La política y la validación por pares

Por Mauricio Alejandro Vázquez. Publicado el 4/8/21 en: https://www.ambito.com/opiniones/politicas/la-politica-y-la-validacion-pares-n5241284?__twitter_impression=true

La obstinada y pétrea validación por pares en la que se ha convertido nuestra política nacional derivará inevitablemente en crecientes cuotas de deslegitimación.

La política y la validación por pares

Todos aquellos que alguna vez se atrevieron a transitar por el mundo académico han escuchado hablar de la temible revisión por pares. Un recurso orientado en gran medida a dotar de mayor validez científica a los artículos académicos, previo a ser publicados en revistas de prestigio y renombre. Sin embargo, también todo aquél que ha analizado este procedimiento desde la perspectiva histórica de la filosofía de la ciencia, arriba a la conclusión de que si bien el requerimiento favorece la robustez de los desarrollos científicos aceptados por lo que Tomas Kuhn llamó “Ciencia Normal”, en la práctica, este resulta sumamente averso a la aparición de desarrollos teóricos desafiantes o de vanguardia.

En tal sentido, la validación por pares resulta una barrera más que deben vencer aquellos que se adentran en la exploración de fenómenos, teorías o campos científicos novedosos y que, como supieron experimentar mentes brillantes como Giordano Bruno o el propio Galileo, no siempre son bienvenidos por quienes mantienen intereses personales o se encuentran cómodos con el statu quo científico vigente.

De más está decir, que el fenómeno no es privativo del mundo de la ciencia. Quien alguna vez haya intentado llevar cambios de diversa magnitud en su entorno inmediato, ya sea familiar, laboral o educativo, se habrá encontrado con la resistencia propia de otros que en su rechazo darán evidencia a la afirmación que señala que el ser humano suele ostentar una aversión a los cambios profundamente mayor a la que suele reconocer.

Si bien en los entornos científicos, familiares, laborales y educativos, dicha resistencia a los cambios puede traducirse en competencia, disputas y recelos, en el campo de la política el fenómeno adquiere otra envergadura. No hace falta recurrir a Pareto, Michels o Mosca para saber que en toda sociedad existe una elite y que esta, naturalmente, intenta preservarse frente a la aparición de outsiders que puedan amenazar sus honores y privilegios. Esta combinación de comportamientos tan jerárquicos como defensivos, está arraigada en la genética de casi toda sociedad a lo largo de la historia, y puede rastrearse tanto en complejos entramados culturales como en ordenamientos sumamente primitivos.

Sin embargo, el conflicto se acrecienta, como no podría ser de otro modo, cuando la realidad vigente contrasta con los deseos de permanencia de la elite. Guerras e invasiones, desastres naturales y pandemias, en conjunto con crisis económicas y de representación política, han sido las más de las veces los jinetes del apocalipsis que convirtieron a estos sólidos grupos humanos en meras referencias condenadas a figurar tan solo como un recuerdo en los libros de historia.

En teoría al menos, los sistemas democráticos modernos deben contener en su construcción jurídica salvaguardas contra la consolidación en exceso de las elites. Siendo como es la alternancia política, parte fundamental y constitutiva de la democracia, la rotación en los cargos y la sana jubilación de los “próceres”, resultan recursos no solo necesario sino hasta fundamentales para sobrellevar tanto los tiempos de bonanza como los de revés por los que atraviesa toda sociedad. Y esto en gran medida porque los primeros invitan a los pueblos al vicio de ceder la suma del poder público a quien se identifica con la prosperidad, así como los segundos suelen derivar en la tan temida stasis o revuelta civil, con los consecuentes derrumbes de los sistemas de gobierno y de las mencionadas elites.

Argentina atraviesa hoy día un sinnúmero de desafíos de ningún modo menores. A contramarcha de sus vecinos regionales, la pobreza ha aumentado sistemáticamente en las últimas décadas, superando el 72% de niños en esta condición en el conurbano bonaerense. A este número calamitoso se suman otros, como aquellos que dan cuenta de mayores tasas de desempleo, criminalidad y cierre de empresas, en conjunto con el correlato a la baja en los índices de libertad económica, desempeño educativo o seguridad jurídica, entre otros. Frente a este panorama, la dinámica endogámica de las elites deja al electorado con opciones desabridas, que susurran de fondo el continuismo de las cosmovisiones que garantizan el statu quo, aun cuando se escondan detrás de algunos nuevos rostros elegidos inteligentemente entre quienes no se atreverán nunca a incomodar.

Esto en gran medida se explica por los complejos entramados normativos y las diversas prácticas arraigadas, que dan forma a la democracia concreta con la que convivimos, la cual se encuentra cada día más lejana de su ideal. La dificultad de conformar nuevos partidos políticos, el desafío de hacerse con suficientes fondos para financiar campañas cada día más onerosas, el formato de lista sábana, el tiránico mandato de contar con la cantidad necesaria de fiscales en un ámbito político históricamente proclive a prácticas fraudulentas, entre otros desafíos, provocan un “efecto barrera” que consolida a las elites en detrimento de sus potenciales alternativas.

El riesgo de este constante “cerrarse sobre sí” es que, como argumentábamos anteriormente, la maniobra no se da en un periodo de auge, sino por el contrario de profunda decadencia. Por tanto, la deslegitimación creciente que experimentan quienes representan la continuidad de ideas, prácticas y lazos, se da de bruces con la creciente necesidad percibida de un cambio que por momentos se intuye radical. Efecto que se potencia cuando incluso quienes dicen avanzar por el camino de las reformas, seleccionan en sus armados políticos figuras que demuestran representar, más pronto que tarde, una lealtad supina para con ese pasado que debiera ser dejado atrás.

Si la dinámica continúa transcurriendo de este modo, la obstinada y pétrea validación por pares en la que se ha convertido nuestra política nacional derivará inevitablemente en crecientes cuotas de deslegitimación que, cuando inevitablemente transciendan la cota de las opciones electorales, desbordarán sobre todo el sistema político, con consecuencias hoy imposibles de prever.

Mauricio Alejandro Vázquez es Título de Honor en Ciencia Política por la Universidad de Buenos Aires, Magister en Ciencias del Estado por la Universidad del CEMA, Magister en Políticas Publicas por la Universidad Torcuato Di Tella y coach certificado por la International Coach Federation. Ha trabajado en la transformación de organismos públicos y empresas. Actualmente es docente de Teoría Política, Ética, Comunicación, Metodología y administración en UADE y de Políticas Públicas en Maestría de ESEADE. También es conferencista y columnista en medios como Ámbito Financiero, Infoabe, La Prensa, entre otros. Síguelo en @triunfalibertad

Formalidad y respeto

Por Gabriel Boragina. Publicado en: http://www.accionhumana.com/2019/04/formalidad-y-respeto.html

 

Empecemos definiendo los términos a tratar, y para ello vayamos al diccionario de la Real Academia Española:

formalidad

De formal e -idad.

  1. f. Exactitud, puntualidad y consecuencia en las acciones.
  2. f. Cada uno de los requisitos para ejecutar algo. U. m. en pl.
  3. f. Modo de ejecutar con la exactitud debida un acto público.
  4. f. Seriedad, compostura en algún acto.

respeto

Del lat. respectus ‘atención, consideración’.

  1. m. Veneración, acatamiento que se hace a alguien.
  2. m. Miramiento, consideración, deferencia.
  3. m. Cosa que se tiene de prevención o repuesto. Coche de respeto.
  4. m. miedo (‖ recelo).
  5. m. desus. respecto.
  6. m. germ. espada (‖ arma blanca).
  7. m. germ. Persona que tiene relaciones amorosas con otra.
  8. m. pl. Manifestaciones de acatamiento que se hacen por cortesía.

(Real Academia Española © Todos los derechos reservados)

Como el mismo diccionario lo explica sin más análisis que el examen de cada una de las locuciones arriba transcriptas, la formalidad y el respeto -que casi todo el mundo confunde o asimila como si fueran la misma cosa- no guardan punto de contacto entre sí. Se tratan de dos cosas diferentes, que bien pueden ir juntas o separadas, pero que no se confunden ni identifican.

Yo siempre he privilegiado el respeto por sobre la formalidad, porque -para mí- la formalidad tiene que ver con el aspecto extrínseco en materia de relaciones sociales, en tanto que el respeto tiene que ver con el intrínseco.

De donde, se puede ser respetuoso e informal, como asimismo y -en sentido contrario- se puede ser formal e irrespetuoso. Una cosa no va con la otra, como mucha gente cree en contrario.

Siempre he sido enemigo de las fórmulas acartonadas y aparatosas, tan caras a mis colegas de profesión.

A veces, y con personas desconocidas, esto me ha obligado a hacer las aclaraciones respectivas. Con el objeto de lograr un acercamiento y un mejor entendimiento, sobre todo si el contacto es con el objeto de tener un trato más o menos frecuente, en el corto, mediano o largo plazo, cuando me presentan o conozco a alguien comienzo tuteándolo con la expectativa de la devolución de un trato similar por parte de mi interlocutor. En el 99% de las situaciones la devolución se produce y el trato sucesivo se entabla en esos términos, de cordialidad, y mutua confianza. Tengo probado en lo personal que allana el camino y -al menos a mí- me facilita mucho el futuro desempeño laboral -o de otro tipo- con la persona recién conocida.

En el escaso 1% restante, cuando esa devolución no se produce, procedo a aclarar este punto en los mismos términos que aquí lo hago ahora. Explico que con el tuteo no busco faltar el respeto del otro, sino que -en mi caso- es lisa y llanamente una demostración de acercamiento, cordialidad y simpatía hacia el otro. Y que lo interpreto de idéntica manera cuando soy yo el objeto del mismo trato verbal.

Salvo contextos muy puntuales, trato de «usted» a alguien cuando estoy muy irritado (lo que es rarísimo), o cuando específicamente esa persona me irrita o procura hacerlo. Esto es otra demostración de que formalidad y respeto no son sinónimos, porque si bien en estos escenarios suelo ser formal no lo soy con la intención de respetar a quien deliberadamente me está ofendiendo, ya sea con el trato verbal o con su conducta. Pero aun en estos supuestos lo hago como recurso de última instancia. Hasta donde me es posible, intento entablar o restablecer con mi agresor verbal un trato de familiaridad respetuosa. Si no lo logro, pese a mis esfuerzos, entonces cambio de actitud. Fuera de estas circunstancias, sólo dejo de tutear al otro cuando me lo pide, expresamente o por otros medios. Si yo continuara dispensándole un trato que explícitamente me ha pedido que no le dé, yo le estaría faltando el respeto a él (o ella). Y viceversa.

Cuando me veo obligado a tratar de «usted» a alguien (cosa que jamás hago espontáneamente) siento que estoy poniendo una distancia con mi interlocutor que en el hipotético contrario no existiría. En realidad, es quien me obliga a tratarlo de ese modo quien trata de imponer esa distancia de mí y no al revés. Hay personas para las cuales esa distancia es importante para sus vidas de relación. Algo así como una especie de «autodefensa». Pero no es mi cuestión.

Es muy interesante constatar que el uso del «vos» -que alguna gente lo considera no sólo una «informalidad» sino también una «falta» de respeto- comenzó siendo todo lo contrario, es decir, un tratamiento verbal que representaba la forma más elevada de respeto. Así lo explica el siguiente lingüista:

«La lengua castellana, […], no escapa a la dialéctica de la inmutabilidad y la mutabilidad del signo lingüístico, padeciendo mutaciones tanto conscientes como inconscientes, replicando el ritmo en que deviene el mundo de la vida en su despliegue epocal. Nos puede servir también el caso del ‘voseo’ que nos caracteriza como hispanohablantes sudamericanos, a fin de reforzar esta idea que venimos desarrollando. Los españoles que llegaron a nuestro continente durante la Conquista todavía utilizaban el voseo en sus dos vertientes de forma reverencial y de signo de confianza. Este uso del ‘vos’ arraigó en América, en parte a través de la literatura incipiente y en parte porque los españoles mismos lo usaban reverencialmente entre ellos para diferenciarse de los nativos. El tiempo transcurrió y hoy millones de latinoamericanos lo usamos sin reverencialidad alguna. Sin embargo, el voseo comenzó a desprestigiarse en el siglo XVI en España, donde el castellano peninsular decantó unívocamente por el ‘tú’. Como se puede apreciar, estas metamorfosis lingüísticas dependen del devenir de los acontecimientos históricos, que siempre es circunstancial, contingente y orientado por la dinámica del mundo de la vida.»[1]

Pero el respeto -insistimos- pasa por otro lado, que trasciende el uso del «vos» o del «usted». Pasa por una actitud integral hacia el otro, que tiene que ver -en parte- con el contenido del lenguaje y no con su forma. Por ejemplo, un insulto siempre será un insulto, sea que se diga en un contexto de «vos» o de «Ud.» No será menos insulto porque quien lo emita lo haga en un lenguaje formal, por muy «educado» que dicho sujeto se crea.

Que la formalidad nada tiene que ver con el respeto lo brindan también otros ejemplos por el estilo. La familia es una más de esas muestras típicas. ¿alguien puede imaginar un ámbito donde reine la informalidad más absoluta entre sus miembros que el seno de una familia característica? Y sin embargo ¿alguien puede, asimismo, afirmar que -por dicho motivo- tales miembros de la familia están continuamente faltándose el respeto por tal causa? Creo que nadie en su sano juicio podría aseverar una cosa semejante. Y ello, sin perjuicio que, en algún evento aislado, pudiera registrarse una que otra desavenencia familiar pasajera, pero lo que nos interesa aquí es la regla general, no la excepción, y según aquella, en y dentro de las familias conviven armónicamente tanto la más incondicional informalidad como el más puro respeto.

En un nivel algo más bajo, lo mismo podría decirse de los amigos, los compañeros de trabajo, de estudios, etc. Se tratan todas de relaciones informales, pero siempre (en la mayoría de las condiciones) de franco respeto reciproco al mismo tiempo.

Esto se puede trasladar perfectamente a otros planos de análisis que exceden las relaciones interpersonales de amistad, negocios, comerciales, laborales, educativas, profesionales, etc.

Un ejemplo son las leyes, que son el paradigma de la formalidad más escrupulosa. No obstante, la gran generalidad de las leyes (al menos las argentinas) constituyen una soberana falta de respeto hacia los legislados por parte de los legisladores. Ejemplo inconfundible son las leyes fiscales, pero no son las únicas. Las leyes que violan las libertades individuales, la propiedad privada y las transacciones comerciales son el modelo, tanto de la formalidad como de la falta de respeto más abyecta que pueda concebirse.

[1] «A propósito del lenguaje inclusivo», por Claudio Marenghi -Pág. 6-Copyright © 2019 Instituto Acton, All rights reserved.

 

Gabriel Boragina es Abogado. Master en Economía y Administración de Empresas de ESEADE. Fue miembro titular del Departamento de Política Económica de ESEADE. Ex Secretario general de la ASEDE (Asociación de Egresados ESEADE) Autor de numerosos libros y colaborador en diversos medios del país y del extranjero.

Un populismo que no cede

Por Alberto Benegas Lynch (h) Publicado el 9/5/16 en http://www.lanacion.com.ar/1896768-un-populismo-que-no-cede

 

Muchos de los que se dicen opositores al kirchnerismo y condenan la corrupción hoy defienden sus políticas estatistas, sin advertir que la intervención del gobierno en la economía genera la oportunidad de vaciar las arcas públicas.

 

Hay quienes se pronuncian en contra de los populismos pero en los hechos los patrocinan, al suscribir con medidas francamente estatistas. Entre muchos argentinos se observa con alarma la semilla del gobierno anterior, aunque se dicen opositores al kirchnerismo. Es paradójico: critican los 12 años de gestión gubernamental y se fascinan ante la posibilidad de que se procese y condene a la ex presidenta y sus colaboradores, pero al mismo tiempo alaban sus políticas. No parecen percatarse de que lo que en realidad reclaman es kirchnerismo de buenos modales y sin corrupción.

Tampoco advierten que, más allá de tal o cual gobernante, lo relevante es el sistema que hace posible y estimula la corrupción, es decir, una estructura estatista que permite el uso discrecional del poder. Recordemos el dictum de Lord Acton: «El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente». Por un lado, entonces, detestan la corrupción, y por el otro la alientan, al apoyar el intervencionismo estatal que inexorablemente la genera.

El argumento es más o menos siempre el mismo: yo manejo bien mi patrimonio, pero el resto es incapaz y requiere un «experto» gubernamental que maneje bien el fruto de su trabajo; de lo contrario, lo invertirá mal. Olvidan que uno de los ejes centrales de la sociedad abierta consiste en el proceso del mercado libre y competitivo, donde los que aciertan en la satisfacción de las necesidades ajenas obtienen ganancias y los que yerran incurren en quebrantos. Así, el sistema hace que los siempre escasos recursos estén en las mejores manos. Este mejor aprovechamiento permite aumentar las tasas de capitalización, que es lo que hace que los salarios e ingresos aumenten.

Esto está bien ilustrado en el título de uno de los libros del premio Nobel de economía Friedrich Hayek, La fatal arrogancia. Los errores del socialismo. Es así: se trata de la soberbia de megalómanos que pretenden manejar por la fuerza vidas y haciendas de terceros. No es que el liberalismo sea perfecto -la perfección no está al alcance de los mortales-, pero se trata de minimizar costos y convertir en políticamente posible lo que al momento no lo es. Sostener que en política se hace lo que se puede es una perogrullada, el asunto es empujar en la buena dirección «desde el llano»; en el caso argentino, esto apunta a suscribir con el paradigma alberdiano.

El conocimiento está disperso y fraccionado entre millones de personas, las señales de los precios coordinan el proceso para la mejor asignación de recursos. La intención de los burócratas-planificadores resulta irrelevante, pues la decisión política necesariamente será distinta de lo que decida la gente en libertad (si fuera igual, no habría necesidad de consumir fondos para pagar emolumentos innecesarios; además, para saber qué requiere la gente hay que dejar que se exprese).

En el actual contexto argentino, temas monetarios, fiscales, laborales, de comercio exterior, de protección de derechos, de ética pública, aparecen en algunos debates en los que implícitamente se da por sentada la razón kirchnerista, es decir, la razón del populismo exacerbado. Se plantean reformas que son pura cosmética, ya que quedan intactas funciones incompatibles con la forma republicana de gobierno. Se termina «haciendo la plancha», sólo que con funcionarios de mejores modales.

Es ridículo pensar que puede cambiarse a un sistema libre si se dejan inalterados los organismos con funciones creadas y administradas por los populismos y sus respectivas disposiciones y reglamentaciones. La libertad de que se dispone puede ser ancha como un campo abierto o puede convertirse en un sendero estrecho, angosto y oscuro en el que apenas se pasa de perfil. Lo uno o lo otro depende de que no se restrinja la libertad del prójimo por la fuerza. No dejamos de ser libres porque no podemos volar por nuestros propios medios, ni porque no podemos dejar de sufrir las consecuencias de nuestros actos inconvenientes, ni somos menos libres debido a que no podemos desafiar las leyes de gravedad ni las leyes biológicas. Sólo tiene sentido la libertad en el contexto de las relaciones sociales y, como queda dicho, ésta disminuye cuando se la bloquea recurriendo a la violencia.

Para medir nuestras libertades, pensemos en lo que podemos y no podemos hacer. Unas pocas preguntas relativas a la vida diaria aclararán el tema. ¿Están abiertas todas las opciones cuando tomamos un taxi? ¿Ese servicio puede prestarse sin que el aparato estatal decida el otorgamiento de licencias especiales, el color del vehículo, la tarifa y los horarios de trabajo? Cuando elegimos el colegio de nuestros hijos, ¿la educación está libre de las imposiciones de ministerios de educación y equivalentes? ¿Puede quien está en relación de dependencia liberarse de los descuentos compulsivos al fruto de su trabajo? ¿Puede elegirse la afiliación o desafiliación de un sindicato o no pertenecer a ninguno sin sufrir medidas por parte de los dirigentes? ¿Puede exportarse e importarse libremente sin padecer aranceles, tarifas, cuotas y manipulaciones en el tipo de cambio? ¿Pueden elegirse los activos monetarios para realizar transacciones sin las imposiciones del curso forzoso? ¿Hay realmente libertad de contratar servicios en condiciones pactadas por las partes sin que el Gran Hermano imponga sus caprichos? ¿Hay libertad de prensa sin contar con agencias gubernamentales de noticias, pautas oficiales, diarios, radios y estaciones televisivas estatales? ¿Hay mercados libres con pseudoempresarios que hacen negocios con el poder de turno en medio de prebendas y privilegios? ¿Puede cada uno elegir la forma en que preverá su vejez sin que el aparato estatal succione el salario por medio de retenciones? ¿Pueden futuras generaciones liberarse de deudas estatales contraídas por gobiernos que no han elegido y sin que se caiga en la falacia de las «ventajas intergeneracionales»? Quienes apoyan la prepotencia de los aparatos estatales no perciben que lo que financia el gobierno siempre proviene compulsivamente de los bolsillos del vecino, especialmente de los más pobres.

La decadencia de la libertad no aparece de golpe. Se va infiltrando de contrabando en las áreas más pequeñas y se va irrigando de a poco, a fin de producir una anestesia en los ánimos. Pocos son los que dan la voz de alarma cuando el cercenamiento de libertades no le toca directamente el bolsillo.

«Se olvida que en los detalles es donde es más peligroso esclavizar a los hombres -escribió Tocqueville-. Por mi parte, me inclinaría a creer que la libertad es menos necesaria en las grandes cosas que en las pequeñas, sin pensar que se puede asegurar la una sin poseer la otra.» Por su lado, Anthony de Jasay consigna: «Amamos la retórica y la palabrería de la libertad a la que damos rienda suelta más allá de la sobriedad y el buen gusto, pero está abierto a serias dudas si realmente aceptamos el contenido sustantivo de la libertad».

¿Cuántas personas hay que no hacen nada por la libertad? ¿Cuántos hay que creen que son otros los encargados de asegurarles el respeto a sus derechos? ¿Cuántos son los indiferentes frente al avasallamiento de la libertad de terceros? ¿Cuántos los que incluso aplauden el entrometimiento insolente del Leviatán siempre y cuando no afecte sus intereses de modo directo?

Entonces, ¿por qué ser libres? Por la sencilla razón de que de ese modo confirmamos la categoría de seres humanos y no nos rebajamos y degradamos en la escala zoológica, por motivos de dignidad y autoestima, para honrar el libre albedrío del que estamos dotados, para poder mirarnos al espejo sin que se vea reflejado un esperpento, para liberar energía creadora y así mejorar el nivel de vida y, sobre todo, para poder actualizar nuestras únicas e irrepetibles potencialidades.

 

Alberto Benegas Lynch (h) es Dr. en Economía y Dr. en Ciencias de Dirección. Académico de la Academia Nacional de Ciencias Económicas, fue profesor y primer rector de ESEADE durante 23 años y luego de su renuncia fue distinguido por las nuevas autoridades Profesor Emérito y Doctor Honoris Causa.

DESCARRILAMIENTO EN LA CUNA DE LA DEMOCRACIA

Por Alberto Benegas Lynch (h)

 

En Grecia, más específicamente en Atenas, se considera comenzó a gestarse la idea de la democracia luego de un período de asfixiante tiranía de avasalladoras oligarquías, modificación que puede situarse primero con Solón, luego con Pericles y más tarde con el sustento filosófico socrático y, especialmente, aristotélico aunque con un criterio que Benjamin Constant definió como “la libertad de los antiguos”: con derecho a voto y participación en la Asamblea (Ecclesia) pero con facultades restringidas y limitaciones inaceptables para el espíritu libre, que a partir de los estudios de John Locke se convirtieron en lo que también Constant ha catalogado como “la libertad de los modernos”, es decir, más allá del derecho a voto (y no de todos en el caso ateniense) se enfatizaron los derechos individuales.

 

En cualquier caso, en esa así considerada “cuna” hoy se elige a un gobierno comunista. ¿Cómo fue posible que tuviera lugar ese derrotero macabro? La respuesta debe verse en la subestimación grosera de “la libertad de los modernos” y la sobreestimación de “la libertad de los antiguos” en un contexto de educación socialista-colectivista en la que fueron mermando las autonomías individuales y el estímulo al otorgamiento de poderes cada vez más engrosados del aparato estatal.

 

Ya he escrito antes en detalle sobre esta tragedia griega en cuanto a sus características político partidarias, ahora solo apunto al hecho de que el partido triunfante en las últimas elecciones -Syriza- se alía con la derecha, es decir, el partido Griegos Independientes. A muchos distraídos les puede llamar la atención esta cópula electoral de la izquierda con la derecha pero es lo natural: los socialismos apuntan al debilitamiento o a la eliminación de la propiedad privada, mientras que las derechas, a saber, los nacional-socialismos o fascismos atacan esa institución desde un flanco más disimulado pero más contundente: permiten el registro de la propiedad a manos particulares pero la usan y disponen desde las esferas gubernamentales con lo que el zarpazo final resulta mejor preparado. Esto último es lo que sucede actualmente en mayor o menor medida en buena parte del mundo desde los sistemas educativos a las políticas monetarias, fiscales, laborales y de comercio exterior en contextos de acentuados deterioros en los marcos institucionales.

 

Este contrabando atroz ha conducido al abandono de la idea de la democracia explicada por los políticas monetarias, fiscales, laborales de nuestro tiempo para caer precipitadamente en la cleptocracia, es decir, el gobierno de los ladrones de libertades, de propiedades y de sueños de vida, precisamente lo contrario de lo establecido por aquellas democracias en cuanto a la preservación de la vida, la libertad y la propiedad incrustada en los documentos del sistema para en definitiva ahora recortarla y circunscribirla al recuento de votos con lo que se mantiene que los Hitler y Chávez de los siglos veinte y veintiuno respectivamente y sus imitadores resulta que son baluartes de la democracia, lo cual constituye un grave insulto a la inteligencia y al sentido común.

 

Como tantas veces he puesto de manifiesto, dado que Hayek subraya en las primeras doce líneas de la primera edición de su Law, Legislation and Liberty que hasta el momento los esfuerzos del liberalismo clásico para contener al Leviatán han sido un completo fracaso, con urgencia deben abrirse debates al efecto de ponerle límites adicionales al poder político. Hayek mismo nos da el ejemplo sugiriendo vallas al Legislativo, Bruno Leoni lo hace para el Judicial y mucho antes que eso Montesquieu propone procedimientos aplicables al Ejecutivo aun no ensayados en la modernidad y el dúo Randolph y Gerry fundamentaron la idea del Triunvirato en la Asamblea Constituyente estadounidense. Como también he consignado, si estas ideas no se aceptaran deben pensarse en otras pero no quedarse de brazos cruzados asistiendo pasivamente al derrumbe de la democracia puesto que como ha apuntado Einstein, es irresponsable esperar resultados distintos adoptando idénticas recetas.

 

Sin duda, la manía del igualitarismo ha hecho estragos convirtiendo la noción clave de la igualdad ante la ley en la guillotina horizontal basada en la redistribución compulsiva de ingresos, lo cual contradice abiertamente las directivas de la gente en el supermercado y afines con sus compras y abstenciones de comprar, situación que inevitablemente conduce al consumo de capital que a su vez reduce salarios en términos reales ya que éstos proceden de las tasas de capitalización.

 

Y aquí viene una explicación de una de las razones políticas del derrumbe señalado. Por supuesto que, como queda dicho, los climas educativos y los marcos institucionales descuidados hacen de operación pinza para la degradación de la sociedad abierta, pero nos detenemos en uno de los conductos más expeditivos de tal deterioro y este consiste en la faena de conservadores, tarea tan bien explicada por el aludido premio Nobel Hayek en el capítulo titulado “¿Por qué no soy conservador?” de su libro Fundamentos de la libertad combinado con su obra Camino de servidumbre en el capítulo titulado “Por qué los peores se ponen a la cabeza”.

 

En el primer caso, este autor sostiene que los conservadores en última instancia están manejados por lo que sucede en las alas por parte de quienes mantienen ideas firmes que empujan a que aquellos acepten el corrimiento en el eje del debate por su “repugnancia a las ideas abstractas y la escasez de su imaginación”, es decir, los que rechazan andamiajes teóricos porque se creen “prácticos” sin percatarse que su “practicidad” consiste en recurrir a lo que otros establecen como “políticamente correcto” en grado creciente y, en el segundo caso, un sistema degradado  incentiva a que el político se dirija a lo más bajo del común denominador lo cual genera una onda expansiva difícil de revertir.

 

El origen de la tradición conservadora nace después de la revolución inglesa de 1688. Los conservadores querían conservar los privilegios otorgados por la corona en oposición al espíritu de la revolución encabezada por Guillermo de Orange y María Estuardo basados en los antedichos principios en los que se sustentaron las concepciones lockeanas. La tradición conservadora pertenece más a la esfera política que a la intelectual y académica. En realidad cuando se solicitan nombres de intelectuales conservadores se suelen esgrimir los de Burke, Maculay, Tocqueville y Acton, pero ninguno de ellos se autodefinió como conservador sino que se consideraron liberales insertos en la línea whig.

 

El conservador muestra una inusitada reverencia por la autoridad mientras que el liberal siempre desconfía del poder. El conservador pretende sabelotodos en el gobierno a lo Platón, pero el liberal, a lo Popper, centra su atención en marcos institucionales que apunten a minimizar el daño que puede hacer el aparato estatal. El conservador es aprensivo respecto de los procesos abiertos de evolución cultural, mientras que el liberal acepta que la coordinación de infinidad de arreglos contractuales producen resultados que ninguna mente puede anticipar, y que el orden de mercado no es fruto del diseño ni del invento de mentes planificadoras. El conservador tiende a ser nacionalista- “proteccionista”, mientras que el liberal es cosmopolita-librecambista.

 

El conservador propone un sistema en el que se impongan sus valores personales, en cambio el liberal mantiene que el respeto recíproco incluye la posibilidad de que otros compartan principios muy distintos mientras no lesionen derechos de terceros. El conservador tiende a estar apegado al status quo en tanto que el liberal estima que el conocimiento es provisorio sujeto a refutaciones lo cual lo torna más afín a las novedades que presenta el progreso. El conservador suscribe alianzas entre el poder y la religión, mientras que el liberal la considera nociva. El conservador se inclina frente a “estadistas”, en cambio el liberal pretende despolitizar todo lo que sea posible y estimula los arreglos voluntarios: como queda dicho, hace de las instituciones su leitmotiv y no las personas que ocupan cargos públicos.

 

El ejemplo de Grecia ilustra lo perjudicial que son las políticas timoratas que pretenden estar en el medio del camino. El inicio del descarrilamiento viene de larga data, ahora se pone de manifiesto en forma brutal. Los conservadores griegos han aceptado instituciones y políticas que son básicamente estatistas con lo cual no han hecho más que acceder a las demandas socialistas y abrir así las compuertas de lo que finalmente sucedió. Incluso mintieron con las estadísticas para entrar en la Unión Europea (en una secuencia nefasta hasta su último presupuesto donde para atender cada maceta con plantas en la órbita oficial aparecían ocho jardineros en la nómina). Dicho también a título de ilustración, en el caso argentino aplica la preocupación: los conservadores en los años treinta abrieron las puertas al peronismo al establecer el control de cambios, la banca central , el impuesto progresivo y las juntas reguladoras (además de que Uriburu había anunciado una Constitución fascista que afortunadamente se pudo abortar).

 

Alberto Benegas Lynch (h) es Dr. en Economía y Dr. en Ciencias de Dirección. Académico de la Academia Nacional de Ciencias Económicas y fue profesor y primer rector de ESEADE.

Se necesita más «igualdad» en el mundo

Por Gabriel Boragina. Publicado el 12/7/14 en: http://www.accionhumana.com/2014/07/se-necesita-mas-igualdad-en-el-mundo.html

 

Este es el reclamo que se escucha por doquier. No sólo las personas comunes lo utilizan en sus conversaciones cotidianas, ya sean familiares, laborales, estudiantiles o sociales, sino que forma parte del repertorio habitual del discurso de todos los políticos del mundo. El reclamo de mayor igualdad campea en todos los ámbitos. Y cuando hacemos ver que la igualdad es imposible, se nos replica que la igualdad que se exige es la «de oportunidades», y que esta -en cambio- si sería realizable.

Sin embargo, los estudios más serios de los que se dispone no coinciden con esa última apreciación. Uno de dichos análisis es el que efectúa el conocido «Índice de Calidad Institucional», que ordena los países examinados de mayor a menor de acuerdo a la mejor o peor institucionalidad que exhiben. Y las conclusiones respecto de los de peor institucionalidad son las que siguen:

«Precisamente, una de las conclusiones a las que puede llegarse con tan sólo observar qué países se encuentran en las últimas posiciones (Myanmar, Somalia, Corea del Norte y en América Latina Haití, Venezuela y Cuba) es que se trata de países con gobiernos que se han puesto como objetivo dicha igualdad o que no parecen contar con un marco institucional en absoluto y los individuos están sometidos a los abusos de grupos organizados para utilizar al poder en beneficio de “sus” propias oportunidades. Las leyes de la economía nos explican la relación causal entre ciertas instituciones, el crecimiento económico, la mejora del nivel de vida y la posibilidad de aprovechar un mayor número de oportunidades. Estas instituciones son aquellas que protegen en forma efectiva derechos individuales básicos como el derecho a la vida, la libertad de opinión, la libertad de movimiento, el derecho de propiedad, la libertad contractual. Aquellos países que han logrado desarrollar un conjunto de instituciones sólidas brindan a sus habitantes más y mejores oportunidades para buscar alcanzar los fines y objetivos que quieran perseguir. Esto es lo que significa contar con un mayor “desarrollo humano”.»[1]

Si efectivamente pudieran igualarse las oportunidades de todo el mundo, los niveles de pobreza y subdesarrollo se expandirían en forma exponencial y alarmante, al tiempo que los gobiernos se volverían más y más despóticos y tiránicos de lo que ya lo son en la actualidad (cuestión esta última que cada vez pasa más y más inadvertida). El progreso desaparecería literalmente de la faz de la tierra y volveríamos a las épocas primitivas, donde existía una mera economía de subsistencia. Rápidamente el caos social se apoderaría de cada vez más países. Estarían prohibidas por ley cualesquiera manifestación de talento, inventiva y mucho menos permitidas ninguna expresión de genialidad por parte de nadie, ya que eso quebraría por completo las «iguales oportunidades» de todos los demás, pese a que estas no se revelen (porque, en realidad, la mayoría de las personas carecen de aptitudes notables en absolutamente todos los campos del saber humano). Nadie podría inventar ni descubrir absolutamente nada, hasta que el vecino tuviera la misma oportunidad de hacerlo, y pese a que no posea los conocimientos ni las habilidades para ello.

Pero ¿en que consistiría concretamente ese mayor «desarrollo humano» del que nos habla el Dr. Krause?:

«No es solamente una vida más larga y saludable, adquirir conocimientos y contar con los recursos necesarios. Algunos países pueden haber alcanzado una buena esperanza de vida al nacer o un determinado acceso a conocimientos, pero una vida dirigida por otros, restringida por controles y mandatos y una educación sesgada son más bien “restricciones” que logros de una vida completa. El individuo tiene que tener más opciones para vivir su vida como crea que merece ser vivida, para obtener el conocimiento que estime importante y, seguramente, esta capacidad de decidir le permitirá finalmente contar con los recursos necesarios.»[2]

Si queremos ser «iguales», necesariamente deberemos ser dirigidos por otros. Perdemos indefectiblemente por completo nuestra independencia y nuestra libertad. Porque alguien deberá cuidar que nadie «se salga de la raya» ni que pase el límite de la igualdad impuesta. Y toda igualdad, recordemos (también la «de oportunidades», desde luego), ha de ser obligada por una autoridad. No existe la «igualdad voluntaria», la que es fácticamente imposible, porque naturalmente todos somos diferentes. Este poder que debería existir para evitar mayores desigualdades será justamente aquel que terminará restringiendo mayores oportunidades. Es decir, a mayor igualdad menor oportunidad (I > O). Mas igualdad significa siempre menor libertad y menores oportunidades, porque estas últimas nacen (y sólo pueden surgir) de la plena libertad.

«La existencia de mayores oportunidades en los países de alta calidad institucional se confirma también con el flujo de migraciones. Suele decirse que a nivel global los individuos votan con los pies, es decir se dirigen a dónde creen que tendrán más oportunidades. Esto es evidente también en el continente americano, los países del norte son los que atraen un mayor flujo de inmigrantes y los que se encuentran en los últimos puestos del ICI son los que más los expulsan, cuando los dejan salir.»[3]

Curiosamente, aquellos países del norte (despectivamente llamados «ricos») hacia donde la gente se dirige, son los que el discurso progre-populista los acusa de tener mayores «desigualdades». Por eso, les resulta a ellos paradójico que las personas migren masivamente hacia aquellas naciones. Pero nada de extraño tiene si se analiza y se comprende la naturaleza humana, que casi instintivamente, no busca igualarse a nadie, sino superarse y mejorar de estado. En cambio, huyen de los países más igualitaristas que son los del sur.

Entonces, es importante atenerse a estos datos empíricos, que confirman los hechos de que el progreso y la riqueza de los pueblos vienen solamente de la mano de la desigualdad, que aumenta las oportunidades de todos, a condición de que todos seamos libres y nunca en el caso contrario.

 

[1] Martín Krause. Índice de Calidad Institucional 2012, pág. 6 y 7

[2] Krause M. «Índice….· op. Cit. Pág. 6-7

[3] Krause M. «Índice….» op. Cit. Pág. 6-7

 

Gabriel Boragina es Abogado. Master en Economía y Administración de Empresas de ESEADE.  Fue miembro titular del Departamento de Política Económica de ESEADE. Ex Secretario general de la ASEDE (Asociación de Egresados ESEADE) Autor de numerosos libros y colaborador en diversos medios del país y del extranjero.