PARA LOS CATÓLICOS QUE CREEN QUE TIENEN EL MONOPOLIO DE LA MORAL EN LOS PRECIOS

Por Gabriel J. Zanotti. Publicado el 2/4/21 en: http://gzanotti.blogspot.com/2021/04/para-los-catolicos-que-cren-que-tienen.html

CAPÍTULO IX:

LA ÉTICA DE LOS PRECIOS[1]

Del libro

Con el espíritu de aceptar aquello que, aunque originado en escuelas de pensamiento no cristianas, sea compatible con una antropología cristiana, no podemos dejar de nombrar un aspecto de la Escuela de Frankfurt, esto es, fundamentalmente, Adorno, Horkheimer y Habermas (Op.cit. y Habermas, Jürgen, Teoría de la acción comunicativa, Barcelona, Taurus, 1987). Como es sabido, en estos autores, la dialéctica de la Ilustración tiene una fase donde el capitalismo y la industrialización consecuentes, dada la explotación según Marx, presenta relaciones necesariamente de dominio de los unos sobre los otros, al estilo dialéctica amo-esclavo en Hegel. Nosotros no estamos de acuerdo, aparte de que nos parece no cristiana, con esa visión dialéctica-marxista de la historia, pero el elemento a rescatar es la sensibilidad que tienen estos autores por el tema de la alienación, que, descontextualizado de la “izquierda hegeliana”, presenta algo perfectamente coherente con una antropología y una  ética cristiana. Y es el tema de la relación dialógica yo-tú, presente en autores veterotestamentarios como Martin Buber (Buber, Martin, Yo y tú, Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1994), pero también en las condiciones de diálogo de Habermas (Habermas, Jürgen, Teoría de la acción comunicativaop.cit, vol. I, interludio I), que, nuevamente, pueden ser enfocadas desde una antropología cristiana (Hemos trabajado en esto en Zanotti, Gabriel, “Intersubjetividad y comunicación”, en Studium, Tucumán, UNSTA, 2000, t. IV, vol. 6). Considerando la dignidad humana que se desprende por estar creado a imagen y semejanza de Dios, la relación adecuada con nuestros semejantes implica el respeto a su condición de persona, esto es, tratarlo como otro en tanto otro y no en tanto mero instrumento. Esto es, una relación yo-tu, en cambio de una relación yo-eso. Una relación yo-eso es la que se tiene con una cosa-no-persona, que puede ser por ende un instrumento a nuestro servicio, al cual legítimamente se lo domina, se lo usa, se lo “manipula”, y si es necesario se deja de lado una vez que ya no funciona. En cambio, nunca una persona puede ser reducida solo a instrumento, quedando reducida a una mera X dentro de mi esfera personal: ello es precisamente alienarla, esto es, no respetar su propio yo y “convertirla en otro”, precisamente, aquel que la manipula. Ello es contrario a la dignidad de persona, es precisamente la situación a la cual quedan sometidas las personas en los totalitarismos y autoritarismos diversos, y por ello es coherente que un autor como Karol Wojtyla haya considerado cristiano en sí mismo al segundo imperativo categórico de Kant: “nunca tratarás a otra persona como medio, sino como fin” (Wojtyla, K., Cruzando el umbral de la esperanza, Barcelona: Plaza y Janés, 1994).

En lo que Habermas ha colaborado enormemente es en resaltar las condiciones lingüísticas del tratamiento instrumental del otro o, en cambio, tratarlo dialógicamente (Habermas, Jürgen, Teoría de la acción comunicativaop.cit.). En principio –decimos así porque en estas cosas no hay normas absolutas– si yo trato de captar lingüísticamente al otro, en una estrategia de manipulación, ello no es diálogo sino razón instrumental, en términos de Habermas; en términos de una antropología cristiana, ello no es tratar al otro confirme a su dignidad de persona creada. Por supuesto, en una antropología no determinista, esta posibilidad de manipulación al otro es eso: una posibilidad moral, no una necesidad de una etapa dialéctica de la historia. Y esa posibilidad necesita lingüísticamente de un acto del habla, esto es, de una acción que hacemos con el lenguaje (véase Wittgenstein, Ludwig, Investigaciones filosóficas, Barcelona: Crítica, 1988 y Austin, John L., Cómo hacer cosas con palabras, Barcelona, Paidós, 1990), perlocutivo, esto es, que intenta modificar la conducta o el pensamiento del otro. No hay nada de malo en ello, al contrario, en las relaciones intersubjetivas siempre nuestro lenguaje tiene efectos en el otro, y muchas veces tratamos de convencer al otro de un cambio de pensamiento y/o conducta. La clave ética, para que ello no se convierta en manipulación y, de ese modo, el otro no se vea alienado, es que el acto perlocutivo sea abierto y que el pacto de lectura sea relativamente claro, y la importancia de esto crece cuanto más delicada sea la cuestión y más sensible sea el otro ante el mensaje. Por ejemplo, si vamos a tratar de convencer a alguien de la verdad del Evangelio, es importante que el destinatario del mensaje en cuestión esté relativamente advertido de nuestra intención, no sea que nos escuche por otro motivo y luego se sienta relativamente engañado. Son normas generales que, por supuesto, hay que aplicar con prudencia a los casos concretos. Pero yendo a temas que todos conocemos, el manejo de estos actos del habla ocultos, por parte de personas psicóticas, hacia personas con un yo debilitado y susceptibles de ser alienadas y caer en el engaño, es lo que explica en gran medida que la mayor parte de los autoritarismos comienzan con discursos que luego generan fenómenos de masificación, con diversas hipótesis psicológicas explicativas sobre las causas por las cuales la psiquis es pasible de este tipo de manipulaciones (Sobre este tema, véanse Frankl, Viktor (1986), Ante el vacío existencial, Barcelona, Herder, 1986 y Freud, Sigmund, “Psicología de las masas y análisis del yo”, en Obras Completas, Buenos Aires, El Ateneo, 2008, T. III).

Llega entonces el momento de preguntar: ¿qué tiene todo esto que ver con el mercado? Que, precisamente, para muchos, cristianos o no, el mercado sería uno de los mejores ejemplos de manipulación y alienación, porque, en un acto de compra/venta, el vendedor –es habitual pensarlo de ese modo pero podría ser al revés– estaría aplicando una estrategia de venta y por ende tratando de lograr que el comprador compre y, en ese sentido, estaría tratando de manipularlo. Comprador y vendedor se verían como medios, uno con respecto al otro, de sus respectivos fines, y no se trataría al otro conforme a su dignidad.

Es una objeción grave, porque va mucho más allá de cualquier defensa que se pueda hacer del mercado por la vía de su mayor eficiencia o productividad. Es una objeción que toca el núcleo moral de la acción humana en el mercado.

Debemos decir al respecto lo siguiente:

En primer lugar, la posibilidad de manipulación del otro, como posibilidad moral, es innegable, o de lo contrario no habría libre albedrío. Es una posibilidad, por otra parte, no reducida solo al ámbito del mercado, sino, después del pecado original, a toda relación humana en sí misma buena. Puede suceder en el matrimonio, en las relaciones legítimas de poder, etc. Pero por ese mismo motivo, porque es una posibilidad moral, no es un proceso necesario de una determinada etapa de la historia, como en el materialismo dialéctico, y eso es lo que distingue a la alienación dentro de una posibilidad luego del pecado original y la alienación como proceso necesario del capitalismo como etapa de la lucha de clases (Ver al respecto, Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe (1984), “Instrucción sobre algunos aspectos de la ‘teología de la liberación’, en L’Osservatore Romano, 1984, caps. 7-9.).

En segundo lugar, en ese sentido, cabe reiterar que “el mercado” del que hablamos es un proceso espontáneo, connatural a la naturaleza humana que trata de minimizar la escasez (ya hemos tratado este tema), que tiene sus diversas fases de evolución y que no se identifica solo con el capitalismo concomitante y posterior a la revolución industrial, que, por lo demás, tampoco es moralmente indebido en sí mismo (Nos referimos al punto 101 de la encíclica Quadragesimo anno; ver al respecto Doctrina Pontificia, Madrid, BAC, 1964, p. 672; sin olvidar, por supuesto, el famoso punto nº 42 de la Centesimus annus, citado anteriormente.).

En tercer lugar, los actos de compra/venta en un mercado, y también en las características culturales del mercado en Occidente, son habitualmente una estrategia abierta, anunciada, conocida por conocimiento común del mundo de la vida y del horizonte de pre- comprensión cultural, y en ese sentido no son estrategias maliciosamente ocultas. El mercado implica, precisamente, personas comunicándose, hablando, expresando sus preferencias y valoraciones, con pactos de lectura que dependen de usos y costumbres culturales abiertas. Las normas de regateo cuando se compra o se vende un departamento, o las normas de regateo en un mercado indígena de Centroamérica, o las normas de compra/venta en un supermercado occidental, se suponen conocidas para quienes participan en esos “juegos de lenguaje”. Yo no puedo denunciar engaño porque vaya a la India o a Nueva York y no conozca las normas implícitas que manejan sus respectivos mercados. En este sentido, los órdenes espontáneos, en tanto procesos de comunicación de conocimiento disperso, se manejan con actos del habla perlocutivos abiertos y no caen, por ende, en el carácter casi necesariamente manipulador de un acto del habla ocultamente estratégico. O sea: en los mercados (igual que en la política o en las relaciones entre los sexos) se manejan estrategias, pero son abiertas y, en ese sentido, parte de pactos de lectura conocidos implícitamente. Para pasar a otro ámbito, ningún caballero puede sentirse engañado porque una dama rechace su primera invitación salir dando cualquier excusa, cuando en un determinado “juego” ello es entendido como una prueba para ver si el caballero le invita de vuelta. Si el caballero decodifica “no quiere salir conmigo, punto”, es que no está entendiendo el juego de lenguaje. De igual modo, si un comprador interpreta “el precio es 100, yo compro solo por 80, punto”, se produce una situación similar. El mercado es por ende un juego de lenguaje abierto. Presuponiendo el conocimiento común de un determinado mundo de la vida y un normal libre albedrío, es un proceso natural de comunicación y no de alienación.

En cuarto lugar, desde el punto de vista jurídico, un acto de compra/venta puede ser perfectamente legítimo aunque la intención última de alguno de sus participantes sea “dominar indebidamente” al otro. Ello es así porque, en los actos de compra/venta donde rige la justicia conmutativa, se cumple también que en la virtud de la justicia, un acto puede ser justo aunque la intención última del ser humano sea otra. Y ello es así porque el objeto de la justicia es lo justo. Si yo devuelvo a otro una suma debida, mi acto es justo aunque mi intención última sea indebida, por ejemplo, solo quedar bien con él. Por ende, la justicia humana –esa ley humana que no puede abarcar, precisamente, todo lo exigido por la ley natural– (Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, q. 96, a. 2c) no puede pedir el control de las intenciones últimas de las personas intervinientes, donde entra precisamente el fin último de la acción. O sea, la justicia humana, para seguir la clásica característica tripartita de un acto moral, cae sobre el objeto, nunca sobre el fin y a veces sobre la circunstancia de la acción. O sea, si yo ejecuto un acto de compra/venta sin atentar contra la justicia pero sin mirar al otro en tanto otro, ello es moralmente malo por ese “sin mirar al otro en tanto otro”, pero justo desde un punto de vista moral y legalPor ello es importante, al realizar un acto de compra/venta, mirar al otro no solo como aquél que está comprando o vendiendo, sino además como lo que es en sí mismo, persona, más allá de que “me sirva”. Pero ello está más allá de lo que la ley humana pueda contemplar.

Por último, alguien podría decir que en el mercado hay engaño si se vende o se compra a un precio mayor o menor de lo que la cosa vale en sí misma pero para contestar esa objeción debemos pasar el punto siguiente, la ética de los precios en el mercado.

***

Recordemos que según Santo Tomás el deber ser es un analogado del ser. Ello se desprende de la ética de Santo Tomás y de la filosofía cristiana en general, donde la ley natural no es más que el despliegue de las capacidades de la naturaleza del ser humano. Por eso, desde esa perspectiva, la famosa separación de Hume entre ser y deber ser no tiene sentido.

Por ende, para analizar el deber ser en los precios hay que analizar el ser en los precios, esto es, la naturaleza de esa relación intersubjetiva que llamamos precios (norma que se cumple, mutatis mutandis, para todas las cuestiones de ética económica).

Hasta ahora hemos dicho algo que creemos importante, esto es, que los precios son síntesis de conocimiento disperso, pero hay que extender el análisis de dicha caracterización para el tema que nos compete.

Repasemos dos cuestiones: propiedad y teoría del valor.

Analicemos para ello un caso simple: Juan decide vender su automóvil por 10.000 dólares y Roberto no lo quiere comprar por más de 8.000 dólares. Por supuesto, una consecuencia muy importante, a efectos de teoría económica, es que en ese caso no habrá intercambio, pero a efectos de lo que estamos analizando, hay dos cuestiones previas.

En primer lugar, que Juan decida vender su automóvil presupone la propiedad de su automóvil. Por ende la oferta, la demanda y los precios presuponen la propiedad de los bienes y servicios que se intercambian. La propiedad de la que hablamos aquí está justificada como precepto secundario de la ley natural, según lo afirmado por Santo Tomás en Suma Teológica, I-II, q. 94 a. 5 ad 3, por su utilidad, como un “adinvenio” del intelecto humano, que, como hemos visto en todo lo que venimos diciendo, en la economía actual pasa por minimizar el problema de la escasez. La propiedad es sencillamente una institución evolutiva para minimizar el problema de la escasez y por ello es precepto secundario de la ley natural (he desarrollado en detalle ese aspecto en Zanotti, Gabriel J., Crisis de la razón y crisis de la democracia, Episteme, Buenos Aires, 2015, e id, “La ley natural, la cooperación social y el orden espontáneo”, en Revista de la Facultad de Derecho Nº 19, Guatemala, Universidad Francisco Marroquín, 2001).

En segundo lugar,cuando dijimos que los precios son síntesis de conocimiento disperso, dijimos que ello permite leer en el mercado la escasez relativa de los bienes, esto es, cuán escaso es un bien. Pero esa escasez no es objetiva, sino, como todos los fenómenos sociales, intersubjetiva y subjetiva. ¿Qué quiere decir ello? Que el valor de los bienes en el mercado, que se traduce en los precios, no es una propiedad de la cosa en sí misma independientemente de su intercambio humano, sino de la cosa en tanto intercambiada y valorada por las personas (“subjetivo”) que intercambian. Esto es muy conocido por los economistas como teoría subjetiva del valor, como ya se ha analizado, pero habitualmente choca con la noción escolástica de bien cuyo valor, en tanto “bonum”, es “objetivo” (“la cosa es apetecida por ser buena y no buena por ser apetecida”, hemos mostrado su complementariedad en el capítulo sobre los bienes económicos); y por ello ahora la estamos presentando de modo tal que no se produzca ese conflicto, pero no por nuestro modo de presentación sino porque verdaderamente no consideramos que lo haya (hemos desarrollado esto en detalle en nuestra tesis de doctorado de 1990, Zanotti, Gabriel, Fundamentos filosóficos y epistemológicos de la praxeología, Tucumán, UNSTA, 2004).

Por supuesto que el valor moral es “objetivo”, en tanto que el bien moral de una acción humana depende de un objeto, fin y circunstancias que no son decididos arbitrariamente por la persona actuante. Por supuesto que además puede haber otro tipo de valores involucrados en una mercancía (artístico, afectivo, etc.,) independientes del acto de intercambio. Por supuesto que el “bonum” es un trascendental del ente y como tal el grado de bondad de una cosa depende de su “gradación entitativa”, dependiente de su esencia. Pero nada de ello obsta a que, como hemos visto, la escasez de la que hablamos es intersubjetiva, en relación a lo humano, y por ello si un bien o servicio no es demandado en el mercado no tiene valor –a ello llamamos subjetividad del valor en el mercado–. Puede ser que algo “deba” ser demandado por los consumidores, pero lo que determina su precio en el mercado es que efectivamente sea demandado y ofrecido. Por ello los economistas saben que la teoría subjetiva del valor soluciona la famosa “paradoja del valor” de los economistas clásicos: algo tan importante como el agua puede tener menos valor en el mercado que una pepita de oro en la medida de que el agua en determinadas situaciones (no en un desierto) sea más ofrecida en el mercado y el valor de cada unidad de agua (que los economistas llaman “utilidad marginal”) sea menor.

Por ende algo vale en el mercado (repetimos: en el mercado) en la medida que una persona valore lo que ofrece y lo que demanda. Pero el precio implica el encuentro entre las valoraciones de oferente y demandante. Si yo valoro mi teléfono móvil en 5000 dólares y nadie me compra por esa valoración, tendré que ir bajando mis pretensiones hasta encontrar un comprador. Pero si mi celular comienza a ser altamente demandado por mucha gente, puede ser que lo venda por esa valuación o más. Esto es, recién en el momento del intercambio se establece el “precio”, que depende, como vemos, del encuentro de las valuaciones subjetivas de oferentes y demandantes, y por eso los precios indican la “escasez relativa”: porque la escasez en el mercado no depende de la cantidad objetivamente contable del bien, sino de cuánto sea demandado y ofrecido por personas. Y esto es importante porque, a su vez, como ya explicamos, permite que las expectativas se ajusten: si yo soy oferente (tal vez empresario) de teléfonos celulares/móviles y “leo” que los precios de los celulares suben, tal vez me decida a hacer inversiones adicionales en ese sector, lo cual aumentará luego la oferta de teléfonos celulares/móviles y su precio comenzará a bajar. Todas estas explicaciones, que para algunos economistas (no todos) son muy conocidas, las estamos resumiendo a fines de comprender la naturaleza de esas relaciones intersubjetivas llamadas precios y por ende poder analizar bien su “deber ser”.

Las conclusiones respecto a la ética de los precios, dado en el análisis anterior, son las siguientes:

1. La decisión de vender o no vender, comprar o no comprar (A), que es lo que implica que aumente o no la oferta y la demanda, depende de la propiedad como precepto secundario de la ley natural (B). Por ende, si B es éticamente correcto, A lo será también. Luego, si, por ejemplo, yo decidiera NO vender mi auto, y este, a su vez, fuera altamente demandado, su precio potencial tendería a infinito, o sea, “no se vende”. Pero si la propiedad de mi auto es éticamente correcta, entonces que el precio sea “alto” en el sentido de tender al infinito, también lo es. Por ende un “precio alto” no es fruto de una acción inmoral, sino de una propiedad éticamente justificada, frente, a su vez, de una demanda del bien en cuestión.

2. La pregunta de si es lícito vender o comprar en el mercado por más o menos de lo que la cosa vale está mal planteada en cuanto que el valor en el mercado es subjetivo en el sentido que lo hemos explicado. La cosa en el mercado vale lo que vale en el mercado. Es casi tautológico. Si tiene algún otro tipo de valor, no es el valor que conforma los precios.

3. Cuando aumenta la demanda de un bien, alguien con buena voluntad puede decidir mantener el precio como está o bajarlo, pero la cantidad ofrecida del bien se acabará rápidamente. Un convento de benedictinos puede estar vendiendo miel por 10 dólares el frasco. Supongamos que la demanda de miel aumenta repentinamente porque las personas están convencidas de sus propiedades curativas o lo que fuere. Los benedictinos pueden decidir bajar el precio o más aún, repartir todo su stock, y ello parecerá muy meritorio. Pero ese stock se acabará rápidamente. Tienen que producir más cantidad, lo cual requiere más inversión por parte de ellos, lo cual no es nada sencillo y, mientras tanto, si no quieren agotar el stock, deberán (con “necesidad de medio”, no “ontológica”) ver si pueden obtener un precio más alto, si la demanda les responde, para que no haya largas filas de demandantes alrededor del convento que luego se queden sin miel, y para, a su vez, obtener un margen adicional de rentabilidad que les permita obtener nuevos créditos para re-invertir en la producción de miel. Nada de ello se produce por la maldad moral de los benedictinos. A su vez, ese nuevo precio de la miel, más alto, atraerá a otro oferentes (excepto que los benedictinos tengan una licencia exclusiva para producir miel concedida por el gobierno) que lentamente harán que el precio de la miel tienda nuevamente a la baja.

Dado el corazón humano después del pecado original, puede ser perfectamente que alguien saque provecho de un precio alto, de un bien que es su propiedad, sin importarle en absoluto el prójimo, sobre todo en situaciones tales como ser vendedor de agua en un desierto, etc. Ello, obviamente, no sería correcto moralmente. Pero entonces, ¿qué hacer? La tentación es que los gobiernos (esto es, otras personas con poder de coacción) intervengan ese mercado y expropien la producción o fijen precios máximos, etc. Pero ello produciría los siguientes resultados: a) como explicamos antes, al intervenir en un precio se borra la fuente de interpretación de la escasez relativa en el mercado y la situación es peor; b) la expropiación de la producción en cuestión desalienta los incentivos para la producción y la situación es peor, atentando contra el principio de subsidiariedad.

Desde el punto de vista de la ley humana, hemos visto ya que Santo Tomás deja bien en claro que dicha ley no abarca todo lo prohibido por la ley natural. Por ende, vender al precio de mercado puede ser perfectamente bueno desde el punto de vista del objeto, fin y circunstancias de la acción, o no, pero en este último caso, por los motivos a y b, no es conveniente que la ley humana interfiera en el proceso de mercado. Lo inteligente es, desde el punto de vista de la ley humana, en un caso de emergencia, que una agencia gubernamental compre el bien en cuestión y lo venda más barato o lo regale y con ello no interfiere con el delicado proceso de precios. Por supuesto, esta propuesta es alto opinable, y depende de condiciones que los economistas han estudiado para los casos de “decisión pública”; en este caso se requerirían condiciones harto difíciles como que el gobierno sea preferentemente municipal, tenga sus cuentas en orden, no se financie con emisión monetaria o impuestos a la renta (Hayek, Friedrich A. von, Nuevos estudiosop.cit., cap. 8), etc.

4. Los precios en el mercado se manejan en una franja de máximo y mínimo: el límite máximo de venta es aquel más allá del cual no se encuentran compradores, y límite mínimo de compra es aquel por debajo del cual no se encuentran vendedores. Yo puedo querer que mi computadora se venda a 10.000 dólares pero es muy factible que más allá de 500 dólares no se encuentren compradores; de igual modo, yo puedo querer comprar un ordenador (usado) por 1 dólar pero es muy factible que por debajo de 400 dólares no se encuentren vendedores. Esos límites están determinados precisamente por la oferta y la demanda del bien en cuestión y no se pueden pasar so pena de que no haya intercambio. Por ende la voluntad del vendedor o comprador en el mercado no “fija” los precios sino que depende de la interacción con la otra valoración. Esa franja es lo que implica el “precio de mercado”. Ahora bien, un cristiano debe tener en cuenta el bien de su prójimo y por ende puede ser perfectamente bueno que, al vender algo, en determinada circunstancia, no busque el límite máximo de venta sino el mínimo, pero más allá del mínimo no va a poder bajar. Yo puedo ser farmacéutico y propietario de mi farmacia y ante determinada circunstancia, bajar mi valuación de un medicamento de 100 a 80, pero si lo sigo bajando, por un lado aumentará enormemente la demanda y no voy a poder satisfacerla y, por el otro, los vendedores del medicamento en cuestión dejarán de proveerme. En ese caso, es perfectamente cristiano seguir vendiendo a 80 y, por otro lado, en una acción fuera de mercado, distribuir gratuitamente medicamentos que yo haya podido adquirir con mis recursos, ayuda de una fundación, etc. Hacemos todas estas aclaraciones precisamente para que se vea que la ética de los precios no tiene autonomía absoluta en la determinación de los precios. El nivel de los precios no depende de la buena o mala voluntad de las personas; esta última puede incidir pero hemos visto que el factor básico es la demanda subjetiva de los bienes y todas las consecuencias de la interacción de las valoraciones cuyos ejemplos hemos explicado.

Conclusión: la cosa “en sí misma”, esto es, independientemente de su intercambio en el mercado, puede tener tal o cual valor, pero ese valor no tiene que ver con los precios. Estos últimos surgen de las valoraciones intersubjetivas de las personas en el mercado, y hay que tener en cuenta esto último para analizar la ética de oferentes y demandantes en el mercado.

Pero este mercado, como hemos visto, no es un mecanismo, que se mueva por acción y reacción, sino un proceso, una interacción entre personas. Y el factor que lo mueve hacia una mayor coordinación de expectativas es la referida tendencia al aprendizaje, que se traduce en el factor empresarial. Pero ese papel –el empresario, la empresarialidad– ha quedado muy desdibujado ante una ética cristiana. Será objetivo de estos artículos encaminar nuevamente esa cuestión.


[1] Lo que sigue es una versión ligeramente modificada, de este mismo tema, incluida en nuestro reciente libro Antropología cristiana y economía de mercado, Unión Editorial, Madrid, 2011.

Gabriel J. Zanotti es Profesor y Licenciado en Filosofía por la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (UNSTA), Doctor en Filosofía, Universidad Católica Argentina (UCA). Es Profesor titular, de Epistemología de la Comunicación Social en la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor de la Escuela de Post-grado de la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor co-titular del seminario de epistemología en el doctorado en Administración del CEMA. Director Académico del Instituto Acton Argentina. Profesor visitante de la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala. Fue profesor Titular de Metodología de las Ciencias Sociales en el Master en Economía y Ciencias Políticas de ESEADE, y miembro de su departamento de investigación. Publica como @gabrielmises

LA RENTABILIDAD NO ES JUSTIFICATIVO MORAL PARA VENDER EL ALMA A LAS MASAS

Por Gabriel J. Zanotti. Publicado el 8/12/16 en: http://gzanotti.blogspot.com.ar/2016/12/la-rentabilidad-no-es-justificativo.html

 

Sorprendió una vez más a algunos amigos liberales mi reiterada crítica a medios de comunicación que publican noticias sobre chismes y vida íntima de las personas famosas, que tienen alta demanda y en cuya mayoría de casos estos “ricos y famosos” se prestan gustosamente.

La sorpresa vino de que yo pudiera ignorar que la oferta tiende a adecuarse a la demanda o que yo pudiera sugerir algún tipo de intervención del estado al respecto.

La verdad, en mi caso juzgué no necesario aclarar que ni ignoro lo primero ni propongo lo segundo.

Lo que ocurre es que hace tiempo que vengo estudiando los fenómenos de masificación, cuyos autores principales son Freud, Fromm y Frankl.

Lamentablemente no son autores muy estudiados por los liberales clásicos o libertarios. El primero fue denostado erróneamente por Hayek quien lo confundió con Marcuse y el aprovechamiento que el marxismo de los 70 hizo de su texto “El malestar en la cultura”, cuando precisamente en este texto Freud defiende la propiedad privada enfáticamente. Mises, al contrario, defendió siempre a Freud, cosa bastante silenciada por gran parte de los liberales que en esto seguían a Hayek.

Fromm casi no existe para los liberales/liberatarios, porque a pesar de su intensa crítica al nazismo y al comunismo, su crítica a la alienación como esencial al capitalismo –típico del neomarxismo de la Escuela de Frankfrut- fue suficiente para la consiguiente inconmensurabilidad de paradigmas.

Y de Frankl, ni noticia. Una lástima.

Pero los tres, combinadamente, permiten elaborar las causas de la alienación de las masas que conducen a la votación de dictadores, cosa que ayudaría mucho a los liberales clásicos a entender el mundo en el que viven y sacarlos de sus sorpresas racionalistas, donde el supuesto conocimiento del bien conduciría a un votante más maduro como el ilustrado de Kant.

Pero lo inaceptable para el liberal, precisamente porque lo ve como un peligro para la libertad de expresión, es la “crítica a la cultura del espectáculo” que se desprende fundamentalmente de los escritos de Fromm.

El desarrollo del ser humano, para Fromm, es precisamente la búsqueda de ser individuo. Pero ello conlleva un temor (el miedo a la soledad de la libertad) para el cual hay dos salidas: el amor auténtico, donde dos individuos se desarrollan plenamente como tales en el amarse plenamente (el arte de amar) o una total anestesia de ese temor, por medio de una relación sado-masoquista con el otro, donde la relación dominante-dominado ofrece una salida “alienante” a la soledad: porque  ambos, en esa relación donde el individuo se pierde, “se hacen el otro”: el dominado acepta ser su relación con el dominante y viceversa. Es una cuestión de psicología profunda que no tiene que ver con la teoría de la explotación de Marx.

Una de las maneras de alienación es la cultura del expectáculo, donde el alienado se hace lo que los otros quieren ver (ver “Zelig” de Woody Allen) donde encuentra en eso el solo sentido de su existencia, donde se aferra a la fama como una droga terriblemente adictiva. Los otros alienados son quienes consumen ese circo, que cuando más morbo y más visualización de lo íntimo les ofrezca, mejor. Es similar a la adicción que produce la pornografía: lo que más seduce es la exhibición de lo íntimo.

Esto es parte de la naturaleza humana, aunque no es algo necesario, porque el amor auténtico lo puede superar. Sin embargo, a nivel masivo es difícil de frenar. Está lleno de personajes circenses, que son sin embargo llamados artistas, actores o deportistas, que están gravemente enfermos, con neurosis casi psicóticas, aferrados a la fama, a las drogas y al alcohol, cuyos detallas más íntimos de sus pobres vidas son consumidos por millones de masificados que encuentran en ese consumo un consuelo para una existencia vana e insípida.

Pero en esos espectáculos hay 3: la demanda (la masa), el pobre enfermo convertido en espectáculo de circo, y el empresario que lo vende. Yo lo que digo es que, moralmente, la rentabilidad no es en ese caso justificativo moral para formar parte de ese mecanismo perverso de alienación colectiva. El mercado implica el libre albedrío de sus agentes y por ende su responsabilidad moral. Ningún oferente “debe” ponerse a vender cualquier cosa porque sea rentable, aunque si lo hace, claro que el estado no tiene que intervenir, para que se queden tranquilos. Pero está mal igual. ¿Qué opinarían mis amigos liberales si Unión Editorial se pusiera a vender libros a favor del Che Guevara sencillamente porque vende más? Piensen en ese ejemplo, por favor. No sucede ello porque el director de Unión Editorial, excelente empresario, sabe que sin embargo su empresa tiene una misión y visión donde hay ciertas rentabilidades que no entran, y punto.

De igual modo, lo que yo pido a los dueños de los medios, sean blogs, Facebook, La Nación o The Mars Time, es que hagan una diferencia y no satisfagan ese tipo de demandas.  ¿Tendrán menor rentabilidad? Si, en términos relativos, de igual modo que Unión Editorial en ese momento está teniendo menor rentabilidad por no publicar un libro llamado “Las virtudes heroicas de Fidel Castro”. Pero la creatividad empresarial dentro de la misión y visión de la empresa implica mayores ganancias que las eventuales pérdidas por no dar de comer la mano de todos los enfermos de morbo y del sabroso sabor obsceno de la intimidad de los demás, y el aprovechamiento empalagoso de sus más penosas neurosis cuasi-psicóticas.

Es una cuestión de ética, gente. Más allá de la oferta y la demanda. Roepke dixit.

 

Gabriel J. Zanotti es Profesor y Licenciado en Filosofía por la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (UNSTA), Doctor en Filosofía, Universidad Católica Argentina (UCA). Es Profesor titular, de Epistemología de la Comunicación Social en la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor de la Escuela de Post-grado de la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor co-titular del seminario de epistemología en el doctorado en Administración del CEMA. Director Académico del Instituto Acton Argentina. Profesor visitante de la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala. Fue profesor Titular de Metodología de las Ciencias Sociales en el Master en Economía y Ciencias Políticas de ESEADE, y miembro de su departamento de investigación.

FIN ÚLTIMO DEL SER HUMANO, DIOS, FELICIDAD Y EL CAMINO A UN EXISTENCIALISMO CRISTIANO

Por Gabriel J. Zanotti. Publicado el 28/2/16 en: http://gzanotti.blogspot.com.ar/2016/02/fin-ultimo-del-ser-humano-dios.html

 

Anexo al cap. 37 del libro III de mi comentario a la Suma Contra Gentiles
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El sentido de este tema, hoy

Pero ¿qué le dice todo esto al hombre actual, tanto creyente como no creyente? ¿Qué sentido tiene decir hoy que la felicidad está en Dios, si Dios está en duda y, además, incluso para el creyente, la felicidad tiene que ver con bienes legítimos —familia, trabajo, amigos, hobbies, recreación, salud física—, cuya carencia ocasiona enormes sufrimientos?

Tal vez tengamos que recordar una vez más ese camino existencialista cristiano que mencionamos antes[1], en uno de los anexos del capítulo13 del libro I[2].

  1. a) Ante todo, al ser humano actual le es muy difícil despertar de la matrix —haciendo una analogía con la famosa película— de la alienación. Vivimos aferrados a la existencia inauténtica (Heidegger): cumplimos, cual bote arrojado a corrientes diversas, los mandatos sociales de nuestra época; como mucho, si no nos va mal, elegimos una carrera (sin saber bien por qué), un cónyuge, trabajamos, sin saber tampoco por qué o para qué, y luego parece que todo quedara librado a la suerte. Si tenemos suerte, tenemos dinero y salud; si no, estamos en problemas. En ambos casos hay un ruido sordo, una pregunta que tortura nuestra mente —igual que en la película—: qué sentido tiene todo, qué sentido tiene la vida, pero mejor no meterse mucho con eso; si mucho, escuchar desde una lejanía respetuosa a filósofos y pensadores que se metan con ello. Y cuando el desamor, la muerte, las enfermedades golpean la puerta de nuestra dormida existencia, nos despertamos en una bruma de depresión y angustia.
  1. b) Todo esto hasta que las situaciones límite (Jaspers) nos golpean y un Morpheus menos simpático que el de la película nos invita a tomar la pastillita roja. La pastilla roja es hacerse la pregunta más eludida por gran parte del pensamiento actual. Es la pregunta metá-fisicá: ¿por qué soy, si puedo no ser?
  1. c) ¿Puedo no ser? Esa es la pregunta. No es una pregunta que surja de la arbitrariedad de la sola voluntad de quien quiera formularla; es una pregunta que surge de la capacidad de darse cuenta de que hemos sido “arrojados al mundo” y no sabemos por qué. La pregunta implica dar un “más allá de” la física y la biología. ¿Por qué hemos nacido, si podríamos no haberlo hecho? La pregunta no se responde desde el big bang o la evolución. ¿Por qué has nacido tú, por qué he nacido yo, cuando todo podría haber sido sin nosotros? La pregunta es precisamente lo que el creyente puede compartir con el no creyente sobre la finitud de la propia existencia. La pregunta no nace de un intelecto sin un recorrido vital, sino de la madurez existencial. La pregunta tiene sentido en sí misma pero quien es aún muy niño —y no precisamente en el sentido evangélico— no la verá y seguirá aferrado a sus juguetes.
  1. d) Una vez que se ve el sentido de la pregunta, viene la que sigue: si puedo no ser, ¿cuál es el sentido de mi vida? No de “la” vida en general, sino de “mi” vida, porque evidencia existencialmente al yo que, aunque intersubjetivo, muestra sin embargo la falsedad existencial y teorética de toda filosofía que niegue el yo. El yo es concomitante con el “mi”. ¿Cuál es el sentido demi vida, si pude no haber sido? ¿Por qué soy?
  1. e) Es precisamente ahí donde la respuesta del creyente tiene sentido para todos: porque la finitud no podría “ser” si no fuera por lo infinito; o sea: Dios. Es una respuesta que puede ser aceptada por un no creyente en la medida que la finitud sea la vía por la cual pueda ver lo no finito.
  1. f) Pero la respuesta lleva a otra pregunta. De acuerdo, no hemos sido arrojados al mundo, como si este “arrojamiento” implicara una imposibilidad de respuesta, sino que hemos sido creados por Dios. Pero nuestro ser personal implica el yo, la pregunta por el sentido propio de “mi” vida. Toda vida tiene sentido, porque ha sido creada por Dios, pero la persona tiene un sentido personal. Cada uno hemos sido creados “yo”.
  1. g) Entonces, para encontrar el sentido de nuestra vida, hay que ir a lo más esencial de ese “yo”. Hay que preguntarse quiénes somos. Eso es la vocación. La vocación no es una carrera, una elección: es descubir quiénes somos; no es cuestión de elegirlo, sino de descubrirlo. El libre albedrío que sigue es ser fiel o no a ese descubrimiento de esa esencia individual originaria.
  1. h) La vocación no es tampoco un “hacer”: es “ser” quienes somos. El hacer tiene sentido cuando es el despliegue del ser personal. Si no, es actuar a lo loco, sin sentido, volviendo a la alienación, a la existencia inauténtica.
  1. i) Cuando se encuentra la más profunda verdad, la verdad sobre uno mismo, la vida entera se convierte en el despliegue de esa verdad y la voluntad quiere un bien: ser fiel a esa verdad. Como consecuencia, el descubrimiento de esa vocación y serle fiel implica el despliegue de la inteligencia y de la voluntad, no solo en la línea de la esencia humana, sino también en la línea de nuestra esencia individual.
  1. j) Ese despliegue implica por tanto el proyecto personal. Ahí los diversos “emprendimientos”, las diversas actividades de la vida, no son ya escapismos al sinsentido de misma, sino, al contrario, un resultado natural de su sentido.
  1. k) Esos proyectos son verdaderas participaciones en el bien total. Son cosas buenas, pero no cualquier cosa: son despliegues que nos plenifican, y verdaderas participaciones en el bien total (Dios).
  1. l) Por tanto, la relación de todo esto con Santo Tomás es que verdaderamente la plenitud de nuestra existencia implica llegar a Dios, y el despliegue de nuestros proyectos personales no es Dios, pero sí verdaderas participaciones en Dios, en la medida que respondan a nuestra esencia individual. Si del despliegue de esos proyectos resultaran honores, fama o recursos dinerarios, la virtud de la templanza es necesaria para estar desprendido de todo ello, sabiendo que todo ello es vacío si viene sin el despliegue de la vocación personal. La felicidad consiste, por consiguiente, en llegar a Dios a través del despliegue de nuestra vocación personal.
  1. m) Pero hay otro desprendimiento que es necesario, donde se puede introducir en toda vocación (la laical incluida) la espiritualidad carmelita de Santa Teresa, San Juan de la Cruz, Santa Teresita o Edith Stein. Significa ponerlo todo en la providencia divina, para de desprendernos incluso de nuestros emprendimientos. No quiere decir esto abandonarlos, sino seguir ejecutándolos desprendidos de ellos mismos y más aún de un anhelado “éxito”, porque su florecimiento queda en manos de Dios. Podemos “querer” así que nuestros proyectos se realicen, agregando “mas no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Esto es indispensable para la felicidad personal. Al poner todo en Dios, nuestra voluntad se identifica con la suya.
  1. n) Pero falta un aspecto esencial. No podemos encontrar nuestro propio bien, si nos miramos a nosotros mismos. De igual modo que un profesor, cuando da clase, se concentra en sus alumnos, y solo así la clase sale bien, el ser humano debe poner la mirada en el otro, para solo así desplegar su propio bien. Hay que mirar al otro en tanto otro: ello significa amar al otro buscando su bien más allá de cualquier cálculo de beneficio que ello nos pueda reportar. Esto solo se advierte en la experiencia vital de la misericordia, que siempre tiene la gracia de Dios como ayuda, sea que la experiencia de ser el buen samaritano la tenga un creyente o un no creyente que no sabe que Dios está en él. Por lo mismo todo proyecto personal debe ser intersubjetivo: implica descubrir de qué modo personal encuentro mi plenitud en el encuentro con el otro. Solo allí, en el encuentro con esa mirada al otro —sea el otro el cónyuge, el amigo, el paciente, el alumno o el cliente— puedo encontrar lo que significa amar a Dios por Dios mismo, sin buscar directamente “la actualización de nuestras potencias”. Y eso solo se logra cuando por gracia de Dios nos enamoramos de Cristo en la Cruz, que por pura misericordia está muriendo por nosotros. Es ahí, solo ahí, en esa participación en la cruz de Cristo, donde se encuentra el sentido a todo sufrimiento que podamos tener.
  1. o) Finalmente, toda la psicoterapia profunda, sobre todo Freud y Frankl, debe ser un ejercicio permanente de autoreflexión sobre sí mismo, porque, después del pecado original, vivimos cubiertos por toneladas de conflictos, resultado de neurosis no asumidas, sino negadas permanentemente por racionalizaciones y escapismos. Así no podemos llegar “normalmente” nunca al descubrimiento del “sí mismo” y de la vocación personal, excepto que la gracia de Dios opere secretamente un milagro que queda sabiamente oculto ante los ojos de los demás. La psicoterapia profunda forma parte, por tanto, de la autoeducación permanente en la indispensable tarea del descubrimiento de sí para salir de la matrix de la alienación. Que Freud no haya visto las implicaciones espirituales de sus propuestas no las invalida en sí mismas.
  1. p) La felicidad, está en Dios, en un enamoramiento de Dios que permite emprender, estando desprendido; que permite ver al otro en tanto otro, que permite amar el misterio de Dios en tanto Dios, asumir el misterio de la providencia de Dios, con sus dones, pruebas, sufrimientos y bromas. Así es que, en el siglo XXI y en cualquier siglo,Santo Tomás tiene razón: la felicidad está en Dios, vive en Dios, es Dios.

 

 

[1] Ver al respecto Welte, B.: Ateísmo y religión, en Teología, Tomo VI/1, nro. 12, 1968; Mandrioni, H.: La vocación del hombre; Guadalupe, Buenos Aires, 1976; Stein, E.: Ser finito y eterno, op. cit., cap. 1.

[2] “… Por eso la “existencia” de Dios aparece como un planteo prescindible de la vida. Cuando se le plantean al hombre actual las pruebas de la “existencia” de Dios, hay que tener en cuenta ciertas transformaciones importantes. Primero, el término existencia es entendido como un sujeto cuya existencia transforma a una clase vacía en una clase no vacía, y ya dijimos que ello no tiene nada que ver con Dios. Segundo, el hombre actual ha absorbido a Kant sin darse cuenta: la metafísica es reducida a una fe sin sustento racional. Tercero, el término “prueba” remite a una prueba científica en los términos que el positivismo la planteó, esto es, como el test de una hipótesis, que ya sabemos, desde Popper et alia, que no “prueba” nada, pero ello el hombre actual también lo ignora. Cuarto, y lo más importante: ¿qué importancia tiene para la vida de cada persona la existencia de Dios?

Antes de “definir” existencia (donde comienzan todos los problemas) hay que reflexionar sobre lo que llamamos compromiso existencial, que pasa por una experiencia vital que pasa a su vez por un acto radical de amor al otro en tanto otro. Para una madre, ¿importa que su hijo exista? Antes de dar una respuesta in abstracto, la madre contesta que sí, que le importa que su hijo exista. Ello, a su vez, cuando ama a su hijo como las verdaderas madres aman a sus hijos. Esto es, con un compromiso existencial por el cual la existencia del otro demanda de uno mismo un compromiso ético, esto es, actos de sacrificio y misericordia por el otro que estamos dispuestos a realizar. Ese conocimiento por connaturaleza, del amor al otro en tanto otro, que se da en actitud natural, es una condición para una reflexión teórica sobre el significado de la existencia a la cual estamos unidos previamente por el afecto.

Siguiendo esta misma línea de experiencia vital, la existencia que importa surge por la experiencia de la muerte (situación límite). Importa la existencia cuya muerte duele por el compromiso existencial que tenemos para con esa existencia. La muerte del otro conduce siempre a una pregunta que trasciende la biología y la física actual: ¿por qué? ¿Por qué tenía que morir?

Esto comienza a resolver uno de los problemas que está más presente en nuestros planteos. Desde el principio hemos dicho que no se puede negar el horizonte de creación desde el cual el cristiano ve el mundo, y a la vida y a la muerte. Por eso habíamos dicho “… Por supuesto, tenemos que ver aún de qué modo no es una petición de principio partir de que ´… el ente participado tiene una diferencia entre quod est y est´ cuando ello presupone a Dios creador que se quiere demostrar; ya dijimos que hay un círculo hermenéutico entre razón y fe pero aún debemos profundizar en cómo mostrar mediante una analogía esa participación ontológica a quien no afirme a Dios creador”. Llega el momento de establecer esa analogía.

La analogía que el cristiano filósofo (o sea, el cristiano que da razón de su fe) puede hacer es la siguiente. Primero, tenemos que plantear el tema solo como una respuesta a una pregunta que surja de los pasos anteriores del compromiso existencial y el surgimiento de la muerte como problema. Eso es, la persona que se plantea la pregunta por Dios, lo que sea ha planteado es el tema del sentido de la existencia, una vez que por una situación límite la muerte lo ha sacudido como algo que le muestra que la propia existencia está atravesada por una pregunta que ni la biología ni la física pueden contestar: ¿por qué “soy”? Aquí está la principal analogía con el ser creado. El ser creado podría no haber sido creado. Pero a aquel que no acepte ello como premisa, puede haber experimentado que su propio ser está afectado radicalmente por la muerte, una muerte que se plantea como “¿qué sentido tiene nuestra vida ante la muerte”? Por supuesto, es una analogía que tiene su límite, sobre todo en aquel que está convencido de que su existencia actual es fruto de la transformación de una existencia anterior. Pero aquel que ve su radical “poder no haber nacido” como un radical “poder no haber sido” está preparado para ver una radical finitud de su existencia como una analogía con el ser creado de la cual parte el cristiano. Esto es: cristiano y quien duda de Dios creador tienen una analogía en común: los dos saben que podrían no haber sido. Lo que ocurre es que el primero conoce la causa de su ser y el otro no. Por supuesto, reiteramos que todo esto presupone haber pasado de una existencia inauténtica, donde se vive en la no conciencia de la finitud de la propia existencia, a una existencia auténtica donde surge la pregunta por el sentido de la propia vida una vez que la persona ha madurado lo suficiente desde un punto de vista moral.

Los puntos anteriores implican la elaboración de un existencialismo cristiano abierto a la razón, en diálogo razón-fe, reasumiendo la tradición agustinista de la vida interior y asumiendo un punto de la modernidad del cual no hay vuelta atrás: el paso por el sujeto y lo inter-subjetivo.

Una vez lograda esta analogía, Dios vuelve a tener importancia porque es la respuesta a una pregunta que tiene sentido: ¿qué sentido tiene la propia existencia? Y en ese sentido, sin petición de principio, se puede re-elaborar existencialmente el punto de partida de la prueba: “el ente participado tiene una diferencia entre quod est yest”. Esto es, el que duda de la creación y de Dios creador (no el que no está en un horizonte judeocristiano) puede estar convencido, sin embargo, de que no necesariamente existe y del sentido por la pregunta por el sentido (existencia auténtica) y esa radical finitud existencial, más esa moralidad de esa existencia finita, lo re-ubica en el punto de partida de la prueba de Santo Tomás.

Esta prueba, como vimos, ha sido re-ubicada en las instancias de la vida interior. No es una táctica sino un auténtico progreso de la armonía razón-fe, donde el otro en tanto otro tiene una mayor radicalidad ontológica que cualquier cosa no personal.

 

Gabriel J. Zanotti es Profesor y Licenciado en Filosofía por la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (UNSTA), Doctor en Filosofía, Universidad Católica Argentina (UCA). Es Profesor titular, de Epistemología de la Comunicación Social en la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor de la Escuela de Post-grado de la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor co-titular del seminario de epistemología en el doctorado en Administración del CEMA. Director Académico del Instituto Acton Argentina. Profesor visitante de la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala. Fue profesor Titular de Metodología de las Ciencias Sociales en el Master en Economía y Ciencias Políticas de ESEADE, y miembro de su departamento de investigación.

El hombre que no dejó huérfanos

Por Sergio Sinay: Publicado el 17/2/16 en: http://sergiosinay.blogspot.com.ar/2016/02/800×600-normal-0-21-false-false-false.html

 

 Cuando lo conocí, él tenía 37 años y yo 16. En realidad lo vi y supe de él varios años antes, pero fue entonces (a mis 16, a sus 37) cuando entró en mi vida. Era un tipo sólido, ni gordo ni excesivamente robusto. Lucía una calva resplandeciente, rodeada de un cabello oscuro cortado y ordenado con cuidado. Sus cejas eran gruesas y oscuras, como su bigote. Tenía una mirada que tanto podía ser inquieta, como curiosa, desafiante o acariciadora. Sus ojos estaban vivos y luminosos, como él. Su voz era clara, fresca, varonil. Hacía mucho bien escucharla. Nunca llegaba inadvertido. Su presencia era precedida por un silbido armónico o por el canturreo de algún aria de ópera o de alguna canzonetta. Entonces aparecía él. Caminaba erguido, con un andar levemente chaplinesco.

 

Yo cursaba el bachillerato en el Colegio Nacional Absalón Rojas, de Santiago del Estero (colegio inmortal, como rezaba el himno que cantábamos con enjundia). El hombre que describo era nuestro profesor de Italiano y de Educación Física. Lo fue en cuarto y en quinto año. Nacido como José Presti, para nosotros era, simplemente El Pelado Presti. O, mejor, El Pelado. Cuando llegaba al aula, mandaba a cerrar la puerta y los postigos de las ventanas que daban a la galería y al patio central del Colegio (una suerte de hermosa plaza con sus bancos y canteros). Así evitaba miradas indiscretas, sobre todo las de la rectora, el vicerrector u otros. Entonces solía abrir un enorme portafolios que lo acompañaba y extraía de allí libros como un mago saca palomas de una galera encantada. Los libros surgían vivos y palpitantes, impregnados de la energía que el Pelado les había transmitido al leerlos y explorarlos. Traía marcadas páginas y párrafos. Empezaba a repartirlos, luego nos sentábamos en círculo, sobe los pupitres, y el Pelado decía: “A ver, Meneco, leé eso que tienes ahí”, “Ruli, seguí vos”; “Morro, leénos lo tuyo”. Leíamos en voz alta textos tan variados como la vida. Educación sexual (¡en 1963 y 1964!), cuentos de Jack London, reflexiones espirituales, un poema. Discutíamos, contábamos lo que sentíamos o pensábamos sobre esos textos. El Pelado estimulaba la conversación con brío, con entusiasmo, con picardía, con comentarios lúcidos.

 

No era todo. El Pelado sabía exactamente qué le pasaba a cada uno de nosotros. Sabía de los amores y desamores, de las esperanzas y desencantos, de las dificultades más íntimas y de los logros más preciados de cada uno de esa treintena de muchachos en preparación para la vida. Y nos preguntaba, y nos escuchaba, y nos ayudaba a pensar y, si lo pedíamos, nos aconsejaba, y nos acompañaba. Nadie se hacía la rata en sus clases. Y nunca un grupo de estudiantes de secundaria debe de haber acudido con tanta urgencia  entusiasmo a la hora de Educación Física. Porque allí, a la tarde, vestidos de fajina, la seguíamos. Para el Pelado Presti cada uno de nosotros era un ser único, nos diferenciaba y nos hacía sentir distintos, nos remitía a nuestra originalidad esencial Fuimos saludable y gozosamente discriminados. Tenía tiempo, oídos, ojos, mente y corazón para cada uno. Y actuábamos como cachorros que seguían confiados y jubilosos a ese magnifico ejemplar de macho alfa. Y además aprendimos italiano (porque bien que lo aprendimos) y, en Educación Física, dejamos los bofes tras agotadoras carreras, flexiones, sesiones de barra y cajón. Porque el Pelado cumplía sobradamente con los programas y nosotros no chistábamos. Y era nuestro referente, nuestro guía en las zonas oscuras, nuestro proveedor de valores y el celoso guardián de nuestras confesiones más íntimas.

 

Hoy me parece increíble que ese tipo tuviera apenas 37 años cuando hacía todo aquello (y lo hacía año tras año, con cada nueva camada y lo había hecho antes, siendo aún más joven, y lo siguió haciendo después por muchos años y no abandonó la actitud ni aún jubilado). Tan sólo 37 años. La edad en la que hoy tantos andan enredados, sin rumbo y sin un propósito, en los balbuceos de una adolescencia eterna, interminable, patética.

 

José Presti (Pepe, El Pelado) nació el 18 de agosto de 1926, en Santiago del Estero. Hacía apenas tres meses que sus padres habían llegado de Italia, desde un pequeño pueblo cercano a Sicilia llamado Pettineo. Venían, como tantos, a dar una dura batalla por la supervivencia. A esta altura de los hechos sólo Dios sabe, dado que ya no quedan otros testigos, por qué fueron a parar a Santiago del Estero, un lugar tan lejano y tan diferente, para iniciar una aventura tan incierta y tan hostil. La misma pregunta cabe para mis abuelos maternos, que venían de la helada Lanowce (en lo que alternativamente fue Polonia y Rusia) y aparecieron en tierras santiagueñas. “¿Qué es esto, África?”, dicen que preguntaba repetidamente mi abuelo Manuel, mientras apenas podía respirar y trataba inútilmente de secarse el sudor en aquellos primeros tiempos de su inmigración.

 

Lo cierto es que José Presti nació en Santiago el 18 de agosto de 1926. Compartimos el signo astrológico. Él es un leonino de los mejores, generoso, noble, capaz de iluminar su entorno con una luz que permita resaltar los más bellos colores y todos los volúmenes de cada cosa, cada paisaje y cada persona. Un rey empático, de veras preocupado por cada uno de quienes lo rodean, un hombre merecidamente orgulloso de sus propios esfuerzos y de sus logros, una fuente de calor fecundante. Su padre, apenas desembarcados, sin hablar una palabra de castellano y con una mínima instrucción, se inició en lo que pudo. Fue vendedor de vino a domicilio. Pepe tuvo, según cree recordar, catorce hermanos. No conoció a todos y sólo sobrevivieron seis. Su madre, una analfabeta sacrificada, amorosa y tenaz, le contó cómo, a lo largo de la Primera Guerra, los hermanos que él no conoció murieron de paludismo, de malaria, murieron, en fin, como tanta gente pobre moría entonces, como tantos excluidos, postergados, olvidados y desvalorizados siguen muriendo hoy: fácilmente, sin oportunidad de defenderse, víctimas de lo evitable. Y ni bien empezó a caminar, Pepe marchaba junto a su padre, ayudándolo en la tarea. Iba descalzo, curtiendo dolorosamente  las plantas de sus pequeños pies sobre la parrilla de esas calles calcinadas por un sol de veras infernal.

 

“No recuerdo haber tenido infancia”, me confiesa ahora, adultos los dos, mientras nos recuperamos, mientras yo, sobre todo, lo recupero a él. Se hizo cargo de criar a sus hermanos, aun cuando él era el menor de todos, de los sobrevivientes, especialmente de sus dos hermanas solteras, a las que, con sus magros ingresos, les costeó la carrera docente. El les buscó escuelas, les sacó los documentos de identidad. ¿Qué sabían sus padres de eso? Héroes silenciosos y empecinados, bastante hacían con garantizar la supervivencia de todos los que quedaban en pie. Eso fue la infancia de Pepe: trabajar, ayudar a criar hermanos, estudiar. Estudiar empeñosa y tozudamente, como un náufrago que, azotado por el viento y revolcado por las olas furiosas, sabe que aferrarse a ese madero significa la única oportunidad. Quizás es una historia como cientos. Y, sin embargo, como esos cientos de historias, es única, es intransferible y, para que el mundo exista, es absolutamente imprescindible.

 

Terminó la escuela primaria en 1940 y estaba dispuesto a continuar. ¿Qué elegir, entonces? “No eran buenas épocas para mi familia”, dice mientras sus ojos miran un punto lejano en el horizonte, un punto en el que yo acaso no descubriré nada pero en el cual él ve imágenes de su vida. “Entré en la escuela normal, me recibiría de maestro y eso sería una salida laboral. El magisterio, en aquel momento y en aquel lugar, era lo más apetecible para un desafortunado como yo”. Cuando llegó a tercer año, se encontró con una disposición del ministro de Educación (“El doctor Jorge Coll, debe haber sido el mejor que hubo desde entonces a hoy”). Faltaban profesores de Educación Física en el país, de manera que los alumnos de tercer año del magisterio que tuvieran siete puntos de promedio general, buena salud y algunos otros requisitos, podrían continuar con el cuarto año en la Escuela Normal de San Fernando, Buenos Aires, y, sucesivamente, iniciarse en el Instituto de Educación Física de esa localidad, una institución modelo. Pepe tomó esa opción.

 

No fue fácil, recuerda. Educación Física era considerada una materia inútil y esa era la herramienta con la que ese muchacho de 18 años iba a contar para iniciar su camino de independencia en la vida. “Sin embargo, en el Instituto recibí una formación extraordinaria y desde ahí nacen mis inclinaciones a actuar como actuaba ya en el ejercicio de la profesión”, recuerda ahora. Le creo, pero hay algo que no dice. Sin duda, por lo que cuenta, la formación que recibió debió de ser magnífica. Pero hay mucho, acaso lo esencial, que es suyo, que viene de su sensibilidad, de su espíritu, de su consciencia.

 

Viví en Santiago mi infancia y mi adolescencia. Apenas terminé el secundario me mudé, solo, a Buenos Aires para estudiar y empezar a buscar y construir mi destino. Desde ese momento, no volví a ver a Pepe Presti ni a saber de él. Nunca lo olvidé, había aprendido mucho con él, había aprendido cosas esenciales. A mí y a mis compañeros Pepe nos enseñó que éramos valiosos, que éramos personas, que merecíamos tiempo de parte de un adulto, que para ese adulto era importante orientarnos (y, por lo tanto, valorábamos y agradecíamos la orientación, como el tiempo, la mirada y la escucha). Pepe nos transmitió valores y lo hizo a través de su conducta, de sus actos y gestos. Era una enseñanza homogénea, activa, sólida, nutricia. Pepe se ocupaba de nosotros, con nosotros, y lo hacía simplemente porque éramos nosotros, porque le importábamos y no porque lo ordenaran la currícula, el protocolo, el ministro (que nunca dice estas cosas) o porque lo pidieran nuestros padres. Nuestra simple existencia nos hacía importantes para él. Lo que yo aprendí con Pepe se me pegó a la piel, se hizo parte de mí, me constituyó como persona. Al lado de un adulto como Pepe Presti, el querido Pelado, ningún chico puede ser ni sentirse huérfano.

 

Hablé cientos de veces de Pepe. Con mi mujer, con amigos, lo nombré en diferentes lugares, ante diferentes auditorios. Durante años, cada vez que padres o docentes me preguntaban cómo educar, cómo criar, cómo acompañar, como orientar a los chicos en un mundo y una época tan difíciles como los que vivimos, cada vez que me preguntaron sobre cómo educar con valores, conté mi experiencia como alumno de Pepe Presti. Conté cómo lo hacía él. Transmití lo que nos pasaba a nosotros, sus alumnos, sus hijos adoptivos. Y una y otra vez dije: “No lo vi más desde mis 17 años, pero lo suyo quedó en mí para siempre, es lo más importante que aprendí en el Colegio. No sé qué habrá sido de él, sólo sé que, en lo que a mí respecta, cumplió su misión”.

 

Esto mismo repetí a fines de marzo de 2007 mientras me entrevistaban en el programa Los Notables, en la radio LT8, de Rosario, a dónde me invitó su productor general Oscar Secini. Faltaban tres minutos para que terminara el programa cuando pusieron a alguien al aire. “¿Quién llama?”, preguntó el conductor. “José Presti”, dijo una voz inconfundible desde el otro lado. Hacía cuarenta y dos años que no escuchaba esa voz. Enmudecí. Se paralizó mi corazón. Sólo alcancé a balbucear: “Pelado…¿sos vos?”.Cuando me dijo que sí, comencé a llorar y ya no pude hablar.

 

Era él. Estaba en Santiago, no en Rosario como creí. En apenas cinco o seis minutos Secini había logrado tender redes informáticas y localizarlo y, hombre generoso, misterioso ángel de la comunicación, nos había puesto en contacto. En ese momento, desbordado por la emoción y el llanto, no pude decirle mucho más que “Gracias, Pelado”. Pero pocas semanas después llegué a Santiago y le di un abrazo que él correspondió como siempre: con fuerza, con amor, con calidez, con presencia. En los días que siguieron me di un verdadero festín de Pepe Presti auténtico, genuino e inconfundible. Lo encontré vital, lúcido, cuestionador de las estupideces y perversiones de los modelos sociales vigentes, visionario, lleno de ímpetu, de conocimientos, de iniciativas, de ideas y de amor. Anda en bicicleta, pasea en bermudas por las calles santiagueñas, su calva es la de siempre, su bigote también, sólo que ahora es blanco, como el pelo que rodea a la pelada, y lo acompaña una barbita candado, también blanca. Camina a buen ritmo, y me hizo mucho bien sentir su mano tomando mi brazo (como si aún me guiara) mientras andábamos por las viejas y queridas veredas de siempre. Y está su mente. Una mente de 81 años funcionando a pleno, dando lecciones de empatía, de claridad. Y su corazón, amplio y profundo como siempre o más.

 

Compartimos recuerdos, compartimos nuestro disconformismo innegociable contra lo que la sociedad y la cultura light, materialista, irresponsable y egoísta propone cada día y contra los frutos de ese modelo. Nos asombramos de las innumerables coincidencias que había entre nuestras lecturas, nuestras ideas, nuestros sentimientos, nuestras utopías, nuestras certezas de estos 42 años en el que no nos vimos y, sin embargo, estuvimos tan cerca, tan entramados. Coincidencias significativas, diría Jung y repetiría con gusto Pepe, que es un fanático de Jung, como lo es de Frankl, de Jesús, de Buber, de la Madre Teresa. Tanta coincidencia es explicable. No hay azar en este caso. Coincidimos porque Pepe Presti siempre estuvo adentro de mí, en mis pensamientos, en lo que aprendí de él y en lo que llevé a mis propias iniciativas, acciones y visiones.

 

Hoy es el terror de los médicos, quiere ser, como él dice, “un paciente horizontal”, no una sombra muda aplastada por la soberbia omnipotente de un médico. Se informa, pregunta, discute, hace sus propias propuestas, exige que le expliquen. “Soy yo el que pone el cuerpo, después de todo”, sonríe malicioso con esa mirada inconfundible. Gracias a eso evitó operaciones innecesarias, encontró caminos nuevos y alentó a sus médicos a que los recorrieran con él. En algún momento, y por una cuestión puntual, un psiquiatra intentó encasillarlo con alguna de las etiquetas del DSM-IV (un manual muy parecido al de ciertos electrodomésticos con el cual el establishment psiquiátrico estadounidense pretendió clasificar y explicar, con valor de dogma, a las conductas humanas y que muchos creyentes de todo el mundo usan sin discernimiento, sin cuestionamiento ni reflexión, como ocurre con cualquier dogma).  Pepe se desembarazó rápidamente del profesional (que le auguraba los peores desastres si se atrevía a hacerlo) no sin antes dejarle, “para que lea y aprenda”, un libro de Víktor Frankl.

 

Sigue cuestionando la infatuada soberbia de quienes apostrofan sobre docencia, educación y crianza sin mancharse las yemas de los dedos tocando a un niño de carne y hueso. Propone ideas sencillas, profundas y revolucionarias (muchas de ellas un homenaje a la sabiduría del sentido común) que aquellas luminarias reciben con el mismo pánico con que el conde Drácula ve la salida del sol o la presencia de un espejo. Es todavía hoy un referente para jóvenes docentes, para religiosos, para intelectuales. Si alguna vez lo entrevistan en el diario o la radio, sus palabras producen un terremoto de mediana intensidad. Ha tomado en sus manos la causa de los jubilados del magisterio y está listo para cualquier otra causa que merezca su atención y su compromiso. La edad está lejos de ser una excusa para abdicar de sus convicciones y de sus acciones.

 

Lo encontré tal como lo recordaba. A través del club colegial Pepe Presti, un profesor de Italiano y de Educación Física (“¿Cómo puede ser que este tipo cobre lo mismo que nosotros?”, se preguntaban algunos de sus colegas, titulares de materias “prestigiosas”) había llegado a influir en casi todas las actividades del Colegio. Nada se le escapaba. Iba a nuestras casas, generalmente en horas de la siesta, cuando en Santiago del Estero todo el mundo está en su refugio, tocaba el timbre y juntaba a los padres con los hijos para dirimir cuestiones que tanto podían referirse a conducta, como a rendimiento en el estudio o a temas personales de los chicos. Después de cuarenta años, gracias a ese viaje que me reunió con Pepe, me volví a encontrar con la mayoría de mis compañeros del Colegio. Todos recordaban esto, la mayoría tenía una anécdota personal al respecto. Varios le dijeron “Vos me salvaste la vida” o “Gracias a aquella vez que fuiste a mi casa, hoy soy lo que soy”. Cuando se encuentra con quienes fueron sus alumnos por las calles de Santiago (¡fuimos tantos a lo largo de tantos años!), Pepe les da un beso en la mejilla (“Aunque se avergüencen, semejante grandotes”, dice) y les recuerda (como me lo recordó a mí) que son sus hijos adoptivos. O espirituales, como también gusta decir. Nosotros, los hijos, lo tratamos con cariño, lo desafiamos con bromas, nos las responde. Una noche de hace pocos meses, reunido con una veintena de aquellos compañeros y con Pepe, en Santiago, compartiendo charla, vino, recuerdos, palmadas, abrazos y asado, me abstraje por un momento, ocupé el papel de observador, nos contemplé y pensé: “Fuimos bendecidos”. Y agradecí a quien hubiera que agradecer. Luego, volví a la charla.

 

No somos sus únicos hijos. Pepe se casó con Alicia Vignau, profesora como él, fervorosa cultora de la literatura, amante silenciosa de las palabras, a las que honra, cuida y protege, una mujer suave y sabía. Tuvo con ella cinco hijos: Alicia Inés, abogada; Rafael, médico; Pablo, contador; Gabriela profesora de Inglés; Alejandro, abogado. Y dieciséis nietos. Una noche recibí uno de los privilegios más hermosos de mi vida: estuve en la casa de Pepe (la misma casa de la calle Rioja en la que vive desde hace medio siglo) con todos ellos. Flotando en esa atmósfera reparadora, dejándome mimar, me di cuenta de que todo lo que Pepe hacía en el Colegio era la continuidad de cómo vivía en su casa, de cómo trataba a sus hijos. En la casa de Pepe percibí lo mismo que había en el aula: amor en actos. Es decir el amor como verbo, no como sustantivo.

 

Aquella noche del reencuentro con mis compañeros, entre tantos episodios recordados volvió uno, emblemático. Pepe, cuando su función era la de profesor de Educación Física, nos exigía que las zapatillas estuvieran limpias. A alguno de nosotros se le ocurrió la estratagema de frotar tiza blanca sobre las zapatillas y el ejemplo cundió. Entonces, un día, como inicio de la clase Pepe dio, con aquella voz resonante, una orden clara y precisa: “Señores, ¡a zapatear!”. Primero nos ganó el estupor y después nos tapo la nube de polvo blanco que subía desde nuestros pies mientras estábamos allí, zapateando como si se tratara de aplastar hormigas. Cuando mandó a parar, las zapatillas mostraban la misma suciedad de antes. “Lo que quiero es que las laven, no que las tiñan, dijo Pepe. Quiero que se esmeren por cuidar sus cosas, que conozcan el esfuerzo. Así que, señores, la próxima vez esas zapatillas deben estar lavadas: Y lavadas por ustedes, no por sus mamás”. Y así estuvieron. Sabíamos que Pepe se iba a enterar de si lo habíamos hecho con nuestras propias manos o no. Iría casa por casa a investigarlo si fuera necesario.

 

Así, también, una mañana, cuando sus hijos eran chicos y tras descubrir que desobedecían la regla de no mirar televisión más allá de cierta hora, se levantó, se vistió, cargó en sus brazos el pesado televisor familiar que había comprado con esfuerzo, fue hasta el comercio donde lo había adquirido y, sin más trámite, lo devolvió. Pasaría un tiempo antes de que el artefacto regresara y fue en otras condiciones.

 

Ni sus hijos le perdieron amor o respeto por aquello, todo lo contrario. Ni nosotros, sus hijos espirituales, le tuvimos un gramo menos de cariño y de agradecimiento por episodios como el de las zapatillas. Todo lo contrario.

 

¿Cómo es que vino a aparecer Pepe Presti en este libro? Confío en que las razones estén claras. Pepe Presti dedicó su vida y lo mejor de sí a educar, a criar, a formar, a transmitir, a legar, a guiar, a trasfundir valores e instrumentar, a sus hijos propios y a los chicos que la vida puso en su camino, para que pudieran crecer como seres autónomos, valorados, con confianza en sí, capacitados para encontrarle un sentido a la propia vida. Nada fue fácil para Pepe. Fabricó tiempo donde no lo tenía, aprendió lo que no sabía, se animó en los territorios que le eran desconocidos, se hizo cargo, asumió su responsabilidad, no delegó, no miró para otro lado, no hizo la plancha, jamás le tuvo miedo a sus hijos, ni a los de sangre ni a los que fue adoptando. No temía a quienes amaba. Aprendió de ellos lo que tuvo que aprender y les  enseñó lo mucho que tuvo y tiene para enseñar.

 

En una sociedad cada día más huérfana de trascendencia, de espiritualidad, de consistencia emocional, de respeto, y honra hacia el otro, en una sociedad en la que quienes deben criar y educar dejan, cada vez más, a los chicos a la deriva o en manos de auténticos depredadores sedientos de lucro, sin ética y sin moral, Pepe Presti es un emergente que genera esperanza. Uno de tantos, sin duda. El que, afortunadamente, estuvo en mi vida. Hay, estoy seguro, muchos Pepe Presti. Pero son muchos más los necesarios.

 

En la sociedad de los hijos huérfanos, Pepe Presti no dejó huérfano a nadie, jamás. ¿Qué otra cosa se le puede pedir a un padre, a un Maestro? Querido Pepe: misión cumplida.

 

Sergio Sinay es periodista y escritor, columnista de los diarios La Nación y Perfil. Se ha enfocado en temas relacionados con los vínculos humanos y con la ética y la moral. Entre sus libros se cuentan “La falta de respeto”, “¿Para qué trabajamos?”, “El apagón moral”, “La sociedad de los hijos huérfanos”, “En busca de la libertad” y “La masculinidad tóxica”. Es docente de cursos de extensión en ESEADE.

LA FUNCIÓN TERAPÉUTICA DE LA FILOSOFÍA, OTRA VEZ.

Por Gabriel J. Zanotti. Publicado el 1/6/14 en:  http://gzanotti.blogspot.com.ar/2014/06/la-funcion-terapeutica-de-la-filosofia.html 

 

Ponencia presentada en el V Jornada de Stress y Ansiedad, ICAAP y Universidad de Palermo, 30-10-09.

 

  1. La legítima autonomía de la psicoterapia respecto de la filosofía.

A pesar de los avances de las diversas psicoterapias en combinación con los avances en el tema de los neurotransmisores, cada tanto surgen reacciones, más o menos fundadas, contra el abuso de la medicación o los enfoques exclusivamente psicoterapéuticos de problemas humanos ante los cuales la filosofía reclama su carta de ciudadanía originaria. Es comprensible que ello suceda, pero conduce sin embargo a un enfrentamiento sin salida. Es obvio que la filosofía en tanto filosofía no tiene margen de acción directa ante situaciones psicóticas que demandan mucha especialización y práctica para dar con el psicofármaco adecuado, como tampoco tiene un margen de acción directa frente a diversas neurosis de angustia, ansiedad, fóbicas, etc.

Pero, a su vez, se podría decir que ciertos paradigmas culturales actuales han dejado casi muda a la filosofía, sin una voz legítima que pueda ayudar indirectamente a dichas cuestiones. Temas como la naturaleza del ser humano, el libre albedrío, la racionalidad, la inteligencia, la voluntad, etc., temas tradicionalmente filosóficos, han sido absorbidos por las neurociencias y-o relegados a metafísicas sin fundamento alguno en el debate racional. Si el filósofo ocupaba antes el papel de un psicólogo cuando trataba ciertos temas, ahora el psicólogo ocupa el papel del filósofo y una indebida lucha de roles parece ser inevitable. Trataremos en esta ponencia de ubicar a la filosofía en un lugar propio que la haga acompañante, y no competitiva, de la psicoterapia.

 

  1. La angustia existencial en Frankl.

En la conocida logoterapia de V. Frankl encontramos un buen ejemplo de intersección entre filosofía y psicología. Como es sabido, Frankl concentra su atención en la neurosis noógena[1], una angustia profunda fruto de la pérdida del sentido de la existencia. La psicoterapia de Frankl consiste en proponer una sana tensión de las fuerzas psíquicas cuando estas se orientan hacia la búsqueda del sentido de la vida, siendo ello mismo curativo. Pero esto tiene un obvio aspecto filosófico de fondo. El tema del sentido de la vida humana es un tema típicamente filosófico, que tuvo un momento importante en la reacción existencialista de fines del s. XIX y principios del XX, en autores como Unamuno y Kierkegaard, que fundamentalmente reaccionaban contra Hegel y el positivismo. Lamentablemente dichos autores, al reaccionar contra ese tipo de racionalismo, dejaron la noción misma de “razón” y la contrapusieron con la “vida”, lo cual no hizo más que retroalimentar la separación entre filosofía y vida[2]. Pero para nosotros, la razón tiene mucho que decir, precisamente, sobre los temas vitales más profundos: el sentido de la vida, la pregunta por el sentido de la existencia, la muerte, el dolor, el sufrimiento, la comunicación con el otro en tanto otro, la comprensión del otro, el amor al otro; la trascendencia de la vida humana en temas como Dios, la vocación interior, la libertad.

Todos esos temas implican dolencias no específicamente psicológicas, esto es, un nivel de angustia existencial no encuadrada en lo que habitualmente son las neurosis y psicosis clásicas. Muchas veces las personas acuden al psicólogo, y en medio de habituales neurosis se encuentran también, o de fondo, esos temas, que demandan a la filosofía como co-adyudante.

 

  1. La analogía entre la etiología de la neurosis en Freud y la angustia por la falta de sentido.

Pero por eso mismo, las críticas de Frankl a Freud fueron excesivas[3]. Comprendemos que haya querido distanciarse de Freud en ciertos temas filosóficos, pero, sin embargo, el esquema básico de la etiología de las neurosis en Freud puede ser útil para el tema del re-descubrimiento del sentido de la existencia. Para ello, repasemos esa etiología[4]:

 

Fig 1:

Como ya sabemos, según el gran autor vienés, la pulsión, que se manifiesta en los primeros años de vida, recibe una represión, que está a cargo del preconsciente. Si esa represión no juega su papel, instaurada por la ley paterna, el sujeto queda psicótico o perverso. Si, en cambio, la ley de padre y la cultura van conformando el psiquismo del sujeto, esa pulsión encuentra un camino paralelo, una satisfacción sustitutiva en forma de neurosis, cuyo origen último queda inconsciente para el sujeto. La terapia consiste, precisamente, en un delicado proceso por medio del cual, transferencia mediante, el sujeto, por asociación libre, puede ir haciendo movimientos internos por medio de los cuales puede llegar a hacer medianamente consciente el origen de su conflicto, luego de una implicación subjetiva en el proceso. Eso es, luego de superar el “no querer saber” del goce de la neurosis, en cuyo caso el sujeto de algún modo “quiere saber” el origen de su dolencia y va llegando a ello por medio de un proceso mayéutico implicado en el análisis.

Pero, curiosamente, hay algo parecido en la búsqueda del sentido de la vida. Veamos la figura 2:

 

 

Lo que queremos decir con este esquema es lo siguiente. Todos los seres humanos, de un modo o de otro, se preguntan por el sentido de su existencia. Esto es, qué sentido tiene nuestra existencia, cuando descubrimos nuestra radical contingencia. Por qué somos, cuando podríamos no haber sido. Esta pregunta nos enfrenta con la situación límite inevitable: la muerte. Por ello, esta búsqueda de sentido es “reprimida” de algún modo con diversos escapismos que mantienen a la búsqueda de sentido en un período de latencia de duración impredecible. Los escapismos son dis-tracciones que nos ponen fuera del centro más íntimo de nuestro propio yo. El “yo” es tomado aquí en sentido no freudiano, esto es, como la esencia última de cada individuo[5], cuyo des-cubrimiento es siempre progresivo y puede llevar toda una vida. Esos escapismos pueden ser “haceres” relativamente inocentes (el mismo trabajo sirve muchas veces de escapismo) o destructivos (las adicciones) pero el caso es que mantienen al yo “fuera de sí”, “fuera de su centro” (existencia inauténtica[6]): sabemos relativamente qué actividades hacer pero no quiénes somos; tenemos una inteligencia calculante que planifica pero no damos paso a una inteligencia contemplativa que quiera volver hacia el mundo interior.

En ese período de latencia, el sujeto puede encontrarse indefinidamente, hasta que se encuentra con “situaciones límite”[7], situaciones en general relacionadas con la muerte, el dolor, o un nacimiento, que lo conectan con lo más profundo de esas preguntas existenciales que habían quedado “inconscientes”. Allí es donde el diálogo filosófico ocupa un rol terapéutico análogo al psicoanálisis. La persona puede tener un primer esbozo de diálogo consigo mismo, ayudado por las preguntas mayéuticas de la filosofía o del filósofo, esto es, un primer momento de “transferencia positiva”, hasta que quiera volver a escaparse de esas preguntas básicas, por el dolor que implica el encuentro consigo mismo y el goce del escapismo como “beneficio secundario de la enfermedad”. Pero si persiste, entrará en una fase de madurez interior, donde él mismo se comenzará a hacer esas preguntas y tratará de encontrar sus propias respuestas, y por ello hablamos de una “implicación subjetiva” en el momento de hacer consciente el inconsciente espiritual que estaba en latencia debido a los escapismos.

 

  1. El diálogo filosófico como terapia y la implicación subjetiva.

Pero entonces, si el diálogo filosófico puede implicar un hacer consciente al la búsqueda de sentido, que estaba en período de latencia, ¿cómo lo hace específicamente? La pregunta es pertinente: la filosofía ha perdido el contacto con la vida y la psicología porque se presenta como una actividad académica más, una actividad donde el sujeto supone que la filosofía la va a “proporcionar información” sin que su vida se vea implicada en el proceso. En realidad no hay en ningún ámbito de lo humano una “información” tal[8], pero menos en el caso de la filosofía.

Para explicar cómo la filosofía y el filósofo, con un diálogo mayéutico, puede ayudar a hacer consciente la búsqueda de sentido, analicemos los siguientes pasos:

a)      el “habla” de alumno/paciente.

El “alumno/paciente” (a/p desde ahora) debe expresar libremente su inquietud sobre alguno de los temas nombrados (el sentido de la vida, la pregunta por el sentido de la existencia, la muerte, el dolor, el sufrimiento, la comunicación con el otro en tanto otro, la comprensión del otro, el amor al otro; la trascendencia de la vida humana en temas como Dios, la vocación interior, la libertad). El filósofo/terapeuta (f/t) debe dejar explayarse al a/p libremente, utilizando lo más que pueda la transferencia positiva (en sentido freudiano) que pueda haber en el vínculo docente/terapéutico.

b)      El habla del f/t. Este es un momento delicadísimo. Habitualmente el a/p está acostumbrado a recibir el discurso del filósofo a nivel ilusoriamente informativo, y no se implica subjetivamente, esto es, no cree que su vida pueda llegar a ser transformada por ese diálogo. Entonces el f/t debe decir su opinión aclarando expresamente que es su opinión, nombrando autores si es necesario, pero sin dejar en ningún momento de hacer ver al a/p que el f/t está hablando de manera tal que está generando un diálogo y esperando respuesta. Es todo el delicado tema del lenguaje dialógico[9].

c)      Inicio de la implicación subjetiva del a/p: el f/t debe terminar su intervención con una pregunta clave: ¿qué opina usted? ¿Qué le sugiere todo esto? Si el a/p responde, como es de esperar, que el “no sabe” como para dar una opinión[10], el f/t le aclarará que lo esencial en este caso se trata de hacerasociaciones libres. Que se sienta totalmente libre como para expresar qué le sugerían las palabras del f/t, aunque todo sea incoherente, o le parezca incorrecto, o un sin-sentido, etc.

d)     En ese caso el f/t debe estar entrenado en la escucha tal cual Gadamer habla de ella[11]. Esto es, no un conjunto de respuestas preparadas, no un discurso que se quiera decir independientemente de lo que diga el a/p, sino un ubicarse en el carril del discurso del otro, un comprender al otro en tanto otro, una razón comunicativa y no instrumental[12]. El f/t utilizará las respuestas del a/p como trampolín para decir alguna otra cosa de contenido filosófico que tenga que ver con esas palabras, pero siempre en el nivel del discurso del otro y tratando de generar preguntas en el otro. Es un arte, requiere entrenamiento, pero lo que estoy diciendo es que la filosofía como tal está preparada para esa búsqueda, o de lo contrario deja de ser humanamente filosofía para convertirse en un CD de información.

e)      Este esquema (habla del a/p —- habla del f/t con lenguaje dialógico — asociación libre e implicación subjetiva del a/p — escucha del f/t —) se repite indefinidamente el tiempo que sea necesario, hasta que el a/p va descubriendo lentamente las preguntas que lo comunican con lo más profundo de su vida interior. Puede ser que no des-cubra el sentido de su vida pero sí descubrirá la importancia y el sentido de la pregunta por el sentido, con lo cual su vida quedará de por sí orientada hacia la búsqueda que en algún momento, en un tiempo interior impredecible, dará sus frutos.

 

  1. Conclusión: la necesidad de un enfoque inter-disciplinario.

La naturaleza humana es tan compleja, tan rica y profunda en los motivos de su evolución psíquica y sus respectivas dolencias, que siempre algo escapa a la terapia. Es perfectamente posible que el mejor tratamiento psico-farmacológico y la mejor psicoterapia se queden sin ver angustias existenciales como las descriptas, de igual modo que al filósofo terapeuta se le pueden escapar las neurosis típicas que pueden afectar también a quien ha alcanzado cierta madurez existencial. Es más, la vida entera de cada persona es un conjunto mezclado de logros y fracasos en todas esas áreas, y por eso los diagnósticos diferenciales son complejos y los problemas siguen muchas veces más allá de las mejores psicoterapias.

Por todo esto, sueño con algún momento donde las rivalidades terminen entre psicólogos, psiquíatras y sus diversas escuelas, y filósofos por otro lado, y donde todos trabajen de manera inter-disciplinar. Sueño con un lugar donde psicólogos, psiquíatras y filósofos puedan recibir formación profesional en esas tres áreas, y luego complementarse y consultarse mutuamente en la atención del ser humano sufriente, que no demanda competencia de escuelas, títulos, sellos o procedimientos, sino una respuesta eficaz, que sólo puede venir del enfoque conjunto. No sé si ello se logrará algún día; de lo que estoy seguro es que cada paradigma debe tomar conciencia de cada encerramiento y salir hacia el diálogo con otras disciplinas. Nuestra ponencia, del lado de la filosofía, ha sido sólo un primer intento.

 

[1] De Frankl, ver: Ante el vacío existencial, Barcelona, Herder, 1986; El hombre en busca de sentido, Barcelona, Herder, 1986; La psicoterapia al alcance de todos, Barcelona, Herder, 1985; La presencia ignorada de Dios, Barcelona, Herder, 1986.

[2] Hemos analizado este tema en Filosofía para mi, Ediciones Cooperativas, Buenos Aires, 2007, Introducción.

[3] Nos referimos a las que aparecen en La presencia ignorada de Dios, op.cit.

[4] Ver Freud, S.: Lecciones Introductorias al Psicoanálisis, en Obras completas, Editorial El Ateneo, Buenos Aires, 2008, tomo II, p. 2124.

 

 

[5] Pero esa esencia última integra los diversos aspectos del yo del sujeto; no es unívoca, sino análoga, desplegándose en aspectos diferentes y complementarios. Entre esos aspectos, las dos tópicas de las que habla Freud (inconsciente, pre-conciente consciente; yo, ello y super yo) pueden ser considerados como aspectos del despliegue de la vida anímica de un mismo “yo”.

[6] La expresión viene de Heidegger, M.: Ser y tiempo,  Editorial Universitaria, Chile, 1998.

[7] Jaspers, K.: La filosofía, FCE, 1978, cap. II.

[8] Sobre esto ver nuestro art. “Paradigma de la información vs. paradigma del conocimiento”, en NOMOI, Revista Digital sobre Epistemología, Teoría del Conocimiento y Ciencias Cognitivas, (2008), 2, pp. 17-21, en www.hayek.org.ar

 

[9] Hemos tratado este tema en “Intersubjetividad y comunicación”, en Studium(2000) Tomo IV, Fasc. VI, pp. 221-261.

[10] Otro error cultural frecuente: el suponer que el saber es condición previa para opinar, cuando es al revés: el opinar en un diálogo socrático es condición necesaria para “comprender” algo. Esa es la implicación subjetiva presente en todo proceso de aprendizaje que el sistema educativo tradicional olvida y que por ende produce ilusiones de aprendizaje.

[11] Ver Verdad y método, Sígueme, Salamanca, 1996, III, 16.

[12] Ver al respecto el clásico libro de Habermas, J.:Teoría de la acción comunicativa, Taurus, 1992. Tomo I, Interludio 1.

 

Gabriel J. Zanotti es Doctor en Filosofía, Universidad Católica Argentina (UCA).  Es profesor full time de la Universidad Austral y en ESEADE es Es Profesor Titular de Metodología de las Ciencias Sociales en el Master en Economía y Ciencias Políticas de ESEADE.