que las divisiones y fraccionamiento del planeta en jurisdicciones territoriales, por el momento, a pesar de las extralimitaciones observadas (lo relevante es imaginarse los contrafácticos), hacen de reaseguro para los fenomenales riesgos de concentración de poder que habría en caso de un gobierno universal. Desde luego que de este hecho para nada se desprende la absurda xenofobia por la que las fronteras se toman como culturas alambradas e infranqueables para el tránsito de personas y el comercio de bienes.

En 1869 la Ligue Internationale et Permanénté de la Paix de Francia, organizó un concurso para premiar al mejor libro sobre la guerra. Juan Bautista Alberdi preparó El crimen de la guerra para tal fin pero no llegó a completar la obra y, a su muerte, en París, el escrito fue encontrado entre sus papeles personales y fue publicado en sus escritos póstumos en 1895. En ese trabajo, entre otras cosas, leemos que “el derecho de la guerra, es decir el derecho del homicidio, del robo, del incendio, de la devastación en la más grande escala posible; porque esto es la guerra, y si no es esto la guerra no es guerra […] un sarcasmo contra la civilización […] La guerra es el crimen de los soberanos”. Respecto de la defensa propia, Alberdi escribe en la misma obra que “La guerra no puede tener más que un fundamento legítimo, y es el derecho de defender la propia existencia. En este sentido del derecho de matar, se funda en el derecho de vivir, y solo en defensa de la vida se pude quitar la vida”.

No ayuda para nada al clima de pacificación que a los niños cotidianamente se los haga cantar a voz en cuello himnos guerreros en los colegios y que sus padres suelan regalarles soldaditos, ametralladoras de juguete y granadas para divertirse con sus amiguitos, quienes, en sus ratos de esparcimiento, y después de las tareas escolares -que no es infrecuente que consistan en memorizar la enumeración de armamentos con que contaban distintos ejércitos en conflicto- muchas veces se encierran a jugar videojuegos donde se desatan competencias desenfrenadas para ver quien extermina a más gente.

En el magnífico segundo epílogo de La guerra y la paz (1869), Tolstoy se queja por la costumbre de historiadores que se limitan a “describir la actividad de individuos que gobiernan a la gente y consideran que la actividad de esos hombres representan la actividad de toda la nación […] La historia moderna no debería estudiar la manifestación del poder sino las causas que lo engendran”.

El ansia de poder político, los nacionalismos y la intolerancia religiosa han sido y son las causas principales de las guerras. Las delimitaciones territoriales de aquel concepto dieciochesco de nación fueron y son establecidas por las acciones bélicas, cuando no los meros accidentes de la geografía. Aldous Huxley apunta en La situación humana (1959) que “No podemos decir que un país es una población que ocupa un área geográfica determinada, porque se dan casos de países que ocupan áreas vastamente separadas […] No podemos decir que un país está necesariamente relacionado con una sola lengua, porque hay muchos países que la gente habla muchas lenguas […] Tenemos la definición de un país como algo compuesto de una sola estirpe racial, pero es harto evidente que esto resulta inadecuado, aun si pasamos por alto el hecho que nadie conoce exactamente que es una raza […] Por último, la única definición que la antigua Liga de Naciones pudo encontrar para una nación era que es una sociedad que posee los medios para hacer la guerra”. Es por ello que Arthur Koestler concluye (1983) que, a pesar de que se vocifera que las guerras se hacen “para que no hayan más guerras, […] no se puede jugar indefinidamente a la ruleta rusa”. Tengamos muy en cuenta que, como bien dice el actor en Lord of War, “nada hay más costoso para un traficante de armas de guerra que la paz” y en la vereda de enfrente Antoine de Saint-Exupéry ha consignado que “el amor tiene la característica que crece cuando se reparte”.

Alberto Benegas Lynch (h) es Dr. en Economía y Dr. en Ciencias de Dirección. Académico de la Academia Nacional de Ciencias Económicas, fue profesor y primer rector de ESEADE durante 23 años y luego de su renuncia fue distinguido por las nuevas autoridades Profesor Emérito y Doctor Honoris Causa. Es miembro del Comité Científico de Procesos de Mercado, Revista Europea de Economía Política (Madrid). Es Presidente de la Sección Ciencias Económicas de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires, miembro del Instituto de Metodología de las Ciencias Sociales de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, miembro del Consejo Consultivo del Institute of Economic Affairs de Londres, Académico Asociado de Cato Institute en Washington DC, miembro del Consejo Académico del Ludwig von Mises Institute en Auburn, miembro del Comité de Honor de la Fundación Bases de Rosario. Es Profesor Honorario de la Universidad del Aconcagua en Mendoza y de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas en Lima, Presidente del Consejo Académico de la Fundación Libertad y Progreso y miembro del Consejo Asesor de la revista Advances in Austrian Economics de New York. Asimismo, es miembro de los Consejos Consultivos de la Fundación Federalismo y Libertad de Tucumán, del Club de la Libertad en Corrientes y de la Fundación Libre de Córdoba. Difunde sus ideas en Twitter: @ABENEGASLYNCH_h

Defender la libertad es tarea y responsabilidad de todos

Por Alberto Benegas Lynch (h) Publicado el 19/3/20 en: https://www.lanacion.com.ar/opinion/defender-la-libertad-es-tarea-y-responsabilidad-de-todosdefender-la-libertad-es-tarea-y-responsabilidad-de-todosirilisis-dolorti-scilla-alit-ulla-facilla-feu-feugait-la-feu-facil-nid2344922

 

El respeto recíproco es la base de la sociedad civilizada, pero, aunque parezca una conquista ya garantizada, es algo por lo que hay que trabajar cada día

Es muy pertinente -más en los momentos que corren- subrayar la importancia de que cada uno de los adultos (no digo todos porque, como decía Borges, «cada uno es una realidad, mientras que todos es una abstracción») asuma la responsabilidad de contribuir a que se lo respete. El respeto recíproco no es algo que provenga de las nubes y caiga automáticamente sobre los humanos. Requiere estudio, comprensión y fundamentación. Es la base de la sociedad civilizada. Se presenta como algo evidente, pero cuando comienzan los debates sobre políticas concretas asoman las tensiones y los conflictos que desembocan en faltas de respeto sistemáticas.

Los Padres Fundadores en EE.UU. machacaban: «El precio de la libertad es su eterna vigilancia», y para ser libre es indispensable contribuir al permanente mantenimiento de la libertad. Alexis de Tocqueville escribía que es común que en países de gran progreso la gente diera eso por sentado, momento fatal pues la esclavitud está a la vuelta de la esquina. Y no se trata necesariamente de la esclavitud de la antigüedad, sino de la moderna: la dependencia de los aparatos estatales para todo lo relevante en la vida. Los Espartacos modernos son los que contribuyen al respeto recíproco.

No es admisible que la gente se recline en sus butacas en una especie de teatro inmenso que ocupa una multitudinaria audiencia esperando que los que están en el escenario les resuelvan los problemas. Este es un buen modo para que el teatro se desmorone encima de los espectadores, que solo aplauden o abuchean, pero que no tienen rol activo. No importa a qué se dedique cada cual: el baile, la jardinería, la literatura, la economía o el derecho; cada uno es responsable de contribuir con su tiempo, con sus recursos o con ambas cosas al mismo tiempo para estudiar y difundir los principios y valores de una sociedad civilizada.

Conjeturo que si todos los que se dicen partidarios de la libertad procedieran en consecuencia, el mundo no se vería envuelto en los problemas graves que hoy padece con los crecientes nacionalismos, xenofobias, cargas impositivas insoportables, deterioros monetarios crecientes, deudas gubernamentales astronómicas y regulaciones asfixiantes, todo para financiar un Leviatán desbocado que en lugar de proteger derechos los conculca.

¿Cómo puede calificarse la irresponsabilidad de las actitudes pasivas? No es condenable que cada uno se ocupe de sus intereses personales, es loable y necesario para la división del trabajo y la prosperidad, pero no es aceptable que solo hagan eso. O, en todo caso, es necesario que se percaten de que está también en su interés personal el velar por el respeto de cada cual. Es urgente que cada uno tome la posta y no la delegue en el vecino. No hay pretexto posible que justifique el suicidio colectivo que surge de la apatía y el negacionismo o, en todo caso, de limitarse a algún comentario crítico a la hora del almuerzo para luego volver a las andadas: ocuparse de lo que está cerca de la nariz y abandonar la faena de hacer de escudo protector al efecto de que los vándalos no ocupen todos los espacios.

Incluso hay quienes frente a peligros extremos dicen que se mudarán a otro país para repetir la experiencia y ser free riders de otros que se esfuerzan por contener la hecatombe. Finalmente, si las cosas siguen así, no habrá otro lugar que el mar para ser devorados por los tiburones, pues las agendas se van corriendo a pasos agigantados si nos guiamos por muchos de los acontecimientos más sobresalientes de nuestra época.

Afortunadamente, no todos se comportan irresponsablemente: los hay que se preocupan y ocupan del problema, pero no son suficientes. Al contrario de lo que ocurre con las izquierdas, que trabajan denodadamente y son perseverantes en sus propósitos de colectivización.

Hay un libro escrito por Norbert Bilbeny titulado El idiota moral , que principalmente está dirigido a la monstruosa canalllada nazi, pero allí se consigna que «la necedad constituye un enemigo más peligroso que la maldad. Ante el mal podemos al menos protestar, dejarlo al descubierto y provocar en el que lo ha causado alguna sensación de malestar. Ante la necedad, en cambio, ni la protesta surte efecto. El necio deja de creer en los hechos [?] El mal capital de nuestro siglo tiene su causa en la apatía moral».

Y nuevamente reiteramos: no es que sea ilícito el desear y buscar una vida feliz, rodeada de afectos en el contexto del autoperfeccionamiento y de otras ocupaciones privadísimas. Este es el objeto de la vida, pero para esa meta muy razonable es indispensable ocuparse de los medios que permitirán aquellos logros. Es inadmisible que se alegue desconocimiento, deben llevarse a cabo las tareas necesarias para contar con las argumentaciones que demanda el debate. Lo otro es pura comodidad mal entendida, pues así se prepara la debacle. Edmund Burke con razón ha sentenciado que «todo lo que se necesita para que las fuerzas del mal triunfen es que haya un número suficiente de personas de bien que no hagan nada».

Nos dice Bilbeny en su obra: «La locura ha dejado lugar a la razón de Estado [?] La apatía moral es competencia del individuo, aunque se multiplique por cien mil y adquiera la forma del decreto». En el contexto de esta nota periodística puede aparecer como extremo tildar de idiota moral al que se desentiende de los embrollos del momento, pero mirado de cerca no es así, puesto que el problema que tenemos entre manos es grave, y con solo revertir la apatía podríamos enderezarlo. Es la esperanza de producir un sacudón en los callados frente al peligro y mostrar que la situación podría ser luminosa si cada uno asumiera su rol de frenar los avances del espíritu autoritario. No hay posibilidad de esconderse ni de escapar a este llamado. Entre las acepciones de la palabra idiota, en el diccionario se encuentra: poco inteligente, fatuo, necio, ignorante, que incomoda con sus palabras o acciones. En nuestro caso lo circunscribimos al desconocimiento de la conducta moral en el ámbito mencionado. Muchos de los abstemios en estas cuestiones son personas de gran valía, lo cual es una razón adicional para involucrarlos en la contienda contra el abuso y el atropello a las autonomías individuales.

En medio de tanto desacierto, hay un aspecto en el que ha hecho estragos el llamado positivismo legal, que apunta a que cualquier cosa en cualquier sentido que promulgue el legislador debe aceptarse, en lugar de interiorizarse de los mojones o puntos de referencia extramuros de la norma positiva para que tenga sentido la Justicia. Ya que estamos comentando un aspecto del libro de Bilbeny, es del caso mostrar que los juicios de Núremberg reflejan el aserto debido a la inmediata abrogación de las leyes criminales de los nazis.

El mismo autor nos recuerda que el abominable Hitler ha enfatizado que «la conciencia es un invento de los judíos», pero es una condición inherente al ser humano y debe ser revisada en el caso que nos ocupa al efecto de despertar la carga ineludible de obligación moral que a todos nos incumbe. Por su parte, Gustave Thibon en El equilibrio y la armonía nos enseña que «Mientras más pisos se añaden a un edificio, más hay que vigilar los cimientos».

 

Alberto Benegas Lynch (h) es Dr. en Economía y Dr. en Ciencias de Dirección. Académico de la Academia Nacional de Ciencias Económicas, fue profesor y primer rector de ESEADE durante 23 años y luego de su renuncia fue distinguido por las nuevas autoridades Profesor Emérito y Doctor Honoris Causa. Es miembro del Comité Científico de Procesos de Mercado, Revista Europea de Economía Política (Madrid). Es Presidente de la Sección Ciencias Económicas de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires, miembro del Instituto de Metodología de las Ciencias Sociales de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, miembro del Consejo Consultivo del Institute of Economic Affairs de Londres, Académico Asociado de Cato Institute en Washington DC, miembro del Consejo Académico del Ludwig von Mises Institute en Auburn, miembro del Comité de Honor de la Fundación Bases de Rosario. Es Profesor Honorario de la Universidad del Aconcagua en Mendoza y de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas en Lima, Presidente del Consejo Académico de la Fundación Libertad y Progreso y miembro del Consejo Asesor de la revista Advances in Austrian Economics de New York. Asimismo, es miembro de los Consejos Consultivos de la Fundación Federalismo y Libertad de Tucumán, del Club de la Libertad en Corrientes y de la Fundación Libre de Córdoba. Difunde sus ideas en Twitter: @ABENEGASLYNCH_h

América le da una mano a Europa en su momento más difícil

Por Guillermo Luis Covernton: Publicado el 13/11/15 en: http://esblog.panampost.com/guillermo-covernton/2015/11/18/america-le-da-una-mano-a-europa-en-su-momento-mas-dificil/?utm_content=buffer6d3f2&utm_medium=social&utm_source=twitter.com&utm_campaign=buffer

 

 

Mostremosle el camino y ayudémoslos a entender lo que sus tradiciones, historia y costumbres les han negado a lo largo de la historia

La sucesión de hechos de sangre, sincronizados y coordinados, que sufrieron el pasado viernes, 13 de noviembre, los parisinos ha generado una ola masiva de manifestaciones públicas. Condolencias, lamentaciones, expresiones de piedad y de dolor. Pero también críticas a políticas migratorias, de control de armas, cuestionamientos a la vigencia de los derechos civiles y a políticas de seguridad y de integración internacional, entre muchas otras.

La situación se mostró dantesca: jóvenes de entre 15 y 18 años, corriendo entre el público con armas automáticas militares y bombas, en restaurantes, teatros, estadios deportivos y las calles, asesinando indiscriminadamente a personas que ni siquiera conocían y contra las que no tenían ningún motivo personal para segar sus vidas.

La pregunta obligada es ¿por qué?

Sólo podemos enfrentar las amenazas que conocemos y entendemos. Del mismo modo que el científico sólo puede vencer a la enfermedad que ha estudiado

La verdadera materia de estudio del economista es la acción humana. Entender por qué los hombres actúan del modo en que lo hacen. Cómo operan las escalas de valores subjetivas de cada individuo, los incentivos y la elección de medios y fines.

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Todavía no hay ninguna explicación posible para justificar los ataques terroristas del Estado Islámico ocurridos en París. (Twitter)

Las personas que actuaron ayer en París no buscaban matar a las personas que murieron, ni influir en su voluntad de modo alguno. Buscaban atacar las instituciones, al Gobierno de un país, y torcer su voluntad, obligando a un Gobierno elegido de forma democrática a actuar de una manera diferente. Pretenden poner de rodillas a una nación entera y obligarla a cumplir con la voluntad de los atacantes islamistas. Su accionar es extorsivo. Su advertencia es clara: si no cambian sus políticas, seguiremos atacando.

¿Quiénes son los atacantes? El Estado Islámico, una organización que pretende ocupar el territorio de la mayor cantidad de países que pueda. En Asia Menor, África y aún en Europa. Para imponer allí la sharía, la ley islámica, un cuerpo de normas que se inmiscuye en los aspectos más íntimos y personalísimos de los seres humanos, condicionando su forma de vida, su educación, la forma de educar, tratar y valorar a la mujer, las ramas del comercio que se han de permitir, las religiones que se han de practicar (sólo una) y un sinnúmero de costumbres mundanas mucho menos relevantes, pero que afectan de igual modo la individualidad y la autonomía de la voluntad.

En definitiva, una banda armada, sin piedad, ni respeto por las normas de conducta y las leyes libremente aceptadas y elegidas por el país, asesina, amenaza y extorsiona, para imponer su voluntad a una nación soberana. Financiados y entrenados desde el exterior. Con el claro objetivo de afectar los mecanismos de decisión democrática y los derechos individuales de los ciudadanos, que son inherentes a la persona humana, por su condición de tal, y cuyo reconocimiento caracteriza a nuestra cultura y valores.

La táctica apunta a dividir, socavar los cimientos de legitimidad del Gobierno de los países a los que atacan. De esta manera, pretenden generar reacciones frente a políticas que, hasta los ataques, eran masivamente aceptadas, en un contexto social donde impera el Estado de derecho, la república democrática y los valores de occidente cristiano.

La tolerancia al extranjero, la aceptación de las diferencias, la discusión y respeto por el disenso, la libertad de culto, de comercio, de educación, de prensa y de educar a los hijos como sus padres lo consideren mejor son algunos ejemplos.

Nada de esto es aceptado por los atacantes. En los territorios donde se han impuesto por la fuerza de las armas, el saqueo de las riquezas de los invadidos es la fuente de financiamiento, las mujeres de los sometidos son una mercadería para sobornar a sus mercenarios apátridas, los lugares de culto y las costumbres religiosas son borradas y su reivindicación es causa de martirio.
Europa está consternada, sorprendida y perpleja. No lo esperaban ni lo conocían.

Nuestro deber moral es apoyarlos, ayudarlos y hacerles entender. Cuando América Latina y África sufrieron la misma amenaza, en las décadas de 1960 y 1970, la Europa culta y progresista no nos comprendió. Guerrilleros asesinos eran entrenados y equipados en países totalitarios, con fondos conseguidos mediante la confiscación y el saqueo de países oprimidos, en donde no existía ni la democracia, ni la república, ni los derechos individuales. Y mientras la prédica marxista buscaba extorsionar y esclavizar a nuestros países Europa se mostraba indiferente, sino cómplice.

No cometamos el mismo error. Ayudémoslos a entender y a superar la amenaza.

Sólo los americanos podemos mostrarles el camino. Sólo nuestras repúblicas democráticas, nuestras constituciones liberales, nuestro respeto por las costumbres, religiones y formas de vida diferentes pueden ayudar en este trance espantoso.

Los nacionalismos, la xenofobia, la intolerancia, la condena previa al inocente, el cierre de las fronteras y el comercio son las herramientas del islamismo. Todas costumbres y disvalores muy difundidos en la vieja Europa. Un continente que empezó a mirar con cierto interés a los valores de la América que se emancipó mucho antes que ellos de ese yugo, y con éxito, sólo cuando las dos mayores guerras que jamás vio el mundo los dejaron exhaustos y aterrados.

No cometamos el mismo pecado. Mostrémosle el camino. Ayudémoslos a entender lo que sus tradiciones, historia y costumbres les han negado.

Lo único que hace a alguien ciudadano de una de nuestras democracias, es la adscripción sin ambages ni reservas a los valores de nuestras constituciones. La aceptación incuestionable de los valores de la libertad. La sumisión absoluta al imperio de la ley, es decir el estado de derecho, y el respeto por las instituciones democráticas. Para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los que quieran poblar nuestro suelo.

 

 

Guillermo Luis Covernton es Dr. En Economía, (ESEADE). Magíster en Economía y Administración, (ESEADE). Es profesor de Macroeconomía, Microeconomía, Economía Política y de Finanzas Públicas en la Pontificia Universidad Católica Argentina, Santa María de los Buenos Aires, (UCA). Es director académico de la Fundación Bases. Preside la asociación de Ex alumnos de ESEADE.

Globalización, capitalismo e identidad

Por Gabriel Boragina. Publicado el 1/8/15 en: http://www.accionhumana.com/2015/08/globalizacion-capitalismo-e-identidad.html

 

Prevalece entre la opinión pública la idea de que el mundo económico se encuentra «globalizado» y no son pocos los personajes conocidos que han contribuido (y continúan haciéndolo) en pos de afianzar dicha creencia. Curiosamente, existen magnates de las finanzas que suelen ser tildados de «capitalistas» cuando poco o nada tienen de tales, como sucede con el caso de George Soros, que es uno de esos personajes:

«Soros publicó un artículo titulado “The Capitalist Threat”. En ese trabajo el autor sostiene que en el sistema prevalente hay “demasiada competencia” y una injustificada “creencia en la magia del mercado”. Asimismo, afirma que vivimos en “una verdadera economía global de mercado”. Sin embargo, debemos subrayar que la participación del estado en la renta nacional antes de la primera guerra mundial era entre el 3 y el 8% en países civilizados, mientras que hoy en día nos debatimos entre el 40% y el 50% lo cual implica que la gente debe trabajar más para el gobierno. Las tan cacareadas “reformas del estado” resultan anécdotas si se comparan con los referidos guarismos. Por otra parte, es interesante recordar que antes de 1914 no había tal cosa como pasaportes mientras que hoy renacen los nacionalismos atávicos y xenófobos que la emprenden contra los movimientos migratorios, y por ende nada tienen que ver con la llamada “globalización”. Más aún, las abultadas restricciones extra-zonales de los tratados de integración regional revelan que aún no se han entendido los postulados básicos del librecambio.”[1]

De donde deviene que en lugar de “una verdadera economía global de mercado” lo que en los hechos existe es una “una verdadera economía global del estado» o -mejor dicho quizás- «de los estados”, algo bastante diferente a lo que Soros y muchos como él «entienden» por el término «globalización». Ocurre que ha existido, de un tiempo a esta parte, una verdadera tergiversación de los términos, y la labor de pseudointelectuales no ha sido del todo ajena a esta tarea. Por otro lado, es común confundir el vertiginoso avance tecnológico habido en las últimas décadas con una correlativa «apertura» por parte de los gobiernos de sus economías. Pero, como bien destaca el Dr. Alberto Benegas Lynch (h), los colosales logros en las comunicaciones y la cibernética en general, se han conseguido a pesar de las restricciones con las que los gobiernos encorsetan la iniciativa privada y asfixian los emprendimientos libres y particulares, y no «gracias a» ninguna «acción positiva» de los «estados». Por supuesto que, si consideramos el periodo comprendido entre las dos guerras mundiales del siglo XX la situación era bastante peor a la de hoy. Pero, con todo, el agudo estatismo que caracterizó la época de las contiendas bélicas dejó una suerte de estatismo residual que acontecimientos tan importantes como la disolución de la URSS y la caída del Muro de Berlín no han conseguido del todo disipar.

«Se dice que hay un problema de “identidad nacional” con la globalización pero este es el resultado de un complejo de inferioridad. Cuando tomamos contacto con personas provenientes de otras culturas, cuando leemos libros que se escriben y se publican en otros lares o cuando escuchamos música compuesta en otras latitudes, enriquecemos nuestra identidad. La empobrecemos en la medida en que se estimule la autarquía y una especie de cultura alambrada. La cultura no es de aquí o de allá, simplemente es. La cultura engrosa el patrimonio de la humanidad. La pérdida de identidad ocurre más bien con la masificación, cuando se dice y se piensa lo que dicen y piensan otros sin tamizar, sin pensar y sin digerir, lo cual inevitablemente termina en vacíos y crisis existenciales de diverso tenor.»[2]

Deriva evidente que las críticas a la globalización no son más que otra forma de emprenderla contra el gran enemigo de los estatistas, esto es el librecambio, librecambio que incluye la autónoma movilidad de las personas a través de las fronteras y la de los bienes y servicios que estas desean libremente intercambiar. Nuevamente: hay una manifestación de xenofobia y nacionalismo detrás de tales quejas que conllevan un resentimiento -ya sea oculto o explícito- hacia lo foráneo. Lo que se contradice con el discurso «políticamente correcto» que continuamente perora sobre lo «incorrecto» de «discriminar» al punto del ridículo de llegar a crear una repartición estatal a tal efecto. Sin embargo, las incesantes apelaciones de los demagogos de turno sobre la necesidad de privilegiar lo «nacional y popular» se dan de bruces con sus perpetuas recusaciones hacia los que «discriminan» en cualquier sentido, ya que la arenga nacionalista y populista es claramente discriminatoria contra todo lo extranjero. En una época como la actual, donde reflotan los nacionalismos recurrentes y las muestras de xenofobia, aparece cuanto menos paradójico hablar de «globalización».

Hay -por otra parte- un aspecto que no es menor, y que es el que afecta a la educación, en particular a la universitaria:

«Ha impreso en los universitarios la conciencia de siempre depender del gobierno. Los universitarios han aprendido a odiar el capitalismo, no quieren saber nada de economías de mercado, libre competencia o globalización. Los universitarios de la UNAM saben quién es Carlos Marx, Lenin, Che Guevara; pero nunca han oído, ni leído una línea de Ludwig von Mises, Hayek, Friedman, Rothbard, Hoppe o Jesús Huerta de Soto. Profesores y alumnos de la UNAM se han proyectado como los grandes luchadores contra el neoliberalismo.»[3]

Si bien el autor citado arriba hace expresa referencia al caso de la UNAM (México), hay que decir que la situación no es demasiado diferente en el resto de las universidades estatales del mundo, en particular en Latinoamérica. Fenómeno típico -por otra parte- de la educación estatal. Se observa difícil concluir -ante semejante panorama- que en el mundo de nuestros días campea a sus anchas «el capitalismo».

[1] Alberto Benegas Lynch (h) Entre albas y crepúsculos: peregrinaje en busca de conocimiento. Edición de Fundación Alberdi. Mendoza. Argentina. Marzo de 2001. Pág. 418

[2] Alberto Benegas Lynch (h) «Economía y globalización». Conferencia pronunciada para los socios del Círculo de Armas, Buenos Aires, agosto 16 de 2000. pág. 4

[3] Santos Mercado Reyes. El fin de la educación pública. México. Pág. 116

 

Gabriel Boragina es Abogado. Master en Economía y Administración de Empresas de ESEADE.  Fue miembro titular del Departamento de Política Económica de ESEADE. Ex Secretario general de la ASEDE (Asociación de Egresados ESEADE) Autor de numerosos libros y colaborador en diversos medios del país y del extranjero.

LA CONTRACARA DEL SUEÑO AMERICANO

Por Alberto Benegas Lynch (h).

No basta con los desastres que ha provocado Bush II ni los estropicios de Obama respecto a los derechos individuales, ahora irrumpe en la escena política Donald Trump el exitoso agente inmobiliario que por esa razón cree que puede llevarse al mundo por delante con sus propuestas fascistas de gran repercusión en el público estadounidense.

En su discurso de cincuenta minutos de junio último desde el Trump Tower en Manhattan el personaje de marras lanzó parte de su campaña presidencial que por el momento, según las encuestas (frecuentemente sujetas a gruesos errores), lidera las preferencias en círculos republicanos.

Sus aseveraciones resultan por cierto inquietantes para cualquier persona mínimamente inclinada a los postulados de la  sociedad abierta. Desafortunadamente está en línea con los resurgimientos de los nefastos nacionalismos europeos de estos tiempos.

La emprendió contra la inmigración especialmente contra los mexicanos a quienes tildó de traficantes de drogas, violadores y criminales al tiempo que aseguró que construirá un muro muy alto que hará financiar a los propios mexicanos.

No recuerda que él mismo desciende de inmigrantes y que la tradición estadounidense se basó en la generosidad de recibir extranjeros con los brazos abiertos tal como se lee al pie de la Estatua de la Libertad en las conmovedoras palabras de Emma Lazarus y no tiene presente que tal como lo demuestran sobradas estadísticas y sesudas consideraciones sobre el tema que en general los inmigrantes tienen un gran deseo de trabajar y muestran gran empeño en sus destinos laborales (muchas veces hacen faenas que los nativos rechazan), son disciplinados y tienen gran flexibilidad para ubicarse en muy distintas regiones y sus hijos (pocos habitualmente) revelan altos rendimientos en los centros de educación.

Es que fascistas como Trump no tienen en cuenta que las fronteras solo tienen sentido para fraccionar el poder y carece por completo de sentido clasificar la competencia de las personas según donde hayan nacido y que todos debieran tener el derecho de trabajar donde sean contratados libremente sin restricción alguna. En verdad, el término moderno de “inmigración ilegal” constituye un insulto a la inteligencia. Solo deben ser bloqueados los delincuentes pero no dirigidos a inmigrantes (si fuera el caso) ya que los hay también entre los locales de cualquier país.

Por otro lado, el impedir que ingresen inmigrantes debido a que pueden recurrir al lamentable “Estado Benefactor” (una contradicción en términos ya que la violencia no puede hacer benevolencia) y, por ende, acentuar los problemas fiscales del país receptor, constituye un argumento pueril ya que esto se resuelve prohibiéndoles el uso de esos “servicios” al tiempo que no se les requeriría aporte alguno para solventarlos, es decir, serían personas libres.

El clima de xenofobia que producen posiciones como las de Donald Trump se sustenta en una pésima concepción del significado de la cultura puesto que mantiene que los de afuera “contaminan” la local. La cultura precisamente se forma de un constante proceso de entregas y recibos en cuanto a la lectura, la música, las vestimentas, la arquitectura y demás manifestaciones de la producción humana.

Además, la cultura es un concepto multidimensional: en una misma persona hay muy diversas manifestaciones y en la misma persona es cambiante (no es la misma estructura cultural la que tenemos hoy respecto a la que fue ayer).

También las declaraciones de este candidato presidencial adolecen de los basamentos del significado del mercado laboral a pesar de la soberbia y arrogancia que ponen de manifiesto sus declaraciones: cree que al ser empresario conoce bien el andamiaje económico (le sucede lo mismo que con banqueros que no tienen idea que es el dinero o con profesionales del marketing que no saben  que es el mercado). No comprende que en un mercado abierto nunca existe desocupación involuntaria, la cual se produce debido a la intervención de los aparatos estatales en la estructura salarial y que las innovaciones tecnológicas y el librecambio liberan recursos humanos y materiales para que se asignen en nuevos proyectos.

En este sentido, Trump afirma que hay que librar batallas comerciales contra los chinos y los japoneses (en este último caso se queja de modo muy agresivo al observar que no hay automóviles de fabricación estadounidense en Tokio y sandeces por el estilo que contradicen las más elementales razones económicas).

Con la petulancia que lo caracteriza a este mandamás de la construcción sugiere que lo dejen a él construir carreteras y puentes y cuando aborda el tema de la llamada seguridad social también desvaría puesto que en lugar de modificar el sistema de reparto actuarialmente quebrado, dice que él pondrá la suficiente cantidad de dinero que eliminará los problemas que aquejan estas políticas y lo mismo hará con las políticas de salud.

Por último, destacó en sus declaraciones su intención de activar aun más el rol de los militares en acciones bélicas en el resto del mundo.

Es que se reitera la falacia de la indebida extrapolación: porque sea un buen operador de la construcción no significa que sepa de otras áreas, del mismo modo que cuando surge un buen deportista del football y se le pide que opine de otros campos en los que no tiene el menor conocimiento. Einstein consignaba que “todos somos ignorantes, solo que en temas distintos”.

Hasta aquí los comentarios de Trump que preocupan tanto a personas responsables como el tres veces candidato a la presidencia estadounidense Ron Paul que lo considera un hombre “sumamente peligroso” y también es alentador que otros candidatos en la carrera presidencial como Marco Rubio y Ted Cruz manifiesten su alarma, asimismo afortunadamente hay muchos colegas empresarios que enfáticamente expresan su disconformidad con las bravuconadas de este comerciante millonario y el actual gobernador de Texas lo definió como “una mezcla tóxica de demagogia, mezquindad y absurdo” (incluso de Blasio, el alcalde de New York, acaba de anunciar que la ciudad no hará más negocios con su empresa de emprendimientos inmobiliarios).

Vale la pena ahora detenerse unos instantes en el significado del american way of life al efecto de protegerse -por contraste- de sujetos como el mencionado en esta nota periodística. Reproducción de pensamientos clave de figuras destacadas de Estados Unidos aclararán el punto sin necesidad de comentarios adicionales pero que son para leer con especial atención.

James Wilson, uno de los firmantes de la Declaración de la Independencia, redactor del primer borrador de la Constitución y profesor de derecho en la Universidad de Pennsylvania escribió que “En mi modesta opinión, el gobierno se debe establecer para asegurar y extender el ejercicio de los derechos naturales de los miembros y todo gobierno que no tiene eso en la mira como objeto principal, no es un gobierno legítimo” (“Of The Natural Rights of Individuales”, The Works of James Wilson, J.D. Andrews, ed., 1790/1896).

Thomas Jefferson por su parte aseveró que se necesita “un gobierno frugal que restrinja a los hombres que se lesionen unos a otros y que, por lo demás, los deje libres para regular sus propios objetivos” (The Life and Selected Writings of Thomas Jefferson, A. Koch & W. Penden, eds., 1774-1826/1944).

El general George Washington afirmó que “Mi ardiente deseo es, y siempre ha sido, cumplir con todos nuestros compromisos en el exterior y en lo doméstico, pero mantener a los Estados Unidos fuera de todo conexión política con otros países” (A Letter to Patrick Henry and Other Writings, R. J. Rowding, ed., 1795/1954) . En el mismo sentido, John Quincy Adams explicó que “América [del Norte] no va al extranjero en busca de monstruos para destruir. Desea la libertad y la independencia para todos. Es el campeón de las suyas. Recomienda esa causa general por el contenido de su voz y por la simpatía benigna de su ejemplo. Sabe bien que alistándose bajo otras banderas que no son la suya, aun tratándose de la causa de la independencia extranjera, se involucrará más allá de la posibilidad de salir de problemas, en todas las guerras de intrigas e intereses, de la codicia individual, de la envidia y de la ambición que asume y usurpa los ideales de libertad. Podrá se la directriz del mundo pero no será más la directriz de su propio espíritu” (“An Address Delivered On the Fourth of July”, 1821).

James Madison ha consignado que “El gobierno ha sido instituido para proteger la propiedad de todo tipo […] Éste es el fin del gobierno, sólo un gobierno es justo cuando imparcialmente asegura a todo hombre lo que es suyo” (“Property”, James Madison: Writings, J. Rakove ed., 1792/1999).

Y respecto al proceso electoral se pronunció en primer lugar Jefferson al advertir que “Un despotismo electo no fue el gobierno por el que luchamos” (Notes on Virginia, 1782), lo cual ha sido reiterado en diversas oportunidades y tiempos, por ejemplo, Samuel Chase, juez de la Corte Suprema de Justicia, en uno de sus fallos puntualizó que “Hay ciertos principios vitales en nuestros gobierno republicanos libres que determinan y prevalecen sobre un evidente y flagrante abuso del poder legislativo, como lo es autorizar una injusticia manifiesta mediante el derecho positivo, o quitar seguridad a la libertad personal, o a los bienes privados, para cuya protección se estableció el gobierno. Un acto de la legislatura (ya que no puedo llamarla ley), contrario a los grandes principios […] no puede considerarse ejercicio legítimo de autoridad legislativa” (1798, Calder v. Bull) y contemporáneamente también en un fallo de la Corte Suprema de Justicia se lee que “Nuestros derechos a la vida, a la libertad de culto y de reunión y otros derechos fundamentales no pueden subordinarse al voto, no dependen del resultado de ninguna elección”(1943, 319 US, 624).

Evidentemente un cuadro de situación muy diferente a lo que viene ocurriendo en Estados Unidos donde las regulaciones atropellan derechos de las personas, donde se decretan “bailouts” a empresarios irresponsables a costa de trabajadores que no cuentan con poder de lobby, donde la deuda gubernamental excede el cien por cien del producto, donde el gasto público es sideral y, sobre todo, donde el ejecutivo se ha convertido en una especie de gerente intruso que usurpa poderes en lugar de circunscribirse a la faena de guardián de derechos, a saber las funciones específicas establecidas por una sociedad abierta que respeta antes que nada las autonomías individuales tal como estipularon los Padres Fundadores de esa gran nación que hoy se está latinoamericanizando a pasos agigantados.

Leonard E. Read -el fundador en 1946 y primer presidente de la Foundation for Economic Education de New York- apuntó que “Hay sin embargo razones para lamentar que nosotros en América [del Norte] hayamos adoptado la palabra  ´gobierno´. Hemos recurrido a una palabra antigua con todas las connotaciones que tiene el ´gobernar´, el ´mandar´en un sentido amplio. El gobierno con la intención de dirigir, controlar y guiar no es lo que realmente pretendimos. No pretendimos que nuestra institución de defensa común debiera ´gobernar´ del mismo modo que no se pretende que el guardián de una fábrica actúe como el gerente general de la empresa” (Government: An Ideal Concept, 1954).

Alberto Benegas Lynch (h) es Dr. en Economía y Dr. en Ciencias de Dirección. Académico de la Academia Nacional de Ciencias Económicas, fue profesor y primer rector de ESEADE durante 23 años y luego de su renuncia fue distinguido por las nuevas autoridades Profesor Emérito y Doctor Honoris Causa.

El derecho a decidir

Por Mario Vargas Llosa. Publicado el 21/9/13 en http://elpais.com/elpais/2013/09/20/opinion/1379685024_791852.html

El mejor artículo que he leído sobre el tema del independentismo catalán, que, aunque parezca mentira, está hoy en el centro de la actualidad española, lo ha escrito Javier Cercas, que es tan buen novelista como comentarista político. Apareció en El País Semanal el 15 de septiembre y en él se desmonta, con impecable claridad, la argucia de los partidarios de la independencia de Cataluña para atraer a su bando a quienes, sin ser independentistas, parezcan serlo, pues defienden un principio aparentemente democrático: el derecho a decidir.

Allí se explica que, en una democracia, la libertad no supone que un ciudadano pueda ejercerla sin tener en cuenta las leyes que la enmarcan y decidir, por ejemplo, que tiene derecho a transgredir todos los semáforos rojos. La libertad no puede significar libertinaje ni caos. La ley que en España garantiza y enmarca el ejercicio de la libertad es una Constitución aprobada por la inmensa mayoría de los españoles (y, entre ellos, un enorme porcentaje de catalanes) que establece, de manera inequívoca, que una parte de la nación no puede decidir segregarse de ésta con prescindencia o en contra del resto de los españoles. Es decir, el derecho a decidir si Cataluña se separa de España sólo puede ejercerlo quien es depositaria de la soberanía nacional: la totalidad de la ciudadanía española.

Ahora bien, Cercas dice, con mucha razón, que si hubiera una mayoría clara de catalanes que quiere la independencia, sería más sensato (y menos peligroso) concedérsela que negársela, porque a la larga es “imposible obligar a alguien estar donde no quiere estar”. ¿Cómo saber si existe esa mayoría sin violar el texto constitucional? Muy sencillo: a través de las elecciones. Que los partidos políticos en Cataluña declaren su postura sobre la independencia en la próxima consulta electoral. Según aquel, si Convergencia y Unión lo hiciera, perdería esas elecciones, y por eso ha mantenido sobre ese punto, en todas las consultas electorales, una escurridiza ambigüedad. Al igual que él, yo también creo que, a la hora de decidir, el famoso seny catalán prevalecería y sólo una minoría votaría por la secesión.

El soberanismo avanza y no hay una movilización contra los mitos, las mentiras y la demagogia

¿Por cuánto tiempo más? Cara al futuro, tal vez Javier Cercas sea más optimista que yo. Viví casi cinco años en Barcelona, a principios de los setenta –acaso, los años más felices de mi vida- y en todo ese tiempo creo que no conocí a un solo nacionalista catalán. Los había, desde luego, pero eran una minoría burguesa y conservadora sobre la que mis amigos catalanes –todos ellos progres y antifranquistas- gastaban bromas feroces. De entonces a hoy esa minoría ha crecido sin tregua y, al paso que van las cosas, me temo que siga creciendo hasta convertirse –los dioses no lo quieran- en una mayoría. “Al paso que van las cosas” quiere decir, claro está, sin que la mayoría de españoles y de catalanes que son conscientes de la catástrofe que la secesión sería para España y sobre todo para la propia Cataluña, se movilicen intelectual y políticamente para hacer frente a las inexactitudes, fantasías, mitos, mentiras y demagogias que sostienen las tesis independentistas.

El nacionalismo no es una doctrina política sino una ideología y está más cerca del acto de fe en que se fundan las religiones que de la racionalidad que es la esencia de los debates de la cultura democrática. Eso explica que el President Artur Mas pueda comparar su campaña soberanista con la lucha por los derechos civiles de Martin Luther King en los Estados Unidos sin que sus partidarios se le rían en la cara. O que la televisión catalana exhiba en sus pantallas a unos niños adoctrinados proclamando, en estado de trance, que a la larga “España será derrotada”, sin que una opinión pública se indigne ante semejante manipulación.

El nacionalismo es una construcción artificial que, sobre todo en tiempos difíciles, como los que vive España, puede prender rápidamente, incluso en las sociedades más cultas –y tal vez Cataluña sea la comunidad más culta de España- por obra de demagogos o fanáticos en cuyas manos “el país opresor” es el chivo expiatorio de todo aquello que anda mal, de la falta de trabajo, de los altos impuestos, de la corrupción, de la discriminación, etcétera, etcétera. Y la panacea para salir de ese infierno es, claro está, la independencia.

¿Por qué semejante maraña de tonterías, lugares comunes, flagrantes mentiras puede llegar a constituir una verdad política y a persuadir a millones de personas? Porque casi nadie se ha tomado el trabajo de refutarla y mostrar su endeblez y falsedad. Porque los gobiernos españoles, de derecha o de izquierda, han mantenido ante el nacionalismo un extraño complejo de inferioridad. Los de derechas, para no ser acusados de franquistas y fascistas, y los de izquierda porque, en una de las retractaciones ideológicas más lastimosas de la vida moderna, han legitimado el nacionalismo como una fuerza progresista y democrática, con el que no han tenido el menor reparo en aliarse para compartir el poder aun a costa de concesiones irreparables.

Así hemos llegado a la sorprendente situación actual. En la que el nacionalismo catalán crece y es dueño de la agenda política, en tanto que sus adversarios brillan por su ausencia, aunque representen una mayoría inequívoca del electorado nacional y seguramente catalán. Lo peor, desde luego, es que quienes se atreven a salir a enfrentarse a cara descubierta a los nacionalistas sean grupúsculos fascistas, como los que asaltaron la librería Blanquerna de Madrid hace unos días, o viejos paquidermos del antiguo régimen que hablan de “España y sus esencias”, a la manera falangista. Con enemigos así, claro, quién no es nacionalista.

Pertenecer a una nación no puede ser un valor porque ello deriva en xenofobia y racismo

Al nacionalismo no hay que combatirlo desde el fascismo porque el fascismo nació, creció, sojuzgó naciones, provocó guerras mundiales y matanzas vertiginosas en nombre del nacionalismo, es decir, de un dogma incivil y retardatario que quiere regresar al individuo soberano de la cultura democrática a la época antediluviana de la tribu, cuando el individuo no existía y era solo parte del conjunto, un mero epifenómeno de la colectividad, sin vida propia. Pertenecer a una nación no es ni puede ser un valor ni un privilegio, porque creer que sí lo es deriva siempre en xenofobia y racismo, como ocurre siempre a la corta o a la larga con todos los movimientos nacionalistas. Y, por eso, el nacionalismo está reñido con la libertad del individuo, la más importante conquista de la historia, que dio al ciudadano la prerrogativa de elegir su propio destino –su cultura, su religión, su vocación, su lengua, su domicilio, su identidad sexual- y de coexistir con los demás, siendo distinto a los otros, sin ser discriminado ni penalizado por ello.

Hay muchas cosas que sin duda andan mal en España y que deberán ser corregidas, pero hay muchas cosas que asimismo andan bien, y una de ellas –la más importante- es que ahora España es un país libre, donde la libertad beneficia por igual a todos sus ciudadanos y a todas sus regiones. Y no hay mentira más desaforada que decir que las culturas regionales son objeto de discriminación económica, fiscal, cultural o política. Seguramente el régimen de autonomías puede ser perfeccionado; el marco legal vigente abre todas las puertas para que esas enmiendas se lleven a cabo y sean objeto de debate público. Pero nunca en su historia las culturas regionales de España –su gran riqueza y diversidad- han gozado de tanta consideración y respeto, ni han disfrutado de una libertad tan grande para continuar floreciendo como en nuestros días. Precisamente, una de las mejores credenciales de España para salir adelante y prosperar en el mundo globalizado es la variedad de culturas que hace de ella un pequeño mundo múltiple y versátil dentro del gran teatro del mundo actual.

El nacionalismo, los nacionalismos, si continúan creciendo en su seno como lo han hecho en los últimos años, destruirán una vez más en su historia el porvenir de España y la regresarán al subdesarrollo y al oscurantismo. Por eso, hay que combatirlos sin complejos y en nombre de la libertad.

Mario Vargas Llosa es Premio Nobel de Literatura y Doctor Honoris Causa de ESEADE.

Los estragos de la envidia

Por Gabriel Boragina. Publicado el 15/9/13 en http://www.accionhumana.com/

El diccionario de la Real Academia Española define la:
«envidia.
(Del lat. invidĭa).
1. f. Tristeza o pesar del bien ajeno.
2. f. Emulación, deseo de algo que no se posee.»
Del análisis de la anterior definición, no resultará difícil concluir que el paradigma del envidioso es -sin lugar a dudas- el ladrón. Es precisamente la envidia lo que lleva al ladrón a robar. Y si bien todo ladrón es un envidioso, no todo envidioso resulta ser un ladrón. Podría afirmarse además que, una mayoría muy importante de envidiosos no llegan al extremo de robar por sí mismos. No nos interesan por el momento los envidiosos que encomiendan a expertos ladrones el despojar de sus pertenencias a las personas envidiadas, sino que concentraremos nuestra atención en ese gran número de envidiosos que encargan a la clase política y –específicamente- al gobierno robarles a unos para darles a otros.
Esto es precisamente lo que sucede en aquellas sociedades donde las mayorías votan gobiernos que prometen «políticas redistributivas» bajo rótulos sentimentalistas y psicológicamente efectivos, como los tan popularmente machacados de «políticas sociales, de bienestar, de felicidad, justicia social y por el estilo.
Un complejo de culpa hace que una mayoría de envidiosos se nieguen a sí mismos esa tan deplorable condición. Dirán que no piden cosas o beneficios para ellos, sino para los más menesterosos. Pero -como dejamos dicho- esta forma de expresarse (o de pensarse) es un autoengaño, y una manera de intentar descargarse culpas o proyectarlas en otros que, quien no quiere reconocerse a sí mismo como envidioso, instrumenta en su «defensa» cuando quiere convencer a otros de ello, o en su autodefensa cuando a quien procura persuadirse es a sí mismo. Pedir que otros roben para otros en nuestras sociedades modernas hasta puede llegar a sonar «humanitario» y «respetable» y, por supuesto, forma parte de lo political correctness.
Lo cierto es que, todos aquellos que votan plataformas políticas que promueven «políticas sociales» de reparto o redistribucionistas, creen que mediante tales políticas «todos» saldrán beneficiados, incluyendo el propio votante en cuestión y más allá del error de tal obrar. Es decir, quién vota así, también espera recibir alguna porción o tajada (mayor o menor) del redistribucionismo. Y ello, por mucho que lo niegue y que insista que vota en ese sentido «por el bien de los demás». Y si, en el fondo de su alma, obra de tal manera porque cree que él (o ella) también saldrá beneficiado en ese reparto, es porque sufre de alguna dosis de envidia, por poca o mucha que está en realidad fuere.
El blanco preferido de la envida es, por supuesto, la propiedad privada:
«Pervive, sin embargo, no obstante tanta persecución, la institución dominical. Ni la animosidad de los gobernantes, ni la hostilidad de escritores y moralistas, ni la oposición de iglesias y escuelas éticas, ni el resentimiento de las masas, fomentado por instintiva y profunda envidia, pudieron acabar con ella. Todos los sucedáneos, todos los nuevos sistemas de producción y distribución fracasaron, poniendo de manifiesto su absurda condición.»[1]
                La envidia, asimismo, es una de las causas de los nacionalismos:
        «El resentimiento y la envidia como una de las causas de los nacionalismos también explican el caso de no pocos latinoamericanos; dice Carlos Rangel que «Una manera menos objetable que la exaltación de la barbarie como lo auténtico y autóctono nuestro, pero igualmente deformante como manera de vernos y autojustificarnos los latinoamericanos, es suponer y sostener que tenemos cualidades espirituales místicas que nos ponen por encima del vulgar éxito materialista de los Estados Unidos. Y esto a pesar que durante toda nuestra historia independiente, hasta la aparición tardía del marxismo entre nosotros, habíamos sido deudores casi exclusivamente de los EE.UU. por nuestras ideas políticas y nuestras leyes; y si no por la práctica, por lo menos por la retórica de la democracia y la libertad».[2]
             Igualmente, es la envidia la que promueve y mecaniza las políticas fiscales:
           «Más que un impuesto, la sobretasa progresiva es un disuasivo a la inversión, dictado en beneficio de las carreras políticas de los demagogos. E inspirados en el innoble sentimiento de la envidia, motor de la ideología socialista. Análogo es el impuesto a los artículos «de lujo»: el rico no deja de comprar su yate por el impuesto al lujo, simplemente reajusta el precio de aquello que vende.»[3]
              Para el profesor S. Mercado Reyes, hablando del nacimiento de los burgueses:
           «Forman poco a poco todo un movimiento social pues su laboriosidad, su ir y venir para todos lados les llega a dar la imagen de gente que acumula riquezas y se hacen presa de la envidia de los señores feudales que empiezan por imponerles impuestos o a negarles el permiso de vender o producir en los feudos del rey. Pero el movimiento de estos burgueses es imparable, así que la vieja corriente centralizadora debe tomar nuevo maquillaje y ahora se presentará como la reivindicadora de las clases pobres. Este nuevo maquillaje de la vieja corriente centralizadora, feudal tomará el nombre de socialismo.»[4]
           En otras palabras, el sentimiento de la envidia estuvo presente casi siempre, desde los señores feudales, pasando por los socialistas, nacionalistas y –como dice L. v. Mises más arriba- » los gobernantes,…escritores y moralistas,…iglesias y escuelas éticas,…el resentimiento de las masas». Es decir se encuentra más generalizado de lo que muchos parecen creer que lo está.
           En fin, los envidiosos son tantos que, su número explica el éxito electoral de los populismos e intervencionismos que asolan el mundo de nuestros días generando más y mayor pobreza donde sin ellos la riqueza rebosaría por doquier.

[1] Ludwig von Mises, Liberalismo. Editorial Planeta-Agostini. Pág. 93.
[2] Alberto Benegas Lynch (h). Entre albas y crepúsculos: peregrinaje en busca de conocimiento. Edición de Fundación Alberdi. Mendoza. Argentina. Marzo de 2001. pág. 438 y 439.
[3] Alberto Mansueti. Las leyes malas (y el camino de salida). Guatemala, octubre de 2009, pág. 220
[4] Santos Mercado Reyes. El fin de la educación pública. México. Pág. 37.
Gabriel Boragina es Abogado. Master en Economía y Administración de Empresas de ESEADE.  Fue miembro titular del Departamento de Política Económica de ESEADE. Ex Secretario general de la ASEDE (Asociación de Egresados ESEADE) Autor de numerosos libros y colaborador en diversos medios del país y del extranjero.