En plena crisis, Hobbes nos respira en la espalda

Por Enrique Aguilar: Publicado el 22/8/20 en: https://www.lanacion.com.ar/opinion/en-plena-crisis-hobbes-nos-respira-en-la-espaldaensayo-nid2426861

Enrique Aguilar

¿Cuáles son los límites del poder del Estado durante una emergencia como la pandemia?; el autor del Leviatán ofrece algunas claves

Nuestro mundo político es uno que Hobbes reconocería», escribió hace poco David Runciman a propósito de la guerra que se viene librando contra la pandemia. Una guerra que pone al descubierto el nexo atávico entre protección y obediencia y que, para el autor de Politics. Ideas in Profile, hará que la lucha entre «la flexibilidad democrática y la crueldad autocrática» termine modelando el futuro. ¿En qué medida, pues, las restricciones a la libertad impuestas por la emergencia llegaron para quedarse?

Refresquemos un poco la teoría. Para el autor de Leviatán (1651) los individuos, que la naturaleza ha hecho libres e iguales y desean ante todo su propia conservación, tienden al conflicto debido a tres causas principales: competencia, desconfianza y gloria. Un conflicto que, al escalar, se vuelve estructural trayendo como resultado la «guerra de todos contra todos». Esa es la «miserable condición» («solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve») en que se encuentran o bien recaen los individuos cuando no existe «un poder común que temer». De ahí que se la haya interpretado como una «posibilidad recurrente» que puede darse en un tiempo anterior a la creación del cuerpo político (es decir, en estado de naturaleza) o en la interrupción que éste sufre debido a la guerra civil.

Como se sabe, un pacto o acuerdo de voluntades es el acto fundamental mediante el cual los individuos, movidos por su razón y su temor a la muerte violenta, abandonan esa condición y otorgan por mayoría a un hombre (monarquía) o asamblea de hombres (aristocracia o democracia), el derecho de representarlos haciendo pleno uso de la soberanía. En virtud de este pacto, celebrado a partir de esa nada política que es la guerra intestina, surge el gran Leviatán: el Estado, ese «dios mortal al cual debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa». El titular de esa persona artificial y omnipotente se denomina soberano, que no estará sometido a las leyes que él mismo establece. Y dado que los individuos pactaron entre sí autorizarlo y transferirle el derecho a gobernarse a sí mismos, deben obedecer a sus leyes como si ellos mismos hubieran sido sus autores. La ficción de la representación moderna (según la cual la voluntad del representante es la voluntad de todos y cada uno de los individuos) está presente en este acto de autorización.

Para Hobbes, cuando en una condición de «mera naturaleza» se realiza un pacto, cualquier mínima sospecha lo vuelve nulo porque la ambición, la avaricia y otras pasiones humanas serán siempre más fuertes que la palabra, a no ser que el auxilio de la fe (o el temor a Dios) nos disuada de quebrantarla. En cambio, «cuando existe un poder común sobre ambos contratantes, con derecho y fuerza suficiente para obligar al cumplimento, el pacto no es nulo». De ahí que estos últimos se comprometan mutuamente a renunciar, en favor del soberano, al derecho de juzgar los medios conducentes a la paz y la seguridad para la conservación del cuerpo político.

¿Qué ocurre con nuestra libertad una vez instituido el poder soberano? Para responder a esta pregunta hay distinguir la liberad natural de la libertad de los ciudadanos. La primera es indiscriminada: la ausencia de obstáculos externos que nos impidan hacer lo que nos plazca. Pero sabemos que, para alcanzar la paz, los individuos crean voluntariamente el Estado y con ello las leyes, esas «cadenas artificiales» que limitarán sus movimientos. De este modo, la libertad de los ciudadanos dependerá del «silencio de la ley», vale decir, de aquellas zonas omitidas o no legisladas por el soberano (la libertad de comprar y vender, de elegir su género de vida o la propia residencia, la educación de los hijos, etc.) que no pueden determinarse de manera abstracta o incondicional, sino que dependen esencialmente del ordenamiento legal establecido por el soberano. Si la ley no prohíbe o calla, el individuo es soberano de sí mismo.

Ciertamente, el carácter ilimitado de la autoridad soberana puede traer consigo «malas consecuencias» o inconvenientes derivados de la mala praxis de los gobernantes. Hobbes lo reconoce. Pero sabe también que se trata de un riesgo ineludible si queremos que el Estado cuente con los medios necesarios para defendernos, sobre todo en ocasiones extremas. Pensando en dichas ocasiones, cuando el ordenamiento legal no es suficiente para afrontar la ausencia de normalidad, Hobbes afirma el carácter absoluto de la soberanía. Por ende, si la opción estriba entre la anarquía y el orden, el interrogante en torno a la calidad de ese orden se vuelve secundaria, puesto que nada -ni siquiera el abuso de autoridad o la opresión- es peor que el mal absoluto de la guerra civil.

¿Cuál sería entonces el alcance de la obediencia? Hobbes señala que «no ha de durar ni más ni menos» que lo que dure el poder del soberano para proteger, argumento que Carl Schmitt sintetizó en la fórmula protego ergo obligo («protejo, luego obligo»). Porque, como apunta Hobbes, «el derecho que los hombres tienen, por naturaleza, a protegerse a sí mismos, cuando ninguno puede protegerlos, no puede ser renunciado por ningún pacto». En otros términos, si el fin de la obediencia es la protección, la posibilidad de desprotección estatal habilita de facto la autoprotección: el derecho del individuo a salvaguardarse, aun contra las órdenes del Leviatán, si llegasen a poner su vida en riesgo.

¿Podemos, sin salirnos de Hobbes, fundar la limitación del poder sobre la base de este argumento que fija un límite absoluto a la intervención estatal en el derecho natural e inalienable a proteger la propia vida? Entiendo que sí. Además, están las leyes naturales, «inmutables y eternas» (justicia, gratitud, equidad, misericordia, etc.), que siempre obligan en conciencia, ya sea que se las reconozca como enunciados emanados de Dios (quien «por derecho manda sobre todas las cosas»), o bien (si dejamos de lado a Dios) como «dictados de la razón» atinentes a la defensa y la conservación propias que, entre otras cosas, impedirían a un soberano castigar a un inocente.

Sin embargo, quienes recelamos del poder y de su lógica naturalmente expansiva no podemos subestimar los posibles excesos que pueden sucederse de la mala praxis del soberano. Es cierto que aun las constituciones liberales contemplan medidas discrecionales para momentos de excepción y que autores de la estatura de John Locke también las consintieron. Sin embargo, como afirmó Benjamin Constant en unas páginas escritas contra Napoleón, la experiencia enseña que una vez que se acude a esas medidas se encuentran «tan fáciles, tan cómodas, que nadie quiere emplear otras». De suerte que, presentada al inicio como un recurso excepcional, «la arbitrariedad se torna la solución de todos los problemas y la práctica cotidiana».

Revelaciones más o menos recientes acerca del frontispicio de la primera edición de Leviatán, donde se puede advertir la presencia de dos médicos de la peste negra con sus típicas máscaras observando una ciudad sin transeúntes, permiten conjeturar que Hobbes hubiera encontrado asimilable la incidencia de una pandemia a la desolación del estado de naturaleza y la necesidad de un orden garante de la salud pública. En cualquier caso, creo que sobran razones para precaverse frente a la posibilidad de agravar la situación de muchos países, en lugar de aliviarla, fomentando la concentración del poder y las soluciones de «necesidad y urgencia». De lo contrario, parafraseando a Locke, con la excusa de consagrar a un protector que nos defienda de los zorros (llámense, en este caso, las microgotas transmisoras del Covid-19), nos expondremos a las garras de un león.

Enrique Edmundo Aguilar es Doctor en Ciencias Políticas. Ex Decano de la Facultad de Ciencias Sociales, Políticas y de la Comunicación de la UCA y Director, en esta misma casa de estudios, del Doctorado en Ciencias Políticas. Profesor titular de teoría política en UCA, UCEMA, Universidad Austral y FLACSO,  es profesor de ESEADE y miembro del consejo editorial y de referato de su revista RIIM. Es autor de libros sobre Ortega y Gasset y Tocqueville, y de artículos sobre actualidad política argentina.

FRAY MARTÍN DE PORRES: UN MENSAJE DE DIOS

Por Gabriel J. Zanotti. Publicado el 3/11/19 en: http://gzanotti.blogspot.com/2019/11/fray-martin-de-porres-un-mensaje-de-dios.html

 

Fr. Martín de Porres, conocido también como Fray Escoba (sencillamente porque barría mucho, en serio) fue un fraile dominico del s. XVI, limeño, hijo natural de un militar español y una hermosa y humilde mujer de raza negra.

Desde pequeño fue tomado de la mano por Dios, de modo especial. Digo de modo especial porque todos estamos tomados de su mano (los randianos también ) pero a veces Dios causa en nosotros una extraña locura llamada santidad.

Cuando sus amigos tiraban piedras a los gorriones, él se conmovía de misericordia ante los gorrioncitos y rezaba para que ninguna piedra les pegara. Y Dios le hacía caso.

Fue ayudante, en su adolescencia, del barbero del lugar. En ese tiempo, los barberos (peluqueros) también sacaban los dientes. No sería nada terrible porque al menos no usaban torno eléctrico. Pero dolía igual. Martín también sacaba dientes y muelas en mal estado, y también rezaba para que a nadie doliera nada. Y Dios le hacía caso.

Quiso ser fraile y sacerdote dominico. No pudo ser sacerdote pero fraile, sí. Entró al convento y se puso a servir a todos en las tareas más desagradables que nadie quería hacer. Limpiaba, hacía compras y se ocupaba de pobres y enfermos que llegaban al dispensario del convento.

Cierta vez que lo enviaron a hacer las compras, las hizo, sí, pero se conmovió tanto ante los pobres que les regaló todo. Al llegar al convento recibió varios retos, sí, pero para sorpresa de todos, la canasta apareció llena de vuelta.

Las ratas invadían como siempre al convento y el portero, Fray Barragán, que lo quería mucho a Martín, pero no a las ratas, las perseguía día y noche tratando de eliminarlas. Fray Martín le dijo que no, que él hablaría con ellas. Y efectivamente, las llevó a todas consigo y les dijo que se portaran bien, que no anduvieran por cualquier lado, que no comieran las telas blancas de la iglesia y que él les llevaría comida todos los días a un lugar determinado. Y así fue.

Cierta vez unos dos niños muy pequeños, que habían “robado” comida para comer, entraron al convento para protegerse de unos soldados que los perseguían. Llegaron a donde estaba Martín y éste los envolvió con su hábito blanco y su capa negra. Y se volvieron invisibles ante los soldados y, así, fueron protegidos de la cárcel por Martín.

Tanto se difundió, en el lugar, la caridad infinita de este fraile, que mucha gente acudía en masa al dispensario para que él los curara. Era imposible atender para una sola persona tantos requerimientos, pero Martín fue regalado con el don sobrenatural de la bilocación: se las arreglaba para ser en un lugar y aparecer en otro.

Era humilde en grado supremo. Parecía tan tonto ante los demás que lo retaban llamándolo “perro mulato” y él aceptaba todos los retos diciendo “sí, si, soy un perro mulato”. Pero hubo una vez…….. Algo muy especial. Martín trajo a su celda a un indigente que padecía mucho frío, y lo puso a dormir en su cama mientras él durmió (o meditó, o rezó, o qué se yo) en el piso. Nadie que no fuera fraile podía entrar a las celdas del Convento, y menos aún sin el permiso del Prior. Este lo llamó y lo retó, pero esta vez de un modo particular: le dijo: “has pecado, porque has quebrado la regla del convento”. Esta vez Martín no dijo sí, sí. Levantó tu vista y dijo: “yo no he pecado, la caridad está por encima de la regla del convento”.

Aunque él no lo quería, su fama de santidad absoluta se extendía por toda Lima y alrededores. Los años pasaron. Un obispo del lugar estaba muy enfermo. Entonces solicitó que Martín lo viniera a ver. Pero Martín se negó. Siguió repitiendo “sólo soy un perro mulato”. Entonces el obispo le mandó decir que debía ir a verlo por el voto de obediencia. Martín fue. El obispo le pidió que pusiera su mano sobre su cuerpo, en el lugar donde más le dolía. Martín seguía “…yo no…”. El obispo le volvió a decir: te ordeno que pongas tu mano sobre mí. Martín lo hizo, y el obispo se curó.
Pero volvió al convento muy enfermo. Fray Barragán, que estaba ya muy viejito también, le hizo una sopa pero Martín ya no la comió. Murió esa noche.

Siempre me ha conmovido la existencia de Fray Martín de Porres, dominico, que sólo quiso servir a todos, convencido de que era el más pobre de los pobres y el más humilde entre los humildes. Creo que toda su vida es un símbolo, un ícono, para leer despacito, para que lo escuchemos. Es que evidentemente, a través de Martín, quiso decirnos algo.

Pero, ¿podemos entender los mensajes de Dios?
¿Necesitamos la vida de Fr. Martín para tener Fe o necesitamos Fe para entender su vida?

 

Gabriel J. Zanotti es Profesor y Licenciado en Filosofía por la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (UNSTA), Doctor en Filosofía, Universidad Católica Argentina (UCA). Es Profesor titular, de Epistemología de la Comunicación Social en la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor de la Escuela de Post-grado de la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor co-titular del seminario de epistemología en el doctorado en Administración del CEMA. Director Académico del Instituto Acton Argentina. Profesor visitante de la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala. Fue profesor Titular de Metodología de las Ciencias Sociales en el Master en Economía y Ciencias Políticas de ESEADE, y miembro de su departamento de investigación. Síguelo en @gabrielmises