Nuestros problemas comienzan con el dogma Montaigne

Por Alberto Benegas Lynch (h) Publicado el 25/10/21 en: https://www.lanacion.com.ar/opinion/nuestros-problemas-comienzan-con-el-dogma-montaigne-nid25102021/

Michel de Montaigne
Michel de Montaigne Por Alfredo Sábat

Michel Montaigne fue un hombre del Renacimiento, es decir, de la ruptura con el espíritu medieval de aplastamiento a las libertades individuales para subrayar la renovación y fortalecimiento de los valores de la antigüedad clásica en cuanto a la importancia de la persona frente al poder, en otras palabras, al renacer del humanismo. Estudió derecho en Toulouse y sus posteriores actividades de juez, consejero, alcalde y parlamentario lo involucraron en trifulcas religiosas y cortesanas que alternaba con sus lecturas y escritos de sus célebres Ensayos que pudo recién finiquitar y publicar en 1588, luego de su retiro.

Fue amigo de Etienne de la Boétie quien escribió en su muy difundido libro titulado Discurso de la servidumbre voluntaria: “Son pues los propios pueblos los que se dejan, o mejor dicho, se hacen encadenar ya que con sólo dejar de servir romperían sus cadenas.” Sin embargo, buena parte de lo que estampó con su notable pluma Montaigne se concentró principalmente en provechosos consejos en el contexto de la vida interior del hombre y desafortunadamente cuando se sale de ese territorio como en el tan citado capítulo 22 de la antedicha obra concluye que en las relaciones sociales “no se saca provecho alguno sin perjuicio para otro.” Esto en la moderna teoría de los juegos se denomina suma cero y fue por lo que Ludwig von Mises en su tratado de economía de 1949 bautizó como “el dogma Montaigne”.

Con razón Michel Montaigne confiesa en ese texto: “Mis conceptos y mi juicio avanzan a tientas, bamboleantes, tropezando y vacilando” una situación que a todos nos envuelve puesto que como ha explicado Karl Popper el conocimiento tiene la característica de la provisionalidad sujeta a refutaciones. Nunca se llega a un punto final, estamos inmersos en un proceso evolutivo de prueba y error.

En otros términos, en el caso que nos ocupa el autor ha dado pie para lo que probablemente sea la equivocación mayor de nuestra época: considerar que la pobreza de unos es debida a la riqueza de otros. A que en toda transacción lo que uno gana es porque otro lo pierde. Está muy instalada la peregrina idea de que lo que a uno le falta es porque a otro le sobra, pero en el mercado libre toda transacción libre y voluntaria inexorablemente significa que ambas partes ganan, por ello es que en los diferentes comercios las dos partes se agradecen luego de la transacción.

Tal vez la razón central de esta visión esté alimentada por el resentimiento y la envidia, a saber, el mirar al exitoso en el mercado libre con desconfianza y enojo. De allí la contradicción de alabar la pobreza por un lado y por otro condenarla (aunque en última instancia todos somos pobres o ricos según con quién nos comparemos).

Para seguir con la terminología de la teoría de los juegos, en el mercado abierto y competitivo la situación es de suma positiva. En cambio, cuando tiene lugar la violencia, sea gubernamental, directa o indirecta a través de aceptar la intimidación sindical o al otorgar mercados cautivos a empresarios prebendarios, hay suma cero, es decir, lo que gana uno lo pierde otro del mismo modo que ocurre cuando se asalta un banco, para no decir nada de los reiterados saqueos de ciertos políticos en funciones.

Es muy frecuente el sostener que si unos tienen “demasiado” no queda para otros. Esto es un completo error. La riqueza no es algo estático. Los recursos naturales de hace siglos eran iguales o mayores aun que los actuales y, sin embargo, en la actualidad la gente en general vive mejor respecto de la época de Montaigne en la que la condición natural eran las hambrunas, las pestes y la miseria (incluso los reyes morían por una infección de muelas). Esta mejora se debe a marcos institucionales que respetan derechos de propiedad, que al destapar la olla de la energía creadora hacen que se multiplique y extienda la riqueza y que el obrero de un país civilizado pueda vivir mejor con posibilidades tales como calefacción, automóvil, agua potable y medios de comunicación y, por cierto, más tiempo de existencia que un príncipe de la antigüedad.

En física se ha visto desde la formulación precaria de Lucrecio pasando por Newton, Lavoisier y Einstein que nada se pierde y todo se transforma. La cuantía de la masa de materia, incluyendo la energía es la misma en el universo pero lo relevante para el aumento de la riqueza no es el incremento de lo material sino su valor. Puede ser que artefactos tales como un teléfono antiguo contengan más materia que un celular moderno pero el servicio de este último y su precio son sustancialmente distintos.

La creación de riqueza es creación de valor en el contexto de un proceso dinámico. En la medida en que el empresario ofrece en el mercado bienes y servicios que la gente prefiere, incrementará su patrimonio y en la medida en que no acierte lo disminuirá. Dejando de lado la lotería, solo hay dos maneras de enriquecerse: sirviendo a los demás o robando a los demás. El primer método es el de la sociedad abierta y los mercados libres, el segundo es el de los regímenes socialistas e intervencionistas en los que el favor oficial establece los patrimonios de los allegados y amigos y condena al resto a la miseria.

Los menos eficientes deben su prosperidad a las tasas de capitalización que generan los más productivos, eventualmente como una consecuencia no buscada pero inexorable pues esa es la razón y la causa de la suba de salarios. Solo por eso es que los ingresos de Alemania son más elevados que los de Uganda, no es porque los alemanes sean más generosos y los ugandeses más avaros, es por la diferente inversión per capita.

No es reclamando que se lesione el derecho de quienes crearon riqueza lícitamente la forma de prosperar, sino contribuyendo a crear el propio patrimonio sirviendo a otros. Hoy resulta en verdad triste el espectáculo que ofrecen debates de candidatos a cargos electivos que reinciden en errores gruesos de tiempo inmemorial que han empobrecido a los pueblos.

Entre nosotros Juan Bautista Alberdi insistía en preguntarse y responderse: “¿Qué exige la riqueza de parte de la ley para producirse y crearse? Lo que Diógenes exigía de Alejandro: que no le haga sombra.” Y los postulados de los Padres Fundadores en Estados Unidos consideraban fundamental el derecho de propiedad, de responsabilidad individual y de desconfianza del poder gubernamental. James Madison –el padre de la Constitución que los argentinos en su momento tomamos como modelo– escribió en 1792: “El gobierno ha sido instituido para proteger la propiedad de todo tipo […] Éste es el fin del gobierno, solo un gobierno es justo cuando imparcialmente asegura a todo hombre lo que es suyo”

Cuando los aparatos estatales se inmiscuyen en la propiedad interviniendo en los precios inexorablemente se desdibujan las únicas señales con que cuentan los operadores económicos para asignar los siempre escasos factores productivos y, por tanto, el consiguiente derroche contrae los salarios e ingresos en términos reales.

En otras palabras, el dogma Montaigne ha nublado la visión para adoptar medidas liberalizadoras no solo en el contexto interno del país en cuestión sino también referidas a las falacias tejidas en torno al comercio exterior con lo que se bloquea el mercado cambiario y consecuentemente se distorsionan las importaciones y las exportaciones.

Alberto Benegas Lynch (h) es Dr. en Economía y Dr. en Ciencias de Dirección. Académico de la Academia Nacional de Ciencias Económicas, fue profesor y primer rector de ESEADE durante 23 años y luego de su renuncia fue distinguido por las nuevas autoridades Profesor Emérito y Doctor Honoris Causa. Es miembro del Comité Científico de Procesos de Mercado, Revista Europea de Economía Política (Madrid). Es Presidente de la Sección Ciencias Económicas de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires, miembro del Instituto de Metodología de las Ciencias Sociales de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, miembro del Consejo Consultivo del Institute of Economic Affairs de Londres, Académico Asociado de Cato Institute en Washington DC, miembro del Consejo Académico del Ludwig von Mises Institute en Auburn, miembro del Comité de Honor de la Fundación Bases de Rosario. Es Profesor Honorario de la Universidad del Aconcagua en Mendoza y de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas en Lima, Presidente del Consejo Académico de la Fundación Libertad y Progreso y miembro del Consejo Asesor de la revista Advances in Austrian Economics de New York. Asimismo, es miembro de los Consejos Consultivos de la Fundación Federalismo y Libertad de Tucumán, del Club de la Libertad en Corrientes y de la Fundación Libre de Córdoba. Difunde sus ideas en Twitter: @ABENEGASLYNCH_h

Los peligros de caer en la falacia de la suma cero

Por Alberto Benegas Lynch (h) Publicado el 4/2/20 en: https://www.lanacion.com.ar/opinion/columnistas/los-peligros-de-caer-en-la-falacia-de-la-suma-cero-nid2330263

 

La tesis de esta nota periodística consiste en que buena parte de las falacias y malos entendidos en la economía proviene de sostener que en los procesos de mercado lo que gana uno lo pierde otro. Esta conclusión opera a contracorriente del hecho de que en toda transacción libre y voluntaria ambas partes ganan, de lo contrario no realizan el intercambio (suma positiva en la terminología de la teoría de los juegos). Este es el modo de obtener el enriquecimiento del conjunto en aquellos lugares en los que tienen lugar marcos institucionales respetuosos de los derechos de cada cual, al contrario de lo sucedido allí donde los aparatos estatales se inmiscuyen con el fruto del trabajo ajeno.

El concepto de la suma cero aparece en la antedicha teoría de los juegos donde naturalmente quedaría excluida la cooperación entre las partes en el mercado y solo tiene lugar, por ejemplo, en los juegos denominados de azar donde lo que gana uno lo pierde el otro. En términos algo técnicos, en el juego de suma cero no es posible alcanzar el denominado “equilibrio Nash”.

Debido a que Michel de Montaigne tuvo gran influencia en autores como Bacon, Descartes, Pascal y Rousseau, su dictum en cuanto  a que “no se saca provecho alguno sin perjuicio para otro”, la idea fue bautizada por Ludwig von Mises como “el dogma Montaigne”.

Pues bien, en primer lugar debe destacarse que la riqueza no es algo estático situación en la que quien obtiene beneficios restaría recursos para otro cual torta de cumpleaños. La riqueza es un proceso dinámico, no hay más que prestar algo de atención a la historia de la humanidad para constatar que con igual cuantía de recursos naturales el valor del conjunto se ha incrementado exponencialmente.

En física se ha visto desde la formulación precaria de Lucrecio pasando por Newton, Lavoisier y Einstein que nada se pierde y todo se transforma. La cuantía de la masa de materia, incluyendo la energía es la misma en el universo pero lo relevante para el aumento de la riqueza no es el incremento de lo material sino su valor. Puede ser que artefactos tales como un teléfono antiguo contengan más materia que un celular pero el servicio de este último y su precio son sustancialmente distintos.

Sin duda que los progresos se han retrasado y limitado en la medida en que se le ha dado la espalda a la sociedad abierta y se han adoptado políticas en las que el Leviatán ha asfixiado la energía creativa en un contexto donde irrumpen empresarios prebendarios que hacen negocios con el poder de turno a expensas de la gente. Por el contario, en la medida de la libertad se ha podido salir de la pobreza y lograr niveles de vida que ni siquiera los príncipes de la antigüedad lograron (solo basta referirnos a las infecciones colosales por una muela, sin mencionar la calefacción, los transportes, la alimentación y tantas otras cosas).

No es reclamando que se lesione el derecho de quienes crearon riqueza lícitamente la forma de prosperar, sino contribuyendo a crear el propio patrimonio sirviendo a otros. Quienes aciertan en atender las demandas de su prójimo obtienen ganancias y quienes yerran incurren en quebrantos.

Sin embargo y a pesar de lo consignado, se continúa machacando con la denominada “redistribución de ingresos” con el propósito de imponer una macabra guillotina horizontal en la obsesión por el igualitarismo. Esto significa que el gobierno vuelve a distribuir por la fuerza lo que la gente distribuyó pacíficamente en el supermercado y afines con sus compras y abstenciones de comprar.

Y esta política al contraer las tasas de capitalización debido a la mal asignación de los siempre escasos factores de producción inexorablemente reduce salarios en términos reales. Esto es así debido a que la inversión per capita es el único elemento que determina los ingresos. Mejor aun, tal  vez haya que prestarle atención a lo escrito por Thomas Sowell en el sentido que “los economistas deberíamos dejar de hablar de distribución puesto que los ingresos no se distribuyen, se ganan”.

En este mismo contexto y basados en el dogma Montaigne, se suele aconsejar la implantación de gravámenes progresivos lo cual constituye un castigo al éxito y, sobre todo, resulta en impuestos regresivos ya que, nuevamente, cuando el contribuyente de jure contrae sus inversiones resulta que quien se encuentra en el margen ve reducido su salario. También la progresividad altera las posiciones patrimoniales relativas respecto a las que había establecido la gente en el mercado y, como si todo esto fuera poco, afecta gravemente la movilidad social puesto que se interpone en el ascenso y descenso en la pirámide patrimonial.

Por último en este repaso telegráfico de la trampa que tiende la  suma cero, es un tanto tragicómico el análisis que se suele efectuar respecto al comercio exterior. Se insiste que es muy importante para un país exportar y que debe tenerse mucho cuidado con la importación. Si  este mismo razonamiento se aplicara a una persona y se le dijera que para su vida es fundamental que venda bienes o servicios pero que se abstenga de comprar, seguramente el interlocutor consideraría semejante propuesta como el  resultado de un desperfecto grave en el cerebro.

Aquella sugerencia es parida de las entrañas de las doctrinas mercantilistas del siglo xvi en las que se ponía de manifiesto un desconcepto de magnitud y es que el verdadero beneficio  para un país es acumular divisas . Esto no se aplica a una empresa puesto que es sabido que un alto índice de liquidez no implica prosperidad del negocio puesto que ese comercio puede estar en quiebra. Lo relevante es el patrimonio neto.

Aludir a un país es una forma abreviada de referirse a un grupo de personas reunidas dentro de ciertas fronteras. El análisis económico no  varía por  el mero hecho de interponerse ríos, montañas u otros accidentes geográficos y  delimitación  de fronteras siempre convencionales. Al fin  y al cabo, desde la perspectiva liberal la única razón para el fraccionamiento  del globo terráqueo en naciones es para evitar los riesgos fenomenales del abuso de poder de un gobierno universal.

A juzgar por los voluminosos “tratados de libre comercio” (un tratado de libre comercio que ocupa más de un folio no es de libre comercio) aún no se comprendió que las cerrazones perjudican especialmente a los países más pobres del grupo puesto que el incremento en productividad con ese comercio es mayor respecto a los más eficientes.

Sin duda que si los gobiernos introducen dispersiones arancelarias se crea un embrollo que conduce a cuellos de botella insalvables entre las industrias finales y sus respectivos insumos. Es paradójico que se hayan destinado años de investigación para reducir costos de transporte y llegados los bienes a la adunada se anulan esos tremendos esfuerzos a través de la imposición de aranceles, tarifas y cuotas.

Hay un dèjá vu en todo esto basado en distintas vertientes de la suma cero. En resumen, como señala Milton Friedman “La libertad de comercio, tanto dentro como fuera de las fronteras, es la mejor manera de que los países pobres puedan promover el bienestar de sus ciudadanos […] Hoy, como siempre, hay mucho apoyo para establecer tarifas denominadas eufemísticamente proteccionistas, una buena etiqueta para una mala causa”.

 

Alberto Benegas Lynch (h) es Dr. en Economía y Dr. en Ciencias de Dirección. Académico de la Academia Nacional de Ciencias Económicas, fue profesor y primer rector de ESEADE durante 23 años y luego de su renuncia fue distinguido por las nuevas autoridades Profesor Emérito y Doctor Honoris Causa. Es miembro del Comité Científico de Procesos de Mercado, Revista Europea de Economía Política (Madrid). Es Presidente de la Sección Ciencias Económicas de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires, miembro del Instituto de Metodología de las Ciencias Sociales de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, miembro del Consejo Consultivo del Institute of Economic Affairs de Londres, Académico Asociado de Cato Institute en Washington DC, miembro del Consejo Académico del Ludwig von Mises Institute en Auburn, miembro del Comité de Honor de la Fundación Bases de Rosario. Es Profesor Honorario de la Universidad del Aconcagua en Mendoza y de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas en Lima, Presidente del Consejo Académico de la Fundación Libertad y Progreso y miembro del Consejo Asesor de la revista Advances in Austrian Economics de New York. Asimismo, es miembro de los Consejos Consultivos de la Fundación Federalismo y Libertad de Tucumán, del Club de la Libertad en Corrientes y de la Fundación Libre de Córdoba. Difunde sus ideas en Twitter: @ABENEGASLYNCH_h

Ideales contrapuestos

Por Alberto Benegas Lynch (h).

 

Es de interés reflexionar sobre el contraste que en general se observa entre la perseverancia y el entusiasmo que suscita el ideal autoritario y totalitario correspondiente a las variantes comunistas-socialistas-nacionalistas que aunque no se reconocen  como autoritarios y totalitarios producen llamaradas interiores que empujan a trabajar cotidianamente en pos de esos objetivos (al pasar recordemos la definición de George Bernard Shaw en cuanto a que “los comunistas son socialistas con el coraje de sus convicciones”).

Friedrich Hayek y tantos otros intelectuales liberales enfatizan el ejemplo de constancia y eficacia en las faenas permanentes de los antedichos socialismos, mientras que los liberales habitualmente toman  sus tareas, no digamos con desgano, pero ni remotamente con el empuje, la preocupación y ocupación de su contraparte.

Es del caso preguntarnos porqué sucede esto y se nos ocurre que la respuesta debe verse en que no es lo mismo apuntar a cambiar la naturaleza humana (fabricar “el hombre nuevo”) y modificar el mundo, que simplemente dirigirse al apuntalamiento de un sistema en el que a través del respeto a los derechos de propiedad, es decir, al propio cuerpo, a la libre expresión del pensamiento y al uso y disposición de lo adquirido de manera lícita. Esto último puede aparecer como algo frívolo si se lo compara con el emprendimiento que creen majestuoso de cambiar y reinventar todo. Se ha dicho que  la quimera de ajustarse a los cuadros de resultado en la contabilidad para dar rienda suelta a los ascensos y descensos en la pirámide patrimonial según se sepa atender o no las necesidades del prójimo, se traduce un una cosa muy menor frente a la batalla gigantesca que emprenden los socialismos.

Este esquema no solo atrae a la gente joven en ámbitos universitarios, sino a políticos a quienes se les permite desplegar su imaginación para una ingeniería social mayúscula, sino también a no pocos predicadores y sacerdotes que se suman a los esfuerzos de modificar la naturaleza de los asuntos terrenos.

Ahora bien, esta presentación adolece de aspectos que son cruciales en defensa de la sociedad abierta. Se trata ante todo de un asunto moral: el respeto irrestricto a los proyectos de vida de otros que permite desplegar el máximo de la energía creadora al implementar marcos institucionales que protejan los derechos de todos que son anteriores y superiores a la existencia del monopolio de la fuerza que denominamos gobierno. El que cada uno siga su camino sin lesionar iguales derechos de terceros, abre incentivos colosales para usar y disponer del mejor modo posible lo propio para lo cual inexorablemente debe atenderse las necesidades del prójimo. En otros términos, el sistema de la libertad no solo incentiva a hacer el bien sino que permite que cada uno siga su camino en un contexto de responsabilidad individual y, en el campo crematístico, la asignación de los siempre escasos recursos maximiza las tasas de capitalización que es el único factor que permite elevar salarios e ingresos en términos reales.

Hay quienes desprecian lo crematístico (“el dinero es el estiércol del diablo” y similares) y alaban la pobreza material al tiempo que la condenan con lo que resulta difícil adentrarse en lo que verdaderamente se quiere lograr. Si en realidad se alaba la pobreza material como un virtud, habría que condenar con vehemencia la caridad puesto que mejora la condición  material de receptor.

Algunos dicen aceptar el  sistema de la libertad pero sostienen que los aparatos estatales deben “redistribuir ingresos” con lo que están de hecho contradiciendo su premisa de la libertad y la dignidad del ser humano puesto que operan en una dirección opuesta de lo que las personas decidieron sus preferencias con sus compras y abstenciones de comprar para reasignar recursos en direcciones que la burocracia política considera mejor. En la visión redistribucionista se trata a la riqueza como si estuviera ubicada en el contexto de la suma cero (lo que tiene uno es porque otro no lo tiene), es decir, una visión estática como si el valor de la riqueza no fuera cambiante y dinámica. Según Lavoisier todo se transforma, nada se consume pero de lo que se trata no es de la expansión de la materia sino de su valor (el teléfono antiguo tenía mayor cantidad de materia que el moderno pero el valor de éste resulta mucho mayor).

Lo primero para evaluar la moralidad de un sistema es resaltar que no puede existir siquiera idea de moral si no hay libertad de acción puesto que, por un lado, a punta de pistola no hay posibilidad de considerar un acto moral y, por otro, la compulsión para hacer o no hacer lo que no lesiona derechos de terceros es siempre inmoral. En la sociedad abierta  o liberal solo cabe el uso de la fuerza de carácter defensivo, nunca ofensivo. Sin embargo en los estatismos, por definición, se torna imperioso el uso de la violencia a los efectos de torcer aquello que la gente deseaba hacer, de lo contrario  no sería estatismo.

En el contexto de la sociedad abierta, como consecuencia de resguardar los derechos de propiedad se estimula la cooperación social, esto es, los intercambios libres y voluntarios entre sus participantes lo cual necesariamente mejora la situación de las partes en un contexto de división del trabajo ya que en libertad se maximiza la posibilidad de detectar talentos y las vocaciones diversas (todo lo contrario de la guillotina horizontal que sugieren los socialismos igualitaristas). Y en este estado de cosas se incentiva también la competencia, esto es, la innovación y la emulación para brindar el mejor servicio y la mejor calidad y precio a los consumidores.

Como hemos apuntado en otras ocasiones, la libertad es indivisible, no es susceptible de cortarse en tajos, es un todo para ser efectiva en cuanto a los derechos de la gente. Los marcos institucionales que aseguran el antedicho respeto resultan indispensables para proteger el uso y la disposición diaria de lo que pertenece a cada cual. Los marcos institucionales constituyen el continente y las acciones cotidianas son el contenido, carece de sentido proclamarse liberal en el continente y no en el contenido puesto que lo uno es para lo otro. Entonces, ser “liberal de izquierda” constituye una flagrante contradicción en los términos, lo cual para nada significa que la posición contraria sea “de derechas” ya que esta posición remite al fascismo y al conservadurismo, la posición contraria es el liberalismo (y no el “neoliberalismo” que es una etiqueta con la que ningún intelectual serio se identifica puesto que es un invento inexistente).

Incluso para ser riguroso la expresión “ideal” que hemos colocado de modo un tanto benévolo en el título de esta nota, estrictamente no le cabe a los estatismos puesto que esa palabra alude a la excelencia, a lo mejor, a lo más elevado en la escala de valores, por lo que la compulsión y la agresión a los derechos no puede considerarse “un ideal” sino más bien un contraideal. Es un insulto torpe a la inteligencia cuando se califica a terroristas que achuran a sus semejantes a mansalva como “jóvenes idealistas”.

Lo dicho sobre la empresa arrogante, soberbia y contraproducente de intentar la modificación de la naturaleza  humana, frente a los esfuerzos por el respeto recíproco no justifican en modo alguno la desidia de muchos que se dicen partidarios de la sociedad libre pero se abstienen de contribuir día a día en la faena para que se comprenda la necesidad de estudiar y difundir los valores de la sociedad abierta e incluso las muestras de complejos inaceptables que conducen al abandono de esa defensa renunciando a principios básicos del mencionado respeto que permite que cada uno al proteger sus intereses legítimos mejora la condición del prójimo.

La sociedad abierta hace posible que las personas dejen de preocuparse solamente por cubrir sus necesidades puramente animales y puedan satisfacer sus deseos de recreación, artísticos y en general culturales. De más está decir que esto no  excluye posibles votos de pobreza, lo que enfatizamos es que la libertad otorga la oportunidad de contar con medicinas, comunicaciones, transportes, educación e innumerables bienes y servicios que no pueden lograrse en el contexto de la miseria a que conducen los sistemas envueltos en aparatos estatales opresivos.

Lo dicho en absoluto significa que deban acallarse las posiciones estatistas por más extremas que parezcan. Todas las ideas desde todos los rincones deben ser sometidas al debate abierto sin ninguna restricción al efecto de despejar dudas en un proceso de prueba y error que no tiene término. En eso estamos. Lo peor son las ideologías, no en el sentido inocente del diccionario, ni siquiera en el sentido marxista de falsa conciencia de clase, sino como algo terminado, cerrado e inexpugnable que es lo contrario al conocimiento que es siempre provisional y abierto a posibles refutaciones. De lo que se trata es de pisar firme en los islotes de lo que al momento estimamos son verdades, en medio del mar de ignorancia que nos envuelve. Y esto no suscribe en nada la contradictoria postura del relativismo epistemológico que además de ser relativa esa misma posición, abriría la posibilidad de que una cosa al tiempo pueda ser y no ser lo que es y derribaría toda posibilidad de investigación científica puesto que no habría nada objetivo que investigar.

El concepto mismo de Justicia es inseparable de la libertad y de la propiedad. Según la definición clásica se trata de “dar a cada uno lo suyo” y lo suyo remite a la propiedad. El aludir a la denominada “justicia social” se traduce en una grosera redundancia puesto que la justicia no es mineral, vegetal o animal o, de lo contrario, apunta a sacarles por la fuerza sus pertenencias para entregarlas a quienes no les pertenece, lo cual constituye una flagrante injusticia.

Los socialismos proclaman que sus defendidos son los trabajadores (y los limitan a los manuales) pero precisamente son los más perjudicados con sus sistemas ya que el desperdicio de capital por políticas desacertadas recae principalmente sobre sus bolsillos. El liberalismo en cambio, cuida especialmente a los más débiles económicamente al atribuir prioritaria importancia que a cada trabajador debe respetársele el fruto de su trabajo sin descuentos o retenciones de ninguna naturaleza y en un ámbito donde se maximizan las tasas de capitalización y, consecuentemente, los salarios. El nivel de vida no se incrementa por medio del decreto sino a través del ahorro y la inversión, lo cual solo puede florecer en un clima de respeto recíproco y no someterse a megalómanos que imponen sus caprichos sobre las vidas y haciendas ajenas.

 

Alberto Benegas Lynch (h) es Dr. en Economía y Dr. en Ciencias de Dirección. Académico de la Academia Nacional de Ciencias Económicas, fue profesor y primer rector de ESEADE durante 23 años y luego de su renuncia fue distinguido por las nuevas autoridades Profesor Emérito y Doctor Honoris Causa.

Lo políticamente correcto es retrógrado

Por Alberto Benegas Lynch (h).

 

El progreso significa cambio para mejor. Como nuestra ignorancia es enorme,  la forma de reducirla consiste en abrir debates en todas direcciones al efecto de poder refutar lo anterior y avanzar en la buena dirección. En otros términos, la faena del intelectual estriba en convertir lo políticamente imposible en políticamente posible. Esto se lleva a cabo en el plano de las ideas, mostrando las ventajas de dejar atrás lo inconveniente para adoptar lo mejor.

Todos los buenos descubrimientos siempre comenzaron con un sueño que parecía imposible. Como ha escrito John Stuart Mill “todas las buenas ideas pasan por tres etapas: la ridiculización, la discusión y la adopción”. En otros términos, el progreso está indisolublemente atado a la creatividad y al esfuerzo por correr el eje del debate hacia mejores metas, hacia objetivos de una mayor excelencia, a la curiosidad por explorar lo que aparece como mejor, en definitiva por apartarse de la trampa del status quo, al coraje moral por diferenciarse del espíritu rabiosamente conservador.

Los debates abiertos de par en par sin restricción alguna permiten confirmar lo que está bien y revisar todo lo que se estima está mal o que puede mejorar la marca. Lo políticamente correcto encaja cerrojos mentales que no permiten ver más allá de la nariz acorde con los perezosos para cambiar, a saber, los que se oponen al progreso que inexorablemente se traduce en cambio.

Pues bien, como queda dicho, el lenguaje “políticamente correcto” significa quedarse estancado y paralizado en lo que es  sin percatarse lo que debe ser, lo cual significa imposibilitar que se suba la vara con lo que en verdad se renuncia a lo esencial de la condición humana cual es el pensamiento. Recordemos el lema de la Royal Society de Londres: nullius in verba, es decir, no hay palabras finales…en ningún tema.

El lenguaje “políticamente correcto” está íntimamente vinculado a un concepto errado de lo que significa la discriminación. En este sentido reitero parcialmente lo que hemos consignado antes en cuanto a intentar que se despeje la aludida confusión semántica.

Según el diccionario, discriminar quiere decir diferenciar y discernir. No hay acción humana que no discrimine: la comida que elegimos engullir, los amigos con que compartiremos reuniones, el periódico que leemos, la asociación a la que pertenecemos, las librerías que visitamos, la marca del automóvil que usamos, el tipo de casa en la que habitamos, con quien contraemos nupcias, a que universidad asistimos, con que jabón nos lavamos las manos, que trabajo nos atrae más, quienes serán nuestros socios, a que religión adherimos (o a ninguna), que arreglos contractuales aprobamos y que mermelada le ponemos a las tostadas. Sin discriminación no hay acción posible. El que es indiferente no actúa. La acción es preferencia, elección, diferenciación, discernimiento y, por ende, implica discriminar.

Esto debe ser nítidamente separado de la pretensión, a todas luces descabellada, de intentar el establecimiento de derechos distintos por parte del aparato estatal que, precisamente, existe para velar por los derechos y para garantizarlos. Esta discriminación ilegítima echa por tierra la posibilidad de que cada uno maneje su vida y hacienda como le parezca adecuado, es decir, inhibe a que cada uno discrimine acerca de sus preferencias legítimas. Otro modo de referirse a este uso abusivo de la ley es simple y directamente el del atropello al derecho de las personas.

La prueba decisiva de tolerancia es cuando no compartimos las conductas de otros. Tolerar las que estamos de acuerdo no tiene mérito alguno. En este sentido, podemos discrepar con las discriminaciones, elecciones y preferencias de nuestro prójimo, por ejemplo, por establecer una asociación en la que solo los de piel oscura pueden ser miembros o los que tienen ojos celestes. Allá ellos, pero si no hay violencia contra terceros todas las manifestaciones deben respetarse, no importa cuan ridículas nos puedan parecer.

Curiosamente se han invertido los roles: se tolera y alienta la discriminación estatal con lo que no le pertenece a los gobiernos y se combate y condena la discriminación que cada uno hace con sus  pertenencias. Menudo problema en el que estamos por este camino de la sinrazón, en el contexto de una libertad hoy siempre menguante.

Parece haber una enorme confusión en esta materia. Por un lado, se objeta que una persona pueda rechazar en su propia empresa la oferta laboral de una mujer embarazada o un anciano porque configuraría una “actitud discriminatoria” como si el titular no pudiera hacer lo que estima conveniente con su propiedad. Incluso es lícito que alguien decida contratar solo a quienes midan más de uno ochenta. Como es sabido, el mercado es ciego a religiones, etnias, alturas o peso de quienes se desempeñan en las empresas, por tanto, quien seleccione personal por características ajenas al cumplimiento y la eficiencia pagará el costo de su decisión a través del cuadro de resultados, pero nadie debiera tener el derecho de bloquear un arreglo contractual que no use la violencia contra otros.

Por otra parte, en nombre de la novel “acción positiva” (affirmative action), se imponen cuotas compulsivas en centros académicos y lugares de trabajo “para equilibrar los distintos componentes de la sociedad” al efecto de obligar a que se incorporen ciertas proporciones, por ejemplo, de asiáticos, lesbianas, gordos y budistas. Esta imposición naturalmente afecta de forma negativa la excelencia académica y la calidad laboral ya que deben seleccionarse candidatos por razones distintas a la competencia profesional, lo cual deteriora la productividad conjunta que, a su vez, incide en el nivel de vida de toda la población, muy especialmente de los más necesitados cuyo deterioro en los salarios repercute de modo más contundente dada su precariedad.

Por todo esto es que resulta necesario insistir una vez más en que el precepto medular de una sociedad abierta de la igualdad de derechos es ante la ley y no mediante ella, puesto que esto último significa la liquidación del derecho, es decir, la manipulación del aparato estatal para forzar pseudoderechos que siempre significa la invasión de derechos de otros, quienes, consecuentemente, se ven obligados a financiar las pretensiones de aquellos que consideran les pertenece el fruto del trabajo ajeno.

Desde luego que esta atrabiliaria noción del “derecho” como manotazo al bolsillo del prójimo, entre otros prejuicios, se basa en una idea errada, cual es que la riqueza es una especie de bulto estático que debe “redistribuirse” (en direcciones distintas a la distribución operada en el supermercado y afines) dado que sería consecuencia de un proceso de suma cero. No conciben a la riqueza como un fenómeno dinámico y cambiante en el que en cada transacción libre y voluntaria hay un proceso de suma positiva puesto que ambas partes ganan. Es por esto que actualmente podemos decir que hay más riqueza disponible que en la antigüedad, a pesar de haberse consumido recursos naturales en el lapso de tiempo trascurrido desde entonces. Es cierto el principio de Lavoisier, en cuanto a que “nada se pierde, todo se transforma” pero lo relevante es el crecimiento de valor no de cantidad de materia (como hemos dicho antes, un teléfono antiguo tenía más material que uno celular, pero este último presta servicios mucho mayores y a menores costos).

Vivimos la era de los pre-juicios, es decir el emitir juicios sobre algo antes de conocerlo (y conocer siempre se relaciona con la verdad de algo, ya que no se conoce que dos más dos son ocho). La fobia a la discriminación de cada uno en sus asuntos personales y el apoyo incondicional a la discriminación de derechos por parte del Leviatán es, en gran medida, el resultado de la envidia, esto es, el mirar con malevolencia el bienestar ajeno, no el deseo de emular al mejor, sino que apunta a la destrucción del que sobresale por sus capacidades.

Y esto, a su vez, descansa en la manía de combatir las desigualdades patrimoniales que surgen del plebiscito diario en el mercado en donde el consumidor apoya al eficiente y castiga al ineficaz para atender sus reclamos. Es paradójico, pero no se condenan las desigualdades patrimoniales que surgen del despojo vía los contubernios entre el poder político y los así llamados empresarios que prosperan debido al privilegio y a mercados cautivos otorgados por gobiernos a cambio de favores varios. En realidad, las desigualdades de la época feudal (ahora en gran medida replicadas debido al abandono del capitalismo) son desde todo punto de vista objetables, pero las que surgen de arreglos libres y voluntarios, no solo no son objetables sino absolutamente necesarias al efecto de asignar los siempre escasos factores productivos en las manos más eficientes para que los salarios e ingresos en términos reales puedan elevarse. No es relevante la diferencia entre los que más tienen y los que menos poseen, lo trascendente es que todos progresen, para lo cual es menester operar en una sociedad abierta donde la movilidad social constituye uno de sus ejes centrales.

Como las cosas no suceden al azar, para contar con una sociedad abierta cada uno debe contribuir diariamente a que se lo respete.

Podemos extrapolar el concepto del polígono de fuerzas de la física elemental al terreno de las ideas. Imaginemos una enorme piedra en un galpón atada con cuerdas y poleas y tirada en diversas direcciones por distintas personas ubicadas en diferentes lugares del recinto: el desplazamiento del bulto será según el resultado de las fuerzas concurrentes, ninguna fuerza se desperdicia. En las faenas para diseminar ideas ocurre lo propio, cada uno hace lo suyo y si no se aplica a su tarea la resultante operará en otra dirección. Los que no hacen  nada solo ven la piedra moverse y habitualmente se limitan a despotricar en la sobremesa por el rumbo que toma.

Como hemos visto, lo de la discriminación tiene muchas ramificaciones y efectos. Por ello es que resulta imprescindible comprender sus alcances y significados para lo que hay que despejar el ambiente de prejuicios. Como ha escrito en 1775 Samuel Johnson “Ser prejuicioso es siempre ser débil”, es revelar complejos y fallas propias, en cuyo contexto, sentenció en 1828 William Hazlitt: “ningún hombre ilustrado puede ser contemplativo con los prejuicios de otros”, puesto que el no denunciarlos agrava el mal, incluso para los resentidos que alegando anti-discriminación, discriminan de la peor manera.

En resumen, es llamativo e increíble que los llamados “progresistas” se estanquen y bloqueen el progreso con su empecinado uso de lo “políticamente correcto” que, como queda apuntado, se traduce en una anacrónica postura conservadora en el peor sentido de la expresión y en una inaceptable intolerancia.

 

Alberto Benegas Lynch (h) es Dr. en Economía y Dr. en Ciencias de Dirección. Académico de la Academia Nacional de Ciencias Económicas, fue profesor y primer rector de ESEADE durante 23 años y luego de su renuncia fue distinguido por las nuevas autoridades Profesor Emérito y Doctor Honoris Causa.

CONCENTRACIÓN DE RIQUEZA

Por Alberto Benegas Lynch (h)

 

Antes he escrito a raíz del libro de Thomas Piketty sobre las estructuras de capital en este siglo que corre y también sobre otro de sus libros que alude a las desigualdades. Dejo de lado las enormes y acaloradas controversias estadísticas que suscitaron las expuestas en el primer libro mencionado, principalmente desarrolladas, explicadas y severamente criticadas por Jean-Philipe Delsol, Hunter Lewis, Rachel Black, Anthony de Jasay, Robert T. Murphy, Daniel Bier y Louis Woodhill. En esta nota preriodística circunscribo mi atención en torno a dos aspectos cruciales.

 

En primer lugar, es importante subrayar que en un mercado abierto las desigualdades de ingresos corresponden a las preferencias de los consumidores. Si el oferente da en la tecla respecto a los gustos y necesidades de sus congéneres, obtendrá ganancias y si yerra incurrirá en quebrantos.

 

Por esto es que la llamada redistribución de ingresos se traduce inexorablemente en consumo de capital puesto que la correspondiente asignación de los siempre escasos factores de producción se destinan a campos distintos de los preferidos por la gente. Redistribuir significa volver a distribuir por la fuerza lo que pacíficamente ya habían distribuido los consumidores en el supermercado y afines.

 

Entonces, el delta o el diferencial de ingresos es simplemente lo que el público consumidor decide a través del plebiscito diario del mercado con sus compras y abstenciones de comprar. Es del todo contraproducente que los políticos prefieran la situación donde el diferencial sea menor con ingresos también menores para todos respecto a la situación en la que el delta es más grande pero los ingresos de todos resultan mayores. La envidia y la demagogia empujan a la primera de las situaciones descriptas en perjuicio de todos, especialmente de los más necesitados. Lo importante es que el promedio ponderado se eleve.

 

El segundo punto se refiere a las desigualdades de patrimonios para lo cual cabe el mismo razonamiento con el agregado de que los que se ubican en la cumbre de la escala son los mayores aportantes de la inversión total, lo cual es condición necesaria para que los ubicados en el nivel más bajo vean incrementar sus ingresos puesto que las tasas de capitalización son la única causa de aquellos incrementos.

 

A los efectos de lo que aquí decimos no resultan relevantes las controversias antes mencionadas en cuanto a los errores (y, en algunos caso, horrores) estadísticos. Sin duda que son importantes para ilustrar bien lo ocurrido pero, como queda dicho, no modifican las conclusiones de lo que sucede en un mercado abierto y competitivo. Cualquiera sea el resultado respecto a las desigualdades, es lo que demanda la gente que siempre recibe a cambio de su dinero valores que estima son mayores que lo entregado a cambio (de lo contrario no hubiera llevado a cabo la transacción).

 

Y desde luego que no es que los que están en el pico de la pirámide se llevan la riqueza a Marte, constituyen el motor principal del progreso de los que al momento son marginales. Es del todo incorrecto presentar las correspondientes transacciones como compatibles con la suma cero, es decir, como si lo que tienen unos es debido a que otros son despojados de lo que les pertenece. La riqueza es un concepto dinámico, el valor total está en permanente movimiento. No solo no son los mismos los que están en los diversos niveles de la pirámide, sino que, como decimos, el valor total se incrementa en sociedades libres.

 

Si seguimos el principio de Lavoisier en cuanto a que nada se crea, nada se pierde, todo se transforma, debemos enfatizar que el tema de la riqueza no alude a la cuantía de lo material sino al valor. Como hemos ilustrado en otra ocasión: el teléfono antiguo tenía mucho más materia que el moderno, sin embargo este último ofrece muchísimos más servicios. La materia del globo terráqueo en la antigüedad era la misma que la actual, sin embargo la riqueza hoy es infinitamente superior a la de antaño cuando la expectativa de vida era de corta edad, la medicina no podía enfrentar las dolencias comunes y las hambrunas eran moneda corriente en todos lados.

 

Muchos han sido los cálculos sobre los escasos centavos de aumento que resultarían de dividir entre la población los patrimonios de los más ricos en comparación con la formidable pérdida de ingresos debido a que la usina inversionista desaparece al arrancar recursos de aquellos que la gente consideraba más eficiente para administrarlos.

 

En consecuencia, el Gini Ratio que muestra la dispersión o concentración de ingresos no nos dice nada respecto a la inconveniencia de esa dispersión que la ser decidida por la gente es necesariamente conveniente y de modo que no resulta irrevocable sino que cambia a media que cambian los gustos y la calidad del servicio que se estima proveen los distintos oferentes.

 

Por supuesto que si no tiene lugar el mercado abierto y no se aplican marcos institucionales que respeten los derechos de las personas y, en su lugar, existen alianzas entre supuestos empresarios y el poder político, en ese caso las diferencias de ingresos y patrimonios resultante es consecuencia de la injusticia y la explotación tal como es la situación en gran medida en el denominado mundo libre (en Estados Unidos este proceso inicuo se ha intensificado a través de los bailouts por los que se subsidia a empresarios irresponsables e ineptos con los recursos de los trabajadores que no tienen poder de lobby). Debemos diferenciar claramente lo que son servicios en el ámbito del mercado libre de lo que son robos vía los acuerdos con el poder político que en sus resultados no son distintos de los asaltantes de bancos.

 

Peor aun si cabe, es el escandaloso robo de bienes públicos perpetrado por muchos gobernantes que marcan diferencias colosales de ingresos y patrimonios respecto a los de los gobernados, todo lo cual también significan deltas que son fruto de reiterados latrocinios que colocan a estos sátrapas en los lugares de las mayores fortunas del orbe y, paradójicamente, son los que más declaman sobre la necesidad de nivelar con lo que la hipocresía resulta superlativa.

 

Básicamente como consecuencia de la difusión de recientes estadísticas -no siempre verídicas como hemos apuntado- sobre porcentajes de riqueza que se estima concentrada en pocas manos se ha vuelto a la carga con la manía de la guillotina horizontal, es decir, con la manía del igualitarismo. Y una de las herramientas que se consideran más efectivas para tal fin (relanzadas por Piketty) es el impuesto progresivo (cuyo máximo difusor es hoy el candidato presidencial en Estados Unidos, Bernie Sanders).

 

Como es sabido, el impuesto proporcional significa que se mantiene la alícuota en todas las escalas de ingresos y patrimonios o en todos los niveles de gastos, lo cual se traduce en que los que ponen de manifiesto capacidades contributivas mayores pagan mayores tributos respecto a los de menor capacidad contributiva. Por su parte el impuesto progresivo,  como su nombre lo indica, significa que la alícuota progresa en la medida en que progresa la capacidad contributiva sea ésta directa o indirecta.

 

Pues los efectos más contundentes de la progresividad fiscal son, primero, que altera las posiciones patrimoniales relativas lo cual implica que las ubicaciones que la gente votó en el mercado de acuerdo a las preferencias de cada cual son contradichas por el referido gravamen lo cual significa derroche de capital. Segundo, el impuesto progresivo atenta contra la necesaria movilidad social ya que introduce vallas en el ascenso en la pirámide patrimonial. Tercero, este tipo de carga fiscal constituye un castigo para los más eficientes situación que contradice la idea de que debe alentarse la mayor eficiencia. Cuarto, el impuesto progresivo es en realidad regresivo ya que afecta los ingresos de los que menos tienen puesto que se compromete la inversión de los más pudientes. Quinto, este impuesto termina siendo un privilegio para los ricos que se colocaron en el vértice de la pirámide patrimonial antes de la implementación del gravamen quienes cuentan con una ventaja respecto a los actores sucesivos.

 

Por tanto, cuando se habla de posiciones porcentuales en cuanto a ingresos o patrimonios debe tenerse en cuenta que lo trascendente son los valores absolutos de estos guarismos a los efectos de percatarnos de las mejoras en todas las escalas cuando se opera en una sociedad abierta.

 

La propiedad es una noción jurídica mientras que el patrimonio es una noción económica que responde a las valorizaciones de la gente. En la medida en que exista libertad y respeto a valores jurídicos elementales tiene lugar menor pobreza relativa y los mejores niveles de vida de los habitantes que se desenvuelven en los países en donde más se dan aquellas condiciones. Incluso, como es sabido, hay países que cuentan con grandiosas reservas de recursos naturales (como en África) y sin embargo sus habitantes son muy pobres, mientras que otros sin recursos naturales ofrecen a sus ciudadanos condiciones de vida de gran confort (como es el caso de Japón que es un cascote donde solo el veinte por ciento es habitable).

 

La institución de la propiedad privada resulta esencial para asignar recursos eficientemente. Como las necesidades son ilimitadas y los recursos para atenderlas son limitados, la asignación de derechos de propiedad es indispensable, puesto que “la tragedia de los comunes” (lo que es de todos no es de nadie) se produce debido a que los incentivos para mantener y producir son nulos.

 

Como una nota a pie de página consigno que Claude Robinson en su libro Understanding Profits muestra que la distribución promedio de las cien empresas estadounidenses de mayor facturación en el año en que ese autor tomó la muestra era de la siguiente manera: del 100% del producto de las ventas, el 43% iban a sufragar costos de producción directos que incluían publicidad, el 2.7% para amortizaciones, el 0.3% para intereses y otras cargas financieras, el 7.1% para impuestos, el 40.5% para sueldos de empleados, el 4% para dividendos y honorarios de directores y el 2.4% para reinversiones.

 

Alberto Benegas Lynch (h) es Dr. en Economía y Dr. en Ciencias de Dirección. Académico de la Academia Nacional de Ciencias Económicas, fue profesor y primer rector de ESEADE durante 23 años y luego de su renuncia fue distinguido por las nuevas autoridades Profesor Emérito y Doctor Honoris Causa.