Lo peor es la estupidez: una nota al pie

Por Alberto Benegas Lynch (h) Publicado el 2/4/22 en: https://www.infobae.com/opinion/2022/04/02/lo-peor-es-la-estupidez-una-nota-al-pie/?utm_medium=Echobox&utm_source=Twitter#Echobox=1648896960

Hoy en día, la mayoría siente la necesidad de ajustarse a los demás. Hay pereza y temor por pensar distinto. Hay inseguridad y debilidad interior. Es inconcebible ir contra la corriente

Giovanni Papini

Hay un libro maravilloso que se titula Historia de la estupidez humana cuyo autor es Paul Taboi y que lleva prólogo de Richard Armour, el que escribió Todo comenzó con Marx, que abre con la sugerencia de sustituir el título marxista de Das Kapital por Quitas capital. En todo caso en el prólogo de referencia Armour escribe que “Algunos nacen estúpidos, otros alcanzan el estado de estupidez y hay individuos a quienes la estupidez se les adhiere. Pero la mayoría son estúpidos no por influencia de sus antepasados o de sus contemporáneos. Es el resultado de un duro esfuerzo personal” y más adelante concluye que la estupidez resulta del amor “a las ceremonias, las complicaciones del burocratismo, las complicaciones no menos ridículas del aparato y la jerga, la fe humana en los mitos y la incredulidad ante los hechos.”

Por su parte el autor del libro le dedica un capítulo titulado “La estupidez del papeleo” donde nos dice que “Por lo que se refiere a la burocracia, la adquisición de autoridad muy frecuentemente determina la pérdida de la inteligencia, la atrofia de la mente y un estado crónico de estupidez […], las oficinas gubernamentales son viveros de estupidez” incluso “la burocracia crea un lenguaje burocrático.”

El diccionario asimila la estupidez a la presunción y la vanidad. No se trata de un problema físico sino de una visión errada y torpe del mundo, se trata de un conjunto de contravalores y de una mirada obnubilada y separada de toda razonabilidad. Está parida del desconcierto y de una imperdonable subestimación a las autonomías individuales del prójimo.

En este sentido Giovanni Papini, mi cuentista favorito, destaca que los siete pecados capitales derivan de la soberbia, la presunción y la vanidad. Escribe en una de sus múltiples ficciones (no siempre tan ficciones) que “el soberbio no tolera ser contrariado, el soberbio se siente ofendido por cualquier obstáculo y hasta por la reprensión más justificada, el soberbio siempre quiere vencer y superar a quien considera inferior a él […] El soberbio no concibe que cualquier otro hombre pueda tener cualidades o dotes de las que él carece; el soberbio no puede soportar, creyendo estar por encima de todos, que otros estén en lugares más altos que él”.

Por mi parte, aplico esta premisa general de Papini al terreno de la relación entre gobernantes y gobernados. Gobernar significa mandar y dirigir. Leonard E. Read nos enseña que, para mayor precisión, se debería haber recurrido a otra expresión, porque hablar de gobernante sería tan inapropiado como denominar al agente de seguridad de una empresa “gerente general”, ya que la función del monopolio de la fuerza es velar por los derechos de las personas y no regentearlas.

Pero resulta que los primeros mandatarios han mutado en primeros mandantes y, en lugar de proceder como efectivos agentes de seguridad de los derechos, los conculcan, con lo que se cumple la profecía de Aldous Huxley en su terrorífica antiutopía, en la que muchos piden ser sometidos, para desgracia de quienes mantienen su integridad y autoestima (lo cual es infinitamente peor que el Gran Hermano orwelliano).

¿Cómo es posible que los humanos tengamos la inmensa bendición del libre albedrío y en muchos casos se la usa para aplastar a los vecinos vía aparatos estatales desbocados? ¿No deberíamos reconsiderar las sandeces del estatismo y retornar a la sensatez y así dejar en paz a los congéneres?

Hay otro libro muy jugoso que se titula Prontuario de la estupidez humana de Henry Louis Menken que lleva prólogo de Fernando Savater, allí el autor nos dice que al gobierno “se lo juzga no como un equipo de ciudadanos que han sido elegidos para cuidar de los asuntos comunitarios de toda la población, sino como una corporación separada y autónoma que se consagra principalmente a explotar a la población en beneficio de sus propios miembros […] se trata simplemente de bribones que por un azar de la ley gozan de un derecho bastante dudoso de compartir las ganancias de sus prójimos.”

Se hace necesario comprender que cada vida es sagrada y que exige respeto, solo es pertinente el uso de la fuerza cuando hay lesiones de derechos. Y dicho sea de paso el derecho es la facultad de usar y disponer de lo propio, en primer lugar la vida, luego la expresión del propio pensamiento y finalmente lo adquirido legítimamente. La antítesis del derecho es la pretensión de apropiarse del fruto del trabajo ajeno, esto es un pseudoderecho que es habitualmente declamado por los mandamases de turno con lo que se destruyen marcos institucionales civilizados.

A esta altura del siglo XXI no hay pretexto para desconocer las pobrezas y miserias, las matanzas, las hambrunas, las persecuciones y la abolición de la Justicia y la libertad de prensa en regímenes autoritarios. La libertad se basa en una concepción eminentemente moral que deriva en progreso al liberar la energía creativa. Los monigotes del poder deben ser combatidos en el terreno de las ideas para dejar al descubierto la desfachatez de sus designios. A esta altura ya no debería prender el discurso hipócrita y mentiroso de los estatistas que todo se lo llevan puesto. Son como el rey Midas al revés, todo lo que tocan lo prostituyen. Por ello resulta de tanta trascendencia preservar los genuinos valores de la democracia cuyo aspecto medular estriba en el cuidado de los derechos individuales para evitar caer en las fauces de la cleptocracia, es decir el gobierno de los ladrones de sueños de vida, de libertades y propiedades.

Tengamos siempre presentes reflexiones como las de Mark Twain en cuanto al peligro de caer en la trampa de una discusión inapropiada que consume energía inútilmente por lo que aconseja que “nunca discutas con gente estúpida, te arrastrarán a su nivel” y Gustav Le Bon en el contexto de la manía de las aglomeraciones recuerda que “en las multitudes lo que se acumula no es el talento sino la estupidez”. Y sobre todo Cicerón subraya la diferencia de la estupidez respecto a un error del cual nadie está exceptuado y advierte sobre el empecinamiento en repetirlos que en la parla convencional es lo que se dice tropezar siempre con la misma piedra: “Cualquier hombre puede cometer un error, solo un estúpido sigue haciendo lo mismo.”

En otra ocasión me he referido a Zelig, otra de las producciones de Woody Allen en la que se representaba a un fulano que carecía de timón interior y que todo lo operaba según lo que decían, hacían o pensaban a quienes tenían en su cercanía. Es lo que en gran medida ocurre hoy en día. La mayoría siente la necesidad de ajustarse a los demás. Se renuncia a la individualidad, a lo más distintivo y precioso que tiene el ser humano: su unicidad en toda la historia de la humanidad. Se amputa de su tesoro más valioso. Deja de ser para ser los demás. Hay pereza y temor por pensar distinto. Hay inseguridad y debilidad interior. La responsabilidad lo abruma, prefiere endosar las decisiones al grupo. Abdica de su persona y se incorpora a la manada. No tiene voz sino que es eco. Es inconcebible ir contra la corriente. Se masifica. Tiene que ser parte del coro. Es un masoquismo moral. Se entrega a la nada.

Estos personajes que padecen el síndrome Zelig, necesitan de un gurú, de un caudillo, de un líder puesto que son incapaces de liderar sus propias vidas. Los sistemas educativos de nuestro tiempo se encaminan a la guillotina horizontal, es decir al igualitarismo donde en gran medida los profesores no enseñan a pensar sino a repetir.

En otra ocasión también he recordado aquél célebre experimento donde se acuerda con un grupo al que se deja afuera una persona para que todos digan que frente a una serie de barras de distinto tamaño que la más chica es la más grande. Así se invita a la persona que no está al tanto de lo acordado por los demás y comienza la sesión. En una primera rueda naturalmente el extraño al grupo se pronuncia por la verdad de lo que ve y queda sorprendido por la opinión de todos los otros. Se suceden distintas ruedas y finalmente el sujeto se rinde y opina como los demás al sostener algo que no se condice con lo que está viendo. Es para probar la inclinación a ceder ante la opinión de los demás. Es raro el caso de quien se mantiene en su posición en cuanto a lo que considera verdadero en estos reiterados experimentos.

Por supuesto que no se trata de encapricharse en lo que uno primero piensa y machacar con la idea. Hay que estudiar y contrastar las propias conclusiones a los efectos de pulir las ideas lo más que se pueda. Este es un proceso que no tiene término. Como nos ha enseñado Popper, el conocimiento tiene la característica de la provisionalidad sujeta a refutaciones a la vuelta de cada esquina, solo hay corroboraciones que marcan un estadio en el peregrinaje en busca de verdades en que sostenernos. Pero a lo que me refiero en esta nota es al miedo de pararse contra la corriente, a la mentira a sabiendas para quedar bien con otros. A la cobardía moral.

La estupidez también se esconde tras los celos por el éxito de otro, envidiosos a su vez encubiertos en la fachada de una supuesta admonición en verdad malparida que a todas luces descubre la intención maloliente. Inclusive han aparecido ejercicios talibanescos que pretenden encerrar a otros en la jaula de determinadas inclinaciones sexuales y un ateísmo militante, agresivo y excluyente que apunta al establecimiento de una guillotina horizontal sin tener la menor idea en qué consiste una sociedad abierta con apreciaciones personales muy diversas alejadas de dogmas que pretenden imponer aquellos fantoches que responden al más crudo, retrógrado y cavernario espíritu sectario. Todos los proyectos de vida deben ser respetados excepto la lesión de derechos de terceros. El tontaje no tiene límites, como escribió Einstein: “Hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. Y del universo no estoy seguro.”

Sin duda que los hay que no se ubican en la categoría de la estupidez sino que fruto del adoctrinamiento no han tenido la oportunidad de beber en otras fuentes por lo que es necesario redoblar esfuerzos docentes al efecto de llegar a mentes nobles para que puedan sacar sus propias conclusiones sin propagandas nefastas que nublan la visión. Pero a los necios megalómanos hay que sustituirlos por reflexiones que se condicen con el respeto irrestricto a los proyectos de vida de otros, en esto consiste el respeto recíproco que es la columna vertebral de la sociedad libre.

Alberto Benegas Lynch (h) es Dr. en Economía y Dr. en Ciencias de Dirección. Académico de la Academia Nacional de Ciencias Económicas, fue profesor y primer rector de ESEADE durante 23 años y luego de su renuncia fue distinguido por las nuevas autoridades Profesor Emérito y Doctor Honoris Causa. Es miembro del Comité Científico de Procesos de Mercado, Revista Europea de Economía Política (Madrid). Es Presidente de la Sección Ciencias Económicas de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires, miembro del Instituto de Metodología de las Ciencias Sociales de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, miembro del Consejo Consultivo del Institute of Economic Affairs de Londres, Académico Asociado de Cato Institute en Washington DC, miembro del Consejo Académico del Ludwig von Mises Institute en Auburn, miembro del Comité de Honor de la Fundación Bases de Rosario. Es Profesor Honorario de la Universidad del Aconcagua en Mendoza y de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas en Lima, Presidente del Consejo Académico de la Fundación Libertad y Progreso y miembro del Consejo Asesor de la revista Advances in Austrian Economics de New York. Asimismo, es miembro de los Consejos Consultivos de la Fundación Federalismo y Libertad de Tucumán, del Club de la Libertad en Corrientes y de la Fundación Libre de Córdoba. Difunde sus ideas en Twitter: @ABENEGASLYNCH_h

LA LECCIÓN DE ISAÍAS.

Por Alberto Benegas Lynch (h)

 

Parte de las clases de Albert Jay Nock en la Universidad de Virginia fueron publicadas en forma de un libro que tuvo gran difusión titulado The Theory of Education in the United States, al que se sumaron otras numerosas obras y artículos de su autoría. Escribió un ensayo en 1937 reproducido en castellano en Buenos Aires (Libertas, Año xv, octubre de 1998, No. 29) titulado “La tarea de Isaías” (“Isaiah´s Job”). En ese trabajo subraya la faena encargada al mencionado profeta bíblico de centrar su atención en influir sobre la reducida reserva moral (remnant en inglés): “De no habernos dejado Yahvéh un residuo minúsculo , como Sodoma seríamos, a Gomorra nos pareceríamos” (Isaías, 1-9).

 

A partir de lo consignado, Nock elabora sobre lo decisivo del remnant al efecto de modificar el clima de ideas y conductas y lo inconducente de consumir energías con las masas. Así, escribe nuestro autor que, a diferencia de las reservas morales, siempre reducidas en número, “el hombre-masa es el que no tiene la fuerza intelectual para aprehender los principios que resultan en lo que conocemos como la vida humana, ni la fuerza de carácter para adherir firme y estrictamente a esos principios como normas de conducta, y como esas personas constituyen la abrumadora mayoría de la humanidad, se las conoce como las masas”. Y lo dice en el mismo sentido orteguiano y de Gustav Le Bon, pueden ser pobres o ricos, profesionales o sin oficio, ubicados en una u otra posición social, “se trata de un concepto cualitativo y no de circunstancia”.

 

Esta tarea clave encomendada a Isaías, se aleja de aquellos que no son personas íntegras ni honestas intelectuales sino timoratas que tienen pánico de ir contra la corriente aun a sabiendas que lo “políticamente correcto” se encamina a una trampa fatal. Necesitan el aplauso, de lo contrario tienen la sensación de la inexistencia. Ponen la carreta delante de los caballos y su sueño (y su fantasía) es dirigirse a la aprobación de multitudes y no les preocupa la satisfacción moral de sostener la verdad. Nunca avanzan en nada puesto que en último análisis se someten a los subsuelos reclamados por la mayoría en lugar de intentar revertir la decadencia. Son manipulados en constantes corrimientos en el eje del debate que no han sido capaces de administrar. Cada vez más se ven obligados a modificar su lenguaje y propuestas en un declive sin fin mientras no encuentren la voluntad y la fuerza para influir en el movimiento de ese eje crucial. No manejan la agenda, son obligados a tratar lo que otros indican y del modo que los establecen.

 

Estos son los que la juegan de “líderes”, los demás aparecen como bultos exaltados con promesas demagógicas pero que en definitiva dirigen los acontecimientos y empujan a los supuestos líderes a la bancarrota.

 

Hay incluso quienes podrían ofrecer contribuciones de valor si fueran capaces de ponerse los pantalones y enfrentar lo que ocurre con argumentos sólidos y no con mentiras a medias, pero sucumben a la tentación de seguir lo que en general es aceptado. No se percatan de la inmensa gratificación de opinar de acuerdo a la conciencia y de la fenomenal retribución cuando aunque sea un alumno, un oyente o un lector dice que lo escuchado o leído le abrió nuevos horizontes y le cambió la vida. Prefieren seguir en la calesita donde en el fondo son despreciados por una y otra tradición de pensamiento puesto que es evidente su renuncia a ser personas íntegras que pueden mirarse al espejo con objetividad.

 

Y no es cuestión de alardear de sapiencia, todos somos muy ignorantes y a mediada que indagamos y estudiamos confirmamos nuestro formidable desconocimiento. Se trata de decencia y sinceridad y, sobre todo, de enfatizar en la imperiosa necesidad del respeto recíproco, entre otras cosas, por la referida ignorancia superlativa que es una de las razones por la que no podemos tener la arrogancia de manejar vidas y haciendas ajenas.

 

Este razonamiento excluye a los políticos puesto que en esta instancia del proceso de evolución cultural su función en la democracia es la de atender lo que demanda la gente. Hay aquí un posible correlato con el empresario quien, para tener éxito, debe entregar los bienes y servicios que requiere la gente y no lo que le agrada al gerente. Uno y otro deben dirigirse a su público a riesgo de perecer. Los personajes a que nos referíamos con anterioridad son simples secundones de los políticos, en lugar de asumir un rol independiente y digno al efecto de contribuir al encauzamiento de las cosas por una senda fértil.

 

Por otro lado, si nos quejamos de los acontecimientos, cualquiera éstos sean, el modo de corregir el rumbo es desde el costado intelectual, en el debate de ideas y en la educación. Y este plano no está subordinado a los deseos del público sino que por su naturaleza debe seguir las elucubraciones que honestamente piensan sus actores. Es desde ese nivel que produce lástima y vergüenza el bastante generalizado renunciamiento a valores y principios que se saben ciertos.

 

Como se ha señalado en incontables oportunidades, los socialismos son en general más honestos que supuestos liberales en cuanto a que los primeros se mantienen firmes en sus ideales, mientras que los segundos suelen retroceder entregando valores a sabiendas de su veracidad, muchas veces a cambio de prebendas inaceptables por parte del poder político o simplemente en la esperanza de contar con la simpatía de las mayorías conquistadas por aquellos socialistas debido a su perseverancia.

 

Ya he puesto de manifiesto en otra ocasión que la obsesión por “vender mejor las ideas para tener más llegada a las masas” es una tarea condenada al fracaso, principalmente por dos razones. La primera queda resumida en la preocupación de Nock en el contexto de “la tarea de Isaías”. El segundo motivo radica en que en la venta propiamente dicha no es necesario detenerse a explicar el proceso productivo para que el consumidor adquiera el producto. Es más que suficiente si entiende las ventajas de su uso. Cuando se vende una bicicleta o un automóvil, el vendedor no le explica al público todos los cientos de miles de procesos involucrados en la producción del respectivo bien, centra su atención en los servicios que le brindará el producto al consumidor potencial. Sin embargo, en el terreno de las ideas no se trata solo de enunciarlas sino que es necesario exponer todo el hilo argumental desde su raíz (el proceso de producción) que conduce a esta o aquella conclusión. Por eso resulta más lenta y trabajosa la faena intelectual. Solo un fanático acepta una idea sin la argumentación que conduce a lo propuesto. Además, los socialismos tienen la ventaja sobre el liberalismo que van a lo sentimental con frases cortas sin indagar las últimas consecuencias de lo dicho (como enfatizaba Hayek, “la economía es contraintuitiva” y como señalaba Bastiat “es necesario analizar lo que se ve y lo que no se ve”).

 

Por eso es que el aludido hombre-masa siempre demanda razonamientos escasos, apuntar al común denominador en la articulación del discurso y absorbe efectismos varios. Por eso la importancia del remnant que, a su vez, genera un efecto multiplicador que finalmente (subrayo finalmente, no al comienzo equivocando las prioridades y los tiempos) llega a la gente en general que a esa altura toma el asunto como “obvio”. Este es el sentido por el que hemos citado a John Stuart Mill en cuanto que toda idea buena que recién se inaugura invariablemente se le pronostican tres etapas: “la ridiculización, la discusión y la adopción”. Y si la idea no llega a cuajar debido a la descomposición reinante, no quita la bondad del testimonio, son semillas que siempre fructifican en espíritus atentos aunque por el momento no puedan abrirse paso.

 

Es por esto que se ponen de manifiesto culturas distintas; en un pueblo primitivo (no en cuanto a que es antiguo sino en cuanto a incivilizado, en cuanto a “cerrado” para recurrir a terminología popperiana) no concibe principios y valores que adopta una “sociedad abierta”. La secuencia que comienza con el remnant no tuvo lugar en el primer caso y sí se produjo en el segundo.

 

En relación al indispensable respeto a que nos hemos referido más arriba, sostengo que es conveniente que reemplace a la expresión “tolerancia” ya que ésta conlleva cierto tufillo inquisitorial debido a que deriva de una gracia o un permiso de la autoridad para profesar el culto de cada cual (o de ninguno). Tuvieron que lidiar con estos asuntos escabrosos pensadores como Erasmo, Samuel Pufendorf, John Locke, Voltaire y Castalion (pensemos que hasta Sto. Tomás de Aquino justificó en la Suma Teológica que “la herejía es un pecado por el que merecieron no sólo ser separados de la Iglesia por la excomunión, sino también ser excluidos del mundo por la muerte”; 2da. 2da., q.xi, art. iii). El reemplazo sugerido evita la absurda noción de autorizaciones como el bienintencionado Edicto de Nantes (abrogado a poco andar) y es por todo esto que en la primera línea de la primera enmienda de la Constitución estadounidense se elude el empleo de aquella palabra. Los derechos se respetan no se toleran, lo contrario trasmite el mensaje del error en la conducta del tolerado, que se “tolera” desde un plano “superior” que dictamina sobre si debe o no tolerarse determinada creencia. De más está decir que el respetar la conducta del otro que no lesiona derechos no significa suscribir su proceder ni adherir al relativismo epistemológico.

 

En resumen, creo que es pertinente para ilustrar como es que nunca se desperdician las contribuciones bienhechoras de las personas íntegras -aun operando en soledad- lo apuntado por la Madre Teresa de Calcuta cuando le dijeron que su tarea era de poca monta puesto que “es solo una gota de agua en el océano” a lo que respondió “efectivamente, pero el océano no sería el mismo sin esa gota”.

 

Alberto Benegas Lynch (h) es Dr. en Economía y Dr. En Administración. Académico de la Academia Nacional de Ciencias Económicas y fue profesor y primer rector de ESEADE.