Leyes buenas, malas e ineficientes

Por Gabriel Boragina. Publicado en: http://www.accionhumana.com/2022/02/leyes-buenas-malas-e-ineficientes.html

‘’La tesis de profesor Coase en el caso particular de ‘’La Naturaleza de la Empresa’’ es que la sociedad anónima, la empresa, es un ejemplo de esa función. La función económica, la racionalidad económica de la empresa, consiste en la reducción del costo de transacción porque la sociedad anónima te permite reunir más información de la que estaría disponible para cada socio si actuara individualmente y le permite reducir la cantidad de tiempo necesaria para llevar a cabo cualquier operación dentro de los mercados. Las reflexiones de Coase respecto de la utilización del tiempo y de la información en el mercado y la función económica del derecho son aplicables mutatis mutandis a nuestro tema de discusión’’.[1]

Toda organización humana -podríamos decir extendiendo la idea- cumple con la misma finalidad aun cuando no fuera el propósito declarado o querido por la estructura. La gente se agrupa y se organiza para reducir sus costos de transacción y permitir de ese modo arribar con mayor facilidad y eficiencia a las metas perseguidas. En suma, si seguimos ensanchando el concepto fuera del ámbito de las empresas comerciales y las sociedades civiles, la sociedad en completo cumple con esa misma función, ya que el hombre aislado perecería si tuviera que hacerlo todo, y es lo que sucedía en los regímenes de autarquía y lo que ocurre en aquellos pocos casos de sociedades autárquicas donde la cooperación social se prohíbe o se elimina de cuajo, como en los países comunistas donde el hombre es nada más que una pieza de la enorme maquinaria estatal, y no se sirve a si sino a sus dictadores.

‘’ ¿Cuál es el costo del derecho? La cantidad de tiempo e información necesarios para cumplir con él. Claro, esta es una visión objetivista del costo. Los objetivistas estarían de acuerdo con esta definición, el derecho es costoso y el costo del derecho es la cantidad de tiempo e información necesaria para cumplir con él’’.[2]

Pero nosotros hemos dado una noción bastante más amplia del ‘’costo del derecho’’. En realidad, la expresión anterior no es del todo exacta. Sería mejor hablar del costo de la legislación, aunque podemos aceptar la de ‘’costo del derecho’’ si tenemos en cuenta que muchas normas son conforme a derecho, pese a que tantas otras sean contra-derecho. En el párrafo siguiente el mismo autor reemplaza la palabra ‘’derecho’’ por ley dando a entender que quiere hablar de esta última más que del ‘’derecho’’ en si mismo. Veamos:

‘’Cuando, por ejemplo, el Congreso dicta una ley modificando un impuesto, lo que está haciendo el congreso es alterando la cantidad de tiempo e información necesaria para llevar una determinada actividad económica. Cuando el congreso, por ejemplo, aprueba una ley de trabajo, prescindiendo de si es buena o mala, lo que el Congreso está haciendo es alterar la cantidad de tiempo e información necesarios para tomar una decisión económica’’[3]

En realidad, depende de la envergadura de la reforma la alteración provocada. Hay que computar el tiempo necesario para estudiar la ley que, normalmente, las personas legas en derecho encomiendan esa tarea a sus abogados. Esto -por supuesto- ya lleva implicado un costo monetario en sí mismo además del costo de oportunidad (pese a que el autor normalmente se refiera en su trabajo a este último).

Ahora bien, no resulta tan sencillo determinar que es una ‘’buena’’ o ‘’mala’’ ley, porque para ello se debería contar con un parámetro objetivo válido para todos. Por ejemplo, para un liberal una buena ley es aquella que protege la libertad individual, la propiedad privada, etc. en tanto que para un antiliberal sería exactamente lo contrario. Pero bueno, como bien dice el autor, por el momento -y para el tema tratado- esto es irrelevante.

‘’Si es una ley eficiente reducirá el tiempo y aumentara la información, si es una ley ineficiente, por el contrario, aumentará el tiempo y reducirá la información. Lamentablemente si hacemos un examen de la calidad regulatoria del Estado veremos que, por lo general, las normas que son producidas legislativamente o administrativamente por los reguladores son normas que incrementan la cantidad de tiempo y reducen la información en el mercado, por lo cual de lo suyo serán normas ineficientes porque aumentan el costo de transacción en vez de reducirlo’’.[4]

¿Qué es en realidad una ley ineficiente? Creo que se define mejor por exclusión. Es una ley inútil en el sentido que no le sirve a nadie, quizás excepto al legislador, que algún motivo habrá tenido para diseñarla y sancionarla.

Caso típico son las leyes fiscales o impositivas, que sólo benefician al fisco (y sus amigos) y perjudican a todas las demás personas. La híper legislación o la inflación legislativa -de la cual hemos hablado en varias ocasiones- incrementan los costos de transacción, porque demandan más tiempo de sus destinatarios y reducen la información puesto que, o son confusas o bien se contradicen con otras leyes o con sí mismas. Nosotros hemos tratado este fenómeno bajo la denominación de caos legislativo.

‘’Quiero hacer una salvedad importante. Coase en ese opúsculo para mí se pone a la altura de Kelsen y los grandes por una razón adicional: la tesis de Coase de que el derecho tiene una función económica consistente en reducir el costo de transacción es una tesis positiva, no normativa. ¿Cuál es la diferencia entre una afirmación positiva y una afirmación normativa? Epistemológicamente es muy importante. El análisis normativo de las cosas es aquel que nos dice cómo deben ser las cosas; el análisis positivo de las cosas es aquel que nos dice las cosas como son. Entonces epistemológicamente, desde el punto de vista de la filosofía de la ciencia, hay una diferencia sustancial entre una afirmación normativa y una afirmación positiva. La tesis coasiana de que el derecho reduce los costos de transacción es una tesis positiva’’.[5]

La tesis positiva constata un hecho y lo afirma como sucedido en el mundo de la ciencia (en este caso de la ciencia jurídica). La normativa, no necesariamente hace esa comprobación, y bien puede prescindir de ella. Le basta afirmar que exista o no, debería existir, y -en caso contrario- debe crearse. Si se crea pasará a ser positiva y normativa a la vez, coincidiendo ambos caracteres en el mismo objeto. En derecho se acostumbra a designar a lo positivo como ‘’el ser’’ y a lo normativo como ‘’el deber ser’’.


[1] Enrique Ghersi ‘’El costo de la legalidad’’. publicado por institutoaccionliberal • 16/01/2014 • El costo de la legalidad | Instituto Acción Liberal http://institutoaccionliberal.wordpress.com/2014/01/16/el-costo-de-la-…

[2] Enrique Ghersi. ibídem.

[3] Enrique Ghersi. ibídem.

[4] Enrique Ghersi. ibídem.

[5] Enrique Ghersi. ibídem.

Gabriel Boragina es Abogado. Master en Economía y Administración de Empresas de ESEADE. Fue miembro titular del Departamento de Política Económica de ESEADE. Ex Secretario general de la ASEDE (Asociación de Egresados ESEADE) Autor de numerosos libros y colaborador en diversos medios del país y del extranjero. Síguelo en  @GBoragina

En la brecha

Por Carlos Rodriguez Braun: Publicado el 8/3/19 en: http://www.carlosrodriguezbraun.com/articulos/la-razon/en-la-brecha/

 

Tras la caída del Muro y la demostración de que la izquierda ha sido la mayor enemiga de la clase trabajadora, el progresismo buscó nuevas banderas, siempre bajo el mismo patrón, a saber, conflictos sociales gravísimos e irresolubles desde la libertad de la sociedad civil, la propiedad privada y los contratos del mercado.

Así fue como vimos a los comunistas, los mayores violadores de los derechos humanos, transformados en valientes defensores de los derechos humanos. Ellos, atroces contaminadores, convertidos en los más verdes ecologistas. Ellos, que reprimieron brutalmente a los homosexuales, se volvieron entusiastas defensores del orgullo LGTBI. Y ellos, los mayores machistas del abanico político, quieren ser ahora los más feministas del barrio.

Dado el predominio de la izquierda en la cultura, la enseñanza y los medios de comunicación, estas piruetas no son ampliamente denunciadas, y las falsedades que las fundamentan rara vez son cuestionadas. Es el caso de la llamada “brecha salarial”: se insiste en que las mujeres ganan menos que los hombres por hacer el mismo trabajo, y a continuación se nos convoca a que respaldemos la coacción política y legislativa que pretende acabar con tan inicua discriminación.

La noción de brecha salarial es sospechosa teóricamente, porque si de verdad existiera, el paro femenino sería igual a cero, porque los empresarios no serían tan irracionales como para desaprovechar la oportunidad de obtener el mismo rendimiento a un coste menor.

Pasando de la teoría a la práctica, los datos sugieren que la brecha es, efectivamente, una filfa. Como dice el economista Santiago Calvo en un informe que acaba de publicar el Instituto Juan de Mariana, las diferencias salariales se explican fundamentalmente por las características de los trabajadores: “por el mismo trabajo, en las mismas condiciones, y con la misma productividad, hombres y mujeres cobran prácticamente lo mismo” — Mitos y realidades: el feminismo, Madrid, IJM, marzo 2019. El informe analiza las estadísticas que avalan esa conclusión, desde la incidencia del empleo a tiempo parcial, la duración de la jornada, la edad o los cuidados familiares, y también los sectores de actividad: las mujeres trabajan mucho menos que los hombres en el sector de la construcción, pero más en la enseñanza.

La labor del pensamiento crítico será tan ímproba en este caso como en todos los demás que ha esgrimido falazmente el socialismo de todos los partidos antes de rendirse a la evidencia. Ignoramos cuánto tiempo habrá de pasar hasta que se vea masivamente la desnudez del emperador progresista, pero de momento la población será intoxicada con la infausta y ficticia brecha salarial entre hombres y mujeres, que suele cifrarse en un 25 %. Según informó Carmen Morodo en LA RAZÓN, hasta Pablo Casado “promoverá un gran pacto por la igualdad y para eliminar la brecha salarial”.  En fin. Aún peor fue una candidata de Podemos que propuso obligar a las estudiantes a cursar una asignatura de feminismo en el colegio.

Los recelosos de la hegemonía antiliberal, caiga quien caiga, seguiremos en la brecha.

 

Carlos Rodríguez Braun es Catedrático de Historia del Pensamiento Económico en la Universidad Complutense de Madrid y miembro del Consejo Consultivo de ESEADE

Franco, izquierda, Iglesia

Por Carlos Rodriguez Braun: Publicado el 5/9/18 en: https://www.actuall.com/criterio/democracia/franco-izquierda-iglesia/

 

Fusilamiento de la imagen del Sagrado Corazón de Jesús en el Cerro de los Ángeles durante la Guerra Civil Española.
Fusilamiento de la imagen del Sagrado Corazón de Jesús en el Cerro de los Ángeles durante la Guerra Civil Española.

El odio de la izquierda a Franco y a la Iglesia Católica son fáciles de entender. Lo peculiar son sus piruetas a la hora de practicar una de sus dos estrategias fundamentales: la mentira.

De entrada, la izquierda no odia a Franco por haber sido un dictador. Si los supuestos progresistas amaran la libertad y la democracia por encima de todo, entonces aborrecerían también el comunismo, el socialismo y el populismo, que han arrasado con vidas, derechos y libertades en medio planeta. En vez de eso, aprecian esos regímenes, o no los censuran tanto como a la dictadura franquista, o, en el colmo del falso equilibrio, los sitúan a la par, como si de verdad el régimen franquista y, digamos, el comunista camboyano, fueran equiparables en su carácter criminal, despótico y empobrecedor.

En realidad, el odio al franquismo se debe a que lo asocian con la derrota en la Guerra Civil, que pretenden ganar ahora con la mal llamada “memoria histórica”, y con la distorsión del pasado, que pretenden pintar de tal modo que creamos que los perdedores de esa guerra eran bondadosos defensores de la democracia.

En esa distorsión se inscribe su aversión a la Iglesia. Es verdad que ese rechazo es común a las izquierdas de todo el mundo, que abominan de la religión por lo que representa de “fortaleza privada”, como decía Schumpeter para referirse a las instituciones fundamentales de la sociedad libre, que median entre el Estado y los ciudadanos. Las diversas variantes del socialismo están en contra de esas instituciones —desde la religión hasta la propiedad privada— precisamente por lo que tienen de amparo del individuo.

España es un caso especial dentro de ese odio de la izquierda a las religiones judeocristianas. Y lo es por su relación con la Guerra Civil y el franquismo. Fue el conflicto el que produjo el respaldo abierto y declarado a uno de los bandos: la Iglesia se situó sin fisuras junto a los nacionales y en contra de los republicanos.

Nunca se explica esta circunstancia. Simplemente se añade el franquismo como un motivo más para condenar a la Iglesia, como si no hubiese habido ningún motivo por el cual la Iglesia secundó a uno de los bandos en la Guerra Civil.

Esta mentira es una constante en la izquierda y la hemos vuelto a vivir con los recientes debates a propósito del traslado de los restos de Franco. Así, hemos podido leer a personas de la izquierda indignadas recordando que los obispos homenajearon al dictador, y lo hicieron entrar bajo palio en las catedrales. Se rasgan las vestiduras y proclaman: ¡nada de eso queremos los demócratas!

La mentira en este caso no es simplemente, como acabo de señalar, el hecho patente de que ninguno de los bandos enfrentados en la Guerra Civil quería la democracia. Hay algo más y se trata de la otra estrategia fundamental de la izquierda: la violencia.

En efecto, al atacar a la Iglesia, identificándola con el franquismo, la izquierda elude la consideración de por qué apoyó la Iglesia a los nacionales. Y la explicación es clara. Lo que sucedió fue que las fuerzas de la izquierda practicaron una violencia brutal contra los católicos, y en particular contra los religiosos. Miles de monjas y curas fueron asesinados salvajemente. Pero de esto nunca se habla, de eso no hay “memoria histórica”. Y la Iglesia es condenada por franquista, como si hubiera respaldado a Franco porque sí, por pura maldad y sin razón alguna.

 

Carlos Rodríguez Braun es Catedrático de Historia del Pensamiento Económico en la Universidad Complutense de Madrid y miembro del Consejo Consultivo de ESEADE

JUAN MARCOS DE LA FUENTE, QEPD

Por Adrián Ravier: Publicado el 4/5/17 en: https://puntodevistaeconomico.wordpress.com/2017/05/04/juan-marcos-de-la-fuente-qepd/

 

Corrían los años 1970. España llevaba casi cuatro décadas de una larga dictadura y se empezaba a ver algo de luz al final del camino. Eran tiempos de cambio, pero las ideas predominantes no eran consistentes con la libertad, al menos en el modo que nuestro hombre lo comprendía.

Juan Marcos de la Fuente, junto a los hermanos Luis y Joaquín Reig, Julio Pascual y Francisco Gómez, comprendieron que la mayor contribución que podían hacer para la España de su tiempo era trabajar en el mundo de las ideas. No se trataba de desarrollar actividades profundas de investigación –que desde luego las desarrollaron- sino que se propusieron una tarea algo más humilde. Llevar al mundo hispano los autores y la literatura que ellos conocieron a favor de la economía de mercado, la propiedad privada, la libertad individual y el gobierno limitado, textos que hasta ese momento sólo eran accesibles en idioma inglés o alemán. El vehículo para este aporte fue la fundación de Unión Editorial.

Juan Marcos de la Fuente consiguió de la pluma de Friedrich Hayek la cesión de derechos de autor que permitieron traducir su obra completa. Joaquín Reig, por su parte, tradujo por primera vez al español el Tratado de Economía de Ludwig von Mises, La Acción Humana, una tarea titánica dada su extensión. Se sumaron desde luego la publicación de otros gigantes, desde clásicos como Adam Smith hasta autores de la Escuela de la Elección Pública como James M. Buchanan y Geoffrey Brennan o de la Economía Social de Mercado como Ludwig Erhard y Wilhelm Röpke.

Casi 45 años después, Unión Editorial cuenta con más de 500 títulos que inundan las librerías de España y Latinoamérica con autores clásicos, austriacos, del Public Choice, de la Nueva Economía Institucional, de la Economía Social de Mercado, que ofrecen un contrapeso para las ideas populistas predominantes. No sólo ello. Con la labor de su acutal Director, Juan Pablo Marcos –hijo de Juan Marcos de la Fuente- la editorial consiguió expandirse hacia varios países latinoamericanos, que a su vez abrieron puertas a nuevos autores en diversas áreas como la filosofía, la antropología, la historia, el derecho, la economía o las ciencias políticas.

Hoy Juan Marcos de la Fuente nos ha dejado, pero su herencia ha sido más que un granito de arena para cambiar el mundo. Se lo recordará por haber sido parte de la fundación de esta majestuosa Editorial, pero somos muchos los que lo recordaremos por su enorme humildad, lo que me lleva a cerrar esta nota con una anécdota personal.

En el libro La Escuela Austriaca desde Adentro –publicado en tres tomos-, pude entrevistar entre 2010 y 2014 a muchos austriacos. Juan Marcos de la Fuente era desde luego uno de mis objetivos. Escuchar su relato sobre su acercamiento a estas ideas que compartimos desde su propia experiencia y desde sus propias palabras, o desde su propia pluma, pienso habría sido un aporte significativo para quienes queremos comprender el origen de estas ideas y su expansión en el mundo hispano.

Juan Marcos de la Fuente nunca aceptó esta entrevista, pero sí formó parte del proyecto, entrevistando autores italianos o traduciendo sus respuestas. Sus créditos no aparecen en el libro, porque esa fue su solicitud. Siempre quiso mantenerse al margen, y son escasas las menciones que encontraremos a su buen nombre, aunque su trabajo haya sido enorme.

¡Que en paz descanse!

 

Adrián Ravier es Doctor en Economía Aplicada por la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid, Master en Economía y Administración de Empresas por ESEADE. Es profesor de Economía en la Facultad de Ciencias Económicas y Jurídicas de la Universidad Nacional de La Pampa y profesor de Macroeconomía en la Universidad Francisco Marroquín.

 

Al final, ¿qué es ser un liberal?

Por Mario Vargas Llosa. Publicado el 27/2/16 en: http://www.lanacion.com.ar/1658775-al-final-que-es-ser-un-liberal

 

El vocablo que alude a los defensores del liberalismo cambia de significado según el tiempo y el lugar, aunque hay ciertas ideas esenciales que permanecen

Como los seres humanos, las palabras cambian de contenido según el tiempo y el lugar. Seguir sus transformaciones es instructivo, aunque, a veces, como ocurre con el vocablo «liberal», semejante averiguación puede extraviarnos en un laberinto de dudas.

En el Quijote y la literatura de su época, la palabra aparece varias veces. ¿Qué quiere decir allí? Hombre de espíritu abierto, bien educado, tolerante, comunicativo; en suma, una persona con la que se puede simpatizar. En ella no hay connotaciones políticas ni religiosas, sólo éticas y cívicas en el sentido más ancho de ambas palabras.

A fines del siglo XVIII este vocablo cambia de naturaleza y adquiere matices que tienen que ver con las ideas sobre la libertad y el mercado de los pensadores británicos y franceses de la Ilustración (Stuart Mill, Locke, Hume, Adam Smith, Voltaire). Los liberales combaten la esclavitud y el intervencionismo del Estado, defienden la propiedad privada, el comercio libre, la competencia, el individualismo y se declaran enemigos de los dogmas y el absolutismo.

En el siglo XIX un liberal es sobre todo un librepensador: defiende el Estado laico, quiere separar la Iglesia del Estado, emancipar a la sociedad del oscurantismo religioso. Sus diferencias con los conservadores y los regímenes autoritarios generan a menudo guerras civiles y revoluciones. El liberal de entonces es lo que hoy llamaríamos un progresista, defensor de los derechos humanos (desde la Revolución Francesa se les conocía como los Derechos del Hombre) y la democracia.

Con la aparición del marxismo y la difusión de las ideas socialistas, el liberalismo va siendo desplazado de la vanguardia a una retaguardia, por defender un sistema económico y político -el capitalismo- que el socialismo y el comunismo quieren abolir en nombre de una justicia social que identifican con el colectivismo y el estatismo. (No en todas partes ocurre esta transformación de la palabra liberal. En los Estados Unidos, un liberal es todavía un radical, un social demócrata o un socialista a secas). La conversión de la vertiente comunista del socialismo al autoritarismo empuja al socialismo democrático al centro político y lo acerca -sin juntarlo- al liberalismo.

En nuestros días, liberal y liberalismo quieren decir, según las culturas y los países, cosas distintas y a veces contradictorias. El partido del tiranuelo nicaragüense Somoza se llamaba liberal y así se denomina, en Austria, un partido neofascista. La confusión es tan extrema que regímenes dictatoriales como los de Pinochet en Chile y de Fujimori en Perú son llamados a veces «liberales» o «neoliberales» porque privatizaron algunas empresas y abrieron mercados. De esta desnaturalización de lo que es la doctrina liberal no son del todo inocentes algunos liberales convencidos de que el liberalismo es una doctrina esencialmente económica, que gira en torno del mercado como una panacea mágica para la resolución de todos los problemas sociales. Esos logaritmos vivientes llegan a formas extremas de dogmatismo y están dispuestos a hacer tales concesiones en el campo político a la extrema derecha y al neofascismo que han contribuido a desprestigiar las ideas liberales y a que se las vea como una máscara de la reacción y la explotación.

Dicho esto, es verdad que algunos gobiernos conservadores, como los de Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en el Reino Unido, llevaron a cabo reformas económicas y sociales de inequívoca raíz liberal, impulsando la cultura de la libertad de manera extraordinaria, aunque en otros campos la hicieran retroceder. Lo mismo podría decirse de algunos gobiernos socialistas, como el de Felipe González en España o el de José Mujica en Uruguay, que, en la esfera de los derechos humanos, han hecho progresar a sus países reduciendo injusticias inveteradas y creando oportunidades para los ciudadanos de menores ingresos.

Una de las características del liberalismo en nuestros días es que se lo encuentra en los lugares menos pensados y a veces brilla por su ausencia donde ciertos ingenuos creen que está. A las personas y partidos hay que juzgarlos no por lo que dicen y predican, sino por lo que hacen. En el debate que hay en estos días en Perú sobre la concentración de los medios de prensa, algunos valedores de la adquisición por el grupo El Comercio de la mayoría de las acciones de Epensa, que le confiere casi el 80% del mercado de la prensa, son periodistas que callaron o aplaudieron cuando la dictadura de Fujimori y Montesinos cometía sus crímenes más abominables y manipulaba toda la información, comprando a dueños y redactores de diarios o intimidándolos. ¿Cómo tomaríamos en serio a esos novísimos catecúmenos de la libertad?

Un filósofo y economista liberal de la llamada escuela austríaca, Ludwig von Mises, se oponía a que hubiera partidos políticos liberales, porque, a su juicio, el liberalismo debía ser una cultura que irrigara a un arco muy amplio de formaciones y movimientos que, aunque tuvieran importantes discrepancias, compartieran un denominador común sobre ciertos principios liberales básicos.

Algo de eso ocurre desde hace buen tiempo en las democracias más avanzadas, donde, con diferencias más de matiz que de esencia, entre democristianos y socialdemócratas y socialistas, liberales y conservadores, republicanos y demócratas, hay unos consensos que dan estabilidad a las instituciones y continuidad a las políticas sociales y económicas, un sistema que sólo se ve amenazado por sus extremos, el neofascismo de Le Front National en Francia, por ejemplo, o la Liga Lombarda en Italia, y grupos y grupúsculos ultracomunistas y anarquistas.

En América latina, este proceso se da de manera más pausada y con más riesgo de retroceso que en otras partes del mundo, por lo débil que es todavía la cultura democrática, que sólo tiene tradición en países como Chile, Uruguay y Costa Rica, en tanto que en los demás es más bien precaria. Pero ha comenzado a suceder y la mejor prueba de eso es que las dictaduras militares prácticamente se han extinguido y de los movimientos armados revolucionarios sobrevive a duras penas las FARC colombianas, con un apoyo popular decreciente. Es verdad que hay gobiernos populistas y demagógicos, aparte del anacronismo que es Cuba, pero Venezuela, por ejemplo, que aspiraba a ser el gran fermento del socialismo revolucionario latinoamericano, vive una crisis económica, política y social tan profunda, con el desplome de su moneda, la carestía demencial y las iniquidades de la delincuencia, que difícilmente podría ser ahora el modelo continental en que quería convertirla Chávez.

Hay ciertas ideas básicas que definen a un liberal. Que la libertad, valor supremo, es una e indivisible y que ella debe operar en todos los campos para garantizar el verdadero progreso. La libertad política, económica, social, cultural son una sola y todas ellas hacen avanzar la justicia, la riqueza, los derechos humanos, las oportunidades y la coexistencia pacífica en una sociedad. Si en uno solo de esos campos la libertad se eclipsa, en todos los otros se encuentra amenazada. Los liberales creen que el Estado pequeño es más eficiente que el que crece demasiado, y que, cuando esto último ocurre, no sólo la economía se resiente, también el conjunto de las libertades públicas. Creen asimismo que la función del Estado no es producir riqueza, sino que esta función la lleva a cabo mejor la sociedad civil, en un régimen de mercado libre, en que se prohíben los privilegios y se respeta la propiedad privada. La seguridad, el orden público, la legalidad, la educación y la salud competen al Estado, desde luego, pero no de manera monopólica, sino en estrecha colaboración con la sociedad civil.

Éstas y otras convicciones generales de un liberal tienen, a la hora de su aplicación, fórmulas y matices muy diversos relacionados con el nivel de desarrollo de una sociedad, de su cultura y sus tradiciones. No hay fórmulas rígidas y recetas únicas para ponerlas en práctica. Forzar reformas liberales de manera abrupta, sin consenso, puede provocar frustración, desórdenes y crisis políticas que pongan en peligro el sistema democrático. Éste es tan esencial al pensamiento liberal como el de la libertad económica y el respeto a los derechos humanos. Por eso, la difícil tolerancia -para quienes, como nosotros, españoles y latinoamericanos, tenemos una tradición dogmática e intransigente tan fuerte- debería ser la virtud más apreciada entre los liberales. Tolerancia quiere decir aceptar la posibilidad del error en las convicciones propias y de verdad en las ajenas.

Es natural, por eso, que haya entre los liberales discrepancias sobre temas como el aborto, los matrimonios gay, la descriminalización de las drogas y otros. Sobre ninguno de estos temas existe una verdad revelada liberal, porque para los liberales no hay verdades reveladas. La verdad es, como estableció Karl Popper, siempre provisional, sólo válida mientras no surja otra que la califique o refute. Los congresos y encuentros liberales suelen ser, a menudo, parecidos a los de los trotskistas (cuando el trotskismo existía): batallas intelectuales en defensa de ideas contrapuestas. Algunos ven en eso un rasgo de inoperancia e irrealismo. Yo creo que esas controversias entre lo que Isaías Berlin llamaba «las verdades contradictorias» han hecho que el liberalismo siga siendo la doctrina que más ha contribuido a mejorar la coexistencia social, haciendo avanzar la libertad humana.

 

Mario Vargas Llosa es Premio Nobel de Literatura y Doctor Honoris Causa de ESEADE.

Al final, ¿qué es ser un liberal?

Por Mario Vargas Llosa: Publicado el 27/1/14 en:

 http://www.lanacion.com.ar/1658775-al-final-que-es-ser-un-liberal

Como los seres humanos, las palabras cambian de contenido según el tiempo y el lugar. Seguir sus transformaciones es instructivo, aunque, a veces, como ocurre con el vocablo «liberal», semejante averiguación puede extraviarnos en un laberinto de dudas.

En el Quijote y la literatura de su época, la palabra aparece varias veces. ¿Qué quiere decir allí? Hombre de espíritu abierto, bien educado, tolerante, comunicativo; en suma, una persona con la que se puede simpatizar. En ella no hay connotaciones políticas ni religiosas, sólo éticas y cívicas en el sentido más ancho de ambas palabras.

A fines del siglo XVIII este vocablo cambia de naturaleza y adquiere matices que tienen que ver con las ideas sobre la libertad y el mercado de los pensadores británicos y franceses de la Ilustración (Stuart Mill, Locke, Hume, Adam Smith, Voltaire). Los liberales combaten la esclavitud y el intervencionismo del Estado, defienden la propiedad privada, el comercio libre, la competencia, el individualismo y se declaran enemigos de los dogmas y el absolutismo.

En el siglo XIX un liberal es sobre todo un librepensador: defiende el Estado laico, quiere separar la Iglesia del Estado, emancipar a la sociedad del oscurantismo religioso. Sus diferencias con los conservadores y los regímenes autoritarios generan a menudo guerras civiles y revoluciones. El liberal de entonces es lo que hoy llamaríamos un progresista, defensor de los derechos humanos (desde la Revolución Francesa se les conocía como los Derechos del Hombre) y la democracia.

Con la aparición del marxismo y la difusión de las ideas socialistas, el liberalismo va siendo desplazado de la vanguardia a una retaguardia, por defender un sistema económico y político -el capitalismo- que el socialismo y el comunismo quieren abolir en nombre de una justicia social que identifican con el colectivismo y el estatismo. (No en todas partes ocurre esta transformación de la palabra liberal. En los Estados Unidos, un liberal es todavía un radical, un social demócrata o un socialista a secas). La conversión de la vertiente comunista del socialismo al autoritarismo empuja al socialismo democrático al centro político y lo acerca -sin juntarlo- al liberalismo.

En nuestros días, liberal y liberalismo quieren decir, según las culturas y los países, cosas distintas y a veces contradictorias. El partido del tiranuelo nicaragüense Somoza se llamaba liberal y así se denomina, en Austria, un partido neofascista. La confusión es tan extrema que regímenes dictatoriales como los de Pinochet en Chile y de Fujimori en Perú son llamados a veces «liberales» o «neoliberales» porque privatizaron algunas empresas y abrieron mercados. De esta desnaturalización de lo que es la doctrina liberal no son del todo inocentes algunos liberales convencidos de que el liberalismo es una doctrina esencialmente económica, que gira en torno del mercado como una panacea mágica para la resolución de todos los problemas sociales. Esos logaritmos vivientes llegan a formas extremas de dogmatismo y están dispuestos a hacer tales concesiones en el campo político a la extrema derecha y al neofascismo que han contribuido a desprestigiar las ideas liberales y a que se las vea como una máscara de la reacción y la explotación.

Dicho esto, es verdad que algunos gobiernos conservadores, como los de Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en el Reino Unido, llevaron a cabo reformas económicas y sociales de inequívoca raíz liberal, impulsando la cultura de la libertad de manera extraordinaria, aunque en otros campos la hicieran retroceder. Lo mismo podría decirse de algunos gobiernos socialistas, como el de Felipe González en España o el de José Mujica en Uruguay, que, en la esfera de los derechos humanos, han hecho progresar a sus países reduciendo injusticias inveteradas y creando oportunidades para los ciudadanos de menores ingresos.

Una de las características del liberalismo en nuestros días es que se lo encuentra en los lugares menos pensados y a veces brilla por su ausencia donde ciertos ingenuos creen que está. A las personas y partidos hay que juzgarlos no por lo que dicen y predican, sino por lo que hacen. En el debate que hay en estos días en Perú sobre la concentración de los medios de prensa, algunos valedores de la adquisición por el grupo El Comercio de la mayoría de las acciones de Epensa, que le confiere casi el 80% del mercado de la prensa, son periodistas que callaron o aplaudieron cuando la dictadura de Fujimori y Montesinos cometía sus crímenes más abominables y manipulaba toda la información, comprando a dueños y redactores de diarios o intimidándolos. ¿Cómo tomaríamos en serio a esos novísimos catecúmenos de la libertad?

Un filósofo y economista liberal de la llamada escuela austríaca, Ludwig von Mises, se oponía a que hubiera partidos políticos liberales, porque, a su juicio, el liberalismo debía ser una cultura que irrigara a un arco muy amplio de formaciones y movimientos que, aunque tuvieran importantes discrepancias, compartieran un denominador común sobre ciertos principios liberales básicos.

Algo de eso ocurre desde hace buen tiempo en las democracias más avanzadas, donde, con diferencias más de matiz que de esencia, entre democristianos y socialdemócratas y socialistas, liberales y conservadores, republicanos y demócratas, hay unos consensos que dan estabilidad a las instituciones y continuidad a las políticas sociales y económicas, un sistema que sólo se ve amenazado por sus extremos, el neofascismo de Le Front National en Francia, por ejemplo, o la Liga Lombarda en Italia, y grupos y grupúsculos ultracomunistas y anarquistas.

En América latina, este proceso se da de manera más pausada y con más riesgo de retroceso que en otras partes del mundo, por lo débil que es todavía la cultura democrática, que sólo tiene tradición en países como Chile, Uruguay y Costa Rica, en tanto que en los demás es más bien precaria. Pero ha comenzado a suceder y la mejor prueba de eso es que las dictaduras militares prácticamente se han extinguido y de los movimientos armados revolucionarios sobrevive a duras penas las FARC colombianas, con un apoyo popular decreciente. Es verdad que hay gobiernos populistas y demagógicos, aparte del anacronismo que es Cuba, pero Venezuela, por ejemplo, que aspiraba a ser el gran fermento del socialismo revolucionario latinoamericano, vive una crisis económica, política y social tan profunda, con el desplome de su moneda, la carestía demencial y las iniquidades de la delincuencia, que difícilmente podría ser ahora el modelo continental en que quería convertirla Chávez.

Hay ciertas ideas básicas que definen a un liberal. Que la libertad, valor supremo, es una e indivisible y que ella debe operar en todos los campos para garantizar el verdadero progreso. La libertad política, económica, social, cultural son una sola y todas ellas hacen avanzar la justicia, la riqueza, los derechos humanos, las oportunidades y la coexistencia pacífica en una sociedad. Si en uno solo de esos campos la libertad se eclipsa, en todos los otros se encuentra amenazada. Los liberales creen que el Estado pequeño es más eficiente que el que crece demasiado, y que, cuando esto último ocurre, no sólo la economía se resiente, también el conjunto de las libertades públicas. Creen asimismo que la función del Estado no es producir riqueza, sino que esta función la lleva a cabo mejor la sociedad civil, en un régimen de mercado libre, en que se prohíben los privilegios y se respeta la propiedad privada. La seguridad, el orden público, la legalidad, la educación y la salud competen al Estado, desde luego, pero no de manera monopólica, sino en estrecha colaboración con la sociedad civil.

Éstas y otras convicciones generales de un liberal tienen, a la hora de su aplicación, fórmulas y matices muy diversos relacionados con el nivel de desarrollo de una sociedad, de su cultura y sus tradiciones. No hay fórmulas rígidas y recetas únicas para ponerlas en práctica. Forzar reformas liberales de manera abrupta, sin consenso, puede provocar frustración, desórdenes y crisis políticas que pongan en peligro el sistema democrático. Éste es tan esencial al pensamiento liberal como el de la libertad económica y el respeto a los derechos humanos. Por eso, la difícil tolerancia -para quienes, como nosotros, españoles y latinoamericanos, tenemos una tradición dogmática e intransigente tan fuerte- debería ser la virtud más apreciada entre los liberales. Tolerancia quiere decir aceptar la posibilidad del error en las convicciones propias y de verdad en las ajenas.

Es natural, por eso, que haya entre los liberales discrepancias sobre temas como el aborto, los matrimonios gay, la descriminalización de las drogas y otros. Sobre ninguno de estos temas existe una verdad revelada liberal, porque para los liberales no hay verdades reveladas. La verdad es, como estableció Karl Popper, siempre provisional, sólo válida mientras no surja otra que la califique o refute. Los congresos y encuentros liberales suelen ser, a menudo, parecidos a los de los trotskistas (cuando el trotskismo existía): batallas intelectuales en defensa de ideas contrapuestas. Algunos ven en eso un rasgo de inoperancia e irrealismo. Yo creo que esas controversias entre lo que Isaías Berlin llamaba «las verdades contradictorias» han hecho que el liberalismo siga siendo la doctrina que más ha contribuido a mejorar la coexistencia social, haciendo avanzar la libertad humana.

Mario Vargas Llosa es Premio Nobel de Literatura y Doctor Honoris Causa de ESEADE.

El ejemplo uruguayo

Por Mario Vargas Llosa. Publicado el 30/12/13 en:  http://www.lanacion.com.ar/1651644-el-ejemplo-uruguayo

Ha hecho bien The Economist en declarar a Uruguay el país del año y en calificar de admirables las dos reformas liberales más radicales tomadas en 2013 por el gobierno del presidente José Mujica: el matrimonio gay y la legalización y regulación de la producción, la venta y el consumo de la marihuana.

Es extraordinario que ambas medidas, inspiradas en la cultura de la libertad, hayan sido adoptadas por el gobierno de un movimiento que en su origen no creía en la democracia sino en la revolución marxista leninista y el modelo cubano de autoritarismo vertical y de partido único. Desde que subió al poder, el presidente José Mujica, que en su juventud fue guerrillero tupamaro, asaltó bancos y pasó muchos años en la cárcel, donde fue torturado durante la dictadura militar, ha respetado escrupulosamente las instituciones democráticas -la libertad de prensa, la independencia de poderes, la coexistencia de partidos políticos y las elecciones libres- así como la economía de mercado, la propiedad privada y alentado la inversión extranjera.

Esta política del anciano y simpático estadista que habla con una sinceridad insólita en un gobernante aunque ello le signifique meter la pata de cuando en cuando, vive muy modestamente en su pequeña chacra de las afueras de Montevideo y viaja siempre en segunda clase en sus viajes oficiales, ha dado a Uruguay una imagen de país estable, moderno, libre y seguro, lo que le ha permitido crecer económicamente y avanzar en la justicia social al mismo tiempo que extendía los beneficios de la libertad en todos los campos, venciendo las presiones de una minoría recalcitrante de la alianza.

Hay que recordar que Uruguay, a diferencia de la mayor parte de los países latinoamericanos, tiene una antigua y sólida tradición democrática, al extremo de que, cuando yo era niño, se llamaba al país oriental «la Suiza de América» por la fuerza de su sociedad civil, el arraigo de la legalidad y unas fuerzas armadas respetuosas de los gobiernos constitucionales. Además, sobre todo después de las reformas del «batllismo», que reforzaron el laicismo y desarrollaron una poderosa clase media, la sociedad uruguaya tenía una educación de primer nivel, una muy rica vida cultural y un civismo equilibrado y armonioso que era la envidia de todo el continente.

Yo recuerdo la impresión que significó para mí conocer Uruguay hacia mediados de los años 60. No parecía uno de los nuestros ese país donde las diferencias económicas y sociales eran mucho menos descarnadas y extremas que en el resto de América latina y en el que la calidad de la prensa escrita y radial, sus teatros, sus librerías, el alto nivel del debate político, su vida universitaria, sus artistas y escritores -sobre todo, el puñado de críticos y la influencia que ejercían en los gustos del gran público- y la irrestricta libertad que se respiraba por doquier lo acercaban mucho más a los más avanzados países europeos que a sus vecinos. Allí descubrí el semanario Marcha , una de las mejores revistas que he conocido, y que se convirtió para mí desde entonces en una lectura obligatoria para estar al tanto de lo que ocurría en toda América latina.

Sin embargo, ya en aquel tiempo había comenzado a deteriorarse esa sociedad que daba al forastero la impresión de estar alejándose cada vez más del Tercer Mundo y acercándose cada vez más al Primero. Porque, pese a todo lo bueno que allí ocurría, muchos jóvenes, y algunos no tan jóvenes, sucumbían a la fascinación de la utopía revolucionaria e iniciaban, según el modelo cubano, las acciones violentas que destruirían aquella «democracia burguesa» para reemplazarla no por el paraíso socialista sino por una dictadura militar de derecha que llenó las cárceles de presos políticos, practicó la tortura y obligó a exiliarse a muchos miles de uruguayos. El drenaje de talento y de sus mejores profesionales, artistas e intelectuales que padeció el Uruguay en aquellos años fue proporcionalmente uno de los más críticos que haya vivido en la historia un país latinoamericano. Sin embargo, la tradición democrática y la cultura de la legalidad y la libertad no se eclipsó del todo en aquellos años de terror y, al caer la dictadura y restablecerse la vida democrática, florecería de nuevo, con más vigor y, se diría, con una experiencia acumulada que sin duda ha educado tanto a la derecha como a la izquierda, vacunándolas contra las ilusiones violentistas del pasado.

De otro modo no hubiera sido posible que la izquierda radical que con el Frente Amplio y los tupamaros llegara al poder, diera muestras, desde el primer momento, de un pragmatismo y espíritu realista que ha permitido la convivencia en la diversidad y profundizado la democracia uruguaya en lugar de pervertirla. Ese perfil democrático y liberal explica la valentía con que el gobierno del presidente José Mujica ha autorizado el matrimonio entre parejas del mismo sexo y convertido a Uruguay en el primer país del mundo en cambiar radicalmente su política frente al problema de la droga, crucial en todas partes, pero de una agudeza especial en América latina. Ambas son reformas muy profundas y de largo alcance que, en palabras de The Economist, «pueden beneficiar al mundo entero».

El matrimonio entre personas del mismo sexo, ya autorizado en varios países del mundo, tiende a combatir un prejuicio estúpido y a reparar una injusticia por la que millones de personas han padecido (y siguen padeciendo en la actualidad), injusticias y discriminación sistemática, desde la hoguera inquisitorial hasta la cárcel, el acoso, marginación social y atropellos de todo orden. Inspirada en la absurda creencia de que hay solo una identidad sexual «normal» -la heterosexual- y que quien se aparta de ella es un enfermo o un delincuente, homosexuales y lesbianas se enfrentan todavía a prohibiciones, abusos e intolerancias que les impiden tener una vida libre y abierta, aunque, felizmente, en este campo, por lo menos en Occidente, se han ido desmoronando los prejuicios y tabúes homofóbicos y reemplazándolos la convicción racional de que la opción sexual debe ser tan libre y diversa como la religiosa o la política, y que las parejas homosexuales son tan «normales» como las heterosexuales. (En un acto de pura barbarie, el Parlamento de Uganda acaba de aprobar una ley estableciendo la cadena perpetua para todos los homosexuales.)

Respecto de las drogas, prevalece todavía en el mundo la idea de que la represión es la mejor manera de enfrentar el problema, pese a que la experiencia ha demostrado hasta el cansancio que no obstante la enormidad de recursos y esfuerzos que se han invertido en reprimirlas, su fabricación y consumo siguen aumentando por doquier, engordando a las mafias y la criminalidad asociada al narcotráfico. Este es en nuestros días el principal factor de la corrupción que amenaza a las nuevas y a las antiguas democracias y va cubriendo las ciudades de América latina de pistoleros y cadáveres.

¿Será exitoso el audaz experimento uruguayo de legalizar la producción y el consumo de la marihuana? Lo sería mucho más sin ninguna duda si la medida no quedara confinada en un solo país (y no fuera tan estatista) sino comprendiera un acuerdo internacional del que participaran tanto los países productores como consumidores. Pero, aun así, la medida va a golpear a los traficantes y por lo tanto a la delincuencia derivada del consumo ilegal y demostrará a la larga que la legalización no aumenta notoriamente el consumo sino en un primer momento, aunque luego, desaparecido el tabú que suele prestigiar a la droga ante los jóvenes, tienda a reducirlo. Lo importante es que la legalización vaya acompañada de campañas educativas -como las que combaten el tabaco o explican los efectos dañinos del alcohol- y de rehabilitación, de modo que quienes fuman marihuana lo hagan con perfecta conciencia de lo que hacen, al igual que ocurre hoy día con quienes fuman tabaco o beben alcohol.

La libertad tiene sus riesgos y quienes creen en ella deben estar dispuestos a correrlos en todos los dominios, no sólo en el cultural, el religioso y el político. Así lo ha entendido el gobierno uruguayo y hay que aplaudirlo por eso. Ojalá otros aprendan la lección y sigan su ejemplo.

Mario Vargas Llosa es Premio Nobel de Literatura y Doctor Honoris Causa de ESEADE.