SOBRE EL SALARIO JUSTO

Por Gabriel J. Zanotti. Publicado el 31/10/21 en: http://gzanotti.blogspot.com/2021/10/sobre-el-salario-justo.html

Esto fue escrito en 1984. Vale la pena reiterarlo (del cap 4 de Economía de mercado y Doctrina Social de la Iglesia, Ed. de Belgrano, Buenos Aires, 1985, reeditado por el Instituto Acton en el 2004, https://www.amazon.com/-/es/Gabriel-J-Zanotti-ebook/dp/B00WS3T896)

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3. El salario justo

Teniendo en cuenta lo anterior, se manejan habitualmente en la ética social católica –sin descartar su evolución posterior- un aserie de principios normativos con respecto a las condiciones de justicia en los salarios. Estos principios han sido sistematizados sobre todo por Pío XI en su encíclica QA, siguiendo a León XIII. Ellos son: la dignidad de la persona humana (nro. 71 y 101, ed. BAC); la situación de la empresa (nro. 72), y el bien común (nro. 73). Recordemos que son principios de ética social; los analizaremos en relación a principios de economía política de escuela austriaca.

Comencemos pues con el tema de la dignidad de la persona. Este tema es sencillamente básico y fundamental, pues  es la clave de una filosofía política “humanista teocéntrica”, en la cual los derechos del hombre se derivan del reconocimiento de  su dignidad natural, la cual se deriva de la naturaleza humana creada por Dios. En este humanismo no hay dialéctica (oposición) entre la dignidad natural del hombre y su dependencia respecto a Dios. Hemos explicado en otra oportunidad las bases antropológicas y metafísicas de esta posición, cuando hemos defendido el Concilio Vaticano II contra infundados ataques[1]. No estará de más, sin embargo, reiterar, aunque brevemente, las bases metafísicas de este ideal. En la metafísica de Santo Tomás de Aquino, todo ente, por ser tal, tiene determinadas “consecuencias que se siguen en su generalidad a todo ente”[2], llamadas por el neotomismo “trascendentales” (hemos tratado también esto en el anexo 1 del teorema 5 de praxeología en nuestros “Fundamentos…” Op. Cit.). O sea que todo ente por ser tal, es uno, algo, verdadero, bueno. La verdad y el bien al que se refiere esta tesis tomista constituyen una verdad y bien  “ontológicas” (bases, a su vez, de la verdad gnoseológica): o sea que todo ente, en cuanto capaz de ser conocido, es verdadero; y en cuanto capaz de ser apetecido, es bueno. Como vemos, este “bien ontológico” no le viene dado al ente por su relación en acto con un ente finito (esto es, no infinito) que lo esté deseando, sino que pertenece al ente en cuanto tal, por lo cual no es “subjetivo” sino “objetivo”. De la cuantía de ser un ente dependerá pues su capacidad de satisfacer la indigencia de un ente finito apetente, y por ende la cuantía de ser del ente determinará su grado de bondad ontológica, la cual será el fundamento, a su vez, del valor objetivo del ente, desde el punto de vista metafísico (debemos aclarar que en el anexo del teorema 5 de la parte de praxeología de nuestros “Fundamentos…” hemos explicado largamente la ausencia de contradicción de esta tesis metafísica tomista con la teoría subjetiva del valor de la escuela austriaca). Este grado de bien o valor objetivo (valor ontológico), en cada ente, funda la “dignidad” ontológica en cada ente. Y, en el caso de la persona humana, de su cuantía de ser –determinada a su vez por su esencia, principio limitante del ente finito- dependerá su bondad o valor ontológico, el cual funda a su vez su dignidad natural, lo cual, en le ser humano, tiene implicancias éticas importantísimas (sobre todo para el tema del derecho natural).

Santo Tomás, en un importante pasaje de In Decem Libros Ethicorum Aristóteles Nicomacun Expositio[3], distingue perfectamente os dos tipos de valoración: la subjetiva, que adquiere un ente por estar en relación (no potencial, sino actual) con un sujeto finito apetente, y la objetiva, la bondad ontológica que Santo Tomás llama precisamente  “dignidad de su propia naturaleza”. Veamos el párrafo: “Esto uno, que todas las cosas mide verdaderamente, es la indigencia, que se contiene en todas las cosas que se intercambian, en cuanto que todas las cosas se refieren a la humana indigencia, las cuales cosas no se aprecian según la dignidad de su propia naturaleza[4]; de otro modo un ratón, que es animal sensible, tendría mayor precio que una perla, que es algo inanimado; pero el pecio de las cosas se impone según que los hombres las necesiten para su uso”. Como vemos, Santo Tomás afirma claramente que el precio de las cosas se establece según la necesidad que los hombres tengan de ellas. Este elemento, relacionado, como puede verse, intrínsecamente con la demanda de los bienes en el mercado, entrará –como veremos después- en el precio de los servicios laborales; pero, desde el punto de vista ético, no exclusivamente: pues en el caso del trabajo también debe entrar en consideración la dignidad  la persona que presta los servicios laborales (justamente, esa “dignidad de su propia naturaleza” que no entra en consideración en los demás intercambios). El principio de ética social que se desprende de esto es que la cuantía de salario debe no contradecirse  con la dignidad de la persona. Aquí entra un elemento objetivo y otro subjetivo o relativo. El primero nos dice en abstracto qué significa que la cuantía de ingreso respete la dignidad de la persona. Fracasaríamos por completo si quisiéramos establecer  un parámetro cuantitativo fijo, dadas las diversas circunstancias históricas, de lugares y tiempos. Creemos que en este punto debemos manejarnos, para evitar confusiones, con las normas generales establecidas en el cap. 1. La dignidad de la persona se respeta cuando se respeta el bien común. Y cuando el bien común es respetado, entonces se establecen las condiciones sociales y jurídicas necesarias para que cada persona pueda, con su trabajo y con su esfuerzo,  obtener los bienes que considere necesarios para su desarrollo personal. Cuando el estado, custodio  del bien común, genera políticas que no respetan estas condiciones (como la inflación) entonces está atentando contra este principio de ética social. Pero, como dijimos, el elemento subjetivo es el relativo a las diversas circunstancias históricas y socioeconómicas de cada región. Este elemento está explícitamente afirmado por el Magisterio, como vemos en este texto –que más adelante será citado nuevamente-: “Las normas que exponemos ahora valen, claro está, para todo tiempo y lugar –dice Juan XXIII en Mater et magistra (MM);[5]-, la medida en que hayan de aplicarse a los casos concretos, en cambio, no puede determinarse sin contar convenientemente con la riqueza disponible; riqueza que puede  variar, y de hecho varía, en cantidad y naturaleza, de unos pueblos a otros, e incluso frecuentemente en una misma nación, según los diversos tiempos”. Conste que esto lo dice Juan XXIII después de referirse a todas las normas de ética social respecto a este tema que aún no hemos terminado de analizar.

Todavía no hemos cotejado este tema con la EAE. En efecto, será más clara y distinta la comparación después de analizar el segundo punto, que Pío XI llama “las condiciones de la empresa”. Dice así: “Para fijar la cuantía del salario, debemos tener en cuenta también las condiciones de la empresa y del empresario, pues sería injusto exigir unos salarios tan elevados que, sin la ruina propia y la consiguiente de todos los obreros, la empresa no pudiera soportar”[6]. Sentado este principio, pasemos a analizar lo que la escuela austriaca afirma en relación a este tema. Curiosamente, este principio es la traslación ética de lo que desde el punto de vista de  la ciencia económica (austriaca) se denomina límite máximo cataláctico de fijación de salarios, que , junto con el límite mínimo cataláctico, determina que el salario tienda a fijarse según la productividad marginal del trabajo. Vamos a suponer que, como explicamos en el cap. 3, la rentabilidad de la empresa se establece según su eficacia en servir a los consumidores y no de privilegios indebidos. Ahora expliquemos qué significa en ese caso el “límite máximo cataláctico” (ver nuestros “Fundamentos…”, cap. 5, punto 1, 5; teoremas 44  y 45). Este límite máximo estará dado por la cuantía de salario que el demandante (de trabajo) podrá ofrecer sin alterar negativamente su posición de oferente, en el mercado, de un determinado bien o servicio. El “alterar negativamente” hace referencia a lo que en palabras de Pío XI es la “ruina propia y la consiguiente de todos los obreros”. Esto sucede del siguiente modo. Supongamos que un salario tiende a fijarse en un determinado mercado laboral en 10 $ (son cifras esquemáticas), y un  empresario X establece en su empresa (ubicada en dicho mercado laboral) un salario de 100 $. En ese caso, invariadas restantes circunstancias, la oferta laboral en su empresa será tal que sus costos superarán el precio de venta, provocando pérdidas[7] -el cual precio de venta, a su vez, depende de la demanda de los consumidores del producto de dicha empresa-.  En ese caso el salario deberá ser menor si se desea evitar las perdidas. Y, precisamente, la ciencia económica también nos enseña que, cuanto menor sea la cuantía de capital (traducido a lenguaje de Juan XXIII, la “riqueza disponible”) el límite máximo cataláctico tenderá a ser menor, pues cuanto más baja es la cuantía de capital, mayores son los costos y mayor es la oferta de trabajo en cada empresa. Por otra parte, tampoco es posible que los salarios bajen por debajo del límite mínimo cataláctico, pues si una empresa ofrece como salario 10 $ mientras que el salario medio en ese mercado laboral es 100 $, sencillamente no obtiene el factor trabajo que necesita, debe elevar su renumeración si quiere contratar empleados. Y, en este caso, se observa que cuanto mayor sea la cuantía de capital, el límite mínimo tenderá a ser mayor.

Como vemos, no hay contradicción entre lo que la escuela austriaca sostiene y el principio sostenido por Pío XI. Por otra parte, como cada principio está en relación con el otro, es obvio que, como vemos, dado que este principio está en relación a la “riqueza disponible”, -factor variable según las circunstancias de lugares y tiempos, como dice Juan XXIII- entonces este principio entra en consideración como circunstancia que debe tenerse en cuenta para el primer principio. Tengamos en cuenta que, además, como tercer principio Pío XI establece que la cuantía de salario debe adecuarse al bien común económico, elemento que, como vimos, ha estado presente en los puntos anteriores: pues es bien común es necesario para el respeto a la dignidad del hombre, y ese bien común no se respeta cuando la empresa obtiene su rentabilidad independientemente de su eficacia en servir a los consumidores, y tampoco se respeta cuando, por ejemplo, el estado causa inflación  que baja los salarios reales.

Pero, además, no olvidemos que cuando Juan XXIII, en la MM, recuerda estos principios de ética social, no solo agrega, sino que pone en primer lugar, algo que estaba tácito en el 2ª punto de Pío XI: la productividad. En efecto, antes de aclarar el punto respecto a las circunstancias de lugares y tiempos, que ya hemos citado, Juan XXIII establecía la normas generales, diciendo así: “…Ahora bien, para fijar equitativamente el salario el trabajador, debe tenerse en cuenta: primero, la aportación de casa uno al proceso productivo; segundo, las condiciones económicas de la empresa…”[8]. Como vemos, de ningún modo hay contradicción con la escuela austríaca en este tema; simplemente, la diferencia es que el Santo Padre lo plantea como un principio ético (la productividad debe entrar en consideración…), en referencia, además, a la “riqueza disponible”; la escuela austríaca establece esto como un principio de ciencia económica y además con un lenguaje técnico (que la ética social no tiene por qué utilizar): los salarios se establecen en relación a la productividad marginal del trabajo, lo cual está en relación a la cuantía disponible. Como vemos, estamos aquí ante planos distintos, pero no contradictorios. Esto  es, la tesis central que venimos estableciendo a través de todo este trabajo.

Para profundizar aun más la ausencia de contradicción, destaquemos que, desde el punto de vista económico, la productividad destaca el hecho de que el valor de los factores de producción en el mercado es derivado del valor de los bienes de consumo por ellos producidos, pues los bienes de producción son demandados en cuanto tales debido a su capacidad para producir los bienes de consumo. Esto, visto desde le punto de vista de la ética social, nos explica por qué este elemento debe entrar en consideración: por el bien común. Porque, debido a la justicia legal, esto es, lo que la persona debe al bien común, es  necesario que el trabajo sea orientado a la satisfacción de las necesidades de la población, lo cual se cumple cuando el trabajo obtiene su valor del hecho de colaborar en la elaboración de bienes de consumo finales, lo cual a su vez se produce cuando la empresa obtiene su rentabilidad en ausencia de privilegios (bien común); lo cual a su vez está intrínsecamente relacionado con las “condiciones de la empresa” señaladas por Pío XI. No podría ser mayor, como vemos, la armonía entre las condiciones de la empresa, la productividad, la justicia legal, el bien común, la propiedad y, finalmente, lo más importante: la dignidad de la persona. Porque la persona respeta su propia dignidad cuando respeta el bien común y la justicia legal, que es justamente lo que la persona debe al bien común. Por supuesto, si estas normas se respetan, el aumento de riqueza resultante permitirá disponer de recursos que, voluntariamente, se destinen hacia actividades que estén fuera del criterio de rentabilidad, como las fundaciones sin fines de lucro.

Pero ha llegado el momento de analizar uno de los temas clave de toda esta temática: el famoso salario mínimo. Nuevamente, hay que clarificar los términos para no confundirse. Creemos que la mayoría de los problemas en este punto surgen porque, muchas veces,  desde la ética social se asocia “salario mínimo” a “salario justo”, y desde la ciencia económica, con el término “salario mínimo” nos estamos refiriendo a otra cosa. Pues, como hemos visto, la ciencia económica en cuanto tal nada tiene objetar al ideal ético de que el salario sea justo. El problema está en cómo lograrlo. En el análisis anterior, demostramos que con respecto a este tema, los principios de ética social y ciencia económica no se contradicen, si bien son distintos. Ahora deberemos demostrar que el principio del salario justo tampoco es contradictorio con el plano de las políticas económicas concretas tendientes a lograr ese ideal. O sea que, una que vez que se asienta el principio, se abren múltiples propuestas para lograrlo, que competen al aspecto técnico de la cuestión. Esa es la armonía entre la ética social –que señala los fines- y las diversas propuestas de la ciencia económica –que señalan los medios para lograrlos-. Esto es lo que el mismo Juan XXIII señala en MM cuando afirma: “…A esta obligación de justicia puede darse satisfacción, según enseña la experiencia, de varias manera”[9]. Por ende, entrando en el terreno técnico, que es su ámbito específico, la escuela austríaca señala que el único camino para elevar el salario real es el aumento de la cuantía de capital, que implica un aumento en la productividad marginal. “Salario mínimo”, desde un punto de vista técnico-económico, dentro de la escuela austríaca significa un salario fijado coactivamente por encima de la productividad de marginal del trabajo, lo cual genera desocupación. Por lo tanto, cotejando esto con los principios de ética social, no creemos que el salario mínimo, definido como lo hemos definido, sea un medio apropiado para lograr el salario justo. Pues significa elevar el salario nominal por encima de la productividad que permite la cuantía de capital disponible. Lo cual genera desocupación, que dista enormemente de ser algo “justo”. Por ejemplo, en estas coordenadas de lugar y tiempo (Argentina, 1984), podría llegar a parecernos  muy bien que todos los argentinos ganaran como sueldo no menos de 100.000 dólares mensuales; y entonces el estado establece esa cifra como salario mínimo: el resultado inmediato será que casi toda la población argentina se quedará sin trabajo (no hay recursos para abonar tales salarios). Y si muy sensatamente se pregunta si entonces el estado no debe acaso fijar el salario mínimo en el nivel de la productividad del trabajo, se contesta que en ese caso dicha fijación es superflua, pues es en dicho nivel donde los salarios se establecen naturalmente, pues hemos visto que el salario no puede (ver en nuestros “Fundamentos…” el significado de este “poder” en la nota a pie de pág. Nº 4 de la Introducción) bajar por debajo del límite mínimo cataláctico de fijación de salarios, determinado justamente por la productividad que depende de la cuantía de capital. Para lograr salarios justos, reiteramos, el camino es elevar el salario real mediante el aumento de la productividad del trabajo, lo cual a su vez se logra fomentando las inversiones y la capitalización consecuente por medio de la iniciativa privada  (cap. 3); y no generar inflación, que es una  del as principales injusticias desde el punto de vista social, pues baja el salario real, fenómeno ante el cual inútiles son todos los decretos del gobierno para elevar los salario. Lo que debe hacer en ese caso el gobierno es dejar de inflar la moneda –para lo cual debe eliminar el curso forzoso- y permitir de ese modo el aumento de la capitalización global.

Pero se nos podrá decir: esa es su opinión; las cosas no suceden de ese modo. Pero el caso es que por supuesto que ésta es nuestra opinión en materia técnica, en la cual podemos tener nuestra opinión como cualquier católico puede tener la suya, igual o diversa  a la nuestra. Y ha quedado bien claro que sólo no negamos, sino que afirmamos, el principio de ética social que está en juego –la justicia en las retribuciones laborales-; y en el terreno científico de la economía afirmamos que el modo de lograrlo es la elevación de la cuantía de capital , y no las fijaciones coactivas del salario por encima de la productividad, al fijarlo por arriba del límite máximo cataláctico. Planos distintos, pero no contradictorios: lo esencial de nuestra tesis.

Y reafirmando este punto, podemos entonces con más claridad analizar lo siguiente: ¿no es acaso el mismo Juan XXIII quien dice que el salario no debe quedar librado a la libre concurrencia? Nuevamente, téngase en cuenta todas las precisiones que con respecto a la “libre concurrencia” hemos hecho en el cap. 3; y, además, obsérvese que seguidamente de decir tal cosa Juan XXIII establece las ya citadas condiciones de justicia, entre las cuales pone, en primer lugar, el aporte de cada uno al proceso productivo. Y entonces, desde el punto de vista técnico-económico, debe decirse que, cuando la economía funciona del modo descripto en el cap. 3 (igualdad ante la ley; ausencia de privilegios protectores) el valor de los factores de producción en el mercado tiende a establecerse en el nivel de su productividad marginal[10]precisamente aquel aporte de cada uno al proceso productivo –en lenguaje menos técnico-; y hemos visto también que el considerar a la productividad como criterio en la justicia de los salarios no es contradictorio con la dignidad de la persona. Recordemos, además, que los escolásticos, en su mayoría, establecían la justicia de lo salarios en relación a la estimación común del mercado de los mismos[11]. Podemos pues llegar a la conclusión de que el salario establecido naturalmente entre ambos límites catalácticos (máximo y mínimo) es justo, siempre que la economía funcione, como dijimos, según lo descripto en el cap. 3. Incluso puede ser posible que la tasa media así establecida no sea la ideal, pero seguirá siendo lo justo prudencial, en relación a esas circunstancias diversas de tiempos y lugares, expresamente afirmadas por el Magisterio; una de las cuales circunstancias es justamente la cantidad de riqueza disponible, como dice Juan XXIII; en lenguaje más técnico, la cuantía de capital. Y aquí, combinando ética social con economía política, debemos decir lo siguiente: cuando el salario real es bajo porque la cuantía de capital es  baja, y esa escasa cuantía de capital está causada por erróneas políticas económicas, que son injustas en sí mismas (como la inflación), entonces es obvio que, por una cierta propiedad ética transitiva, los salarios serán injustos; pero cuando la cuantía de capital es baja no a causa de la voluntad de los hombres (como por ejemplo una catástrofe natural, o porque recién comienza la capitalización) entonces el salario estará en el nivel justo prudencial, dadas tales circunstancias*.


[1] En nuestro artículo En defensa de la Dignidad Humana y del Concilio Vaticano II en la revista “El Derecho”, UCA, Bs. As., N° 5913, del 27/1/84. 

[2] Santo Tomás de Aquino: De Veritate; Marietti, Roma, 1949, Q. 4, art. 1, c. 

[3] Marietti ed., Torino, 1963, Libro V, Lección IX, N° 981.

[4] El subrayado es nuestro.

[5] DP, Op. Cit. Punto 72 de esta edición.

[6] DP, Op. Cit.

[7] Ver Mises, L. Von: La Acción Humana (tratado de economía); Sopec, Madrid, 1968, Cáp. XXI, punto 3.

[8] DP, Op. Cit.; punto 71 de esta edición, el subrayado es nuestro.

[9] DP, Op. Cit., Nº 77 de esta edición.

[10] Ver nuestros “Fundamentos…”, cap. 5, punto 1, 3; teorema 22.

[11] Ver Chafuen, Op. Cit.

* 2004, 9. Este es un buen ejemplo de lo que comentábamos en la nota “2004 – 8”. ¿Qué se entiende por libre concurrencia? Si se entendiera “el mercado real en comparación con la competencia perfecta”; se afirmara luego que el salario se establece según la productividad marginal sólo en situación de competencia perfecta, la conclusión (establecida la relación entre justicia y productividad) sería que el gobierno debe intervenir (vía un impuesto progresivo a la renta) para acercar los ingresos del mercado real a la justicia. Pero, como vemos, si se razona desde la premisa del mercado como proceso, la conclusión es diferente. En el mercado como proceso el valor de los factores de producción tiende a firjarse alrededor de la productividad marginal, porque el mercado es un proceso que tiende al equilibrio sin alcanzarlo nunca. Cuanto más intervenga el gobierno en las variables del mercado, más des-coordinación entre oferentes y demandantes produce y, por ende, el salario real será más se alejará de la productividad marginal. Como dijimos en otra oportunidad, alguien puede decir “esa es su opinón”. Pues desde el punto de vista de este trabajo, de eso se trata. De la libertad de opinón que el católico tenga en estas cuestiones. De eso hablábamos en la nota introductoria, tanto en la de 2004 como en la de 1984. No se trata de que sea opinable, precisamente, la justicia, sino los modos de lograrla a nivel de condiciones de mercado.

Gabriel J. Zanotti es Profesor y Licenciado en Filosofía por la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (UNSTA), Doctor en Filosofía, Universidad Católica Argentina (UCA). Es Profesor en las Universidades Austral y Cema. Director Académico del Instituto Acton Argentina. Profesor visitante de la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala. Publica como @gabrielmises

SER CATÓLICO NO ES SER UN IMBÉCIL.

Por Gabriel J. Zanotti. Publicado el 16/1/19 en: https://gzanotti.blogspot.com/2019/01/ser-catolico-no-es-ser-un-imbecil.html?fbclid=IwAR26Tq_LNNYRxgMt7pMPWkn-X4rKqQtfGD-4_0BdVNJuXeQqZIcPAajqSAo

 

NO estoy de acuerdo………………..

…………………con la politica de Francisco hacia los dictadores de izquierda de América Latina.

NO estuve de acuerdo con que Benedicto XVI fuera a Cuba.

NO estuve de acuerdo con que JPII se metiera en política internacional.

NUNCA voy a estar de acuerdo con que Pablo VI se haya tragado la teoría de la dependencia internacional y haya tenido el atrevimiento de imponerla por medio de una Encíclica.

NUNCA voy a estar de acuerdo con la política de distención hacia le URSS comenzada por Juan XXIII.

NUNCA voy a estar de acuerdo con que Pío XI haya pactado con el totalitario de Mussolini para hacer el Pacto de Letrán y haya aceptado como precio expulsar a Luigi Sturzo de Italia.

NUNCA voy a estar de acuerdo con que Gregorio XVI y Pío IX no hayan distinguido Iluminismo de Modernindad.

Católicos, ¿qué se creen que es el Papa? ¿Jesucristo en La Tierra? Ese peligro ya fue advertido por Lord Acton cuando advirtió sobre los peligros de extender la infalibilidad a otros campos que no fueran el dogma en concilio ecuménico universal o Ex Catedra (como siempre había sido, por lo demás).  Católicos que practican la idolatría de la papolatría, ¿qué se creen que debemos ser los católicos? ¿Reverendos imbéciles que no tienen juicio propio? ¿Aduladores pulsánimes que si JPII dice una cosa y Francisco la contradictoria, proclaman las dos? ¿Obsesivos perseguidores a los católicos pensantes que no tienen su misma actitud? Papas, ¿quién los ha mandado a meterse en todo y en todos? ¿De dónde sacaron que era evangélico convertir al Papado en un estado que hiciera diplomacia? ¿De dónde sacaron que lo saben todo, cuando su misma fe distingue la autonomía de lo temporal? ¿De dónde sacaron que los laicos deben ser imbéciles repetidores de todo lo que se les ocurra? ¿De dónde sacaron que deben hacer equilibrio entre los poderosos y olvidar su deber de denuncia profética?

Laicos y teólogos, que convertís en dogmas a las opciones políticas y mandáis al basurero al Catecismo de la Iglesia, a la Veritatis splendor, la Evangelium vitae, la Domun iesus y a la Fides et ratio, ¿de dónde sacaron semejante confusión? ¿De dónde sacaron que deben sacralizar lo opinable y relativizar a la Fe?

Teólogos, que olvidan a Santo Tomás de Aquino y veneran a Nietzsche, ¿de dónde sacaron que esa debe ser su formación?

 

Católicos todos: si quieren expulsarnos como a Spinoza del absurdo templo que han cosntruido, háganlo, pero no se quejen luego de quedar en el absurdo de la Historia, mientras que los que verdaderamente amamos a la Iglesia quedemos para siempre en la paz de nuestra conciencia.

 

Gabriel J. Zanotti es Profesor y Licenciado en Filosofía por la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (UNSTA), Doctor en Filosofía, Universidad Católica Argentina (UCA). Es Profesor titular, de Epistemología de la Comunicación Social en la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor de la Escuela de Post-grado de la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor co-titular del seminario de epistemología en el doctorado en Administración del CEMA. Director Académico del Instituto Acton Argentina. Profesor visitante de la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala. Fue profesor Titular de Metodología de las Ciencias Sociales en el Master en Economía y Ciencias Políticas de ESEADE, y miembro de su departamento de investigación.

RESPUESTA A LOS CATÓLICOS CLERICALES QUE CREEN QUE LAS ENCÍCLICAS SOCIALES LES DICTAN TOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOODO LO QUE TIENEN QUE PENSAR Y DECIR (INCLUiDOS QUIENES LAS ESCRIBEN).

Por Gabriel J. Zanotti. Publicado el 18/2/18 en: http://gzanotti.blogspot.com.ar/2018/02/respuesta-los-catolicos-clericales-que.html

 

De my new book Judeocristianismo, civilización occidental y libertad.

Cap. 7, punto 3.

La recuperación de lo opinable

Ha sido evidente que a lo largo de todo este libro hemos tratado de aclarar qué cosas son opinables en relación a la Fe y por eso, cuando algunas intervenciones especiales del Magisterio se inclinaban por un tema opinable que nos favorecía, hemos aplicado la categoría de “acompañamiento” para respetar la libertad de opinión del católico. Ya nos hemos referido a ello y en ese sentido no habría más nada que agregar.

Sin embargo, si estamos hablando de la recuperación del laicado, este es uno de los temas más graves desde fines del s. XIX hasta este mismo año (2018) y lo seguirá siendo, temo, muchos años más, y constituye uno de los problemas más graves de la Iglesia.

3.1.     El tema en sí mismo

La cuestión en sí misma no debería presentar ningún problema. Es obvio que “…Lo sobrenatural no debe ser concebido como una entidad o un espacio que comienza donde termina lo natural “, pero ello implica justamente que el ámbito de las realidades temporales debe ser fermentado directamente por los laicos e indirectamente por la jerarquía a través del magisterio que le es propio (me refiero a obispos y al Pontífice). Es obvio también que aunque lo natural sea elevado por la Gracia, ello no borra la distinción entre lo sacro, en tanto el ámbito propio de los sacramentos, y lo no sacro, donde puede haber sacramentales pero según las disposiciones internas de los que los reciban.

En ese sentido, puede haber, a lo largo de los siglos, una enseñanza social de la Iglesia en tanto a:

  1. a)Los preceptos primarios de la ley natural que tengan que ver con temas sociales (como por ejemplo el aborto)
  2. b)Los preceptos secundarios de la ley natural en sí mismos, donde se encuentran los grades principios de ética social (dignidad humana, respeto a sus derechos, bien común, función social de la propiedad, subsidiariedad, etc.) con máxima universalidad, sin tener en cuenta las circunstancias históricas concretas.

El magisterio actual ha aclarado bastante sus propios niveles de autoridad sobre todo en la Veritatis splendor[1] y Sobre la vocación eclesial del teólogo[2].

Tanto a como b pueden ser señalados por el magisterio ya sea positivamente (afirmando esos grandes principios) o negativamente, cuando advierte o condena sistemas sociales contradictorios con ellos (como fueron las advertencias contra los estados y legislaciones laicistas del s. XIX, o las condenas contra los totalitarismos en el s. XX).

Ahora bien, hay otras cuestiones sociales que no se desprenden directamente de a y b. ESE es el ámbito “opinable en relación a la Fe”: opinable no porque no pueda haber ciencias o filosofía social sobre ellos, sino porque esas ciencias y-o filosofías sociales corresponden a los laicos y no se desprenden directamente de las Sagradas Escrituras, la Tradición o el Magisterio de la Iglesia.

A partir de lo anterior se desprende deductivamente que esos ámbitos opinables son:

  1. a)El estado de determinadas ciencias o conocimientos sociales en una determinada etapa de la evolución histórica;
  2. b)la evaluación de una determinada circunstancia histórica a partir de a,
  3. c)la aplicación prudencial de los principios universales a una situación histórica específica, a la luz de a y b.

Ejemplo: nuestros conocimientos actuales sobre demo­cracia constitucional (a); el diagnóstico de la falta de instituciones republicanas en América Latina (b); las propuestas de reforma institucional para América Latina (c).

Todo lo cual muestra toda la hermenéutica implícita cada vez que hablamos de estos tres niveles en los temas sociales, y por ende la ingenuidad positivista de recurrir a “facts” para estas cuestiones.

3.2.  ¿Señaló el Magisterio este ámbito de opinabilidad?

          Por un lado, si. Los textos son relativamente claros:

  1. a)León XIII, Cum multa, 1882: “… también hay que huir de la equivocada opinión de los que mezclan y como identifican la religión con un determinado partido político, hasta el punto de tener poco menos que por disidentes del catolicismo a los que pertenecen a otro partido. Porque esto equivale a introducir erróneamente las divisiones políticas en el sagrado campo de la religión, querer romper la concordia fraterna y abrir la puerta a una peligrosa multitud de inconvenientes”.
  2. b)León XIII, Immortale Dei, 1885: “Pero si se trata de cuestiones meramente políticas, del mejor régimen político, de tal o cual forma de constitución política, está permitida en estos casos una honesta diversidad de opiniones”.
  3. c)León XIII, Sapientiae christianae, 1890: “La Iglesia, defensora de sus derechos y respetuosa de los derechos ajenos, juzga que no es competencia suya la declaración de la mejor forma de gobierno ni el establecimiento de las instituciones rectoras de la vida política de los pueblos cristianos”…. “…querer complicar a la Iglesia en querellas de política partidista o pretender tenerla como auxiliar para vencer a los adversarios políticos, es una conducta que constituye un abuso muy grave de la religión”.
  4. d)León XIII, Au milieu des sollicitudes, 1891: “En este orden especulativo de ideas, los católicos, como cualquier otro ciudadano, disfrutan de plena libertad para preferir una u otra forma de gobierno, precisamente porque ninguna de ellas se opone por sí misma a las exigencias de la sana razón o a los dogmas de la doctrina católica”.
  5. e)Pío XII, Grazie, 1940: “Entre los opuestos sistemas, vinculados a los tiempos y dependientes de éstos, la Iglesia no puede ser llamada a declararse partidaria de una tendencia más que de otra. En el ámbito del valor universal de la ley divina, cuya autoridad tiene fuerza no sólo para los individuos, sino también para los pueblos, hay amplio campo y libertad de movimiento para las más variadas formas de concepción políticas; mientras que la práctica afirmación de un sistema político o de otro depende en amplia medida, y a veces decisiva, de circunstancias y de causas que, en sí mismas consideradas, son extrañas al fin y a la actividad de la Iglesia”.
  6. f)Vaticano II, Gaudium et spes, 1965: “Muchas veces sucederá que la propia concepción cristiana de la vida les inclinará en ciertos casos a elegir una determinada solución. Pero podrá suceder, como sucede frecuentemente y con todo derecho, que otros fieles, guiados por una no menor sinceridad, juzguen del mismo asunto de distinta manera. En estos casos de soluciones divergentes aun al margen de la intención de ambas partes, muchos tienen fácilmente a vincular su solución con el mensaje evangélico. Entiendan todos que en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia. Procuren siempre hacerse luz mutuamente con un diálogo sincero, guardando la mutua caridad y la solicitud primordial pro el bien común”.
  7. g)Juan Pablo II, Centesimus annus, 1991: “Es superfluo subrayar que la consideración atenta del curso de los acontecimientos, para discernir las nuevas exigencias de la evangelización, forma parte del deber de los pastores. Tal examen sin embargo no pretende dar juicios definitivos, ya que de por sí no atañe al ámbito específico del Magisterio”.

Podríamos citar algunos textos más, pero, como vemos, la noción en sí misma de lo opinable es clara.

3.3.     Pero por el otro lado…

Pero, sin embargo, habitualmente las cosas no han sido tan claras. Los textos pontificios sobre temas sociales están inexorablemente adheridos a las circunstancias históricas, a su interpretación según criterios de la época y a recomendaciones y aplicaciones en sí mismas prudenciales. Nadie pide que no sea así, el problema es que los pontífices no se han caracterizado por aclararlo bien. Y no porque “se descuenten los principios hermenéuticos de interpretación teológica”. Hemos visto que, comenzando por el tema político, Gregorio XVI y Pío IX unieron indiscerniblemente a la recta condena de los estados laicistas con el intrínsecamente contingente régimen de ciudadanía = bautismo, que tantos problemas trajo para la posterior declaración de libertad religiosa. Hemos visto cómo ello fue aprovechado por los católicos que apoyaron a Mussolini (comenzando por Pío XI) y Franco, que tuvieron el atrevimiento de presentar eso como “doctrina social de la Iglesia”. Hemos visto cómo ese error comenzó a remontarse desde Pío XII en adelante, cómo este último tuvo que “acompañar” al surgimiento de las democracias cristianas de la post-guerra europea precisamente porque desde ese error se pretendía condenar por hereje al que pensara lo contrario. Hemos visto que el mismo, clerical e integrista error siguió en Lefebvre y pasa luego, de peor modo, a la horrorosa mezcolanza que hacen los teólogos de la liberación entre el comunismo de los medios modernos de producción y el “pueblo de Dios”. Hemos visto cómo Benedicto XVI tiene que salir a aclarar qué es lo contingente y qué es lo esencial, y cómo tuvo que “acompañar” nuevamente a los elementos más contingentes de la modernidad católica, para ver si la institucionalidad republicana penetraba en la mente de los integristas católicos de derecha o izquierda, y hemos visto que casi nadie lo escuchó ni lo entendió. Y todo eso por no haber distinguido en su momento lo opinable de lo que no lo era.

En el plano económico, temas que son intrínsecamente opinables en relación a la Fe, han pasado a ser parte de una especie de pensamiento único que todo católico debería aceptar so pena de ser un mal católico entre aquellos que recitan de memoria las encíclicas. La leyenda negra de la Revolución Industrial, desde León XIII en adelante; el capitalismo liberal como el imperialismo internacional del dinero, desde Pío XI en adelante; un programa casi completo de política económica, en la última parte de la Mater et magistra de Juan XXIII; la redistribución de ingresos y la llamada justicia social, desde Pío XI en adelante; la teoría del deterioro de los términos de intercambio, desde Pablo VI en adelante, y así… hasta hoy. Para colmo gran parte de esas encíclicas son redactadas por asesores que así convierten sus personales opiniones (que deberían haber sido debatidas académicamente) en “Doctrina social de la Iglesia”. La situación no se solucionó porque San Juan Pablo II haya hablado de economía de mercado en la Centesimus annus: era obvio que fue un párrafo incrustado por un asesor desde fuera del pensamiento real de Karol Wojtyla, que, por ende, ni él se lo creyó. Y además tampoco la solución pasaba porque entonces la economía de mercado pasara a ser, sin distinciones, otro tema opinable convertido en no opinable…

El problema NO consiste en que un católico considere que todas esas cosas son verdaderas. El problema es que desde los pontífices para abajo, sin casi distinciones y aclaraciones, se consideran parte de la cosmovisión católica de la vida. O sea, el problema NO consiste en que un católico, sea el pontífice o Juan católico de los Palotes, opine así, el problema es que lo piense como cuasi-dogma social. Ese es el problema.

3.4.     ¿Por qué? Diagnóstico

¿Pero por qué ha sucedido esto? Fundamentalmente por dos razones.

Primera: en el plano político y económico, los pontífices no han dejado de gobernar. Fueron casi 17 siglos de clericalismo. La desaparición forzada de los estados pontificios los dejó sin territorios pero sí con el arma moral de la conciencia de los católicos. Y abusando de su autoridad pontificia –un problema previsto por Lord Acton– no sólo condenaron rectamente lo que tenían que condenar, sino que además cada uno de ellos propuso su “plan de gobierno” en encíclicas que comenzaron a llamarse “Doctrina social de la Iglesia”. Cuidado, no digo que ello no haya sido históricamente comprensible o que en esos “gobiernos” no haya habido cosas buenas aunque opinables. Lo que digo es que, al excederse de los tres temas señalados como no opinables, “gobernaban” en lo contingente, según visiones también contingentes, y lo peor es que su territorio era el mundo entero.

En un mundo paralelo imaginario, los pontífices deben tener la “denuncia profética” de la injusticia a nivel social, rechazando lo que sea contradictorio con la Fe y la moral católicas, pero las cuestiones afirmativas –qué sistema social seguir, qué hacer in concreto- deben ser dejadas a los laicos, que, por ende, tendrían opiniones diferentes entre ellos, ninguna “oficialmente católica”. Pero no: los pontífices, hasta hoy, hablaron y hablan sencillamente de todo y prácticamente presentan todo ello como obligatorio para el laico. Y no como la filosofía, que habla “de todo” pero desde las causas últimas y los primeros principios. Hablan de todo en cuanto concreto: opciones concretas, interpretaciones concretas, de política y economía, desde los sistemas concretos de redistribución de ingresos, pasando por la política exterior, monetaria, fiscal, agrícola, industrial, cambio climático, medio ambiente, seguridad, etc. Hasta hoy. El famoso “Compendio de Doctrina Social de la Iglesia” (op.cit.) es un buen ejemplo: prácticamente no hay tema que no esté allí contemplado, y entregado al laico como “tome, esto es lo que tiene que pensar y decir”.

La segunda razón es el radical desconocimiento del ámbito propio de la ciencia económica, esto es, las consecuencias no intentadas de las acciones humanas. Casi todos los documentos pontificios están escritos desde el paradigma de que si hubiera gobiernos cristianos, y por ende “buenos”, ellos redistribuirían la riqueza, que se da por supuesta; ellos implantarían la justicia con diversas medidas intervencionistas cuyas consecuencias no intentadas no se advierten. El mal social proviene de personas malas, no católicas, que defienden la maldad de un sistema liberal que sólo puede ser defendido desde el horizonte de la defensa de los intereses del capital.

Con ello, ¿qué lugar queda para la economía como ciencia? Ninguna, excepto la del contador que hace las cuentas para el obispo. Como mucho, un laico sabrá de diversos “tecnicismos”, pero las grandes líneas de gobierno ya están planteadas porque, frente al paradigma anterior, no hay economía como ciencia sino más bien gobiernos buenos, que harán caso a las encíclicas, o gobiernos malos, que no. Y punto.

Pero la realidad de la escasez no es así. Como hemos visto cuando analizamos a los escolásticos, las medidas supuestamente “buenas” de los gobiernos tienen consecuencias no intentadas por el “buen” gobernante. Los precios máximos producen escasez; los mínimos, sobrantes; los salarios mínimos producen desocupación; el control de la tasa de interés, crisis cíclica; el control de alquileres, faltante de vivienda; las tarifas arancelarias, monopolios legales e ineficiencia, la emisión de moneda, inflación, y la socialización de los medios de producción, imposibilidad de cálculo económico. Siempre es así pero siempre se vuelven a hacer las mismas cosas suponiendo que alguna vez un gobernante “más bueno”, “más lector del magisterio”, lo va a hacer “bien”. Y el que piense lo contrario desconoce o desobedece a “la doctrina social de la Iglesia”; por ende es un mal católico y un manto de silencio lo cubre en ambientes eclesiales, como un cadáver al cual se le cubre caritativamente el cuerpo.

Mientras no se tenga conciencia de esto, los pontífices seguirán hablando como si la economía dependiera de las solas y bienintencionadas órdenes de los gobernantes cristianos, escritas por ellas en sus encíclicas sociales.

3.5.     ¿Cuáles son las consecuencias de todo esto?

Son desastrosas, por supuesto. Comencemos por la primera: la des-autorización del magisterio pontificio.

De igual modo que, a mayor emisión de oferta monetaria, menor valor de la moneda, a mayor cantidad de temas tratados, menor valor. O sea, se ha producido una inflación de magisterio pontificio en temas sociales[3], en cosas totalmente contingentes, que deberían ser tratadas por los laicos. Con lo cual se ha violado el principio de subsidiariedad en la Iglesia: el pontífice no debe hacer lo que los obispos pueden hacer, y los obispos no deben hacer lo que corresponde a los laicos. La invasión directa de la autoridad del pontífice en temas laicales implica que el pontífice se introduce cada vez más en lo más concreto, donde ha más posibilidad de error[4]. De igual modo que los preceptos secundarios de la ley natural demandan una premisa adicional que no está contenida en los preceptos primarios, mucho más cuando de los primarios y secundarios se pasa a cuestiones políticas y económicas irremisiblemente históricas y prudenciales.

Ante esta inflación de magisterio pontificio, se produce un efecto boomerang. Es imposible una estadística, pero algunos –ya jerarquía o laicos– no tienen idea de lo que ocurre ni les interesa. Otros, guiados por un sano respeto al magisterio, repiten todo, desde la Inmaculada Concepción hasta la última coma de la entrevista del Papa en el avión sobre las marcas dentífricas. Eso produce un caos total, porque los laicos, inconscientemente, van adaptando una multitud cuasi-infinita de párrafos pontificios a su ideología opinable concreta, y van armando una Doctrina Social de la Iglesia a la carta que luego además se echan los unos a los otros con acusaciones mutuas de infidelidad al magisterio. Ante este caos, muchos finalmente optan por decir lo que quieren ante un magisterio que en el fondo se ha metido en lo que no le corresponde. Otros, finalmente, en silencio, obedecen al magisterio en sus ámbitos específicos y mantienen en reserva mental (y en silencio) su posición en temas opinables.

Lo que ha sucedido también es el avance de teologías de avanzada en temas sociales y dogmáticos. Esto ya fue visto por Pío XII, en su famosa Humani generis, con el intento de frenarlo[5]. Pero no pudo. Esas teologías habitualmente desobedecen al Magisterio en todo lo que sea fe y costumbres pero lo siguen cada vez que el Magisterio avanza en temas sociales más para la izquierda. Así, en los 60’ y los 70’, los teólogos de la liberación proclamaban exultantes a la Populorum progressio mientras ocultaban y silenciaban a la Humanae vitae y al Credo del Pueblo de Dios. Y así sucesivamente. Y con ello se ha producido una especie de consenso, un casi pensamiento único en la Iglesia, ante el cual, si eres un teólogo o pensador católico “de avanzada”, dices absolutamente lo que quieres en temas de Fe y costumbres, pero en cambio sigues a pie de juntillas el plan más estatista establecido en la Populorum progressio, en las Conferencias episcopales latinoamericanas y en las primeras dos encíclicas sociales de Juan Pablo II[6]Eso sí: sobre esto, entonces, ya no hay libertad de opinión. Si no sigues al los nuevos dogmas estatistas, entonces sí que estás excomulgado. O sea, en lo opinable, pensamiento único; en Fe y costumbres, lo que quieras.

Todo esto es un caos, del cual no se ha salido en absoluto. El laicado, ante esto, ha quedado, o totalmente indiferente, con lo cual lo que digan los pontífices en temas de Fe y costumbres ya no importa, o totalmente clerical, integrista y dividido. Cada grupo se ha armado su propia versión de la Doctrina Social de la Iglesia, sin conciencia de lo opinable, cortando y pegando los párrafos que les convienen –porque la cantidad de párrafos en los asuntos contingentes es tan amplia que da para ello– y acusando al otro grupo de infidelidad a la Iglesia.

La corrección de todo esto va a tardar mucho. Pero los laicos no deberían pedir a los pontífices expedirse en temas contingentes, ni estos últimos deberían hablar sobre esos temas. La cuestión ya no pasa por interpretar lo que dijo Pablo VI sobre comercio internacional: la cuestión pasa por reconocer que sencillamente no debería haber dicho nada. La cuestión ya no pasa por interpretar los párrafos de Juan XXIII sobre industria, comercio e impuestos: la cuestión es que no debería haber dicho sencillamente de eso, igual que San Josemaría Escrivá de Balaguer, que nunca invadía los ámbitos propios de los laicos.

La solución del famoso tema de la economía de mercado no pasa, por ende, por tener un Papa que bendiga y eche agua bendita a las teorías del mercado. La cuestión pasa por callar y dejar actuar y pensar a los laicos. Establecidos principios muy generales como propiedad y subsidiariedad, hasta dónde llega la acción del estado es materia de libre discusión entre los laicos. Si un laico basado en Keynes está de acuerdo con una política monetaria activa y yo, basado en Mises, estoy de acuerdo con el Patrón Oro, la solución del problema no pasa porque venga un Papa “aurífero”. Yo no necesito que el Papa se pronuncie en ese tema. En ese tema, y en la mayor parte de los termas, que se calle y que deje actuar a los laicos. Así de simple. Y cuando los laicos opinen, que no tengan párrafos diversos del magisterio para sacralizar, clericalizar su posición y echársela por la cabeza al laico que piensa diferente.

Así, cuando Roma hable, será importante. Así, cuando Roma hable, será porque verdaderamente hay que confirmar en la Fe. Así, cuando haya un concilio ecuménico o una encíclica, será sobre temas de Fe y no sobre cuántos impuestos haya que cobrar o cuántas empresas haya que estatizar o privatizar. Pueden los pontífices “acompañar” a una cuestión temporal legítima, si –como sucedió y sucede– un pontífice anterior y/o los laicos la hubieran convertido en una herejía, para dejar lugar a la libertad de los laicos en ese tema. Exactamente como tuvo que hacer Pío XII con la democracia constitucional. Pero ese “acompañamiento” debería ser la excepción y no la regla.

Para que todo esto pase de la potencia al acto, se necesitan nuevas generaciones, formadas en todo esto, capaces de hacer y vivir estas distinciones. No sabemos cuándo y cómo puedo ello ocurrir. Los tiempos de la Iglesia son de Dios. Humanamente, un cambio así de hábitos intelectuales puede tardar cientos de años.

[1] http://w2.vatican.va/content/john-paul-ii/es/encyclicals/documents/hf_ jp-ii_enc_06081993_veritatis-splendor.html.

[2]http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_19900524_theologian-vocation_sp.html.

[3] Como hemos denunciado en nuestro artículo La devaluación del magisterio pontificioop. cit.

[4] Santo Tomás explica perfectamente el grado de falibilidad mayor a medida que vamos descendiendo en las circunstancias concretas de una conclusión moral-prudencial: “…Por tanto, es manifiesto que, en lo tocante a los principios comunes de la razón, tanto especulativa como práctica, la verdad o rectitud es la misma en todos, e igualmente conocida por todos. Mas si hablamos de las conclusiones particulares de la razón especulativa, la verdad es la misma para todos los hombres, pero no todos la conocen igualmente. Así, por ejemplo, que los ángulos del triángulo son iguales a dos rectos es verdadero para todos por igual; pero es una verdad que no todos conocen. Si se trata, en cambio, de las conclusiones particulares de la razón práctica, la verdad o rectitud ni es la misma en todos ni en aquellos en que es la misma es igualmente conocida. Así, todos consideran como recto y verdadero el obrar de acuerdo con la razón. Mas de este principio se sigue como conclusión particular que un depósito debe ser devuelto a su dueño. Lo cual es, ciertamente, verdadero en la mayoría de los casos; pero en alguna ocasión puede suceder que sea perjudicial y, por consiguiente, contrario a la razón devolver el depósito; por ejemplo, a quien lo reclama para atacar a la patria. Y esto ocurre tanto más fácilmente cuanto más se desciende a situaciones particulares, como cuando se establece que los depósitos han de ser devueltos con tales cauciones o siguiendo tales formalidades; pues cuantas más condiciones se añaden tanto mayor es el riesgo de que sea inconveniente o el devolver o el retener el depósito” (Suma Teológica, I-II, q. 94 a. 4 c).

[5]Véase: http://w2.vatican.va/content/pius-xii/es/encyclicals/documents/hf _p-xii_enc_12081950_humani-generis.html.

[6] Nos referimos a Laborem exercens y Sollicitudo rei sociales. Cuando salió Centesimus annus, oh casualidad, los ultra pro-Juan Pablo II callaron repentinamente…

 

Gabriel J. Zanotti es Profesor y Licenciado en Filosofía por la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (UNSTA), Doctor en Filosofía, Universidad Católica Argentina (UCA). Es Profesor titular, de Epistemología de la Comunicación Social en la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor de la Escuela de Post-grado de la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor co-titular del seminario de epistemología en el doctorado en Administración del CEMA. Director Académico del Instituto Acton Argentina. Profesor visitante de la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala. Fue profesor Titular de Metodología de las Ciencias Sociales en el Master en Economía y Ciencias Políticas de ESEADE, y miembro de su departamento de investigación.

LOS PAPAS Y LA DIPLOMACIA

Por Gabriel J. Zanotti. Publicado el 4/10/15 en: http://gzanotti.blogspot.com.ar/2015/10/los-papas-y-la-diplomacia.html

 

Gran debate se ha armado por la visita de Francisco a Cuba, sobre todo, por supuesto, entre los conservadores, los liberales, los exiliados cubanos, etc.

¿Saben qué? “Casi” tienen razón. A mí se me revolvería el estómago de estar poniendo caritas de feliz cumpleaños ante asesinos como los Castros y su banda de criminales llamado gobierno cubano.

Pero hay que recordar un sencillo detalle.

No es la primera vez que un Papa va a Cuba. Fueron Benedicto XVI y Juan Pablo II, también poniendo caritas de todo bien. JPII dijo su famosa frase “que Cuba se abra al mundo y que el mundo se abra a Cuba”. Qué bárbaro. Como si fuera Jesús contestando a los fariseos. Pero no, hay cosas inimitables.

Y no es la primera vez que un Papa hace diplomacia. Es más, se la han pasado haciendo siempre desde el acuerdo de Constantino, aunque cabe confesar que antes mandaban a bañar un poco más rápido. Sin embargo el s. XX es el éxtasis de la diplomacia vaticana. ¿Ya se han olvidado, todos, del encuentro de Juan XXIII con la hija de Kruschev? ¡Esos sí que eran tiempos!!!!!  Los cardenales conservadores se arrancaron todos los pelos de la cabeza y rezaron para que las cruces romanas reaparecieran de vuelta en el Vaticano para ponerlo en una de ellas a Juan XXIII…..

¿Y Pío XII, a quien yo siempre defiendo absolutamente, haciendo lo imposible para salvar judíos y al mismo tiempo que Hitler no convierta al Vaticano en un crematorio de judíos y católicos?

¿Y cómo olvidar a Pío XI, el hacedor del Estado del Vaticano, intentando que Mussolini se portara bien con la Iglesia hasta que el final todo fue inútil?

Y ya nadie se acuerda de Benedicto XV, tratando de evitar la Primera Guerra…………

¿Y Juan Pablo II, viniendo a Argentina inmediatamente después de visitar Inglaterra? Nunca me voy a olvidar de la imagen de Galtieri, arrodillado ante JPII mientras este último lo bendecía……….. Claro, después de eso Galtieri debe haber pensado que era la reencarnación de Carlos Martel…. No recuerdo, sin embargo, a los conservadores y liberales argentinos de entonces decir de JPII lo que ahora están diciendo de Francisco….

Y Francisco, recibiéndola a Kim Davis en secreto. Y luego de que deja de ser secreto, parece que no la apoya totalmente…. ¡Más aclaraciones, please!!!

¿Fue todo eso bueno o no? ¿Fue y es todo eso coherente con la “denuncia profética” del Antiguo Testamento? ¿Y viajó Cristo a Roma dando un bonito discurso ante el Senado? Mm, me parece que no….

Pero es coherente con una cosa: el Estado del Vaticano. ¿Quieren que la Iglesia tenga un estado? ¿Quieren que la Iglesia siga teniendo estados pontificios, aunque sea en una cabina telefónica? Pues ahí lo tienen. Tendrán entonces la función diplomática de los papas, sus embajadas, que reciben a este, a otro, que el discurso al embajador tal, que el discurso al embajador cual……………………..

Todo eso, al lado de las enseñanzas de Jesucristo, es una tontería. Pero ahí la tienen. Católicos, abramos los ojos de una vez. Basta con los estados, propios o ajenos. ¿No les gusta la diplomacia? ¿O se siguen dividiendo por ella? ¿Unos contentos cuando el Papa visita a Reagan, otros contentos cuando visita a los Castro?

Gente, la cosa es simple. Basta con el Estado del Vaticano. Basta con la diplomacia. Que vuelva la predicación, el anuncio, la denuncia profética.

¿Ver a todo el mundo? Si, por supuesto, para anunciarle el Evangelio y explicarle el Credo. ¿Recibir a todo el mundo? Si, por supuesto, en el confesionario.

Hubo alguien, sí, que no era experto en diplomacia: casi siempre decía lo necesario cuando era necesario y era  a la vez afable, humilde y bondadoso.  Pero claro, qué mal que estaban los zapatitos rojos…

 

Gabriel J. Zanotti es Profesor y Licenciado en Filosofía por la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (UNSTA), Doctor en Filosofía, Universidad Católica Argentina (UCA). Es Profesor titular, de Epistemología de la Comunicación Social en la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor de la Escuela de Post-grado de la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor co-titular del seminario de epistemología en el doctorado en Administración del CEMA. Director Académico del Instituto Acton Argentina. Profesor visitante de la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala. Fue profesor Titular de Metodología de las Ciencias Sociales en el Master en Economía y Ciencias Políticas de ESEADE, y miembro de su departamento de investigación.