HACIA UNA RECUPARACIÒN DE LA METAFÌSICA EN UN MUNDO POST-KANTIANO (versión preliminar).

Por Gabriel J. Zanotti. Publicado el 18/8/19 en: http://gzanotti.blogspot.com/2019/08/hacia-una-recuparacion-de-la-metafisica.html

 

(De mi libro Judeo-Cristianismo, Civilización Occidental y Libertad, cap. 5).


  1. La recuperación de la metafísica y la idea de ley natural

Ante todo, recordemos cómo habíamos planteado el problema: “…Descartes, luego de su duda metódica sobre la existencia del “mundo externo”, quiere probar su existencia, para los escépticos. Para ello, una vez que demuestra la existencia de Dios, afirma que ese Dios, infinitamente bondadoso, no puede permitir que nos engañemos respecto a la existencia de las ideas “claras y distintas”. Pero estas últimas son las geométricas. Luego en el mundo externo, las esencias de las “cosas en sí mismas” son matemáticas y por ello pueden ser enteramente conocidas por la nueva Física-matemática.

Pero luego Hume tira abajo la demostración cartesiana de la existencia de Dios y, por ende, el mundo externo queda sin demostración.

Kant le reconoce a Hume haberlo despertado del “sueño dogmático” en el cual estaría encerrada la escolástica racionalista Descartes-Leibniz-Wolff, pero no se conforma con el escepticismo teórico (no práctico) de Hume. Admite que existe un mundo externo pero no podemos conocer sus esencias como Descartes lo pretendía. La Física-matemática es el fruto de categorías a priori del entendimiento aplicadas a la intuición de lo sensible. Por ello la “cosa en sí” no se conoce, y desde entonces el mundo de las “esencias” es incognoscible. Todos los anti-kantianos en este punto (Brentano, Hussserl, neotomistas) tendrían que reconocer que el planteo de Kant es una perfecta conclusión a partir del problema cartesiano sujeto-objeto. Es ESE planteo el que hay que cambiar si quisiéramos resolver el problema”.

Si somos coherentes con eso, es la misma noción de esencia la que quedó desdibujada en el debate Descartes-Hume-Kant. El problema de Descartes no fue su planteo agustinista en el tema de las esencias, sino la posterior identificación del “mundo externo en sí mismo” con la Física-matemática recién naciente. A su vez, tenía que pasar mucho tiempo para que se re-elaborara la noción de “mundo”, pero eso ya ha sucedido a partir de Husserl, precisamente un neo-cartesiano.

Por un lado hay que re-planear el tema de las cosas físicas. Como ya hemos dicho en otras oportunidades[1], lo que se conoce es “algo” de la esencia, desde el mundo de vida (humano). Lo que se supera con ello es la dialéctica entre la “cosa en mí” (como si no pudiera conocer más que mis ideas-copia de las cosas) y la “cosa en sí” (como si se pudiera conocer una cosa sin horizontes humanos).

Volviendo a nuestro ejemplo del agua lo que se conoce es “algo” del agua, lo humanamente cognoscible, pero que no niega que lo humanamente cognoscible del agua provenga de aquello que es “en sí”. La esencia humanamente cognoscible del agua es, por ende, aquello que sirve para beber, lavarnos, aquello que sin lo cual hay sequía, con lo cual hay vida, o si hay mucho hay inundaciones, etc., siempre dentro de sus peculiaridades históricas. Pero ello no es una “cosa en mí” que niega la cosa en sí, sino que afirma que el “algo” humanamente cognoscible del agua deriva de lo que el agua en sí misma es, aunque lo que el agua sea sin horizontes humanos sea sólo conocido por Dios (lo que la ciencia diga del agua es otro horizonte humano). Por ello decía Santo Tomás que la esencia de las cosas naturales es la “quidditas rei materialis” (el qué de la cosa material) en estado de unión con el cuerpo, esto es, cuerpo humano, leib, como diría Husserl, o sea, cuerpo viviente ya en la intersubjetividad (mundo).

Pero para el tema de la ley natural en sentido moral, lo más importante es el conocimiento del otro en tanto otro, que también surge del mundo de la vida. Habitar en un mundo de la vida es habitar en la intersubjetividad: es también haber superado la dicotomía sujeto-objeto; el otro no es un objeto del cual pueda dudar, sino el constituyente esencial de mi mundo humano del cual no puedo dudar. Y ello porque lo conocemos “en tanto otro”: “en tanto otro” agrega una dimensión moral, el otro como un tú, como lo que supera lo que es un mero instrumento a nuestro servicio. El eje central de la ley natural surge en nuestra conciencia intelectual y moral precisamente cuando vemos al otro en tanto otro en cualquier acto de virtud. Luego la filosofía podrá sobre ello hacer la teoría correspondiente, pero la vivencia de la ley natural es indubitable en cualquier acto de virtud donde el otro sea respetado en tanto otro. Que “la naturaleza humana no se pueda conocer” es un remanente mal planteado del mal planteado problema entre sujeto y objeto. Claro que se conoce la naturaleza humana, apenas conocemos en el otro un rostro que merece respeto por el sólo hecho de ser otro y por ende no reducible a un mero instrumento “para mí”.

Por lo demás, tenemos aquí un buen ejemplo de lo que decíamos antes, sobre cómo un creyente habla con un no creyente. La ley natural se entiende desde el contexto judeocristiano donde “el otro” es el herido en la parábola del buen samaritano. Y todo no creyente que haya sido o sea el buen samaritano, sabrá por ende qué es la ley natural.

  1.             La “existencia” de Dios

Vayamos ahora al famoso tema de la “existencia” de Dios. Igual que en el caso anterior, recordemos el planteo del problema: “… Como hemos recordado, el argumento ontológico, re-elaborado, es esencial en Descartes (y también en Leibniz) para demostrar la “existencia” de Dios”.

No es este el momento para analizar la validez del argumento ontológico en San Anselmo. Creemos que se lo puede ubicar perfectamente en una línea agustinista, en la vía de la participación. Por lo demás, como está escrito por San Anselmo en el s. XI, está en la línea de una inobjetable teología apologética, dentro del juego de lenguaje de su época.

Como Descartes lo interpreta, se trata de la “idea de Dios en mí”, que como idea es finita, que conduce –vía contingencia– a la idea de que sólo Dios infinito pudo haber puesto en mí la idea de un Dios infinito, o sea, un Dios cuya esencia implique necesariamente la existencia. Luego Dios existe.

Como Kant lo lee, ello implica que a la idea de Dios se le agrega la existencia, cosa que para Kant es imposible porque la existencia de algo sólo puede ser añadida por la experiencia sensible, cosa que en el caso de Dios es imposible.

Y, si se pretende demostrar que Dios existe a partir de la contingencia del mundo, esa demostración tiene implícito el argumento ontológico y por ende hay allí una petición de principio. Así plantadas las cosas, Kant tiene razón.

Lo esencial aquí es cuando decimos “como Kant lo lee”. Kant lo lee con la noción lógica de existencia como ausencia de clase vacía. Seguro lo hizo así por una degeneración de siglos de la distinción esencia y existencia, donde la esencia es como un ente imaginario o como una clase vacía que necesita al menos un caso para pasar a la existencia. Como cuando decimos “existe al menos un x tal que x es perro”. Y, efectivamente, para ello necesitamos una “experiencia de al menos un perro”, incluso aunque sea la experiencia intelectual-sensible del tomismo. O sea, no se puede partir a priori de ninguna existencia en ese sentido, excepto la nuestra, que a su vez es un “a posteriori” de haber puesto en acto segundo nuestra potencia intelectual.

Pero Dios, en la tradición judeocristiana, no tiene que ver con ese tipo de existencia.

En primer lugar, ser, en Santo Tomás, es ser creado. La creación es lo que da sentido al “estar siendo”. Que Juan sea implica que “está siendo sostenido en el ser” o sea creado, por Dios. Cualquiera puede captar que Juan existe en un sentido habitual del término, pero desde el horizonte judeocristiano ello quiere decir que es creado (no que “fue” creado), y ello implica que su ser es finito, que no es el ser de Dios, y ello implica que su esencia como tal no se identifica con su ser. Por ende la diferencia esencia-acto de ser, en Santo Tomás, es un punto de llegada, más que un punto de partida que se pueda utilizar sin suponer el horizonte judeocristiano.

Pero con esto, tenemos otro ejemplo de cómo replantear el tema desde un diálogo del creyente con el no creyente. El creyente no puede pretender partir de una cosa cualquiera existente para demostrar desde allí la existencia de Dios (y nadie crea que Santo Tomás hacía eso en sus vías, porque sus vías eran un debate con San Anselmo[2]). Porque, como hemos visto, cuando el creyente ve a Juan, ya sabe que Juan no es Dios, y lo saben por su horizonte judeocristiano, no por otra cosa.

Tampoco el creyente puede pretender que el no creyente esté interesado en Dios. Primero hay que dialogar sobre el sentido de la vida para, a partir de allí, ir al “tema” Dios.

Pero entonces, el creyente puede decir que sí, que cree en Dios, y que se sabe creado por Dios. Cuando el no creyente pregunte qué significa ello, el creyente puede intersectar horizontes, fusionar horizontes, encontrar una analogía de un propia experiencia de estar creado con la vivencia del no creyente de saberse “no necesariamente existente”, esto es, que podría haber existido o no. Cuando el no creyente toma conciencia de ello, el creyente puede decirle que esa radical contingencia existencial lo puede ayudar a entender su experiencia (la del creyente) de saberse sostenido en el ser (creado). A partir de allí, Santo Tomás cobra sentido. Antes, no.

O sea,

Por lo demás, Dios no es un elemento de una clase no vacía. Las nociones humanas de existencia como elemento de una clase no vacía no tienen sentido en Dios. Si decimos “existe el menos un x tal que x es elefante”, entonces suponemos “la clase de los elefantes”. Pero si decimos “existe el menos un x tal que x es Dios”, ello supone entonces “la clase de los dioses”, lo cual es totalmente incompatible con el monoteísmo no panteísta del creacionismo judeocristiano.

Y cuando Santo Tomás dice “Dios es” No dice “existe”, dice “utrum Deus sit”, lo cual, en el contexto de sus vías, no lleva a una definición de Dios en tanto Dios sino a Dios como causa no-creada de lo creado. Por ende Santo Tomás no parte de la esencia de Dios, sino que Dios queda demostrado como la causa no-finita de lo finito. Pero “no-finito” no es una definición, no es el conocimiento de una esencia, sino que es remitirse a toda la tradición de la teología negativa (especialmente Dionisio) que con razón afirma que de Dios se sabe lo que NO es (NO es creado, finito) pero NO lo que es, aunque luego Santo Tomás, con un juego de lenguaje que supera nuestro modo habitual de hablar, por sujeto, verbo y predicado, se refiera a Dios como “el mismo ser subsistente” dado que precisamente por ser no-creado es aquello “cuyo esencia es ser”, aunque en realidad no podemos intelectualmente concebir qué decimos con ello cuando lo decimos.

Por ende Santo Tomás sí pre-supone al San Anselmo teólogo, apologético, donde Dios no puede no ser, pero no presupone un supuesto argumento ontológico “caído” en la tosca afirmación de que la esencia de Dios implica su existencia, manejando “esencia” como “conocimiento positivo” y “existencia” como ausencia de clase vacía.

  1.       La forma substancial subsistente

Como en los casos anteriores, recordemos el problema: “….Y finalmente lo mismo sucede con respecto a la inmortalidad del alma. Descartes tiene razón en encontrar en la interioridad humana algo no reducible a lo material, pero su modo de plantearlo, dualista –cosa comprensible como reacción contra un aristotelismo no cristiano- produce otro malentendido. La inmortalidad del alma, así planteada, como una sustancia espiritual no dependiente del cuerpo, pre-supone que la misma “categoría” de sustancia –que no corres­pon­dería en Kant a un modo de ser real- está unida al atributo de unidad espiritual. O sea que –de vuelta– a la idea de la razón pura llamada “alma espiritual” se le atribuye una existencia que, sin embargo, sólo puede ser predicada luego de una experiencia sensible que, en este caso, es imposible. Nuevamente, así planteadas las cosas, Kant tiene razón.

En efecto, no se puede predicar “a priori” la espiritualidad del “yo” humano pues no toda sustancia es espiritual. Lo que ocurre es que en Descartes sobreviven argumentos emanados de la escolástica según los cuales la inteligencia es inmaterial. Entonces, sobre todo hoy, con el avance de las neurociencias, ello se ve como un dualismo “sin ninguna razón” más que una fe religiosa indiferente ante el avance de las ciencias.

De vuelta, el creyente no negará que cree en una dimensión espiritual del yo más allá de lo material. Pero también le dirá al no creyente que no es “dualista”: el yo no es algo separado del cuerpo, sino que la persona humana es el mismo cuerpo humano, viviente (el leib de Husserl) esencialmente destinado el encuentro intersubjetivo y dialógico con el otro, con el tú.

Pero en el encuentro con el tú hay comunicación y mensajes. Y en el mensaje, en “lo que” el otro dice, se puede encontrar una esencial distinción: el mensaje en sí mismo y el canal físico en el cual el mensaje se graba. O sea, el mundo 3 de Popper en comparación con el mundo 1, que es material. “La” teoría de la relatividad –como dice Popper– NO se identifica con ninguno de los potencialmente infinitos papeles donde hay tinta grabada ni con el silicio de una computadora. Papel y tinta no son “la” teoría de la relatividad: ésta, como tal, es una, tiene un significado en sí que no se reduce a lo material. Santo Tomás ya había hablado de esto cuando dijo que la inteligencia es capaz de captar lo universal.

Ahora bien, para Santo Tomás la inteligencia no es el yo, la sustancia, sino que es una potencialidad de la sustancia humana, del cuerpo humano. Y el cuerpo humano está a su vez ordenado por una forma que le da unidad estructural frente a los millones de elementos atómicos que lo componen y que se renuevan día a día por el proceso metabólico[3].

Quiere decir que de esa forma emergen las potencialidades sensitivas y también la inteligencia humana (en estado de unión con el cuerpo) capaz de captar esos “significados en sí mismos”.

Ahora bien, en Santo Tomás, entre la potencia de conocimiento y su objeto de conocimiento hay una analogía de proporción intrínseca. Ello quiere decir que el modo de ser de la potencia está medido, determinado, por el modo de ser del objeto. Por ende, si el objeto no es reducible a lo material (el mundo 3 no es reducible al mundo 1) entonces la potencialidad en sí misma (la inteligencia) tampoco. Pero la potencia emerge de la forma sustancial que ordena al cuerpo. Y, de vuelta, hay una analogía de proporción entre la potencia y la forma sustancial. Luego, la forma sustancial humana no se reduce a lo material, pero ello no quiere decir que no sea ordenadora de lo material. Por eso concluye Santo Tomás que la forma sustancial humana es subsistente, esto, subsiste más allá de la desaparición del cuerpo, pero no como un espíritu suelto, sino como una sustancia “INcompleta”, porque le falta el cuerpo al cual está ontológicamente destinada. Y por ello no puede ejercer sus funciones intelectuales. Lo que ocurre es que en Santo Tomás todo esto está dicho en el contexto de su teología donde la forma sustancial subsistente entra inmediatamente al juicio particular y por ende a su destino eterno, donde en el juicio final se reencontrará con el cuerpo que esencialmente le pertenece.

Pero todo ofrece, al debate mente-cerebro actual, conclusiones importantes. Santo Tomás nunca negaría las experiencias actuales de la neurociencia donde las potencialidades intelectuales quedan afectadas por un daño neuronal. Porque la inteligencia ejerce su función con con-curso con las potencialidades sensibles, lo cual, en nuestros paradigmas actuales, implica decir: en con-curso con todo el sistema nervioso central y por ende con todo el cuerpo (la “inteligencia sentiente” de Zubiri[4]). Por ende una falla en el sistema nervioso implica que la inteligencia humana no puede “ejercer”, “pasar de la potencia al acto”, pero queda como potencia en acto primero, o sea, existente, como una capacidad que como tal está allí pero no puede ejercer su función.

Por ende no es cuestión de afirmar un “alma inmortal” que nada tendría que ver con el cuerpo, sino una forma sustancial que organiza al cuerpo –en pleno diálogo con la biología actual– pero que es subsistente a la desaparición del cuerpo. Este es el gran logro de un teólogo cristiano como Santo Tomás que es plenamente compatible con los avances actuales de las neurociencias, por un lado, y con la razonabilidad de las aspiraciones espirituales más profundas del ser humano, por el otro, que se traducen en su mirada, en sus manos, en su rostro, en su arte, en su capacidad de interpretación, en su empatía, en su capacidad de vínculo con “el yo del otro”, en mirar a los ojos y ver al otro y no sólo una pupila, iris y córnea. Por eso las computadoras –por más temor que nos inspire el legendario ojo rojo del “2001”, Hall– no pueden “mirar”. Sólo el ser humano mira. Con odio (Caín) o con amor (Abel), en la lucha permanente entre el bien y el mal (no en la “función y DIS-función”) que queda abierta precisamente por nuestra forma subsistente, hasta el final de la Historia que sólo será con la segunda venida de Cristo.

  1. Libre albedrío y conciencia crítica

Nuevamente, el libre albedrío ha sido uno de los regalos más preciosos de la revelación judeocristiana a la humanidad. Libre albedrío que convive con la gracia de Dios y la providencia, un misterio que, al tratar de ser explicado por los grandes teólogos[5], no ha hecho más que aclarar la noción misma de libre albedrío, para creyentes y para con no-creyentes.

De vuelta, después del iluminismo, las interpretaciones de diversas cuestiones científicas han puesto la carga de la prueba del lado de los que defienden el libre albedrío. Por un lado, un universo determinista no dejaba lugar para el libre albedrío, excepto que se asumiera una posición dualista donde el yo estaba exento de lo material. Ese fue el gran mérito de Descartes en su momento, y de la ley moral en Kant, que jugaba igual rol. Pero ya hemos visto que esa posición dualista retroalimentaba una posición cientificista donde los avances de las neurociencias mostraban un innegable rol del sistema nervioso central en la inteligencia de la persona. Eso lo hemos respondido en el punto anterior.

O sea: si la forma sustancial subsistente no se reduce a lo material, y por ende la inteligencia tampoco, ésta no puede estar afectada por las causalidades físicas como potencia en acto primero, aunque puede condicionarla a su paso al acto segundo. En ese sentido el libre albedrío se mantendría.

Por lo demás, se puede decir que hoy casi ningún físico sostiene el determinismo newtoniano, dado el indeterminismo de la física cuántica. Sin embargo, la indeterminación onda-partícula es un tema del mundo físico. Si, posiblemente nuestro cerebro sea el lugar donde más fenómenos de la física cuántica tienen lugar, pero no es el indeterminismo cuántico la causa del libre albedrío, precisamente porque, como veremos, el libre albedrío es algo irreductible a lo material.

Yendo al tema, alguien podría objetar que la inteligencia no es libre ante la conclusión que “ve”, si las premisas son verdaderas y la lógica entre ellas es correcta. Volviendo al famoso ejemplo, la conclusión “Sócrates es mortal” no es libre ante sus premisas “Todos los hombres son mortales” y “Sócrates es hombre”. Pero, precisamente, Santo Tomás afirma que el libre albedrío es el libre juicio de la razón, allí donde las premisas no son suficientes para dar una conclusión necesaria.

“En cambio, el hombre obra con juicio, puesto que, por su facultad cognoscitiva, juzga sobre lo que debe evitar o buscar. Como quiera que este juicio no proviene del instinto natural ante un caso concreto, sino de un análisis racional, se concluye que obra por un juicio libre, pudiendo decidirse por distintas cosas. Cuando se trata de algo contingente, la razón puede tomar direcciones contrarias. Esto es comprobable en los silogismos dialécticos y en las argumentaciones retóricas. Ahora bien, las acciones particulares son contingentes, y, por lo tanto, el juicio de la razón sobre ellas puede seguir diversas direcciones, sin estar determinado a una sola. Por lo tanto, es necesario que el hombre tenga libre albedrío, por lo mismo que es racional[6]”.

La clave aquí es “cuando se trata de algo contingente, la razón puede tomar direcciones contrarias”. Por ejemplo, comprar un lápiz o una lapicera. Tengo razones tanto para una cosa como para la otra. Ninguna de esas razones me lleva necesariamente a la conclusión. Entonces la voluntad, que es el apetito el bien mediado por la inteligencia, es libre. Por ello decidir no es efectuar un razonamiento necesario, porque si hubiera necesidad, no habría decisión. Por eso dice nuevamente Santo Tomás: “… si se le propone (a la voluntad) un objeto que no sea bueno bajo todas las consideraciones, la voluntad no se verá arrastrada por necesidad. Y, porque el defecto de cual­quier bien tiene razón de no bien, sólo el bien que es perfecto y no le falta nada, es el bien que la voluntad no puede no querer, y éste es la bienaventuranza. Todos los demás bienes particulares, por cuanto les falta algo de bien, pueden ser considerados como no bienes y, desde esta perspectiva, pueden ser rechazados o aceptados por la voluntad, que puede dirigirse a una misma cosa según diversas considera­cio­nes.”[7]

Y, precisamente, en el mundo de la vida (humano) ninguna de nuestras opciones es perfecta, esto es, ninguna de ellas colma absolutamente las aspiraciones de nuestra naturaleza. Por ello los razonamientos que nos llevan a tomar decisiones no son necesarios, y, por ende, la decisión es libre.

Popper tiene un argumento por el absurdo para demostrar el libre albedrío que se relaciona mucho con lo anterior[8]. Si estuviéramos determinados a decir lo que decimos, no seríamos libres de no decirlo. Pero en un debate, en un diálogo, donde alguien puede convencerme de algo y yo cambiar de parecer, o donde yo puedo darme cuenta de algo que antes no veía, no hay necesidad en las afirmaciones (a las que llego mediante el diálogo). De lo contrario, si el otro estuviera determinado a decirme que yo estoy equivocado, ¿para qué intentar convencerlo de lo contrario? Lo más absurdo sería que mi contra-opinante sostuviera que yo estoy equivocado al decir que el hombre no es libre. ¿No sería contradictorio con mi propio determinismo tratar de convencerlo de lo contrario, para que llegue libremente a la conclusión de que el hombre no es libre?

Lo que Popper sostiene no necesariamente remite a un mundo determinístico que afectara a nuestras neuronas. Es compatible con su propia interpretación de la física cuántica[9], donde la indeter­minación onda-partícula depende de propensiones, de tendencias –donde hace entrar la noción de potencialidad de Aristóteles– intrín­secas a una determinada situación física, donde la partícula se com­porta a veces como partícula y a veces como onda. Pero ello no depen­de del control del ser humano. Por ello, aunque en nuestro cerebro hubiera indeterminación cuántica, la demostración de Popper se aplica igual.

[1] En Hacia una hermenéutica realistaop. cit.

[2] He analizado esta cuestión en Zanotti, G. J., “La llamada existencia de Dios en Santo Tomás: un replanteo del problema”, Civilizar, nº 10 (18), enero-junio de 2010, pp. 55-64.

[3] Al respecto véase Artigas, M., La inteligibilidad de la naturaleza, Pamplona, Eunsa, 1992, y La mente del universo, Pamplona, Eunsa, 1999.

[4] Zubiri, X., Inteligencia sentiente, 5a ed., Madrid, Alianza, 2006.

[5] Véase al respecto el elogio de Popper a San Agustín en Popper, K., El universo abierto, Madrid, Tecnos, 1986, nota nº 30.

[6] Suma Teológica, I, q. 83.

[7] Suma Teológica, I, q. 2 art 10.

[8] Popper, K., op. cit.

[9] Popper, K., Teoría cuántica y el cisma en física, Madrid, Tecnos, 1985.

 

Gabriel J. Zanotti es Profesor y Licenciado en Filosofía por la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (UNSTA), Doctor en Filosofía, Universidad Católica Argentina (UCA). Es Profesor titular, de Epistemología de la Comunicación Social en la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor de la Escuela de Post-grado de la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor co-titular del seminario de epistemología en el doctorado en Administración del CEMA. Director Académico del Instituto Acton Argentina. Profesor visitante de la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala. Fue profesor Titular de Metodología de las Ciencias Sociales en el Master en Economía y Ciencias Políticas de ESEADE, y miembro de su departamento de investigación. Síguelo en @gabrielmises 

DIJE YA EN 1989 QUE EL LIBERALISMO NO ES «HACÉ LO QUE QUIERAS MIENTRAS NO MOLESTES AL OTRO» SINO EL RESPETO AL DERECHO A LA INTIMIDAD PERSONAL

Por Gabriel J. Zanotti. Publicado el 17/3/19 en: http://gzanotti.blogspot.com/2019/03/dije-ya-en-1989-que-el-liberalismo-no.html

 

De «El humanismo del futuro», 1ra edición, 1989.

Finalmente, -en decimotercer lugar- nos queda el derecho a la intimidad –que podríamos llamar también “derecho a la ausencia de coacción sobre acciones privadas”-, al cual lo tratamos al final no precisamente porque sea el menos importante, sino porque al contrario, nos servirá de adecuado colofón sobre nuestras reflexiones sobre los derechos del hombre.

Este derecho abarca dos aspectos. En primer lugar, todos tenemos la obligación de abstenernos de difamar e injuriar a la conciencia de otra persona; de esto nace su derecho a la fama y buena reputación, que es un aspecto del derecho a la intimidad. Esto abarca también el derecho que toda persona tiene a no permitir la difusión de papeles y fotografías que se relacionan directamente con su vida personal –derecho muy descuidado en muchas oportunidades y dudosamente compatible con algunos servicios de “inteligencia” del estado-. En segundo lugar, el derecho a la intimidad se refiere al derecho a la ausencia de coacción sobre las acciones privadas que no violen derechos de terceros ni ofendan el orden y la moral pública. Pues ya vimos en su momento que la ley humana, por definición, no prohíbe todo lo prohibido por la ley natural, y el límite se establece precisamente por los fines de la ley humana, esto es, “aquellas cosas que son para perjuicio de los demás, sin cuya prohibición la sociedad no se podría conservar”. Sin esta relación entre la ley natural y la ley humana, la vida social degeneraría en una constante persecución de la persona, pues ésta rara vez es moralmente perfecta. Ello haría imposible la vida social; luego, tiene derecho a la ausencia de la coacción sobre sus acciones privadas. Y esto es así aun cuando es obvio que toda conducta moralmente mala a nadie beneficia: la ley humana sólo actúa ante aquellas acciones directamente incompatibles con el bien común temporal.

Pero debe advertirse que decimos “derecho a la ausencia de coacción”, y no derecho a hacer lo que quiera. Esto nos permite reafirmar conceptos centrales que una posición humanista teocéntrica debe realizar cuando habla de la libertad humana por definición, si la persona tiene derecho a algo, es porque ese algo le facilita su desarrollo como persona; luego, por definición, no se puede decir “derecho a . . .” y a continuación algo que sea malo moralmente. Empero, hay derechos que pueden traer como consecuencia que la persona haga algo imperfecto o moralmente malo; ya hemos visto que la ley humana por definición permite tales cosas. Y en ese caso, justamente, se coloca “derecho a la ausencia de coacción sobre o en cuanto a . . .”. Pues en ese caso, lo moralmente bueno es una ausencia de coacción en sí misma, si bien puede ser malo al uso que la persona dé a esa ausencia de coacción, uso que en ese caso será permitido (tolerado) por la ley humana. Y por eso, en este sentido, donde se trata de acciones privadas que pueden ser santísimas o moralmente malas, se dice “derecho a la ausencia de coacción . . .”. La libertad en el marco social, pues, no es el derecho a hacer todo lo que se quiera siempre que no molestemos al vecino, porque no siempre “todo lo que se quiere” es moralmente bueno; pero la persona humana sí puede reclamar en cambio su derecho a la ausencia de coacción en aquellas actividades “que no molesten al vecino”. De allí la gran precisión de redacción del art. 19 de la Constitución Argentina”: “las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están solo reservadas a Dios y exentas de la autoridad de los magistrados”, esto es, reservadas a la ley natural y sacadas del ámbito de competencia de la ley humana. Se nos podrá preguntar por qué la insistencia de este detalle: justamente porque una concepción humanista teocéntrica no puede dejar desatendido un “detalle” como éste. Estamos precisamente en un punto neurálgico de nuestra posición. Si la libertad humana se fundara en un olvido de su relación objetiva con su creador, se cortaría la relación armónica entre Dios y el hombre. Y, posiblemente, los derechos humanos fundamentales penderían de un hilo delgadísimo, al no ser sostenidos por el único absoluto: Dios.

 

Más adelante nos referiremos a los delicados problemas que plantea la compleja fórmula “orden y moral pública”. Por ahora nos interesa concluir esta cuestión con esta pregunta: a la luz de la fundamentación y enumeración que hemos hecho de los derechos del hombre, ¿cuál puede ser una adecuada definición de la libertad en el marco social, esto es, la libertad política? No, por supuesto, una definición desligada de las relaciones del hombre con Dios, ni tampoco una definición negativa. A la luz de nuestro análisis, la libertad política es la institucionalización del respeto a los derechos de la persona humana. Gozar de libertad política es ser respetado en cuanto a los derechos personales; el ejercicio de éstos es el ámbito de justa libertad en el marco social. La persona tiene siempre derechos, por naturaleza; pero no siempre son respetados. Para ello, son necesarias una serie de instituciones políticas, jurídicas y económicas al servicio del respeto de dichos derechos, instituciones que analizaremos en los capítulos venideros. Y eso es lo que legitima moralmente a dichas instituciones: su efectivo servicio al respeto a los derechos del hombre y, de ese modo, al respeto mutuo que las personas tengan su dignidad.

 

Gabriel J. Zanotti es Profesor y Licenciado en Filosofía por la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (UNSTA), Doctor en Filosofía, Universidad Católica Argentina (UCA). Es Profesor titular, de Epistemología de la Comunicación Social en la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor de la Escuela de Post-grado de la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor co-titular del seminario de epistemología en el doctorado en Administración del CEMA. Director Académico del Instituto Acton Argentina. Profesor visitante de la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala. Fue profesor Titular de Metodología de las Ciencias Sociales en el Master en Economía y Ciencias Políticas de ESEADE, y miembro de su departamento de investigación.

INDIVIDUALISMO METODOLÓGICO PARA CATÓLICOS Y PARA MARCIANOS.

Por Gabriel J. Zanotti. Publicado el 19/3/18 en: http://gzanotti.blogspot.com/2018/07/individualismo-metodologico-para.html

 

Dada la entrada del Domingo pasado, algunos (iba a poner muchos: nunca fui bueno para contar J)  me han pedido que aclare lo del individualismo metodológico. Y es verdad, es necesario insistir en ello, dado que los católicos que despotrican contra la ideología del género y etc. se hallan habitualmente a merced de la base filosófica de estos nuevos movimientos totalitarios.

El individualismo metodológico fue parte de la metodología para las ciencias sociales recomendada por Menger, Mises, Hayek y Popper. Allí nace el problema: los católicos en general no leen a esos liberales malos, sucios y feos. Leen, sí, a Marx, por supuesto, a Heidegger, a Nietzsche (que nunca me acuerdo cómo M se escribe J), qué amplios, qué apertura mental, qué dialogantes, pero a los pérfidos liberales, jamás, por supuesto. Es más, se podría decir que en la Iglesia actual, un caos total y completo desde el punto de vista humano, los lefebvrianos, los Vaticano II y los teólogos de la liberación y del pueblo han encontrado allí su único punto de unidad.

El individualismo metodológico sostiene que en las ciencias sociales, la unidad de análisis son las relaciones entre personas. Pero claro, Mises, Hayek y Popper unían ello con el individualismo ontológico: sólo existen individuos, como reacción contra lo contrario, y allí cometían un error que retro-alimentó la reacción de los pocos tomistas que los leían para ver por dónde les cortaban la cabeza. Pero entre los dos extremos (sólo hay individuos o….) hay una posición superadora, que es la relación entre personas. La relación es un accidente real, esto es, según la interpretación que Santo Tomás hace de Aristóteles, algo que acaece entre las personas (un matrimonio, por ejemplo) que en ese sentido es algo más que la mera suma de individuos PERO NO es otra persona. Y por ende hay que distinguir muy bien entre las acciones que se predican de las personas (por ejemplo, Juan es fiel a María) y las características que se predican de la relación en tanto tal (por ejemplo, el matrimonio es indisoluble).

Pero me dirán: ¿y cuál es el otro extremo? Suponer que hay una entidad no sólo superior a las personas, sino que las absorbe, quitándoles su libre albedrío y su individualidad. El ejemplo perfecto de ello es Hegel y Marx. El “espíritu absoluto”, que pata Hegel es el actor de la Historia, se transforma en Marx en el dinamismo de la dialéctica materialista, entre “la clase explotadora” y “la clase explotada”. La “clase social” es la que actúa. Si eres empresario, por ejemplo, eres explotador, te mueves como explotador, piensas como explotador, no puedes salir de esa dialéctica, no tienes la libertad para evitarlo, porque finalmente no eres persona, eres una neurona titilante y prescindible de ese cerebro que es la clase social a la que perteneces. Ello rompe también toda posibilidad de pacto político, porque ya no es posible decir que Dios ha creado a todos los seres humanos iguales, poseedores de derechos anteriores y superiores a cualquier estado, sino que sencillamente hay explotadores y explotados, y lo único que sigue a ello es la revolución inevitable de la dialéctica de “La Historia” y sus leyes inexorables de destino histórico.

Católicos de derecha, centro, izquierda, arriba, abajo, de costado o en diagonal, creen que no son marxistas cuando, sin embargo, dicen que “Marx tenía razón” en que el capitalismo es explotador. Como NUNCA leyeron Menger, Bohm-Bawerk, y ni qué hablar de Mises y Hayek, pecado mortal mayor que la pornografía, entonces creen que la teoría de la explotación de Marx es verdadera, que verdaderamente, si hay salarios bajos, es porque “el capital” explota al “el trabajo”; lo llaman “la cuestión social” originada en el capitalismo…

Y entonces claro, les es muy difícil evitar la lógica: hay algo más allá de la persona. Los curas villeros así miran a los que viven en los barrios cerrados de la zona norte: pobres, podrán ser personas con buenas intenciones, pero son inexorablemente explotadores y no se dan cuenta, por supuesto.

Pero además, dado que La Iglesia es el pueblo de Dios, el Cuerpo Místico de Cristo (así es, por supuesto) entonces creen que esa noción sobrenatural, cuasi-sacramental, de Iglesia, puede aplicarse a lo político. Claro que La Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo, porque su fundador es Cristo y sus miembros son todos los bautizados, pero aún así la teología católica tiene un sano individualismo metodológico: distingue a la Iglesia de los pecados individuales de sus miembros. Sólo así se puede decir que la iglesia es verdaderamente una, santa, católica y apostólica, en medio de una historia llena de católicos pecadores que no son ni santos, no católicos, ni unidos ni apostólicos, sino todo lo contrario…

Pero como el clericalismo es una tentación permanente, como muchos piensan que se puede hacer teoría política a partir de la eclesiología, entonces fácilmente confunden “el pueblo como sujeto político” con “el pueblo de Dios”. “El mito de la nación católica” como muy bien denunció Rafael Braun y actualmente explica Gustavo Irrazábal, domina a los católicos clericales por izquierda y por derecha. Para los primeros, el pueblo católico se manifiesta en las comunidades eclesiales de base, en las villas, y él es el sujeto del cambio y de la transformación social. Para los otros, el pueblo católico es el estado católico, la nación católica a cargo de un monarca, un cuasi dictador católico y toda su legislación católica, con un sistema corporativo en lo económico. Ambos grupos de “grandes teólogos” (que alimentan las lecturas de los seminaristas jóvenes por izquierda y por derecha), aunque se odien, son totalmente inmunes a cualquier cosa que sea, no ya economía de mercado (ay, qué asco, aléjate de  mí Satanás) sino a cualquier cosa que huela a república, democracia constitucional, libertad religiosa, derechos individuales. Mm, demasiado individuo, mm, estructuras políticas protestantes y anglicanas, mm, demasiado EEUU, mm, estructuras burguesas que olvidan las raíces católicas de nuestros pueblos… Por eso, aunque el Pío XII, Juan XXIII, el Vaticano II, Juan Pablo II y Benedicto XVI hayan hablado de todo ello, son sólo letras extrañas, son demasiada modernidad europea metida en un magisterio que, en realidad, no siguen. Las conferencias episcopales latinoamericanas no hablan de nada de ello y los católicos conservadores no dejan de señalar el origen protestante y anglicano de “esas cosas” mezclándolas además con conspiraciones “judeo-masónicas”…

Todos ellos han adoptado el colectivismo metodológico. El pueblo católico, la nación católica, “el capital”, “el trabajo” son los reales sujetos políticos, los actores reales de lo social. El individuo y sus derechos es algo “liberal”: listo, a la miércoles con “lo liberal”, el verdadero pecado: “el liberalismo es pecado”, “el capitalismo es pecado”: volvamos al “pueblo católico” aunque luego entre ellos discutan si es vía Fidel Castro o Mussolini.

Así las cosas, vienen los “nuevos explotados”: los indígenas, contra el colonialismo capitalista explotador. Allí, caen de cabeza: arriba los indígenas, que no tienen pecado original, versus los pérfidos europeos pecadores capitalistas. No atinan a responder que los indígenas son ciudadanos que tienen los mismos derechos individuales que cualquier otra persona, con lo cual no importa si eres indígena, marciano o europeo, el asunto es que ante la Constitución liberal eres un igual como sujeto de derechos.

Ante el “feminismo radical” responden señalando los errores antropológicos de la teoría del género como contraria a la ley natural. Muy bien. Nada que objetar. Pero ni se les ocurre agregar que ante el uso de los términos genéricos, está la libertad de no usarlos; que ante las cuotas obligatorias de mujeres en ciertos puestos, está la igualdad ante la ley. Ante los homosexuales, trans y lesbianas que denuncian delitos de discriminación y de odio, ni se les ocurre hablar de propiedad privada, de libertad de asociación, de libertad de contratación, de libertad de asociación, esto es, libertades individuales(expresión que casi no usan) que vienen precisamente del liberalismo clásico anglosajón que tanto odian. Porque entonces, la repuesta más directa al lobby LGBT es que con sus exigencias están quebrando el pacto político del liberalismo clásico, donde por medio de las libertades individuales y el derecho a la intimidad, cada uno puede vivir como quiera mientras no viole derechos de terceros. Por ende si eres homosexual, heterosexual, trans, lesbiano, venusino o lo peor, alumno de Zanotti J, en MI colegio, en MI hospital, en MI casa, NO entras, porque YO lo digo y punto. Eso se llama propiedad, libertad religiosa, libertad de asociación. O sea, LIBERALISMO CLÁSICO (¡ay qué horror!!!!). ¿Puedo equivocarme? ¿Puedo ser un imbécil si hago eso? ¿Puedo perder mi negocio o emprendimiento si los consumidores me castigan no metiendo ni un cuarto de su nariz en mis productos?Si. Eso es una sociedad libre. Libertad, decisiones, riesgos.

Con la educación sexual, también. Ahora el estado obliga que “los colegios” enseñen a los niños que la homosexualidad es buena, que la masturbación es perfecta, etc. Respuesta de los católicos: ello es contrario a la ley natural y «tenemos que llegar al ministerio de educación». Que es contrario a la ley natural, sí.  Lo demás… Lo mismo de siempre. No, gente, la cosa pasa por algo que jamás dicen: que las instituciones privadas tienen derecho a tener sus propios planes y programas de estudios, precisamente porque EN ESO consiste la libertad de enseñanza, otro derecho derivado del liberalismo clásico. Y que las instituciones estatales de enseñanza tampoco deben enseñar esas cosas, obvio, sí, pero, ¿de dónde sacaron que DEBE haber instituciones estatales de enseñanza? Del “derecho a la educación”. Y de dónde sacaron que en vez de libertad de enseñanza hay un “derecho a la educación”? Del “dogma” de los derechos sociales, que han sido elevados a nueva declaración del Concilio de Trento. ¿Y de dónde salió ese dogma? De que el libre mercado “es para los ricos”; que la educación privada “no llega a los pobres”, porque el capitalismo, el libre mercado, es malo, feo, sucio, es sólo para los ricos explotadores…. Que el libre mercado sea capaz de proporcionar educación barata, competitiva y de gran calidad, y que cada vez serán más los que tengan mayores ingresos y salarios más altos, aumentando la población, es algo OBVIO para cualquiera que haya leído a Mises y Hayek pero….. ¡No, please, a ver si perdemos el alma !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!

Católicos, no católicos, marcianos, vulcanos: si no leen a Mises y Hayek, si siguen siendo colectivistas metodológicos, si siguen pensando que Marx tenía razón en su teoría de la explotación………… El lobby LGBT les pasará por encima. No, no les pasará, les está pasando. No, no les está pasando, ya les pasó. Ahora, sólo queda que se den la vacuna trivalente, Mises, Hayek y Popper, pero la posibilidad de que hagan eso es la misma que nos rescate el Capitán Kirk.

Que Dios nos ampare.

 

Gabriel J. Zanotti es Profesor y Licenciado en Filosofía por la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (UNSTA), Doctor en Filosofía, Universidad Católica Argentina (UCA). Es Profesor titular, de Epistemología de la Comunicación Social en la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor de la Escuela de Post-grado de la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor co-titular del seminario de epistemología en el doctorado en Administración del CEMA. Director Académico del Instituto Acton Argentina. Profesor visitante de la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala. Fue profesor Titular de Metodología de las Ciencias Sociales en el Master en Economía y Ciencias Políticas de ESEADE, y miembro de su departamento de investigación.

RESPUESTA A LOS CATÓLICOS CLERICALES QUE CREEN QUE LAS ENCÍCLICAS SOCIALES LES DICTAN TOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOODO LO QUE TIENEN QUE PENSAR Y DECIR (INCLUiDOS QUIENES LAS ESCRIBEN).

Por Gabriel J. Zanotti. Publicado el 18/2/18 en: http://gzanotti.blogspot.com.ar/2018/02/respuesta-los-catolicos-clericales-que.html

 

De my new book Judeocristianismo, civilización occidental y libertad.

Cap. 7, punto 3.

La recuperación de lo opinable

Ha sido evidente que a lo largo de todo este libro hemos tratado de aclarar qué cosas son opinables en relación a la Fe y por eso, cuando algunas intervenciones especiales del Magisterio se inclinaban por un tema opinable que nos favorecía, hemos aplicado la categoría de “acompañamiento” para respetar la libertad de opinión del católico. Ya nos hemos referido a ello y en ese sentido no habría más nada que agregar.

Sin embargo, si estamos hablando de la recuperación del laicado, este es uno de los temas más graves desde fines del s. XIX hasta este mismo año (2018) y lo seguirá siendo, temo, muchos años más, y constituye uno de los problemas más graves de la Iglesia.

3.1.     El tema en sí mismo

La cuestión en sí misma no debería presentar ningún problema. Es obvio que “…Lo sobrenatural no debe ser concebido como una entidad o un espacio que comienza donde termina lo natural “, pero ello implica justamente que el ámbito de las realidades temporales debe ser fermentado directamente por los laicos e indirectamente por la jerarquía a través del magisterio que le es propio (me refiero a obispos y al Pontífice). Es obvio también que aunque lo natural sea elevado por la Gracia, ello no borra la distinción entre lo sacro, en tanto el ámbito propio de los sacramentos, y lo no sacro, donde puede haber sacramentales pero según las disposiciones internas de los que los reciban.

En ese sentido, puede haber, a lo largo de los siglos, una enseñanza social de la Iglesia en tanto a:

  1. a)Los preceptos primarios de la ley natural que tengan que ver con temas sociales (como por ejemplo el aborto)
  2. b)Los preceptos secundarios de la ley natural en sí mismos, donde se encuentran los grades principios de ética social (dignidad humana, respeto a sus derechos, bien común, función social de la propiedad, subsidiariedad, etc.) con máxima universalidad, sin tener en cuenta las circunstancias históricas concretas.

El magisterio actual ha aclarado bastante sus propios niveles de autoridad sobre todo en la Veritatis splendor[1] y Sobre la vocación eclesial del teólogo[2].

Tanto a como b pueden ser señalados por el magisterio ya sea positivamente (afirmando esos grandes principios) o negativamente, cuando advierte o condena sistemas sociales contradictorios con ellos (como fueron las advertencias contra los estados y legislaciones laicistas del s. XIX, o las condenas contra los totalitarismos en el s. XX).

Ahora bien, hay otras cuestiones sociales que no se desprenden directamente de a y b. ESE es el ámbito “opinable en relación a la Fe”: opinable no porque no pueda haber ciencias o filosofía social sobre ellos, sino porque esas ciencias y-o filosofías sociales corresponden a los laicos y no se desprenden directamente de las Sagradas Escrituras, la Tradición o el Magisterio de la Iglesia.

A partir de lo anterior se desprende deductivamente que esos ámbitos opinables son:

  1. a)El estado de determinadas ciencias o conocimientos sociales en una determinada etapa de la evolución histórica;
  2. b)la evaluación de una determinada circunstancia histórica a partir de a,
  3. c)la aplicación prudencial de los principios universales a una situación histórica específica, a la luz de a y b.

Ejemplo: nuestros conocimientos actuales sobre demo­cracia constitucional (a); el diagnóstico de la falta de instituciones republicanas en América Latina (b); las propuestas de reforma institucional para América Latina (c).

Todo lo cual muestra toda la hermenéutica implícita cada vez que hablamos de estos tres niveles en los temas sociales, y por ende la ingenuidad positivista de recurrir a “facts” para estas cuestiones.

3.2.  ¿Señaló el Magisterio este ámbito de opinabilidad?

          Por un lado, si. Los textos son relativamente claros:

  1. a)León XIII, Cum multa, 1882: “… también hay que huir de la equivocada opinión de los que mezclan y como identifican la religión con un determinado partido político, hasta el punto de tener poco menos que por disidentes del catolicismo a los que pertenecen a otro partido. Porque esto equivale a introducir erróneamente las divisiones políticas en el sagrado campo de la religión, querer romper la concordia fraterna y abrir la puerta a una peligrosa multitud de inconvenientes”.
  2. b)León XIII, Immortale Dei, 1885: “Pero si se trata de cuestiones meramente políticas, del mejor régimen político, de tal o cual forma de constitución política, está permitida en estos casos una honesta diversidad de opiniones”.
  3. c)León XIII, Sapientiae christianae, 1890: “La Iglesia, defensora de sus derechos y respetuosa de los derechos ajenos, juzga que no es competencia suya la declaración de la mejor forma de gobierno ni el establecimiento de las instituciones rectoras de la vida política de los pueblos cristianos”…. “…querer complicar a la Iglesia en querellas de política partidista o pretender tenerla como auxiliar para vencer a los adversarios políticos, es una conducta que constituye un abuso muy grave de la religión”.
  4. d)León XIII, Au milieu des sollicitudes, 1891: “En este orden especulativo de ideas, los católicos, como cualquier otro ciudadano, disfrutan de plena libertad para preferir una u otra forma de gobierno, precisamente porque ninguna de ellas se opone por sí misma a las exigencias de la sana razón o a los dogmas de la doctrina católica”.
  5. e)Pío XII, Grazie, 1940: “Entre los opuestos sistemas, vinculados a los tiempos y dependientes de éstos, la Iglesia no puede ser llamada a declararse partidaria de una tendencia más que de otra. En el ámbito del valor universal de la ley divina, cuya autoridad tiene fuerza no sólo para los individuos, sino también para los pueblos, hay amplio campo y libertad de movimiento para las más variadas formas de concepción políticas; mientras que la práctica afirmación de un sistema político o de otro depende en amplia medida, y a veces decisiva, de circunstancias y de causas que, en sí mismas consideradas, son extrañas al fin y a la actividad de la Iglesia”.
  6. f)Vaticano II, Gaudium et spes, 1965: “Muchas veces sucederá que la propia concepción cristiana de la vida les inclinará en ciertos casos a elegir una determinada solución. Pero podrá suceder, como sucede frecuentemente y con todo derecho, que otros fieles, guiados por una no menor sinceridad, juzguen del mismo asunto de distinta manera. En estos casos de soluciones divergentes aun al margen de la intención de ambas partes, muchos tienen fácilmente a vincular su solución con el mensaje evangélico. Entiendan todos que en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia. Procuren siempre hacerse luz mutuamente con un diálogo sincero, guardando la mutua caridad y la solicitud primordial pro el bien común”.
  7. g)Juan Pablo II, Centesimus annus, 1991: “Es superfluo subrayar que la consideración atenta del curso de los acontecimientos, para discernir las nuevas exigencias de la evangelización, forma parte del deber de los pastores. Tal examen sin embargo no pretende dar juicios definitivos, ya que de por sí no atañe al ámbito específico del Magisterio”.

Podríamos citar algunos textos más, pero, como vemos, la noción en sí misma de lo opinable es clara.

3.3.     Pero por el otro lado…

Pero, sin embargo, habitualmente las cosas no han sido tan claras. Los textos pontificios sobre temas sociales están inexorablemente adheridos a las circunstancias históricas, a su interpretación según criterios de la época y a recomendaciones y aplicaciones en sí mismas prudenciales. Nadie pide que no sea así, el problema es que los pontífices no se han caracterizado por aclararlo bien. Y no porque “se descuenten los principios hermenéuticos de interpretación teológica”. Hemos visto que, comenzando por el tema político, Gregorio XVI y Pío IX unieron indiscerniblemente a la recta condena de los estados laicistas con el intrínsecamente contingente régimen de ciudadanía = bautismo, que tantos problemas trajo para la posterior declaración de libertad religiosa. Hemos visto cómo ello fue aprovechado por los católicos que apoyaron a Mussolini (comenzando por Pío XI) y Franco, que tuvieron el atrevimiento de presentar eso como “doctrina social de la Iglesia”. Hemos visto cómo ese error comenzó a remontarse desde Pío XII en adelante, cómo este último tuvo que “acompañar” al surgimiento de las democracias cristianas de la post-guerra europea precisamente porque desde ese error se pretendía condenar por hereje al que pensara lo contrario. Hemos visto que el mismo, clerical e integrista error siguió en Lefebvre y pasa luego, de peor modo, a la horrorosa mezcolanza que hacen los teólogos de la liberación entre el comunismo de los medios modernos de producción y el “pueblo de Dios”. Hemos visto cómo Benedicto XVI tiene que salir a aclarar qué es lo contingente y qué es lo esencial, y cómo tuvo que “acompañar” nuevamente a los elementos más contingentes de la modernidad católica, para ver si la institucionalidad republicana penetraba en la mente de los integristas católicos de derecha o izquierda, y hemos visto que casi nadie lo escuchó ni lo entendió. Y todo eso por no haber distinguido en su momento lo opinable de lo que no lo era.

En el plano económico, temas que son intrínsecamente opinables en relación a la Fe, han pasado a ser parte de una especie de pensamiento único que todo católico debería aceptar so pena de ser un mal católico entre aquellos que recitan de memoria las encíclicas. La leyenda negra de la Revolución Industrial, desde León XIII en adelante; el capitalismo liberal como el imperialismo internacional del dinero, desde Pío XI en adelante; un programa casi completo de política económica, en la última parte de la Mater et magistra de Juan XXIII; la redistribución de ingresos y la llamada justicia social, desde Pío XI en adelante; la teoría del deterioro de los términos de intercambio, desde Pablo VI en adelante, y así… hasta hoy. Para colmo gran parte de esas encíclicas son redactadas por asesores que así convierten sus personales opiniones (que deberían haber sido debatidas académicamente) en “Doctrina social de la Iglesia”. La situación no se solucionó porque San Juan Pablo II haya hablado de economía de mercado en la Centesimus annus: era obvio que fue un párrafo incrustado por un asesor desde fuera del pensamiento real de Karol Wojtyla, que, por ende, ni él se lo creyó. Y además tampoco la solución pasaba porque entonces la economía de mercado pasara a ser, sin distinciones, otro tema opinable convertido en no opinable…

El problema NO consiste en que un católico considere que todas esas cosas son verdaderas. El problema es que desde los pontífices para abajo, sin casi distinciones y aclaraciones, se consideran parte de la cosmovisión católica de la vida. O sea, el problema NO consiste en que un católico, sea el pontífice o Juan católico de los Palotes, opine así, el problema es que lo piense como cuasi-dogma social. Ese es el problema.

3.4.     ¿Por qué? Diagnóstico

¿Pero por qué ha sucedido esto? Fundamentalmente por dos razones.

Primera: en el plano político y económico, los pontífices no han dejado de gobernar. Fueron casi 17 siglos de clericalismo. La desaparición forzada de los estados pontificios los dejó sin territorios pero sí con el arma moral de la conciencia de los católicos. Y abusando de su autoridad pontificia –un problema previsto por Lord Acton– no sólo condenaron rectamente lo que tenían que condenar, sino que además cada uno de ellos propuso su “plan de gobierno” en encíclicas que comenzaron a llamarse “Doctrina social de la Iglesia”. Cuidado, no digo que ello no haya sido históricamente comprensible o que en esos “gobiernos” no haya habido cosas buenas aunque opinables. Lo que digo es que, al excederse de los tres temas señalados como no opinables, “gobernaban” en lo contingente, según visiones también contingentes, y lo peor es que su territorio era el mundo entero.

En un mundo paralelo imaginario, los pontífices deben tener la “denuncia profética” de la injusticia a nivel social, rechazando lo que sea contradictorio con la Fe y la moral católicas, pero las cuestiones afirmativas –qué sistema social seguir, qué hacer in concreto- deben ser dejadas a los laicos, que, por ende, tendrían opiniones diferentes entre ellos, ninguna “oficialmente católica”. Pero no: los pontífices, hasta hoy, hablaron y hablan sencillamente de todo y prácticamente presentan todo ello como obligatorio para el laico. Y no como la filosofía, que habla “de todo” pero desde las causas últimas y los primeros principios. Hablan de todo en cuanto concreto: opciones concretas, interpretaciones concretas, de política y economía, desde los sistemas concretos de redistribución de ingresos, pasando por la política exterior, monetaria, fiscal, agrícola, industrial, cambio climático, medio ambiente, seguridad, etc. Hasta hoy. El famoso “Compendio de Doctrina Social de la Iglesia” (op.cit.) es un buen ejemplo: prácticamente no hay tema que no esté allí contemplado, y entregado al laico como “tome, esto es lo que tiene que pensar y decir”.

La segunda razón es el radical desconocimiento del ámbito propio de la ciencia económica, esto es, las consecuencias no intentadas de las acciones humanas. Casi todos los documentos pontificios están escritos desde el paradigma de que si hubiera gobiernos cristianos, y por ende “buenos”, ellos redistribuirían la riqueza, que se da por supuesta; ellos implantarían la justicia con diversas medidas intervencionistas cuyas consecuencias no intentadas no se advierten. El mal social proviene de personas malas, no católicas, que defienden la maldad de un sistema liberal que sólo puede ser defendido desde el horizonte de la defensa de los intereses del capital.

Con ello, ¿qué lugar queda para la economía como ciencia? Ninguna, excepto la del contador que hace las cuentas para el obispo. Como mucho, un laico sabrá de diversos “tecnicismos”, pero las grandes líneas de gobierno ya están planteadas porque, frente al paradigma anterior, no hay economía como ciencia sino más bien gobiernos buenos, que harán caso a las encíclicas, o gobiernos malos, que no. Y punto.

Pero la realidad de la escasez no es así. Como hemos visto cuando analizamos a los escolásticos, las medidas supuestamente “buenas” de los gobiernos tienen consecuencias no intentadas por el “buen” gobernante. Los precios máximos producen escasez; los mínimos, sobrantes; los salarios mínimos producen desocupación; el control de la tasa de interés, crisis cíclica; el control de alquileres, faltante de vivienda; las tarifas arancelarias, monopolios legales e ineficiencia, la emisión de moneda, inflación, y la socialización de los medios de producción, imposibilidad de cálculo económico. Siempre es así pero siempre se vuelven a hacer las mismas cosas suponiendo que alguna vez un gobernante “más bueno”, “más lector del magisterio”, lo va a hacer “bien”. Y el que piense lo contrario desconoce o desobedece a “la doctrina social de la Iglesia”; por ende es un mal católico y un manto de silencio lo cubre en ambientes eclesiales, como un cadáver al cual se le cubre caritativamente el cuerpo.

Mientras no se tenga conciencia de esto, los pontífices seguirán hablando como si la economía dependiera de las solas y bienintencionadas órdenes de los gobernantes cristianos, escritas por ellas en sus encíclicas sociales.

3.5.     ¿Cuáles son las consecuencias de todo esto?

Son desastrosas, por supuesto. Comencemos por la primera: la des-autorización del magisterio pontificio.

De igual modo que, a mayor emisión de oferta monetaria, menor valor de la moneda, a mayor cantidad de temas tratados, menor valor. O sea, se ha producido una inflación de magisterio pontificio en temas sociales[3], en cosas totalmente contingentes, que deberían ser tratadas por los laicos. Con lo cual se ha violado el principio de subsidiariedad en la Iglesia: el pontífice no debe hacer lo que los obispos pueden hacer, y los obispos no deben hacer lo que corresponde a los laicos. La invasión directa de la autoridad del pontífice en temas laicales implica que el pontífice se introduce cada vez más en lo más concreto, donde ha más posibilidad de error[4]. De igual modo que los preceptos secundarios de la ley natural demandan una premisa adicional que no está contenida en los preceptos primarios, mucho más cuando de los primarios y secundarios se pasa a cuestiones políticas y económicas irremisiblemente históricas y prudenciales.

Ante esta inflación de magisterio pontificio, se produce un efecto boomerang. Es imposible una estadística, pero algunos –ya jerarquía o laicos– no tienen idea de lo que ocurre ni les interesa. Otros, guiados por un sano respeto al magisterio, repiten todo, desde la Inmaculada Concepción hasta la última coma de la entrevista del Papa en el avión sobre las marcas dentífricas. Eso produce un caos total, porque los laicos, inconscientemente, van adaptando una multitud cuasi-infinita de párrafos pontificios a su ideología opinable concreta, y van armando una Doctrina Social de la Iglesia a la carta que luego además se echan los unos a los otros con acusaciones mutuas de infidelidad al magisterio. Ante este caos, muchos finalmente optan por decir lo que quieren ante un magisterio que en el fondo se ha metido en lo que no le corresponde. Otros, finalmente, en silencio, obedecen al magisterio en sus ámbitos específicos y mantienen en reserva mental (y en silencio) su posición en temas opinables.

Lo que ha sucedido también es el avance de teologías de avanzada en temas sociales y dogmáticos. Esto ya fue visto por Pío XII, en su famosa Humani generis, con el intento de frenarlo[5]. Pero no pudo. Esas teologías habitualmente desobedecen al Magisterio en todo lo que sea fe y costumbres pero lo siguen cada vez que el Magisterio avanza en temas sociales más para la izquierda. Así, en los 60’ y los 70’, los teólogos de la liberación proclamaban exultantes a la Populorum progressio mientras ocultaban y silenciaban a la Humanae vitae y al Credo del Pueblo de Dios. Y así sucesivamente. Y con ello se ha producido una especie de consenso, un casi pensamiento único en la Iglesia, ante el cual, si eres un teólogo o pensador católico “de avanzada”, dices absolutamente lo que quieres en temas de Fe y costumbres, pero en cambio sigues a pie de juntillas el plan más estatista establecido en la Populorum progressio, en las Conferencias episcopales latinoamericanas y en las primeras dos encíclicas sociales de Juan Pablo II[6]Eso sí: sobre esto, entonces, ya no hay libertad de opinión. Si no sigues al los nuevos dogmas estatistas, entonces sí que estás excomulgado. O sea, en lo opinable, pensamiento único; en Fe y costumbres, lo que quieras.

Todo esto es un caos, del cual no se ha salido en absoluto. El laicado, ante esto, ha quedado, o totalmente indiferente, con lo cual lo que digan los pontífices en temas de Fe y costumbres ya no importa, o totalmente clerical, integrista y dividido. Cada grupo se ha armado su propia versión de la Doctrina Social de la Iglesia, sin conciencia de lo opinable, cortando y pegando los párrafos que les convienen –porque la cantidad de párrafos en los asuntos contingentes es tan amplia que da para ello– y acusando al otro grupo de infidelidad a la Iglesia.

La corrección de todo esto va a tardar mucho. Pero los laicos no deberían pedir a los pontífices expedirse en temas contingentes, ni estos últimos deberían hablar sobre esos temas. La cuestión ya no pasa por interpretar lo que dijo Pablo VI sobre comercio internacional: la cuestión pasa por reconocer que sencillamente no debería haber dicho nada. La cuestión ya no pasa por interpretar los párrafos de Juan XXIII sobre industria, comercio e impuestos: la cuestión es que no debería haber dicho sencillamente de eso, igual que San Josemaría Escrivá de Balaguer, que nunca invadía los ámbitos propios de los laicos.

La solución del famoso tema de la economía de mercado no pasa, por ende, por tener un Papa que bendiga y eche agua bendita a las teorías del mercado. La cuestión pasa por callar y dejar actuar y pensar a los laicos. Establecidos principios muy generales como propiedad y subsidiariedad, hasta dónde llega la acción del estado es materia de libre discusión entre los laicos. Si un laico basado en Keynes está de acuerdo con una política monetaria activa y yo, basado en Mises, estoy de acuerdo con el Patrón Oro, la solución del problema no pasa porque venga un Papa “aurífero”. Yo no necesito que el Papa se pronuncie en ese tema. En ese tema, y en la mayor parte de los termas, que se calle y que deje actuar a los laicos. Así de simple. Y cuando los laicos opinen, que no tengan párrafos diversos del magisterio para sacralizar, clericalizar su posición y echársela por la cabeza al laico que piensa diferente.

Así, cuando Roma hable, será importante. Así, cuando Roma hable, será porque verdaderamente hay que confirmar en la Fe. Así, cuando haya un concilio ecuménico o una encíclica, será sobre temas de Fe y no sobre cuántos impuestos haya que cobrar o cuántas empresas haya que estatizar o privatizar. Pueden los pontífices “acompañar” a una cuestión temporal legítima, si –como sucedió y sucede– un pontífice anterior y/o los laicos la hubieran convertido en una herejía, para dejar lugar a la libertad de los laicos en ese tema. Exactamente como tuvo que hacer Pío XII con la democracia constitucional. Pero ese “acompañamiento” debería ser la excepción y no la regla.

Para que todo esto pase de la potencia al acto, se necesitan nuevas generaciones, formadas en todo esto, capaces de hacer y vivir estas distinciones. No sabemos cuándo y cómo puedo ello ocurrir. Los tiempos de la Iglesia son de Dios. Humanamente, un cambio así de hábitos intelectuales puede tardar cientos de años.

[1] http://w2.vatican.va/content/john-paul-ii/es/encyclicals/documents/hf_ jp-ii_enc_06081993_veritatis-splendor.html.

[2]http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_19900524_theologian-vocation_sp.html.

[3] Como hemos denunciado en nuestro artículo La devaluación del magisterio pontificioop. cit.

[4] Santo Tomás explica perfectamente el grado de falibilidad mayor a medida que vamos descendiendo en las circunstancias concretas de una conclusión moral-prudencial: “…Por tanto, es manifiesto que, en lo tocante a los principios comunes de la razón, tanto especulativa como práctica, la verdad o rectitud es la misma en todos, e igualmente conocida por todos. Mas si hablamos de las conclusiones particulares de la razón especulativa, la verdad es la misma para todos los hombres, pero no todos la conocen igualmente. Así, por ejemplo, que los ángulos del triángulo son iguales a dos rectos es verdadero para todos por igual; pero es una verdad que no todos conocen. Si se trata, en cambio, de las conclusiones particulares de la razón práctica, la verdad o rectitud ni es la misma en todos ni en aquellos en que es la misma es igualmente conocida. Así, todos consideran como recto y verdadero el obrar de acuerdo con la razón. Mas de este principio se sigue como conclusión particular que un depósito debe ser devuelto a su dueño. Lo cual es, ciertamente, verdadero en la mayoría de los casos; pero en alguna ocasión puede suceder que sea perjudicial y, por consiguiente, contrario a la razón devolver el depósito; por ejemplo, a quien lo reclama para atacar a la patria. Y esto ocurre tanto más fácilmente cuanto más se desciende a situaciones particulares, como cuando se establece que los depósitos han de ser devueltos con tales cauciones o siguiendo tales formalidades; pues cuantas más condiciones se añaden tanto mayor es el riesgo de que sea inconveniente o el devolver o el retener el depósito” (Suma Teológica, I-II, q. 94 a. 4 c).

[5]Véase: http://w2.vatican.va/content/pius-xii/es/encyclicals/documents/hf _p-xii_enc_12081950_humani-generis.html.

[6] Nos referimos a Laborem exercens y Sollicitudo rei sociales. Cuando salió Centesimus annus, oh casualidad, los ultra pro-Juan Pablo II callaron repentinamente…

 

Gabriel J. Zanotti es Profesor y Licenciado en Filosofía por la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (UNSTA), Doctor en Filosofía, Universidad Católica Argentina (UCA). Es Profesor titular, de Epistemología de la Comunicación Social en la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor de la Escuela de Post-grado de la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor co-titular del seminario de epistemología en el doctorado en Administración del CEMA. Director Académico del Instituto Acton Argentina. Profesor visitante de la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala. Fue profesor Titular de Metodología de las Ciencias Sociales en el Master en Economía y Ciencias Políticas de ESEADE, y miembro de su departamento de investigación.

Derecho y Ley natural

Por Gabriel Boragina: Publicado el 31/12/16 en: http://www.accionhumana.com/#!/2016/12/derecho-y-ley-natural.html

 

Hubo teorías que entendieron que, en tiempos primitivos, existió un «estado de igualdad» entre los hombres. Y hay autores (como el que citaremos a continuación) que han dado en llamar a dicha tesis como «doctrina individualista».

«Esta doctrina individualista tuvo su acogida en la declaración de los derechos del hombre de 1789. John Locke, al analizar el estado natural en que se encuentra originariamente el hombre, entiende que es también un estado de igualdad «dentro del que todo poder y toda jurisdicción son recíprocas, en el que nadie tiene más que otro, puesto que no hay cosa más evidente que el que seres de la misma especie y de idéntico rango, nacidos para participar sin distinción de todas las ventajas de la Naturaleza y para servirse de las mismas facultades, sean también iguales entre ellos, sin subordinación ni sometimiento, a menos que él Señor y Dueño de todos ellos haya colocado, por medio de una clara manifestación de su voluntad, a uno de ellos por encima de los demás, y que le haya conferido, mediante un nombramiento evidente y claro, el derecho indiscutible al poder y a la soberanía»[1].

En realidad, la única igualdad que existía en tiempos primitivos era la igualdad del hombre frente a la pobreza. Ante los recursos para satisfacer sus necesidades, los hombres también eran «iguales», ya que todos ellos «por igual» se consideraban con «derecho» a ellos. No obstante, los hombres no eran iguales (ni nunca lo fueron ni lo son) ni mental ni físicamente para apropiarse de los bienes que precisaban para su subsistencia. Los más fuertes despojaban impiadosamente a los más débiles de lo que requerían por igual ambos grupos. De tal suerte que, sólo en un nivel muy imaginativo puede -en rigor- hablarse de «igualdad». Pero fue la desigualdad natural del individuo la que permitió que -de poco a poco- el género humano pudiera ir paulatinamente emergiendo de la pobreza. El empleo de la fuerza, el despojo, las guerras fratricidas por recursos y territorios, no aumentaban el bienestar material de quienes los promovían, alentaban y consumaban, excepto de manera inmediata y muy fragmentaria, y para una proporción muy escasa de la población, que sólo beneficiaba a los nobles, las clases militares, y no más allá al resto del pueblo. Esta situación se prolongó en el tiempo hasta la adopción de los derechos de propiedad.

«Por su parte Rousseau afirmaba que «conociendo tan poco la naturaleza y concertándose tan mal sobre el sentido del vocablo ley, sería harto difícil convenir en una definición de la ley natural. Así, todos los que se encuentran en los libros, aparte del defecto de no ser uniformes, tienen además el de ser deducidos de muchos conocimientos que los hombres no tienen naturalmente, así como ventajas de que no podían tener idea sino después de haber salido del estado de naturaleza. Pero en tanto no conozcamos al hombre natural —sigue diciendo Rousseau— en vano es que queramos determinar la ley que ha recibido o la que mejor conviene a su constitución»[2].

Lo que primero nos llama la atención de este párrafo de Rousseau, es que, admitiendo conocer «tan poco la naturaleza», critique las demás definiciones del vocablo «ley natural» sobre la base «de ser deducidos de muchos conocimientos que los hombres no tienen naturalmente». La contradicción deviene en evidente, ya que, si por principio admite conocer tan poco la naturaleza ¿cómo puede ser posible que esté al tanto o que pueda diversificar cuales conocimientos y ventajas los hombres tienen naturalmente y cuáles no los tienen? Ya que su primera confesión le estaría impidiendo estar en condiciones de hacer la diferenciación que efectúa. Contrariando su afirmación inicial, sus renglones siguientes parecen dar la impresión inversa: es decir que, supuestamente Rousseau sabía mucho más del «estado de naturaleza» que lo que él -en sentido contrario- manifestaba ignorar. El punto que me parece relevante en relación al tema, es que no tenemos ninguna necesidad de conocer al hombre natural en todos sus detalles para poder «determinar la ley que ha recibido o la que mejor conviene a su constitución».

«León Duguit, al criticar la doctrina individualista, sostiene que ella reposa sobre una afirmación hipotética. «El hombre natural —dice— aislado, nacido en condiciones de absoluta libertad e independencia respecto a los demás hombres, y en posesión de derechos fundados en esta misma libertad, en esta independencia, es una abstracción sin realidad alguna. De hecho, el hombre nace ya miembro de una colectividad; ha vivido siempre en sociedad y no puede vivir más que en sociedad, y el punto de partida de toda doctrina sobre el fundamento del derecho, aunque sea como debe ser, el hombre natural, no es el ser aislado y libre de los filósofos del siglo XVIII, sino el individuo ligado, desde su nacimiento, con los lazos de la solidaridad social. Por otra parte, la igualdad absoluta de todos los hombres, corolario lógico del principio individualista, es contraria a los hechos» (7) y conduce, además, tal doctrina, a la noción de un derecho ideal, absoluto, que tendría qué ser el mismo en todo tiempo y lugar»[3].

Duguit, incurre en numerosos errores en esta cita. Cae en la falacia de contraponer los derechos individuales a hipotéticos derechos sociales, cuando estos últimos no son más que un rótulo, una frase hecha, que no hace más que resumir el conjunto de los derechos individuales. El derecho es una institución humana que ha partido –originariamente- de una mente individual. Quienes creemos en Dios aceptamos la existencia de un Derecho Divino del cual se deriva un Derecho Natural. El derecho humano es, no obstante, una creación individual que -en la medida que es aceptado por otros individuos- se va transformando paulatinamente en derecho común. Si se le quiere llamar a este derecho «social» no existe objeción en la medida que se reconozca la precedente derivación. Pero, en esencia (y aun negándose la preexistencia de un Derecho Divino) el derecho -como concepción mental- es fruto de una mente individual, que puede participar de dicha noción a otros individuos que, a su tuno, pueden aceptar esa idea de derecho que les es participada por sus creadores o rechazarla, dando nacimiento a un derecho diferente. Es a esto último que preferimos denominar «derecho humano», no en el sentido que tiene actualmente, sino en el de derecho de hombres, en contraposición al Derecho de Dios.

[1] Dr. Antonio Castagno. Enciclopedia Jurídica OMEBA Tomo 14 letra I Grupo 02. Voz «igualdad».

[2] Castagno, A. Enciclopedia….Ob. cit. Voz «igualdad»

[3] Castagno, A. Enciclopedia….Ob. cit. Voz «igualdad»

 

Gabriel Boragina es Abogado. Master en Economía y Administración de Empresas de ESEADE.  Fue miembro titular del Departamento de Política Económica de ESEADE. Ex Secretario general de la ASEDE (Asociación de Egresados ESEADE) Autor de numerosos libros y colaborador en diversos medios del país y del extranjero.

LA DEVALUACIÓN DEL MAGISTERIO PONTIFICIO

Por Gabriel J. Zanotti. Publicado el 12/10/15 en: http://gzanotti.blogspot.com.ar/2015/10/la-devaluacion-del-magisterio-pontificio.html

 

Una situación grave, que se viene dando hace mucho tiempo pero que tiene profundas consecuencias en muchos de los problemas actuales de la Iglesia, es que el Magisterio pontificio, siempre atento a su propia autoridad, se ha devaluado a sí mismo.

La infalibilidad pontificia no es el problema. Que el magisterio sea extra-ordinario y ordinario, y la autoridad de este último en materias de fe y moral, siempre lo defendí al precio de que me he ligado en ciertos ambientes cierta famita de conservador que muchos miran como una contradicción vital con mi defensa del liberalismo político y la economía de mercado.

Ahora bien, que las encíclicas sociales siempre nacen en un contexto histórico cuya apreciación y evaluación es, en sí misma opinable; que tienen infinidad de pronunciamientos prudenciales que son también opinables; que hay muchas cuestiones de ciencias sociales que son opinables y que no comprometen al depositum fidei y que todo ello implica distinguir lo contingente de lo esencial en el magisterio social y político, especialmente cuando se lo ve retrospectivamente, es algo que casi todos los teólogos de calidad reconocen. Pero no es algo vivido intensamente por laicos y jerarquía, y no es algo que habitualmente se aclare desde el mismo magisterio, que tiene todo el derecho, claro, a darlo por supuesto, pero luego se producen problemas que no se daban precisamente por supuestos.

Hagamos un paneo de todos esos temas, o mejor dicho, una falible selección de esos temas.

En materia socioeconómica, la Rerum novarum significó una severa advertencia contra el socialismo y el comunismo en su tiempo, y un noble intento, por parte de León XIII, de no dejar que el sindicalismo cayera en manos del comunismo. Sin embargo, León XIII acepta allí totalmente la leyenda negra de la revolución industrial y se insinúa ya una identificación entre salario justo e intervención del estado que no abandonó más al magisterio posterior. Cualquier católico que tenga razones para disentir con ambas cosas es visto actualmente como el máximo de los herejes.

La segunda gran encíclica social, la Quadragesimo anno, afirma el ppio. de subsidiariedad y es vista en su tiempo (1931), por algunos, como un freno que Pío XI intenta poner al estatismo mussoliniano. Interpretación perfectamente legítima. Al mismo tiempo, sin embargo, afirma como eje central de “la Doctrina Social de la Iglesia” al “orden corporativo profesional”, y denuncia la crisis financiera de su tiempo (dos años después de 1929) como fruto del capitalismo liberal y el “imperialismo internacional del dinero”. Obviamente, todo se puede interpretar correctamente y yo mismo he intentado hacerlo, pero los grupos fascistas que apoyaban a Mussolini, Perón y etc. se hicieron la gran fiesta, y realmente es muy difícil saber qué había realmente en la mente de Damianno Ratti. Ninguna aclaración hizo este último al respecto, y se ignora habitualmente que Pío XII tuvo que salir a aclarar que las expresiones de su antecesor no tenían nada que ver con el fascismo. Fueron aclaraciones públicas, aunque hoy totalmente olvidadas, y es obvio que Pío XII se daba cuenta de la situación.

La Mater et magistra, del sabio y santo Juan XXIII, tiene la impronta de la bondad de su autor. Afirma la propiedad, el ppio. de subsidiariedad, pero a partir del punto III parece un tratado de política económica. Política agrícola (donde, todos se han olvidado, recomienda subsidios para la agricultura europea), política fiscal, política financiera, política social, política de precios, la industrialización del campo, población, subdesarrollo, territorio, etc. Obviamente todo ello queda totalmente subsumido en las circunstancias históricas de 1961 pero lo que no he visto a nadie (digo bien: nadie) preguntarse jamás es: ¿tenía el Papa que pronunciarse sobre todo ello? Lo que sí he visto, en la UCA y colegios “católicos” es a profesores que hacen repetir todo ello a sus alumnos más o menos como si estuvieran estudiando el concilio de Trento. Qué evaluación intelectual o qué impacto vital tiene ello en esos chicos es algo que tampoco preocupa a nadie. Yo me pregunto qué tan claro les queda qué es el Catolicismo.

La Populorum progressio, de Pablo VI, 1967, acepta totalmente la teoría del deterioro de los términos de intercambio. Los teólogos de la liberación de entonces se hicieron otra fiesta (los mismos a los cuales Pablo VI, obviamente, no puede luego frenar aunque lo intenta) y desde entonces la explotación de los países pobres por parte del norte capitalista quedó como el nuevo gran dogma de no sé qué fe ante el cual el disenso es causa de ostracismo intelectual y hasta moral dentro del catolicismo, y lo dice precisamente uno de los enviados amablemente al ostracismo.

Las tres encíclicas típicamente “sociales” de Juan Pablo II tienen un decurso muy interesante. La Laborem exercens y laSollicitudo rei socialis aparecen fuertemente enfrentadas con el mercado y el autor de estas líneas sabe perfectamente la nueva fiesta que católicos conservadores y de izquierda se hicieron, corroborando en su mente el nuevo dogma socialdemócrata eclesial. Juan pablo II llegaba incluso a alabar la “planificación” (así fue el término castellano, andá con tu latín a la miércoles, Gabriel) de la economía y en la Sollicitudo dice resueltamente que el marxismo y el “capitalismo liberal” (el término MAS odiado en todos los ambientes eclesiales) son igualmente condenables. ¡Otra fiesta!!!! ¡¡Juan Pablo, II, te quiere todo el mundo!!! Y claro, seguro. Otra vez, todos los católicos pro-mercado al ostracismo, en medio de burlas y condenas; algunos se desesperan, otros callan –bien hecho- y yo quedé en el triste papel de intentar poner algo de orden hermenéutico en medio de los fuegos de artificio. Pero luego, en 1991, Juan Pablo II piensa diferente. Parece que Rocco Butiglione lo convenció de que parara la mano y se adaptara a los tiempos que venían. Entonces vino la famosa distinción entre un capitalismo sano y otro que no. La aclaración fue muy buena, pero, por supuesto, los católicos que antes nos habían enviado al ostracismo, la ignoraron o la silenciaron totalmente. Pero, además, JPII no la nombró más, nunca más: yo creo que él mismo no la creía. Muchos amiguitos míos creyeron que el tema estaba solucionado y por eso luego se llevaron la gran sorpresa con Francisco, quien, como ven, cuando dice que lo que él dice “está diciendo lo que dice la Doctrina Social de la Iglesia”, tiene, en cierto modo, razón.

De estas ideas y venidas no se salva ni siquiera Benedicto XVI. Su famosa Caritas in veritate habla de muchos temas opinables (otra vez: si son opinables, ¿por qué no dejarlos a los laicos?) y por lo demás, su aporte original, la economía del don, es otro tema muy complejo y ultra-opinable en relación a la Fe (porque NO se trata del don de la gracia, sino de la economía). Parece que lo toma de S. Zamagni Esa es otra: los economistas de los papas. Me pregunto: gente que en un mundo académico muy competitivo debe escribir libros pero sobre todo ponencias que son muy evaluadas en los Journals y discutidas en los congresos, le tira sin embargo algunos párrafos a un papa (párrafos que como mucho hubieran sido un buen artículo tan discutible como todos) y entonces…… ¡Es Doctrina Social de la Iglesia! Si en el 2009 no pensabas como Zamagni para muchos, eras un mal católico, un cerdo capitalista que por supuesto no lograba entender la maravilla del “don”. Otra vez, un nuevo dogma, que murió luego tan inmediatamente como nació.

El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia no aclara la situación. Los temas fundamentales de los principios básicos de ética social católica, como tales, hubieran ocupados densas pero pocas carillas. Pero no, el compendio es un “tratado de todo”. Nana escapa, todos, absolutamente todos los temas sociales, están allí. Algunas cosas están muy bien, pero ese no es el problema. ¿En dónde queda la legítima autonomía de lo temporal, la libertad de los laicos en materia social? En nada. El mensaje que sin darse cuenta dan a los laicos los que lo escribieron, es “tome, aquí está lo que debe usted pensar y decir”. ¿Y si difiere con algo? Nada, ok, todo tranqui, la Inquisición formalmente no actúa, pero queda usted en un limbo, en el off side misterioso de estos tiempos donde los dogmas pasan por lo temporal.

Lo que esto indica es algo más profundo. Los papas en realidad no abandonaron el poder temporal de los estados pontificios. Tanto durante la “cuestión romana” como después de la erección del Estado del Vaticano, siguen “rigiendo”: no como el príncipe temporal como lo eran hasta Gregorio XVI, pero sí como quien dice “esto es lo que hay que hacer en materia temporal”. Sí, claro que hay párrafos donde afirman que ellos no se pronuncian en materia técnica (yo mismo los he recopilado y comentado prácticamente a todos), pero la “materia técnica” es para ellos (y para cardenales, obispos y sacerdotes) MUY poco. Reconocen que un presupuesto lo debe hacer un economista, o un texto constitucional un jurista, pero no mucho más. La pura verdad es que las ideas básicas políticas y sociales de un determinado tiempo las dictan ellos, con la variabilidad temporal u obvia contingencia que hemos reseñado. Y a ello lo consideran, ellos y sus repetidores “los principios básicos de la Doctrina Social de la Iglesia”. Como hemos visto, me gustaría saber qué tiene de básico la defensa del corporativismo, luego las políticas agropecuarias, fiscales, crediticias y etc para la Europa del 63, luego la redistribución de ingresos, luego el deterioro de los términos de intercambio, luego el capitalismo, luego la “economía” del don. Y eso que aún no hemos hablado del tema político.

¿Por qué pasa esto, a su vez? Porque aún no está claro, ni para los papas ni para casi nadie, en qué consiste la autonomía de las ciencias sociales. Sobre todo, para gente formada fundamentalmente en ética, donde la explícita intención de la persona es lo esencial para el juicio moral de su acción, eso es lo fundamental. ¿Por qué “sube” un precio? Parece que sólo porque el malo vendedor decide subirlo. En el fondo, no hay otra explicación para los que escriben en ciencias sociales directamente desde la ética. Todo el tema de las consecuencias no intentadas de las interacciones humanas, que es “el” tema de las ciencias sociales, es olímpicamente ignorado, o, si conocido, conocido como un invento inexistente de economistas liberales que, por definición, son malos. Inútil es tratar de explicar “ciencia” social, esto es, que sin aumento de la demanda el precio no puede subir aunque se lo quiera subir, o que con aumento de demanda el precio no puede bajar si no aumenta a su vez la oferta, porque si lo bajas, la demanda absorbe toda tu producción y no puedes re-invertir (decisión totalmente libre que la economía NO dice que NO tomes). No no, eso es malo, feo, sucio, capitalista, anatema sit, vete con tus ciencias sociales a la santa miércoles.

¿Y el tema político? Ah!!!, ahora ajusten sus cinturones porque todo esto, al lado de lo que viene, no ha sido nada…

Desde la Revolución Francesa en adelante, los estados pontificios queden enfrentados con todo lo que venga de dicha revolución. Muy bien, Burke y Hayek hubieran estado de acuerdo, pero me temo que lo que ellos tenían in mente era algo diferente. Gregorio XVI y luego Pío IX, tanto en Mirari vos,Quanta cura y el Syllabus, no dejan casi margen para nada que se parezca a una república democrática y menos aún a las “libertades modernas”, las “libertades de perdición”: libertad de expresión, de enseñanza y de cultos. Todo se puede comprender: la situación histórica eran las repúblicas napoleónicas contra el Catolicismo, pero hubiera sido deseable una mirada más amplia, o juicios menos taxativos cuando las circunstancias históricas son tan intentas. Aún hoy se debate si la Quanta Cura fue ex – cátedra y les aseguro que si la leen van a ver que quienes lo dicen tienen sus razones.

Dice “no dejan casi margen” porque Monseñor Dupanluop, en 1861, se manda una jugada espectacular. Publica y difunde entre la mayoría de los obispos europeos –donde encuentra un gran apoyo- una “aclaración” sobre el Syllabus, defendiéndolo contra las obvias acusaciones de intolerancia que ya se daban en la prensa laicista y anti católica francesa. Fíjense bien: “defendiéndolo”. ¿Y cuáles eran esas aclaraciones? Que la Iglesia no negaba la justa distinción entre la esfera civil y religiosa, que las formas de gobierno es un tema, en sí mismo, opinable, y que la tolerancia de cultos no católicos no es incompatible con la Fe. Todo ello dejó una enorme influencia en el entonces joven ¿??, futuro León XIII. Por supuesto, los ultra-anti-liberales se dieron cuenta de que Dupanluop apuntaba a una cierta conciliación de la Iglesia con las nuevas circunstancias políticas de la modernidad, y pidieron sin dilación su total condena a Pio IX. Pero este último no sólo no lo condena sino que felicita públicamente a Dupanluop. ¿Qué pensaba realmente Pío IX? Pues nadie nunca lo sabrá. ¿Cuál es la correcta interpretación del Syllabus, entonces? Pues nunca mejor dicho, Dios lo sabe.

León XIII –que a ojos actuales parecería un reaccionario- ya es en sí mismo una moderación de Pio IX. En su famosa Libertas condena, si, al “liberalismo” en sus tres formas –ninguna de las cuales tenía que ver con las instituciones inglesas o norteamericanas: interesante punto para decir lo menos…-, pero en Diuturmun illud e Inmortale dei afirma que las formas de gobierno –democracia también, por lo tanto- son tema opinable para los católicos, afirma claramente la distinción entre Iglesia y poder temporal, y no ya este último como un mero servidor de la Iglesia, escribe una carta sobre la situación de la Iglesia en los Estados Unidos, Longinqua oceani, elogiando la situación jurídica de este último, y hasta escribe una importante exhortación a los católicos conservadores franceses sobre la República XX (Au milieu des sollicitudes) afirmando la importantísima distinción entre régimen político y legislación, distinción que si la hubiera tenido en cuenta su predecesor, hubiera ahorrado muchos problemas a la Iglesia. Claro, siguió condenando las “libertades modernas” y siguió afirmando que el estado debía afirmar y defender a la Fe Católica (incluso en su carta Longinqua oceani) y que las demás religiones, como mucho, debían ser “toleradas”, “pero” siempre con un “pero” que moderaba todo: las libertades eran condenadas en su forma “absoluta” pero no moderada; el estado debía estar unido a la Iglesia “pero” distinguido de esta última en su esfera propia; la libertad de cultos era condenada en sí misma “pero” se admite la tolerancia de cultos si las circunstancias lo ameritaban; la democracia roussoniana era inadmisible “pero” la democracia como forma de gobierno es un tema en sí mismo opinable, etc. No deja lugar, sin embargo, a pesar de comprensibles esfuerzos hermenéuticos, a las doctrinas escolásticas de traslación del poder. Pero sistematiza una distinción que también venía de Dupanloup y que permitía a la Iglesia navegar con prudencia en medio de los cambios: “en tesis” el régimen de los anteriores estados pontificios era el ideal; “en hipótesis” se puede tolerar otro sistema en función de un bien mayor.

Así quedan las cosas en cierto período de “latencia”. Pío X está ocupado con otra cosa –ya veremos- y el noble Benedicto XV se mata tratando de evitar la 1ra guerra mundial. Pío IX comienza una tenue defensa de cierta libertad de enseñanza y religiosa para los católicos cuando Mussolini se le pone pesado. Sin embargo, pasa lo que tenía que pasar. Los católicos anti-liberales de entones –como hoy, casi todos- se escandalizan ante la degeneración de las democracias europeas y tanto en España, Italia como Alemania dan su masivo apoyo a los fascismos de entones. Los franquistas tienen su gran fiesta con el “orden corporativo profesional” de Pio XI y las aclaraciones, como ya dijimos, tuvieron que venir con el gran Pío XII. Ni qué hablar si por entonces defendías las “libertades modernas”. Christopher Dawson, sentado sobre las moderadas tradiciones inglesas, y protegido por el idioma y el canal de la Mancha, no tuvo problema, pero Maritain, como buen francés, tuvo que reconstruirlas él solo casi ab initio. ¡Para qué! Desde Argentina –tenía que ser- llega al Vaticano un pedido de condena para el “hereje” Maritain y si Pío XII no hubiera estado ya en la silla de Pedro, teníamos otro Rosmini. Todo por defender una democracia cristiana y la -¡horror!!!- libertad religiosa. Acusarlo de ser igual a Lamennais fue un error grueso, ideológico, por más bonitas casi 400 páginas que hubiera tenido su fiscal.

El verdadero giro comienza con Pio XII.

Comenzando con cuatro grandes documentos –una encíclica y tres radiomensajes- Pío XII logra dar vuelta una difícil tortilla. En Sumi pontificatus, Con sempre,  y Benignitas et humanistas(1939, 1942 y 1944 respectivamente) Pío XII habla (es la primera vez que un Pontífice lo hace) de los derechos de la persona que corresponden a la ley natural, de las condiciones de una sana democracia, elogia la Constitución como Ley fundamental del estado (La constitución, ley fundamental del Estado), habla claramente de los límites del poder en función, precisamente, de los derechos personales, elogia la libertad de prensa como derecho en una democracia, con sus límites morales, claro (Prensa católica y opinión pública), elogia la teoría escolástica de la traslación del poder de Dios al pueblo y del pueblo a los gobernantes (algo que había quedado “casi” rechazado por León XIII; Discorso di sua santitá Pío XII al tribunale Della sacra romana rota), evita la condena de Maritain y lo elogia con una carta pública; como si todo esto fuera poco escribe, en 1954, “Comunidad internacional y tolerancia” donde deja abierta la posibilidad de que los regímenes políticos afirmen por motivos prudenciales la libertad de cultos, y como si todo esto fuera, a su vez, poco, defiende la propiedad y la libre iniciativa privada (en esos términos) de una manera tal que ninguno de sus predecesores ni sucesores lo habían hecho ni lo harían después, y a tal punto que se podría decir que la famosa aclaración de JPII sobre el capitalismo no era ponerle nuevos términos a lo ya afirmado por Pío XII. Por supuesto, toda esta parte económica queda en el olvido pero no la parte política, cuyo cambio de tendencia es evidente. Se podrá decir –como se dijo- que nada de esto se contradice con el esquema de tesis e hipótesis del magisterio anterior, como sí parece hacerlo el Vaticano II, o que Pío XII trata de adaptar la Iglesia a las nuevas democracias europeas de la post-guerra: puede ser, pero evidentemente no lo estaba haciendo de mala gana. A todo esto hay que agregar, como ya dijimos, el esfuerzo notablemente diplomático que hace Pío XII de quitar todo significado fascista a las ambiguas y despreocupadas afirmaciones de su antecesor sobre el corporativismo y el derecho a la cogestión.

Todo esto es recogido y sintetizado por Juan XXIII en Pacen in terris de 1961. Gregorio XVI y Pío IX se deben haber infartado en el cielo, pero por suerte para ellos eso no es posible J. LaPacem in terris parece directamente un pequeño tratado de derecho constitucional liberal. La afirmación de los derechos naturales, la democracia, la división de poderes, la Constitución: sólo le faltó citar a la Declaración de Independencia de los EEUU (cosa de la cual ya se encargarían Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco). Estaba también la afirmación de los derechos sociales, para desesperación de mis amigos libertarios, pero, en fin, nadie es perfecto. Particular atención pone Juan XXIII al “derecho a afirmar la propia religión con conciencia recta”, jugada muy pícara porque él sabe perfectamente que “recta” en estricta escolástica, es “verdadera y prudente”, pero, claro, excepto dos o tres, nadie lo sabe, así que es un párrafo que deja muy preocupados a los ultraconservadores que, al mismo tiempo, no le pueden decir nada. Listo, el ambiente había cambiado. Para desesperación de los que se tiraban de los cabellos afirmando la infalibilidad de la Quanta cura (entre ellos Lefebvre, que coherentemente, después, se separa) el Vaticano II afirma la distinción entre Iglesia y estado con una fórmula que ya corta con la distinción entre tesis e hipótesis, afirma los derechos personales ante el poder, proclama el derecho a la libertad religiosa, en privado y en público, siguiendo la conciencia, recta o no, y no se cansa de alabar las bondades de la organización democrática del poder. Como pueden ver, un cambio bastante importante, que hoy se da por supuesto y por descontado en medio de otras preocupaciones.

Y hablando de preocupaciones, alguien me podría decir: ¿y a usted qué le molesta, señor ultra-defensor del liberalismo clásico? ¿No debería estar contento?

Claro que sí, hay cosas del Vaticano II que se acercan a principios más permanentes y que fueron una sana evolución en lo propio del magisterio pontificio. Lo lamento para ciertos tradis, pero creo que la distinción entre la Iglesia y lo temporal queda mejor establecida y que el reconocimiento al derecho a la libertad religiosa, como fue definido, fue correcto y no se trataba de algo contingente y opinable. En ese sentido sí me alegra todo ello, no por el liberalismo, sino por la verdad. Sin embargo, apenas bajamos un poquito más en la escala de lo fundamental, comienza de vuelta el tema de lo opinable, sobre temas que yo puedo defender, que estoy de acuerdo, pero que no por ello forman ahora los nuevos dogmas temporales en los que hay que “creer”. Antes, si eras católico, tenías que ser prácticamente partidario de la Santa Alianza; ahora, si no eres democrático constitucional, parece que no eres católico. Otra vez, las circunstancias históricas. Los imperios napoleónicos no podían ser aceptados, por motivos teológicos, pero ello NO implicaba que “la” opción fuera el mantenimiento de los estados pontificios. Y ahora, claro que los totalitarismos nazis, fascistas y comunistas soviéticos no pueden ser aceptados, por motivos teológicos, pero ello NO implica que “la” opción católica sea la democracia constitucional, aún cuando la circunstancia europea de la post-guerra la dictaba como la mejor opción por motivos de razón. O sea, es mi opción, mi posición, sobre todo, la democracia constitucional norteamericana originaria, pero por motivos de razón, opinables de relación a la Fe. No necesito que el magisterio la bautice, como no necesito que el magisterio apruebe la teoría austríaca del ciclo económico para ser partidario de dicha teoría. Desde luego, ojalá igual actitud adoptaran los tradicionalistas que han identificado el franquismo con el Concilio de Trento (no es broma: eso influye en Lefebvre).

Pero entonces, ¿estuvo mal la actitud de Pío XII, de acompañar a las democracias constitucionales europeas de la post-guerra? No, de ningún modo, y eso nos da la oportunidad de aclarar el término “acompañar” que puede ser una diagonal entre la dicotomía de condenar u “ordenar”. Los pontífices pueden condenar por motivos teológicos un régimen político intrínsecamente inmoral, como vimos, pero luego quedan, como dijimos también, infinidad de opciones todas igualmente legítimas en relación al depositum fidei. Algo muy bueno y muy educativo que podrían hacer los pontífices (y que no han hecho ni están haciendo) es no pronunciarse sobre ninguna de ellas y dejar a los laicos esa opción, como corresponde a lo que ha sido justamente una teología del laicado, donde este último lleva adelante directamente las opciones temporales concretas sin comprometer con ello a la Iglesia en cuanto tal.

Se podría decir que ello implica negar el aspecto positivo de la enseñanza social de la Iglesia. No, porque los grandes principios sí que deben ser enseñados. Yo mismo los he afirmado, yo mismo los enseño, sin ningún tipo de táctica, estrategia o hipocresía. Bien común, destino universal de los bienes, función social de la propiedad, respeto a la dignidad humana, etc. Habrá siempre debates legítimos sobre hasta dónde llegan y cómo se enuncian, pero ahí están y no son contingentes. Pero su concreción, su aplicación prudencial, su relación con las circunstancias históricas y con la evolución de las ciencias sociales son prácticamente el 90 y pico %  de los debates sociales en los cuales el Magisterio quiere regir y se producen luego las ideas y venidas señaladas.

Lo que el Magisterio puede hacer, sí, sin caer en este conflicto, es acostumbrarse a “acompañar” a un determinado “signo de los tiempos” sin por ello afirmarlo como cuestión básica o permanente de la Doctrina Social de la Iglesia, aclarando explícitamente su opinabilidad en relación al depositum fidei y advirtiendo explícitamente a los laicos que no se condenen los unos a los otros al concordar o no con ese “signo de los tiempos”. Así, si a Pío XII, Juan XXIII y al Vaticano II les pareció prudente “acompañar” a las democracias constitucionales de la post guerra, con su laicidad de estado y su tolerancia religiosa… Muy bien, hicieron muy bien, sobre todo (culpa de los tradis fans) porque no se podía dejar solos, en medio de las condenas de los tradicionalistas (como el pedido de condena a Maritain) a los laicos llevando adelante esos nuevos proyectos temporales. Pero, como dije, debe quedar claro que el acompañamiento es prudencial y no implica cuestiones que tocan a esos principios permanentes de teología moral social. No tengo las fórmulas mágicas, por supuesto, pero sé que si pastores y laicos tuvieran in mente todo esto, encontrarían la forma de decirlo y de vivirlo. El problema es que no lo tienen en cuenta en absoluto.

Y si esto corresponde a la parte política, imagínense, mutatis mutandi, lo cuidados que jerarquía y laicos deben ser en temas económicos…. La pura verdad es que, igual que la democracia constitucional, la redistribución de ingresos y demás medidas intervencionistas constituyen hoy el nuevo dogma, el mandamiento nro. 11, el nuevo Concilio de Trento, el nuevo catecismo niceno-constantinopolitano, y si difieres con él eres enviado al limbo de esa gente extraña que sí, pobres, intentan ser católicos pero están muy confundidos…

La mejor prueba de todo esto es el caos total sobre el derecho a la libertad religiosa. Como dijimos, nos parece algo muy importante, no contingente, “pero” el precio fue un caos magisterial en el que aún estamos y cuya solución es decir algo que casi no se quiere decir, excepto una sorpresiva intervención papal.

De vuelta: ¿pero no era que la declaración sobre la libertad religiosa te pareció bien? Si, claro, lo que sin embargo pregunté siempre –formando parte con ello de un amplio club- es su compatibilidad o no con el magisterio anterior, y si el magisterio puede cambiar en algo tan fundamental. Ya no se trata de los subsidios a la agricultura italiana, se trata del derecho, fundado en la dignidad humana, a la ausencia de coacción en materia religiosa, en privado y en público…. Y claro que la Dignitatis humanae afirma que no hay problemas con el magisterio anterior, pero lo afirma de modo voluntarista. ¿Cómo que no hay problema? De vuelta, Pío IX hubiera enviado a la santa miércoles a cualquiera que hubiera redactado lo que en 1965 firmó Pablo VI con todo el peso de su autoridad magisterial.

Las opciones son fáciles pero preocupantes. Si el derecho a la libertad religiosa es contradictorio con el magisterio anterior, si el 1ro es verdad, este último se equivocó. Y si este último es verdadero, el magisterio del Vaticano II es errado. Pero, ¿cómo puede la Iglesia equivocarse, ya sea antes, ya sea ahora, en algo tan importante?

Ante ello, muchos hemos tratado de afirmar “la continuidad” con el magisterio anterior. Pero la pura verdad es que nos hemos vuelto locos al intentarlo. ¡Ojalá Dupanluop resucitara y nos ayudara!!!!

Otros, sencillamente, cortaron con el Vaticano II. Fue la opción de Lefebvre. Que de loco nada tenía, sino que seguía sencillamente lo que Gregorio XVI y Pío IX decían, o se supone que decían. ¿Se le puede protestar tanto por seguir las enseñanzas de dos papas cuyo magisterio nunca fuera oficialmente abrogado?

Otros, al revés, afirmaron al Vaticano II como si el magisterio anterior nunca hubiera existido. O daban por supuesto que, en todo caso, el magisterio anterior eran los devaneos obviamente contingentes de dos o tres tipos que ya no tienen que ver con los actuales signos de los tiempos. Claro, perfecto, en eso siguen muchos. Pero entonces, por qué no, donde de otros 100 años o antes, viene un Vaticano III ante el cual el de hoy queda como una cosa olvidada fruto de unos cuantos vejetes? Y así sucesivamente…. Entonces ser católico en un tiempo es una cosa, en otro tiempo es otra, y así…… ¡Qué maravilla! ¡Qué claridad! ¡Qué coherencia!!

Esto es grave. Grave si te tomas el Magisterio en serio. Si no, claro, es el caos. ¿Ahora se comienza a comprender el título de esta entrada? O sea, ¡la auto-devaluación del Magisterio!

Y no hay que olvidar que esto –aunque no sólo por esto- costó la separación de Mons. Lefebvre. Lo cual pareció no importar a nadie –excepto a JPII- porque, claro, el episodio fue vivido con miles de mantos de desprecio para con el viejo y testarudo Cardenal francés. Viejo, si, testarudo, bueno, no es un defecto, pero ¿incoherente? Ya dije que no hizo más que reiterar a tooooooooooooooodo el magisterio PRE-conciliar. ¿Entonces?

El único –tenía que ser- que intentó hacer algo ya como Magisterio –aunque el gato se muerda la cola- fue Benedicto XVI. Había sido perito en el Concilio, se lo había tomado muy en serio, y era totalmente consciente de que no se podía seguir así aunque a casi nadie importara la cuestión –parte del problema-.

Dirigió entonces un maravilloso discurso, hoy olvidado absolutamente, como él mismo y todo su extraordinario magisterio, en medio de un ruido ensordecedor de tonterías que atrae más a la masa de católicos sumergidos vergonzantemente en esas tonterías.

El 22 de Diciembre de 2005 quedó escrita pues una pieza básica, fundamental, para toda esta historia, su “hermenéutica de la continuidad y la reforma” del Vaticano II. Mario Silar tiene ordenadas casi todas las reacciones que en ese momento este discurso generó. Benedicto XVI quiso aclarar las cosas pero los debates posteriores mostraron que tal vez no estamos aún maduros como Iglesia para lo que él quiso decir.

Quedará entones muy petulante de mi parte, pero lo que él quiso decir, je, je, creo yo (al menos no pretendo infalibilidad, como otros católicos…) es que el Concilio implica continuidad en lo esencial, y reforma en lo contingente. ¿Y qué es lo esencial y qué es lo contingente? Ah, para algo está internet: léanlo. Llegarán a sus propias conclusiones, pero lo que yo quisiera destacar es que Benedicto, como cuestión “contingente”, lo siguiente (y ahora viene la única cita textual de este texto inútil y quijotexo J: “… En cambio, no son igualmente permanentes las formas concretas, que dependen de la situación histórica y, por tanto, pueden sufrir cambios. Así, las decisiones de fondo pueden seguir siendo válidas, mientras que las formas de su aplicación a contextos nuevos pueden cambiar. Por ejemplo, si la libertad de religión se considera como expresión de la incapacidad del hombre de encontrar la verdad y, por consiguiente, se transforma en canonización del relativismo, entonces pasa impropiamente de necesidad social e histórica al nivel metafísico, y así se la priva de su verdadero sentido, con la consecuencia de que no la puede aceptar quien cree que el hombre es capaz de conocer la verdad de Dios y está vinculado a ese conocimiento basándose en la dignidad interior de la verdad.  Por el contrario, algo totalmente diferente es considerar la libertad de religión como una necesidad que deriva de la  convivencia  humana, más aún, como una consecuencia intrínseca de la verdad que no se puede imponer desde fuera, sino  que  el hombre la debe hacer suya sólo mediante un proceso de convicción.  El concilio Vaticano II, reconociendo y haciendo suyo, con el decreto sobre la libertad religiosa, un principio esencial del Estado moderno, recogió de nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia. Esta puede ser consciente de que con ello se encuentra en plena sintonía con la enseñanza de Jesús mismo (cf. Mt 22, 21), así como con la Iglesia de los mártires, con los mártires de todos los tiempos. La Iglesia antigua, con naturalidad, oraba por los emperadores y por los responsables políticos, considerando esto como un deber suyo (cf. 1 Tm 2, 2); pero, en cambio, a la vez que oraba por los emperadores, se negaba a adorarlos, y así rechazaba claramente la religión del Estado. Los mártires de la Iglesia primitiva murieron por su fe en el Dios que se había revelado en Jesucristo, y precisamente así murieron también por la libertad de conciencia y por la libertad de profesar la propia fe, una profesión que ningún Estado puede imponer, sino que sólo puede hacerse propia con la gracia de Dios, en libertad de conciencia.  Una Iglesia misionera, consciente de que tiene el deber de anunciar su mensaje a todos los pueblos, necesariamente debe comprometerse en favor de la libertad de la fe. Quiere transmitir el don de la verdad que existe para todos y, al mismo tiempo, asegura a los pueblos y a sus gobiernos que con ello no quiere destruir su identidad y sus culturas, sino que, al contrario, les lleva una respuesta que esperan en lo más íntimo de su ser, una respuesta con la que no se pierde la multiplicidad de las culturas, sino que se promueve la unidad entre los hombres y también la paz entre los pueblos.”

Lo que está diciendo, creo, es que la condena a la libertad de cultos del magisterio anterior tenía elementos contingentes que dependían de la situación histórica del momento. No la condena al indiferentismo religioso, no la condena al relativismo religioso –esa condena será siempre esencial- sino algo… Que ya vamos a ver qué es.

Casi nadie se dio cuenta –Jorge Velarde Rosso fue uno de los pocos- de que también estaba diciendo –ya lo había dicho como Joseph Ratzinger- es que había una tradición mucho más esencial que el magisterio de Gregorio XVI o de Pío IX, que era, que es, nada más ni nada menos, la tradición de la Iglesia antigua, previa al Edicto de Constantino, a la cual el Vaticano II, siendo en eso ultra-tradicionalista, quiso volver. Una Iglesia que obedecía al Imperio en las cosas seculares que el eran propias pero que manifestaba, en su negación al culto al emperador, que la afirmación o negación de una religión no es una cuestión secular (estatal, diríamos hoy) porque ya el pueblo de Israel había distinguido en su tiempo entre Dios y los poderes humanos, siendo ello una revolución cultural en medio de mitos politeístas y panteístas donde los reyes eran a la vez dioses (nuevamente, Ratzinger, en Introducción al Cristianismo: léanlo, así descansan por un rato de las intrigas vaticanas). Allí la libertad religiosa tenía una dimensión diferente a la libertad de cultos indiferentista de los revolucionarios franceses (no hablamos de los “doctrinarios”) y comprensiblemente el magisterio del s. XIX no pudo ver esa distinción, aunque se eche de menos, como ya dije, que no lo haya hecho.

¿Pero cuál es “la esencia de lo contingente”? ¿Qué es aquello que el magisterio de Gregorio XVI y Pío IX afirma como si fuera esencial, siendo contingente? Ninguno de los dos tenía problemas en que, por motivos de justa tolerancia, se admitieran ciertos cultos, sin demasiada relevancia pública, en los Estados Pontificios. Pero en estos últimos, un ciudadano católico no podía cambiar de culto sin dejar de cometer por ello un delitocivil. El ser bautizado era una cuestión civil además de religiosa. Y ello es, según Rhonheimer, una cuestión heredada de una estructura civil romana, pre-cristiana, que los cristianos post-edicto de Constantino copian como si fuera propia, y esa con-fusión dura precisamente hasta la declaración de libertad religiosa del Vaticano II. ESA cuestión –la unión entre civilidad y bautismo- es la cuestión contingente que NO podía ser afirmada como parte del depositum fidei. Como tampoco puede ser hoy afirmado del mismo modo –y en esto tienen razón los tradis- el régimen político de la democracia constitucional liberal clásica, por más NO contradictoria que sea con esedepositum fidei y por más acertado que haya estado el acompañamiento prudencial a partir de Pío XII, dadas las circunstancias europeas de la post-guerra (donde Europa se vuelca por primera vez, valga recordarlo, a las sabias enseñanzas de sí misma practicadas ya por sus hijos norteamericanos desde 1776 en adelante).

Por eso Fernando Ocáriz, como quien no quiere la cosa, pone también como ejemplo de lo contingente a ciertos temas de la libertad religiosa a nivel de decisiones históricas y sus aplicaciones jurídico-políticas, cuando comenta el discurso de Benedicto XVI (““En el quincuagésimo aniversario de su convocación, sobre la adhesión al Concilio Vaticano II”).

Pero entonces, alguien podría decir: ¿y no sucede lo mismo con el derecho a la libertad religiosa como el Vaticano II lo define? Sí y no. NO por cuanto se trata de una obligación moral de respetar un derecho personal fundamental, y esa obligación moral NO está unida a las contingencias de un régimen político. NO porque –y esto casi no se ha dicho- no debe estar necesariamente unido, por lo tanto, a un liberalismo clásico institucional. SI en tanto esa última distinción no se realice. Esto es, así como la condena a la libertad de cultos fue realizada en medio de una contingente (aunque no vista en su momento como contingente) adhesión al régimen político de los estados pontificios, la afirmación de la libertad religiosa es generalmente realizada en medio a la adhesión contingente, aunque en general no vista como tal, al régimen político de la democracia constitucional liberal clásica. PERO, cuidado, esto NO implica que la laicidad –distinguida de laicismo- sea contingente. Como distinción de esferas entre lo religioso y los poderes humanos es un patrimonio permanente y esencial del Cristianismo. Esa laicidad tiene, a su vez, manifestaciones históricas contingentes que no afectan a su aspecto esencial.

Con lo cual estamos llegando, precisamente, a lo esencial de este largo quijotexto: las idas y venidas, las ideologías diversas e incluso las contradicciones que se observan en el magisterio pontificio, en su “única” Doctrina Social de la Iglesia –hemos reseñado casi todas- se deben a que los pontífices hablan de principios esenciales mezclándolos con cuestiones históricas contingentes, sin aclarar bien la distinción, produciendo con ello perplejidades a todos los católicos de buena voluntad y, además, fanatismos y condenas mutuas entre los laicos según se aferren cada uno de ellos a esas cuestiones contingentes que fueron afirmadas como esenciales. Con lo cual, lamentablemente, el magisterio se ha auto-devaluado. Haciendo una analogía con la economía, a medida que ha aumentado su producción en lo contingente, el valor de esos documentos se ha devaluado, al entrar en desuetudo histórico, o al advertir en prudente silencio –no como yo- los diversos fieles esa falta de valor de cosas en su momento muy importantes pero que no por ello perdían su carácter de contingente. El drama del tema de la libertad religiosa fue una dura advertencia sobre este tema, advertencia cuyas consecuencias NO se terminan de asumir.

¿Soluciones? Si: un futuro, después del Apocalipsis, je, je, donde fermenten todas estas distinciones, y que el papel fundamental del magisterio en lo social sea condenar cuando debe –pero deben ser pocas veces- y acompañar con prudencia y con reconocimiento de la opinabilidad a los signos de los tiempos. Y, por lo tanto, dejar cada vez más la mayoría de los temas sociales a los laicos, que con sus escritos sean fermento del Cristianismo a nivel social sin comprometerlo a su vez –precisamente porque son laicos- con un magisterio que debe reservar su autoridad para lo esencial.

Pero mientras tanto, esto ha sido más grave de lo que se piensa. ¿Qué es de la autoridad de otros documentos pontificios del magisterio ordinario, en materias de Fe y Costumbres? ¿Dónde y cómo existen hoy en los católicos documentos tales comoHumane generis, el Credo del pueblo de Dios, la Humanae vitae, el Catecismo de la Iglesia Católica, la Veritatis splendor, la Evangelium vitae, para dar sólo algunos ejemplos? Y ni que hablar de los documentos de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe firmados por el Pontífice…

No podemos ahora hacer un diagnóstico completo de todos los niveles de audiencia. Me refiero sobre todo a aquel que, consciente de toda la “claridad y distinción” anterior, cuando alguno de esos documentos “le toca”, ¿cómo se defiende? ¿Cómo creen que se va a defender? Pues sencillamente, y sin necesariamente mala voluntad, traslada la esencial contingencia de todo lo reseñado a esos documentos también. La auto-devaluación del magisterio llega en eso a su perfecto nivel. Por haber hablado de lo que no debía hablar se queda sin autoridad para hablar de lo que sí debe hablar.

Por supuesto, cada uno de los creyentes de buena voluntad con los que he hablado este tema –desde laicos, presbíteros, y doctorísimos en Teología- maneja el tema como puede. Cada uno, en buena conciencia, trata de ubicar niveles de magisterio, de obediencia, tratando de ser coherente, de no tener dobles estándares, etc., o sea, cada uno trata de arreglar la situación creada como puede, como Dios le dé a entender, y me estoy refiriendo incluso a manuales y textos de teología moral y etc. Y, claro, la Iglesia es un caos. Algunos –me parece bien- se agarran del documento sobre La vocación eclesial del teólogo. Ok. Pero cuando se pregunta a su vez cuál es el nivel de magisterio de ese documento y qué nivel de obediencia requiere, el problema surge de vuelta. Por lo demás ese documento fue escrito precisamente para la incontable cantidad de teólogos morales que mandaron a Siberia a la Veritaris splendor. Ese fue su contexto y usarlo luego para temas sociales resulta forzado.

Ni qué hablar de la violencia que se la hace al católico que ha tomado dificilísimas decisiones vitales por seguir precisamente al magisterio ordinario en temas de Fe y moral y luego, ante la menor disidencia en lo temporal, se le tira por la cabeza lo que papa diga en ecología, economía y política fiscal, acusándolo de ser él el heterodoxo….

Pero esto pone de manifiesto este problema. Los documentos NO sociales de Juan XXIII, Pablo VI, JP II, Benedicto XVI y Francisco –quien tiene, oh noticia, una encíclica sobre la Fe- tienen como base, de fondo, elementales distinciones hechas por Santo Tomás. Oh sí. Los papas podrán haber sido fenomenólogos, agustinistas, etc., pero luego cuando hay que recordar que la conciencia subjetiva no determina el valor moral de la acción en sí misma, hay que recordar lo elemental: objeto, fin y circunstancia de la acción, y Santo Tomás vuelva a aparecer en última instancia como la última red de seguridad en la cual se apoya el magisterio y sus asesores cuando las papas queman.

Pero, ¿qué Santo Tomás se enseña en los seminarios? Y no crean que ahora me voy a quejar de que no se enseña: eso es verdad pero es otro problema. El problema es mucho más de fondo.

Volvamos a fines del s. XIX. La formación filosófica de seminaristas era un caos y León XIII decidió tomar el toro por las astas. Surge entonces la Aeterni patris. La restauración de Santo Tomás. La encíclica es buena. Muy bien.

Pero el problema sigue. Ya sabemos cómo. El fideísmo modernista sigue su curso y durante Pío X suceden dos cosas importantes: la Pascendi, contra el Modernismo y fideísmo, 1907, y la 24 tesis tomistas.

Surge entonces un “tomismo” que con gran mérito enseña Santo Tomás a generaciones. Aún manuales que se estudian en egregias universidades católicas tienen ese estilo. Los comentarios a Aristóteles ocupan un lugar central. El orden de las materias filosóficas es casi el mismo que el de la filosofía en Wolff-Leibniz. La filosofía antes que la teología, casi como una condición kantiana de posibilidad. La ontología antes que la teología natural, y así. El estilo de los manuales tiene el estilo racionalista típico: definiciones, capítulos, apartados, y algunos hasta teoremas, corolarios y escolios. No es justo criticarlos porque la mayoría son obras de arte que ordenaron la cabeza de muchos. Pero, retrospectivamente, hay que tener conciencia de lo que sucedió.

Eso no era Santo Tomás. Era tomismo. Ok, como opción filosófica opinable en relación a la Fe (NO la teología de Santo Tomás como modelo), ok. Para colmo, luego vinieron las 24 tesis, aristotélicas, y, de vuelta, se impusieron bajo pena de expulsión a Marte si no las repetías de memoria junto con el juramento antimodernista (¡y los jesuitas tuvieron que pelear para que su distinción entre esencia y existencia pudiera ser sostenida de modo suareciano!!!). ¿Y si en vez de 24 alguien adhería a 23 y media? Oh no, vade retro Satanás ¡!!!

Debo decir que Santo Tomás no se identifica con ningún tomismo que, como cuestión de razón, pueda legítimamente sostenerse. Santo Tomás era teólogo. No distinguía entre filosofía y teología (¿No? ¡No!) sino entre la Sacra Doctrina y “la” filosofía, que era el pensamiento de Aristóteles que él usaba, entre varios otros, para la Sacra Doctrina. El eje central de su pensamiento NO era la ontología de Aristóteles sino la creación judeo-cristiana desde la cual el re-interpretaba todo lo demás, Aristóteles incluido.

Por supuesto, no fue esto lo que primó en los ambientes católicos hasta los 50. ¿Un Santo Tomás entendido desde la Fe, desde el círculo hermenéutico de razón y fe, desde el “creo para entender y entiendo para creer”? No. No al tal punto de que el Padre Chenu, siendo el joven rector de Le Saulchoir, fue llamado al orden por sostener ello precisamente, Gilsón dixit.

Y hablando de Gilsón, este último, junto con Fabro, dicen algo muy interesante, opinable en relación a la fe, pero que se extendió como un nuevo mandamiento filosófico por muchos ambientes tomistas. Ellos, que habían reaccionado contra un tomismo demasiado aristotélico, recordando el eje central de la participación en el pensamiento de Santo Tomás, tuvieron la paradójica insistencia de ligar el pensamiento de Descartes con el nacimiento del ateísmo que culmina en Hegel. Un Descartes agustinista, una interpretación rosminiana de la filosofía moderna, era para ellos pecado mortal. Así, para ellos, estudiar Santo Tomás y rechazar la filosofía moderna en bloque era lo mismo.

Claro, ello produce interesantes problemas con “la modernidad”, de la cual parece que no se salva NADA. Ni siquiera un Rosmini o un Husserl. Entonces tenemos un singular problema: el Concilio Vaticano II, que quiere dialogar con el mundo moderno, ¿sobre qué bases filosóficas va a dialogar con el mundo moderno? ¿No fueron más coherentes los católicos que hicieron una unión total entre Lefebvre y ESE tomismo, con el cual adherían a su vez a las dictaduras “católicas” sobre la base del gobierno de los “príncipes”?

Otra vez, el tiro por la culata. Por suerte, la gente no se toma todo tan a pecho y es afortunadamente inconsistente. Gran parte de buenos sacerdotes y futuros obispos repitieron de memoria todo ello y a otra cosa mariposa, luego la sabiduría y la santidad de la vida hacían todo lo necesario. Pero otros –especialmente teólogos, religiosos, etc- comenzaron a oler algo raro. La distinción tan profunda entre filosofía y teología implicaba una separación bastante acentuada entre lo natural y lo sobrenatural. Surge entonces Henri de Lubac y un plano inclinado coherente e interesante. La Nouvelle Théologie lo apoya y, además, como en vez de Mises leían Marx, surge Metz, de allí el joven Gustavo Gutiérrez (hoy elevado casi a los altares) y….

Pero no fue eso solo. Fue otra cosa más silenciosa. La mayoría de los seminaristas que verdaderamente estudian –tanto desde el 50 como hasta ahora- tienen a ese tomismo como un recuerdo de su juventud. Nada les ha conectado ese tomismo con la filosofía moderna y contemporánea. Luego viajan a Europa, obtienen sus doctorados, y el tema no sólo es que se hagan teólogos de la liberación: igualmente estudian hermenéutica, obviamente, a fondo, que en principio no encaja ni con colador con ese tomismo juvenil. Y tienen que elegir. Nadie se entera, pero eligen. O es una cosa o es la otra. Y la hermenéutica, sin “ratio” (NO una hermenéutica realista fundada en Husserl y Santo Tomás) conduce al postmodernismo y al fideísmo. Adiós, good bye, sayonara. Se acabó todo. Desde allí, ¿qué se puede entender o aceptar, otra vez como ejemplo, de algo como laVeritatis splendor?

¿Hay algo que pueda ligar a Santo Tomás con lo mejor de la filosofía actual? Sí, claro, una interpretación diferente del cogito cartesiano que pueda ligar la ratio de Santo Tomás con la ratio en Husserl y, desde allí, re-fundar desde Santo Tomás, en un cristianismo filosófico, al giro hermenéutico, al giro lingüístico y al historical turn de la filosofía de las ciencias. Para ello hay que darse cuenta de que siempre hay que partir del horizonte cristiano en diálogo con la razón, pero no de una filosofía que supuestamente no tiene nada que ver con la Fe. ¿Alguien se dio cuenta de esto? Si, desde luego, Benedicto XVI, en su discurso de Ratisbona en el 2006, en su discurso a La Sapienza en el 2008, en sus debates con Habermas y D´Arcais, etc.

El pontificado de Benedicto XVI tenía ese programa: creo para entender, entiendo para creer. Sabía lo que era ese círculo hermenéutico sin caer en el fideísmo. Era un agustinista que conocía a Santo Tomás y tenía una visión integral de la filosofía y el mundo moderno en armonía con el Catolicismo. Por eso fue uno de los mejores peritos del Concilio Vaticano II, por eso fue uno de los principales asesores del esquema XIII y por eso pudo darse cuenta de qué estaba ocurriendo con el Vaticano II y por eso trató de reencaminar su interpretación.

Pero él está sentado en una silla de ruedas, en silencio, mientras el caos de la Iglesia es ensordecedor.

Animo. Portae inferi non praevalebunt.

 

Gabriel J. Zanotti es Profesor y Licenciado en Filosofía por la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (UNSTA), Doctor en Filosofía, Universidad Católica Argentina (UCA). Es Profesor titular, de Epistemología de la Comunicación Social en la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor de la Escuela de Post-grado de la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor co-titular del seminario de epistemología en el doctorado en Administración del CEMA. Director Académico del Instituto Acton Argentina. Profesor visitante de la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala. Fue profesor Titular de Metodología de las Ciencias Sociales en el Master en Economía y Ciencias Políticas de ESEADE, y miembro de su departamento de investigación.