Cuando hablamos de planes económicos, mejor recordar a Alberdi

Por Alberto Benegas Lynch (h) Publicado el 4/10/22 en: https://www.lanacion.com.ar/opinion/cuando-hablamos-de-planes-economicos-mejor-recordar-a-alberdi-nid04102022/

En vista del acalorado debate que tiene lugar en nuestro medio sobre planes económicos gubernamentales y, sobre todo, la crítica sobre la ausencia de estos, es oportuno subrayar con el mayor énfasis posible que desde la perspectiva alberdiana el mejor plan económico estatal es el que no se ejecuta. En otras palabras, desde el punto de vista liberal la ausencia del aparato estatal en la vida económica es condición necesaria y suficiente para el progreso. Desde esta perspectiva, la función gubernamental se circunscribe a la protección de los derechos de todos, muy alejada de inmiscuirse en las vidas y las haciendas de la gente. Es decir, lo contrario del actual plan de facto chavista.

Juan Bautista Alberdi consignó que “la Constitución en cierto modo es una gran ley derogatoria en favor de la libertad, de las infinitas leyes que constituían nuestra originara servidumbre”, a lo cual hemos vuelto con el fascismo desde hace décadas, luego de haber sido aplaudidos por el mundo por haber aplicado la receta de la libertad.

El padre de nuestra Constitución fundadora advirtió: “Comprometed, arrebatad la propiedad, es decir el derecho exclusivo que cada hombre tiene de usar y disponer ampliamente de su trabajo, de su capital y de sus tierras para producir lo conveniente a sus necesidades o goces, y con ello no hacéis más que arrebatar a la producción sus instrumentos, es decir, paralizarla en sus funciones fecundas, hacer imposible la riqueza”.

Alberdi destacaba que “la distribución de las riquezas se opera por sí sola, tanto más equivalentemente cuanto menos se ingiere el Estado en imponer reglas”. Por eso es que concluía al preguntarse y responder: “¿Qué exige la riqueza de parte de la ley para producirse y crearse? Lo que Diógenes exigía de Alejandro: que no le haga sombra”.

Hoy en día en tierras argentinas se amontonan supuestos economistas para diseñar planes con base en ingenierías sociales devastadoras, que se superponen unas a otras, en una carrera suicida en medio de galimatías y bochornos incomprensibles para mentes normales. Solo miremos el cuadro digno de una producción cinematográfica de Woody Allen del mercado cambiario local en sus múltiples manifestaciones, que hace correr de un lado a otro a los sufridos habitantes desconcertados ante tanto desatino.

Cuando los politicastros y sus socios dicen que “hay que resolverle los problemas a la gente” sería bueno que comprendieran que para lograr ese objetivo es necesario que se aparten y se concentren en marcos institucionales civilizados. En este sentido, es como apuntaba Clemenceau: “Los pueblos progresan cuando los gobernantes duermen”.

Tal vez la incomprensión mayor de nuestros gobernantes sea el significado del derecho que confunden con el seudoderecho, a saber, el atropello al fruto del trabajo ajeno en el contexto de la peor epidemia concebible: la guillotina horizontal de un siempre obsceno igualitarismo que anula el gran beneficio de capacidades diferentes para llevar a cabo faenas diversas (“todos somos ignorantes, solo que en temas distintos”, decía Einstein), lo cual hace posible una muy fértil cooperación social que beneficia a todos, pero de modo especial a los más necesitados. Esto último es así debido a que mayores inversiones hacen posible el incremento de salarios e ingresos en términos reales.

La mayor parte de los discursos de políticos en funciones son burdos atropellos a la inteligencia, mientras esconden privilegios alarmantes, cuando no corrupciones que dejan estupefacta a cualquier persona con un mínimo de decencia y sentido común. Los así concebidos “equipos para sugerir planes económicos” no son más que manifestaciones de reiterados asaltos al bolsillo del prójimo. Sin duda que eventualmente se necesita un plan para sacar los pesados aparatos estatales del medio sin que personas inocentes se perjudiquen, pero esto no justifica otra maraña de medidas que a todas luces revelan una supina ignorancia: que el conocimiento está fraccionado y disperso entre millones de agentes, y que los tristemente célebres planes económicos de rutina no hacen más que concentrar ignorancia y, consecuentemente, miseria generalizada.

En este cuadro de situación resulta vital respetar la división de poderes, por lo cual deben tener espacio principal la Justicia, como contrapoder y guardián constitucional para la salud de la república; y el cuarto poder, es decir, la libertad de expresión del pensamiento sin restricción de ninguna naturaleza, al efecto de salvaguardar los fundamentos de la sociedad abierta.

En nuestro país se declama sobre la democracia, pero de un largo tiempo a esta parte se desconoce ese sistema para caer en su desfiguración y, en la práctica, su desprecio. Así, a contramano de todo lo estipulado por los grandes maestros, se deja de lado su aspecto medular, el respeto a las autonomías individuales, para sustituirlo por el mero recuento de votos, como si una mayoría circunstancial pudiera convertir en justo lo que es injusto.

Un aspecto que se suele incluir prioritariamente en los consabidos planes es el vinculado con el comercio exterior: además de lo ya señalado en cuanto al embrollo del mercado cambiario, la constante alabanza de la imposición de aranceles. Estas barreras aduaneras son en algunas oportunidades alentadas por empresarios prebendarios que explotan miserablemente a la gente en connivencia con el gobierno de turno. Un arancel inexorablemente se traduce en mayor inversión por unidad de producto respecto de la situación sin ese obstáculo, lo cual significa que habrá menos productos a disposición de los habitantes del país que establece esa restricción. En otros términos, se reduce el nivel de vida.

Al contrario de lo que habitualmente se declama, el fin de la exportación es la importación. Lo primero es el costo de lo segundo. Igual que con una persona, lo ideal sería no vender nada y adquirir todo, pero esto se traduce en que los otros nos están regalando las cosas. Entonces, no hay más remedio que exportar para poder importar. No puede comprarse más de lo que se vende, y si un país fuera inepto en todos los renglones posibles, por más que tenga abiertas sus fronteras no podrá adquirir bienes y servicios de otros lares. Por su parte, el endeudamiento externo realizado por los gobiernos no solo complica el panorama local, sino que –como se ha puntualizado reiteradamente– es incompatible con la democracia, puesto que compromete patrimonios de futuras generaciones que ni siquiera participaron en la elección de los gobiernos que contrajeron la deuda.

La balanza de pagos siempre está equilibrada puesto que las exportaciones (ingresos) son iguales a las importaciones (erogaciones) más/menos el balance neto de efectivo (movimiento de capital). Lo mismo ocurre con las personas y sus entradas y salidas dinerarias. En el caso del comercio exterior, océanos, ríos y montañas no modifican los principios económicos. Las fronteras son solo al efecto de descentralizar el poder y evitar los riesgos de concentración de poder en un gobierno universal, pero no son para alimentar xenofobias y proteccionismos que desprotegen a la comunidad.

En resumen, lo medular es que en última instancia las disputas por planes económicos gubernamentales deben reemplazarse por planes económicos privados, sin interferencia del uso de la fuerza.

Alberto Benegas Lynch (h) es Dr. en Economía y Dr. en Ciencias de Dirección. Académico de la Academia Nacional de Ciencias Económicas, fue profesor y primer rector de ESEADE durante 23 años y luego de su renuncia fue distinguido por las nuevas autoridades Profesor Emérito y Doctor Honoris Causa. Es miembro del Comité Científico de Procesos de Mercado, Revista Europea de Economía Política (Madrid). Es Presidente de la Sección Ciencias Económicas de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires, miembro del Instituto de Metodología de las Ciencias Sociales de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, miembro del Consejo Consultivo del Institute of Economic Affairs de Londres, Académico Asociado de Cato Institute en Washington DC, miembro del Consejo Académico del Ludwig von Mises Institute en Auburn, miembro del Comité de Honor de la Fundación Bases de Rosario. Es Profesor Honorario de la Universidad del Aconcagua en Mendoza y de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas en Lima, Presidente del Consejo Académico de la Fundación Libertad y Progreso y miembro del Consejo Asesor de la revista Advances in Austrian Economics de New York. Asimismo, es miembro de los Consejos Consultivos de la Fundación Federalismo y Libertad de Tucumán, del Club de la Libertad en Corrientes y de la Fundación Libre de Córdoba. Difunde sus ideas en Twitter: @ABENEGASLYNCH_h

El impuesto a la renta en Estados Unidos y Argentina

Por Gabriel Boragina. Publicado en: http://www.accionhumana.com/2021/03/el-impuesto-la-renta-en-estados-unidos.html

«En 1908 se impuso una reforma constitucional, para obviar los inconvenientes de una permanente controversia judicial que hizo suprimir el impuesto a la renta en 1895. Dicha reforma establecía textualmente: «El Congreso tiene el derecho de establecer y percibir los impuestas sobre la renta, de cualquier fuente que provengan, sin repartición entre los diversos Estados y sin tener en cuenta el censo de la población».»[1]

Muy lamentable y triste esta reforma. Muy negativa, por cierto. Y por lo demás, claramente violatoria de un auténtico régimen federal. Resulta claro que si una nación dice «respetar» el federalismo ello debería implicar darle la autonomía amplia y necesaria a los demás «estados», provincias y municipios para que sancionen sus propias leyes fiscales, y no ser ello una prerrogativa del poder central. Un auténtico régimen federal debe tender a la descentralización del poder y ello se logra mediante la descentralización fiscal. El poder fiscal debería -en ausencia de la posibilidad ideal de derogar todo impuesto, residir en los estados, provincias y municipios, y nunca en el gobierno central. En tal sentido la reforma mencionada es anti federalista y antirrepublicana.

«En 1913 sancionóse la ley que aún perdura. La ley grava, así, a las rentas producidas fuera del país, que benefician sin embargo a las personas radicadas en él, del mismo modo que a las rentas producidas en los Estados Unidos, sean o no percibidas por personas radicadas en sus límites territoriales. Fija la ley, además del impuesto general, uno suplementario. Las necesidades de la guerra determinaron la modificación del impuesto, lo que se hizo por las leyes de 1916 y 1921.»[2]

Otra ley atroz que denota ya el avance del estatismo en los Estados Unidos. En lugar de contraer los impuestos se los expande, lo que -como ya demostramos- es atentatorio contra la acumulación de capital que es lo que crea trabajo y los salarios que remuneran ese trabajo, y también el factor que hace que se amplíe el trabajo asalariado. Todo impuesto limita esto y, en tal sentido, promueve la pobreza y la caída del nivel de vida. Si se pretende extenderlo fuera de las fronteras ellos son todavía muchísimo peor. Asemeja lo descripto a un impuesto de capitación, ya que en lugar de los bienes se toma en cuenta la persona y su residencia, pero como el sujeto pasivo es la persona hay un elemento de capitación, amargo resabio de épocas que tributariamente se creían acabadas.

Es bastante probable que las rentas producidas en el exterior ya hayan sido gravadas por la legislación fiscal del país donde las rentas se originaron. Volverlas a gravar -por el mero hecho de que el titular de esas rentas vive en otro país diferente- es doble imposición, vale decir, doblemente confiscatorio. Por lo visto, esta es la época donde los impuestos comienzan a crecer en los Estados Unidos y donde se vuelven más confiscatorios e injustos.

«Actualmente se gravan las rentas de toda especie; pero el sujeto del gravamen se extiende solamente a las personas físicas que tengan su domicilio en los Estados Unidos. Los extranjeros sin domicilio en el país, contribuyen por las rentas que de él perciban. De los ingresos totales del contribuyente se deducen los gastos para su adquisición, intereses de deudas y todos los impuestos pagados a las corporaciones de derecho público. Se eximen del impuesto los pagos por indemnizaciones del seguro de vida, herencias e intereses de los fondos públicos de los Estados federados y municipios.»[3]

En este punto -y nuevamente más allá de las características de cómo cada pais cobra el impuesto a la renta- luce oportuno volver a los principios generales que marcan el norte de nuestro trabajo. El «argumento» de fondo de los partidarios de este impuesto es que «no grava» el capital, que lo deja «intacto», y -en suma- desvincula a la renta de su origen (el capital). Esto es completamente falso, y ya lo hemos demostrado en el curso de nuestro trabajo. Cualquier ataque a la renta es un ataque frontal al capital futuro que halla en la renta del capital pasado la causa de su génesis. Incluso lo hemos demostrado numéricamente y a través de un ejemplo muy sencillo y fácil de entender.

Seguir insistiendo que la renta «no tiene» vinculación con el capital de tal suerte que gravar aquella «no afecta» a este es una manifestación de brutal ignorancia económica o de cerrazón mental para tratar de entender el fenómeno fiscal y todas sus negatividades. Y esto, más allá de la discusión de cómo, cuándo y dónde percibir el impuesto, que es lo que ocupa la atención del autor del trabajo que estamos examinando. Todo impuesto, por el mero hecho de existir es discriminatorio. Esto no se puede superar con formulaciones legales o filosófico-políticas que niegan los principios universales enseñados por la praxeología, ciencia a la que adherimos y que hasta el momento de lo que llevamos examinado del trabajo de Goldstein luce por su ausencia.

«4. El impuesto a la renta en la República Argentina. No podríamos cerrar este estudio sin aludir, aunque sea esquemáticamente, al destino del impuesto sobre la renta en nuestro país. Las primeras iniciativas para su creación surgieron en el seno de la Cámara baja, pero no se materializarán sino hasta el año 1919, en el que, por conducto del Poder Ejecutivo Nacional, se presentó un proyecto que sirvió de antecedente inmediato al régimen que había de instaurarse recién un lustro más tarde. En efecto, el 20 de junio de 1924, el Poder Ejecutivo envió al Congreso otro proyecto, el que participa de los caracteres de las leyes francesa y estadounidense.»[4]

Época en que se empezaban a abandonar los grandiosos principios liberales que habían hecho de la Argentina un formidable pais en el cono sur, y que muchos -no sólo en Europa sino también en los Estados Unidos- admiraban y vaticinaban un gran futuro. Desgraciadamente la promisoria profecía no se cumplió. El año indicado en la cita, marca el punto de inflexión del país y el comienzo de su peregrinación hacia el precipicio, ruta que aún se encuentra en caída libre.

En el año indicado comienzan a sembrarse en el pais desde el exterior las primeras ideas socialistas que estaban marcando la tendencia del mundo en otras latitudes. En 1917 se cimentaban la URSS el mayor estado comunista que haya conocido la historia hasta la fecha y, en el mismo año, México sancionaba una constitución política socialista, mientras el resto del mundo -de una manera o de otra- iba cayendo bajo los influjos del marxismo, gran impulsor de los impuestos progresivos. Poco a poco, América latina iría siguiendo esos mismos pasos, hasta derrumbarse en las garras del populismo, heredero directo del fascismo y el nazismo que aparecerían pocas décadas más tarde.


[1] Mateo Goldstein. Voz «IMPUESTOS» en Enciclopedia Jurídica OMEBA, TOMO 15, letra I, Grupo 05.

[2] Goldstein, M. ibidem.

[3] Goldstein, M. ibidem.

[4] Goldstein, M. ibidem.

Gabriel Boragina es Abogado. Master en Economía y Administración de Empresas de ESEADE. Fue miembro titular del Departamento de Política Económica de ESEADE. Ex Secretario general de la ASEDE (Asociación de Egresados ESEADE) Autor de numerosos libros y colaborador en diversos medios del país y del extranjero. Síguelo en  @GBoragina

Liberalismo, derecha, izquierda y Hayek

Por Iván Carrino. Publicado el 16/5/19 en: https://www.ivancarrino.com/liberalismo-derecha-izquierda-y-hayek/

 

Si uno se guía por lo que dicen “en la tele”, el liberalismo es la derecha,  y los más liberales, la ultraderecha. Esto obviamente es problemático, ya que de ultraderecha también se cataloga a corrientes como el fascismo y el nazismo, y nada más alejado de las ideas de la libertad que eso.

Otras etiquetas que suelen utilizarse para dividir el espectro de las ideas es socialista y conservador. Para un socialista, un liberal es sin duda un conservador. Sin embargo, la mayoría de los liberales no aceptaría este mote. O, por lo menos, exigiría más precisiones. Si lo que se quiere “conservar” es un mercado libre, el liberal será conservador. Pero si se quiere “conservar” un statu quo que frene el progreso o restrinja la libertad, el liberal será un radical por el cambio.

Friedrich A. Hayek escribió en 1959 sobre esta cuestión y, como liberal que decía ser, sostuvo que su pensamiento estaba alejando tanto del socialismo como del conservadurismo.

El premio Nobel de economía sostenía que si bien “en el terreno político” los defensores de la libertad “no tienen más alternativa” que apoyar a los partidos conservadores, convenía “tra­zar una clara separación entre la filosofía que propugno y la que tradicional­mente defienden los conservadores.”

En este sentido, se preocupó por aclarar:

… los radicales y los socialistas americanos comenzaron a atribuirse el apelativo de liberales. Pese a ello, yo continúo calificando de liberal mi postura, que estimo difiere tanto del conservadurismo como del socialismo.

Se suele suponer que, sobre una hipotética línea, los socialistas ocupan la extrema izquierda y los conservadores la opuesta derecha, mientras los liberales quedan ubica­dos más o menos en el centro; pero tal representación encierra una grave equivocación. A este respecto, sería más exacto hablar de un triángulo, uno de cuyos vértices estaría ocupado por los conservadores, mientras socialistas y liberales, respectivamente, ocuparían los otros dos. 

La diferencia entre eagrarios

l liberal y el conservador es, para Hayek, la actitud de uno y otro frente al cambio. Como su nombre lo indica, el conservador es reacio a los cambios sociales, mientras que el liberal solo lo es en la medida que dicho cambio afecta las libertades individuales.

Por ejemplo, si se quiere imponer un control de precios en un mercado, liberales y conservadores estarán en contra del socialista partidario de la intervención. Ahora si el cambio es sobre la apertura de un determinado mercado a la competencia internacional, ¿qué ocurrirá?

Los conservadores aquí muestran una tendencia a ser nacionalistas que desprecian lo extranjero, por lo que aparece una tentación proteccionista, algo que podemos ver bien en la figura de Donald Trump. Según Hayek:

Los conservadores rechazan, por lo general, las medidas socializantes y dirigistas cuando del terreno industrial se trata, postura ésta a la que se suma el liberal. Ello no impide que al propio tiempo suelan ser proteccionistas en los sectores agrarios.

(…)

Esa repugnancia que el conservador siente por todo lo nuevo y desusa­do parece guardar cierta relación con su hostilidad hacia lo internacional y su tendencia al nacionalismo patriotero. (…) Sólo agregaré que esa predisposición nacionalista que nos ocupa es con frecuencia lo que induce al conservador a emprender la vía colecti­vista. Después de calificar como nuestra tal industria o tal riqueza, sólo falta un paso para demandar que dichos recursos sean puestos al servicio de los intereses nacionales.

Generalizando la cuestión:

He aquí la primera gran diferencia que separa a liberales y conservado­res. Lo típico del conservador, según una y otra vez se ha hecho notar, es el temor a la mutación, el miedo a lo nuevo simplemente por ser nuevo; la postura liberal, por el contrario, es abierta y confiada, atrayéndole, en prin­cipio, todo lo que sea libre transformación y evolución, aun constándole que, a veces, se procede un poco a ciegas (…)

Jamás, cuando [los conservadores] avizoran el futuro, piensan que puede haber fuerzas desco­nocidas que espontáneamente arreglen las cosas; mentalidad ésta en abierta contraposición con la filosofía de los liberales, quienes, sin complejos ni recelos, aceptan la libre evolución, aun ignorando a veces hasta dónde pue­de llevarles el proceso.

Estas palabras de Hayek son perfectamente compatibles con su idea del conocimiento disperso en la sociedad. El cambio no puede controlarse “desde arriba” porque los nuevos descubrimientos que dan lugar al progreso se encuentran dispersos en las millones de mentes y acciones individuales que conforman el planeta. La clave es ir hacia un sistema donde esas mentes y acciones puedan desarrollarse sin restricciones. En palabras de Hayek: “lo que hoy con mayor urgencia precisa el mundo es suprimir, sin respetar nada ni a nadie, esos innumerables obstáculos con que se impide el libre desarrollo.”

Esto aplica fácilmente a la economía y hace que los liberales siempre le demos la bienvenida al avance tecnológico o a la llegada de importaciones desde el exterior. Pero también puede extenderse a otras áreas, como a la no discriminación por raza, religión, nacionalidad u orientación sexual. Los liberales también le damos la bienvenida a la diversidad en esta materia, a diferencia de al menos algunos conservadores.

Conservadores, autoritarismo y educación pública

El texto de Hayek nos hace reflexionar también sobre dos cuestiones. En primer lugar, sugiere que los conservadores tienen afición por el autoritarismo, ya que confían en que alguien “desde arriba” monitoree permanentemente los cambios, sin dejarlos librados al azar:

Los conservadores sólo se sienten tranquilos si piensan que hay una mente superior que todo lo vigila y supervisa; ha de haber siempre alguna autoridad que vele por que los cambios y las muta­ciones se lleven a cabo “ordenadamente”.

 Ese temor a que operen unas fuerzas sociales aparentemente incontrola­das explica otras dos características del conservador: su afición al autorita­rismo y su incapacidad para comprender el mecanismo de las fuerzas que regulan el mercado. (…) Para el conservador el orden es, en todo caso, fruto de la permanente atención y vigilancia ejercida por las autoridades.

En la actualidad no se observan casos de autoritarismos o dictaduras de derecha o conservadoras, como sí los hubo en el pasado. Sin embargo, las críticas de Trump a los desequilibrios comerciales (resultado de acciones individuales no controladas por ningún gobierno) serían un ejemplo de lo que Hayek describe.

En otro orden de cosas, Hayek sugiere que los conservadores están siempre listos para criticar la coacción estatal si ella implica perseguir objetivos que no le son afines, pero que miran para otro lado si dicha intervención es compatible con sus juicios morales:

El conservador, por lo general, no se opone a la coacción ni a la arbitrariedad estatal cuando los gobernantes persiguen aquellos objetivos que él considera acertados. No se debe coartar –piensa– con normas rígidas y prefijadas la acción de quienes están en el poder, si son gentes honradas y rectas. (…) Al conservador, como al socialista, lo que le preocupa es quién gobierna,desentendiéndose del problema relativo a la limitación de las facultades atribuidas al gobernante; y, como el marxista, considera natural imponer a los demás sus valoraciones personales.

Esto tal vez sea patente en el caso argentino y en la polémica por la Educación Sexual Integral.

Parecería que a ciertos conservadores lo que molesta no es que se imparta un plan único de educación desde el gobierno,  sino cuál se imparte. Si es la ESI, se oponen, si es la NO educación sexual, entonces está todo bien. Pero en ambos casos se está eligiendo desde la poltrona oficial qué contenido se enseña a los alumnos.

El problema para los liberales es el uso del poder, más allá del contenido específico de ese poder. He ahí otra diferencia sustancial.

Contrapunto en Twitter

En Twitter Francisco Peláez hizo un divertido comentario acerca de este tema. Según él, el liberal que dice no ser de derecha ni de izquierda (Hayek, de alguna manera, en este artículo), es en realidad de izquierda.

El comentario me pareció divertido, pero le pasé el link al artículo de Hayek para que vea que es posible que haya un liberalismo equidistante de ambas corrientes. Rápidamente, el usuario “Juan Doe”, Juan Pablo Carreira, me contestó que el artículo no aplicaba a la situación porque Hayek:

… se refiere al conservador europeo. Conservador europeo en la década del ’50 era Franco y los vestigios fascistas. No el “conservative” de derecha yankee.

Ahora en realidad no es relevante para la discusión ese matiz.

En definitiva, Hayek se refiere a cualquier conservador que por oponerse al cambio vaya en contra de la libertad. No es un artículo específico para criticar a conservadores europeos, sino una reflexión general sobre lo que él entiende por conservadurismo. Así, por ejemplo, cuando habla del nacionalismo patriotero, da lo mismo si ese nacionalismo patriotero es defendido por un yankee, un europeo o un sudamericano. Cabe el mote de conservador nacionalista de cualquier manera.

De hecho, Hayek mismo lo aclara en el artículo:

No oscurece la diferencia entre liberalismo y conservadurismo el que en los Estados Unidos sea posible abogar por la libertad individual defendien­do tradicionales instituciones formadas hace tiempo. Tales instituciones, para el liberal, no resultan valiosas por ser antiguas o americanas, sino porque convienen y apuntan hacia aquellos objetivos que él desea conseguir.

Finalmente, hay puntos de contacto entre conservadores y liberales, cierto. Pero también hay enormes diferencias. Por eso a veces es necesario aclarar. Un liberal que dice no ser de derecha seguramente esté pensando en algo de esto.

 

Iván Carrino es Licenciado en Administración por la Universidad de Buenos Aires y Máster en Economía de la Escuela Austriaca por la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. Es editor de El Diario del Lunes, el informe económico de Inversor Global. Además, es profesor asistente de Comercio Internacional en el Instituto Universitario ESEADE y de Economía en la Universidad de Belgrano. Es Sub Director de la Maestría en Economía y Ciencias Políticas de ESEADE. Sigue a @ivancarrino

El camino al socialismo

Por Gabriel Boragina. Publicado en: http://www.accionhumana.com/2019/01/el-camino-al-socialismo.html

 

Será interesante repasar como se gesta el camino al socialismo, tomando como ejemplo la experiencia europea, donde este nació y se plasmó en todas sus formas y variantes posibles. Y de paso recordar, llevados de la mano de un maestro genial, como el socialismo gestó -en última instancia- y permitió la aparición del nazismo y el fascismo, al punto de concluir que, sin el socialismo, tanto el fascismo como el nazismo hubieran sido imposibles.

«En los países de Europa central, los partidos socialistas habían familiarizado a las masas con las organizaciones políticas de carácter paramilitar encaminadas a absorber lo más posible de la vida privada de sus miembros. Todo lo que se necesitaba para dar a un grupo un poder abrumador era llevar algo más lejos el mismo principio, buscar la fuerza, no en los votos seguros de masas ingentes, en ocasionales elecciones, sino en el apoyo absoluto y sin reservas de un cuerpo menor, pero perfectamente organizado. La probabilidad de imponer un régimen totalitario a un pueblo entero recae en el líder que primero reúna en derredor suyo un grupo dispuesto voluntariamente a someterse a aquella disciplina totalitaria que luego impondrá por la fuerza al resto.»[1]

Hayek describe aquí las condiciones previas reinantes a la aparición del fascismo en Europa. Su tesis consiste en afirmar que -en primer lugar- el aspirante a dictador debe reunir en torno suyo un «grupo dispuesto voluntariamente a someterse a aquella disciplina totalitaria que luego impondrá por la fuerza al resto». El totalitarismo es sólo posible en la medida en que exista o pueda conformarse un grupo de fanáticos adictos al aspirante a dictador que lo acepten por propia voluntad y -naturalmente- adhieran a sus convicciones, aspiraciones y planes de dominación. Resulta aparentemente contradictorio afirmar que un grupo menor, por mejor organizado que este, pueda aplicar su disciplina totalitario al resto, ya que este resto implica un mayor número de personas que las del grupo totalitario. La solución a este aparente dilema por el cual una minoría se estaría imponiendo sobre una mayoría la da -a nuestro juicio- el hecho de que quien detenta realmente la fuerza es quien la ejerce. Lo que parece ser lo explicado en el párrafo siguiente:

«Aunque los partidos socialistas tenían poder para lograrlo todo si hubieran querido hacer uso de la fuerza, se resistieron a hacerlo. Se habían impuesto a sí mismos, sin saberlo, una tarea que sólo el cruel, dispuesto a despreciar las barreras de la moral admitida, puede ejecutar.»[2]

El uso de la fuerza es exitoso en la medida que no encuentre tenacidad alguna que se le oponga. Y esto puede ocurrir cuando solamente aquel o aquellos sobre los cuales se pretende ejercer la violencia se consideraren si mismos ineptos para hacerle cara. No hay otra posibilidad, ya que si estuvieran de acuerdo con los violentos no sería necesario hacer uso de la fuerza por parte de estos ni resistirla por parte de los violentados. Nótese que las reticencias de los partidos socialistas europeos no tuvieron analogía con la del partido bolchevique ruso, que se impuso por la fuerza en lo que luego fue la I.R.S.S. Sigamos con Hayek:

«Por lo demás, muchos reformadores sociales del pasado sabían por experiencia que el socialismo sólo puede llevarse a la práctica por métodos que desaprueban la mayor parte de los socialistas. Los viejos partidos socialistas se vieron detenidos por sus ideales democráticos; no poseían la falta de escrúpulos necesaria para llevar a cabo la tarea elegida.»[3]

Sin duda, esos «reformadores sociales» estarían pensando en la experiencia soviética. La tarea elegida era la de forzar un régimen planificado de gobierno. Esos métodos -según parece derivarse del texto- son los antidemocráticos, que fueron los empleados -v.g.- por los rusos. Evidentemente, Hayek no se está refiriendo a los socialistas marxistas, sino a otro tipo de socialistas, ya que es sabido que los marxistas son partidarios expresos del uso de la fuerza, y se hallan en contra de la democracia a la que consideran una superestructura burguesa de dominación, es decir, una ideología en el sentido marxista del término. El párrafo ha de aludir, entonces, a lo que se conoce como el socialismo democrático, o bien, socialdemocracia.

«Es característico que, tanto en Alemania como en Italia, al éxito del fascismo precedió la negativa de los partidos socialistas a asumir las responsabilidades del gobierno. Les fue imposible poner entusiasmo en el empleo de los métodos para los que habían abierto el camino. Confiaban todavía en el milagro de una mayoría concorde sobre un plan particular para la organización de la sociedad entera.»[4]

Es decir, no reconocían que sus planificaciones no podían lograr el consenso de la gente, sino que debían exigirse por la fuerza, por lo imposible de un acuerdo mayoritario sobre una planificación determinada. Y no deseaban hacer uso de la fuerza para obligarlo, por sus convicciones democráticas (siempre entendiéndose que no se habla de partidos marxistas, sino socialistas no marxistas). Tampoco quisieron convencerse de que sus ansias planificadoras sólo podían instituirse por medio de la fuerza. Aunque no queda del todo claro a que «entusiasmo» se refiere el autor, excepto que la palabra se utilice desde el punto de vista de los fascistas, que si demostraron entusiasmo en establecer sus planes por medio de la violencia física.

«Pero otros habían aprendido ya la lección, y sabían que en una sociedad planificada la cuestión no podía seguir consistiendo en determinar qué aprobaría una mayoría, sino en hallar el mayor grupo cuyos miembros concordasen suficientemente para permitir una dirección unificada de todos los asuntos; o, de no existir un grupo lo bastante amplio para imponer sus criterios, en cómo crearlo y quién lo lograría.»[5]

Esos «otros» eran los nazis fascistas. Lógicamente, si se confiaba en el voto de la mayoría se corría el riesgo que esa mayoría no aprobase la planificación elegida por el planificador. Y el aspirante a dictador no podía transitar con un peligro semejante. Pero era necesario que el dictador tuviera algún apoyo que -a su vez- fuera suficiente como para permitirle llevar a cabo sus siniestros planes antisociales.

[1] Friedrich A. von Hayek, Camino de servidumbre. Alianza Editorial. España. pág. 176-177

[2] Friedrich A. von Hayek, Camino…ibidem.

[3] Friedrich A. von Hayek, Camino…ibidem.

[4] Friedrich A. von Hayek, Camino…ibidem.

[5] Friedrich A. von Hayek, Camino…ibidem.

 

Gabriel Boragina es Abogado. Master en Economía y Administración de Empresas de ESEADE. Fue miembro titular del Departamento de Política Económica de ESEADE. Ex Secretario general de la ASEDE (Asociación de Egresados ESEADE) Autor de numerosos libros y colaborador en diversos medios del país y del extranjero.

 

 

Pobreza, caridad, estatismo y monopolios

Por Gabriel Boragina. Publicado en:  http://www.accionhumana.com/2018/11/pobreza-caridad-estatismo-y-monopolios.html

 

Muchas son las diferencias que encuentro en las actitudes personales hacia los pobres entre las personas que adhieren a ideas socialistas (o de izquierda como se las llama frecuentemente) y las que rechazan estas ideologías. Y, como expliqué en otra parte, las distintas maneras de entender la caridad es una de las tantas. Los liberales sostienen que la caridad es tal -si y sólo si– se hace anónimamente y de modo voluntario. De lo contrario no hay caridad posible.
En cualquier caso, esta no es la diferencia más importante, sino que lo realmente trascendente es que este último grupo de personas (por cierto muy reducido) hace sus labores de caridad y de beneficencia con recursos propios, en tanto el primer conjunto (el mayoritario) «clama a los cuatro vientos» que los «pobres» deben ser subsidiados, subvencionados, apoyados, etc. expoliando el fruto del trabajo ajeno (no el de los mismos proponentes) y que el encargado de tal despojo «por el bien de los que menos tienen» debe ser no otro que el gobierno por medio de la fuerza bruta «legal». Esta sería pues la idea dominante en nuestra sociedad actual.
Creo que un rasgo característico de una sociedad culturalmente primitiva, sea el hecho de que las personas que declaman la igualdad de rentas y de patrimonios sean más admirados y hasta más respetados que las que -sin prescribir nada de eso- tratan de mejorar la suerte de sus semejantes más desfavorecidos dándoles de su propio peculio, pero sin tanta alharaca. Por supuesto, en este tipo de sociedad (un ejemplo puede ser la argentina, donde muy a menudo se observa este síndrome) existe un altísimo grado de hipocresía por parte de esos verdaderos apologistas de la «igualdad» y de sus admiradores (los que, como sus admirados, menos aún están dispuestos a dar de lo suyo a los que menos tienen). Los medios audiovisuales, por ejemplo, nos muestran a diario a grandes personajes de la farándula, el deporte y hasta de la política que no se cansan de clamar por los pobres y carenciados pero que no se distinguen por donar parte siquiera de sus fortunas por ninguno de los que tanto se lamentan ante las cámaras y los micrófonos.
Claro que, detrás de toda esta cuestión hay -como dijimos- un componente cultural muy fuerte cuyo nombre es el de estatismo. Tal como su designación lo indica, el estatismo es un sistema totalitario en el que el estado-nación todo lo estatiza (valga la redundancia. De allí lo de estatismo). Por supuesto que, hay rincones y recovecos sociales que son difíciles de estatizar, pero lo importante del estatismo no es lo que queda sin estatizar, sino que el estatismo tiende -en última instancia- a estatizarlo todo, y puede lograr ese objetivo, aunque no sea al cien por ciento en cotas cercanas a ese porcentaje. Esta es la tendencia que se observa en algunos lugares más, en otros menos. Pero lo cierto es que es la tendencia.
Y en el fenómeno estatista, tienen que ver primordialmente las ideas que mantiene el conjunto de la sociedad donde la manifestación estatista se manifiesta. El estatismo surge como aparición a partir de la idea de que la sociedad está compuesta por monopolios. A esta idea se sigue otra, por la cual dichos «monopolios sociales» tenderían (según la creencia popular) a perjudicar a la gente, ergo (como en un tercer paso) se sugiere que el único remedio que existiría para dicha «desgraciada conclusión» sería el de otorgarle un monopolio mucho mayor (lo mayor posible) al estado-nación que le permita «neutralizar» todo otro monopolio no estatal. La «lógica» de esta forma de «razonar» se pierde cuando quienes esto sostienen no pueden explicar satisfactoriamente los siguientes interrogantes:
1.       ¿Cuál sería la prueba de que la sociedad civil sería proclive a la formación de monopolios?
2.       Y si tal prueba existiera (lo que no es el caso) ¿cuál sería la razón por la cual un monopolio estatal sería mejor que otro monopolio no estatal, o -en términos más simples- no se explica por qué los monopolios privados serian «malos» y un único monopolio estatal seria «bueno» o «más bueno» que uno o más privados.
En otras palabras, si se pudiera probar que la sociedad libre conduciría al monopolio (prueba que –reiteramos- jamás nadie ha presentado) aun así no se explica porque se cree que únicamente el gobierno tendría el monopolio de la bondad.
La tesis del «monopolio social» (si así podemos llamarla) ha sido refutada una y otra vez. Quienes la sostienen no son consecuentes o, directamente, ignoran el proceso por el cual se conforma un monopolio y -sobre todo- las condiciones necesarias para ello. Son estas condiciones las que escasamente se dan en el mundo real. De allí que, los monopolios económicos que no cuentan con protección del gobierno sean pocos, raros y -a la larga- efímeros, excepto, como dejamos dicho, que los gobiernos acudan a su rescate, o los abordan directamente dentro de la estructura gubernamental (lo que sucede –por ejemplo- cuando se nacionaliza o estatiza una empresa o actividad).
Puede quizás ser posible que muchos individuos tiendan a ser (o deseen ser) monopolistas, pero en la medida que existan otros individuos que también traten de serlo, la competencia que se desataría entre ellos impediría que cualquiera de los involucrados en la misma llegara a configurar un monopolio. Y ninguno de ellos podría -sin más- eliminar la competencia, sino por medio de la fuerza, prerrogativa que en nuestra sociedad sólo posee el estado-nación, y de la que hace uso muy a menudo. El gobierno tiene dos formas básicas de eliminar o restringir la competencia: prohibiendo «legalmente» cierta actividad a todos menos a uno o algunos, o bien buscando el mismo efecto a través de restricciones monetarias, fiscales, presupuestarias, etc. para las cuales el instrumento de fondo también es el mal uso de la ley (como decía el celebrado F. Bastiat).
Esta idea errada y absurda de que el libre mercado conduce al monopolio, es una de las que da origen al mal llamado «estado benefactor» o de «bienestar» y que llevada a su extremo justificaría cualquier dictadura como -lamentablemente- la historia da testimonio a través del curso de los siglos, hasta desembocar en el nazismo, el fascismo y el comunismo, los tres derivados del socialismo.
Gabriel Boragina es Abogado. Master en Economía y Administración de Empresas de ESEADE. Fue miembro titular del Departamento de Política Económica de ESEADE. Ex Secretario general de la ASEDE (Asociación de Egresados ESEADE) Autor de numerosos libros y colaborador en diversos medios del país y del extranjero.

EL CASO DEL PERONISMO

Por Alberto Benegas Lynch (h)

 

Resulta sumamente curioso pero a esta altura del siglo xxi cuesta creer que existan aun personas que seriamente se dicen peronistas. Se ha probado una y mil veces la corrupción astronómica del régimen (Américo Ghioldi, Ezequiel Martínez Estrada), su fascismo (Joseph Page, Eduardo Augusto García), su apoyo a los nazis (Uki Goñi, Silvano Santander), su censura a la prensa (Robert Potash, Silvia Mercado), sus mentiras (Juan José Sebreli, Fernando Iglesias), la cooptación de la Justicia y la reforma inconstitucional de la Constitución (Juan A. González Calderón, Nicolás Márquez), su destrucción de la economía (Carlos García Martínez, Roberto Aizcorbe), sus ataques a los estudiantes (Rómulo Zemborain, Roberto Almaraz), las torturas y muertes (Hugo Gambini, Gerardo Ancarola), la imposición del unicato sindical y adicto (Félix Luna, Damonte Taborda). ¿Qué más puede pedirse para descalificar a un régimen?

 

A este prontuario tremebundo cabe agregar apenas como muestra cuatro de los pensamientos de Perón, suficientes como para ilustrar su catadura moral. En correspondencia con su lugarteniente John William Cooke: “Los que tomen una casa de oligarcas y detengan o ejecuten a los dueños se quedarán con ella. Los que tomen una estancia en las mismas condiciones se quedarán con todo, lo mismo que los que ocupen establecimientos de los gorilas y enemigos del Pueblo. Los Suboficiales que maten a sus jefes y oficiales y se hagan cargo de las unidades tomarán el mando de ellas y serán los jefes del futuro. Esto mismo regirá para los simples soldados que realicen una acción militar” (Correspondencia Perón-Cooke, Buenos Aires, Editorial Cultural Argentina, 1956/1972, Vol. I, p. 190).

 

También proclamó “Al enemigo, ni justicia” (carta de Perón de su puño y letra dirigida al Secretario de Asuntos Políticos Román Alfredo Subiza, cit. por J. J. Sebreli, Los deseos imaginarios del peronismo, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1983, p. 84). En otra ocasión anunció que “Levantaremos horcas en todo el país para colgar a los opositores” (discurso de Perón por cadena oficial de radiodifusión el 18 de septiembre de 1947, Buenos Aires). Por último, para ilustrar las características del peronismo, Perón consignó que “Si la Unión Soviética hubiera estado en condiciones de apoyarnos en 1955, podía haberme convertido en el primer Fidel Castro del continente” (Marcha, Montevideo, febrero 27 de 1970).

 

Algunos aplaudidores y distraídos han afirmado que “el tercer Perón” era distinto sin considerar la alarmante corrupción de su gobierno realizada principalmente a través de su ministro de economía José Ber Gelbard quien además provocó un grave proceso inflacionario (que denominaba “la inflación cero”) y volvió a los precios máximos de los primeros dos gobiernos peronistas (donde al final no había ni pan blanco en el mercado), el ascenso de cabo a comisario general a su otro ministro (cartera curiosamente denominada de “bienestar social”) para, desde allí, establecer la organización criminal de la Triple A. En ese contexto, Perón después de alentar a los terroristas en sus matanzas y felicitarlos por sus asesinatos, se percató que esos movimientos apuntaban a copar su espacio de poder debido a lo cual optó por combatirlos y, también  a la vuelta de su exilio, se decidió por abrazarse con Ricardo Balbín (un antiguo opositor que a esa altura se había peronizado).

 

A nuestro juicio la razón por la que se prolonga el mito peronista se basa en la intentona de tapar lo anterior con una interpretación falaz de lo que ha dado en llamarse “la cuestión social”. Esto ha penetrado en prácticamente todos los ámbitos de la vida social. No son pocos los conservadores que argumentan que no es cierto que Perón haya sido pionero en materia social ya que lo fueron ellos, los conservadores, y así se suscita una carrera para ver quienes fueron los adelantados en este tema, sin percatarse que precisamente en la cuestión social estaba el problema, especialmente para los más necesitados.

 

Lo primero es comprender cual es la causa de los ingresos y salarios en términos reales que reside en la tasa de capitalización, es decir, ideas innovadoras, maquinaria,  tecnología, equipos que hacen de apoyo logístico al trabajo al efecto de incrementar su rendimiento. No hay otra cosa. Si observamos el mapa del mundo concluiremos que allí donde las referidas tasas de capitalización son mayores, también resultan mayores los ingresos. Sin duda que para que esas inversiones tengan lugar es menester que los marcos institucionales garanticen el uso y la disposición de las respectivas propiedades. Los salarios no son en modo alguno más altos debido a la generosidad ni a la prebenda sino que, como queda dicho, son el fruto de mayores inversiones per capita.

 

Los pagos adicionales con automóviles, seguros de salud, vacaciones, reducciones de jornadas laborales, oficinas elegantes, bonos y premios varios, músicas funcionales, coberturas por accidentes y todo lo que uno pueda imaginarse de atenciones no son consecuencia del decreto sino de las tasas de capitalización que obligan al empleador a proceder de esa manera. Al contrario, el decreto que se traduce necesariamente en montos superiores a los del mercado (de lo contrario  no tiene sentido el decreto) expulsa a los destinatarios y los condena al desempleo. Generalmente los destinatarios de los decretos de salarios mínimos, vacaciones, jornadas laborales y aguinaldos (esto último es un insulto a la inteligencia ya que inexorablemente significa menores salarios durante el resto año), habitualmente son los que más necesitan trabajar que, paradójicamente, son los que primero son desempleados (cuando no se intenta disimular a través de la inflación que derrite salarios). Si esos mal llamados beneficios se extendieran a los gerentes y otros funcionarios de jerarquía, es decir,  si las remuneraciones por decreto superaran sus retribuciones, ellos serían los que serían expulsados del mercado y condenados al desempleo.

 

No hay magias en economía, los factores de producción son escasos (si hubiera de todos para todos todo el tiempo no habría necesidad de trabajar) y el factor por excelencia es el trabajo intelectual y manual ya que sin su concurso no puede concebirse la producción de ningún bien o la prestación de servicios. No hay por ende sobrante de aquel factor escaso en un mercado abierto, a saber, allí donde los arreglos contractuales son libres. En cambio, como decimos, cuando los aparatos estatales intervienen el resultado es la desocupación.

 

En una sociedad abierta los sindicatos son manifestaciones libres y voluntarias en las que deciden los asociados cuales han de ser sus características, pero lo que es incompatible con la libertad es la sindicación y aportes forzosos como lo son en la mayor parte de las sociedades en las que se impone una legislación fascista del unicato como, por ejemplo, la establecida por el peronismo, es decir, las leyes de asociaciones profesionales y convenios colectivos que Perón copió de la Carta de Lavoro de Mussolini.

 

Por su parte, las huelgas significan que los trabajadores, contemplando los contratos previos, pueden ejercer su derecho a no trabajar, lo cual es muy diferente a imponer por la fuerza que otros no trabajen lo cual se basa en la intimidación y no en elecciones voluntarias.

 

En este sentido las denominadas “conquistas sociales” del peronismo han constituido un obstáculo formidable para el incremento de los salarios en términos reales de los más débiles económicamente debido a los desajustes señalados, lo cual se agrava si simultáneamente se adoptan políticas que de hecho bloquean las inversiones al distorsionar precios con pretendidos controles, establecer alta presión tributaria, introducir manipulaciones monetarias y en el sector externo, tal como lo hicieron los gobernantes peronistas y sus imitadores.

 

Asimismo, el peronismo en su primera etapa aniquiló innumerables ahorros de quienes colocaban sus fondos en pequeños terrenos y departamentos para alquilar que fueron destruídos con las leyes de alquileres y desalojos, al tiempo que se estableció compulsivamente un sistema que anticipadamente estaba quebrado como es actuarialmente el de reparto, lo cual se agravó cuando se utilizaron esos recursos para fines partidarios.

 

Francamente, si se pudieran lograr mejoras en el nivel de vida por medio del decreto que da lugar a las antedichas “conquistas sociales”, deberíamos ser más generosos y hacer de una vez millonarios a todos, pero lamentablemente las cosas no son así. Finalmente también debe destacarse que esas pretendidas conquistas dan lugar a todo tipo de chicanas y corruptelas en el fuero laboral que encarecen aun más el proceso productivo. El apoyo y el soporte mejor y más eficaz para el trabajador (que aunque resulte en un pleonasmo, son todos los que trabajan y no los de una “clase”) es contar con un Estado de Derecho robusto en cuyo contexto opera una Justicia expeditiva para proteger los derechos de todos y no que se acepte que solo van presos los ladrones de gallinas mientras quedan impunes políticos corruptos. Esta tendencia se extiende, entre otras muchas cosas, cuando se da cabida a pseudoempresarios que operan al amparo del poder político que le otorga mercados cautivos para poder explotar a la gente.

 

¿Qué se puede hacer entonces con el peronismo? Absolutamente nada más que intentar persuadirlos del error y de los serios problemas que generan sus ideas para todos pero muy especialmente para los más pobres que aumentan su pobreza cada vez que aquellas propuestas se ejecutan. Como he consignado con anterioridad, todas las ideas deben competir en el debate y en las urnas por más estrafalarias que resulten.

 

Todos provenimos de las cavernas y de la miseria, es decir del cien por cien bajo la línea de pobreza. La forma de progresar consiste en el respeto irrestricto a los logros del vecino y no recurriendo a la fuerza para arrancar el fruto del trabajo ajeno. Cuando votamos en el supermercado y afines estamos asignando recursos y consecuentemente establecemos diferencias en los patrimonios según como satisfagan nuestras demandas, la redistribución coactiva de los aparatos estatales contradice aquellas indicaciones y por ende desperdicia capital, lo cual indefectiblemente reduce niveles de vida.

 

Por último y como una nota al pie, transcribo una carta del Ministro Consejero de la Embajada de Alemania en Buenos Aires Otto Meynen a su “compañero de partido” en Berlín, Capitán de Navío Dietrich Niebuhr O.K.M, fechada en Buenos Aires, 12 de junio de 1943, en la que se lee que “La señorita Duarte me mostró una carta de su amante en la que se fijan los siguientes lineamientos generales para la obra futura del gobierno revolucionario: ´Los trabajadores argentinos nacieron animales de rebaño y como tales morirán. Para gobernarlos basta darles comida, trabajo y leyes para rebaño que los mantengan en brete´” (copia de la misiva mecanografiada la reproduce S. Santander en  Técnica de una traición. Juan D. Perón y Eva Duarte, agentes del nazismo en la Argentina, Buenos Aires, Edición Argentina, 1955, p.56). La cita de Perón es usada también por Santander como epígrafe de su libro.

 

Alberto Benegas Lynch (h) es Dr. en Economía y Dr. en Ciencias de Dirección. Académico de la Academia Nacional de Ciencias Económicas, fue profesor y primer rector de ESEADE durante 23 años y luego de su renuncia fue distinguido por las nuevas autoridades Profesor Emérito y Doctor Honoris Causa.

Sociedad e igualdad de derechos

Por Gabriel Boragina: Publicado el 15/1/17 en: http://gboragina.blogspot.com.ar/

 

«2. La igualdad en las doctrinas del derecho social. Las doctrinas que partieron de la sociedad para estudiar al hombre, las doctrinas del derecho social, corno las denomina Duguit, o doctrinas socialistas, se oponen a las doctrinas individualistas (corno es lógico) y sostienen que el hombre es naturalmente social y sometido, por lo tanto, a las reglas que esa sociedad le impone con respecto a los demás hombres y sus derechos no son nada más que derivaciones de sus obligaciones. De allí hace derivar Duguit los conceptos de solidaridad o de interdependencia social, afirmando que todo hombre forma parte de un grupo humano, pero al mismo tiempo tiene conciencia de su propia individualidad».[1]

Evidentemente, el hombre no es una creación colectiva, y estas doctrinas socialistas parten de una clara ficción. El hombre no es «naturalmente» social, si por «natural» se quiere significar biológico, porque ninguna sociedad puede dar por fruto biológico a ningún hombre. En realidad, no puede crear biológicamente cosa alguna. Se olvida que el concepto de «sociedad» es una concepción mental. Una palabra que representa una abstracción intelectual, que no cuenta con existencia física. Si el hombre fuera «naturalmente» social la educación -sobre todo la de los primeros años de la vida- no tendría ninguna razón de ser y no sería en absoluto necesaria. El niño se comportaría socialmente por obra, gracia y efecto de tal supuesta «naturaleza social», reconocería espontáneamente a sus semejantes y sus derechos, y se autoimpondría límites a su propia conducta, y –todo ello- sin que nadie tuviera que explicárselo ni -mucho menos- recordárselo a cada instante. Tendría –en tal caso- también una conciencia «natural» de sus derechos y sus obligaciones, sin necesidad de que nadie se los enseñara previamente.

Empero, la experiencia más elemental nos demuestra que esto en modo alguno es como se derivaría de tales doctrinas socialistas llevadas a sus últimas consecuencias. La educación cumple su fin precisamente porque el ser humanos no es «naturalmente» social. Debe aprender a serlo, y debe enseñárselo a serlo. En cuanto a supuestas reglas «de la sociedad», el razonamiento ha de ser el mismo. La fantasmagórica «sociedad» no instituye reglas, ya que ella no tiene vida física, ni cuerpo, ni mente, ni voluntad, ni acción. Toda regla ha sido originariamente pensada por alguien una primera vez, y dicha regla (norma, ley, etc.,) –en un segundo momento- se ha hecho extensiva a otros, ya sea por imposición o bien por convención. Pero ni en su origen ni implementación esa fantasmal «sociedad» ha desempeñado -ni hubiera podido hacerlo- papel alguno.

«3. El principio de la igualdad en la sociedad antigua. La historia de las instituciones, desde la antigüedad hasta las civilizaciones contemporáneas, va mostrando en cada sociedad los matices de su estructura orgánica y especialmente, las distintas clases en que se divide esa sociedad, .separadas unas de otras en forma tan absoluta, como si se tratara de mundos distintos, con sus privilegios y sus cargas, con sus derechos y sus obligaciones, con todo y con nada, para unos y otros».[2]

Esta teoría organicista de la sociedad está sujeta a las mismas objeciones que hemos venido haciendo anteriormente. Se habla de la sociedad como de un ente vivo. Más aun, como si fuera una verdadera persona humana, o -mejor dicho- sobrehumana, muy por encima de cada individuo considerado física y mentalmente. Es precisamente el concepto de «sociedad» el que nos lleva al de igualitarismo, y de allí al de «clase social», que nace del conflicto entre el reconocimiento de la ausencia de igualdad de las personas y la necesidad de articular la idea de su existencia, con el sólo objeto de distinguir a los que mandan (clase dominante) de los que obedecen (clase subordinada o esclava). La igualdad ha sido una idea que siempre ha servido a tiranos o a potenciales déspotas.

«El principio de la igualdad de los hombres, en su condición humana no existe en realidad, pues las instituciones de la esclavitud muestran la diferencia abismal entre el noble y el esclavo, degradado éste hasta la situación de cosa o de bestia, aunque aparezca una igualdad que podría llamarse jurídica, pues el que nada tiene nada es; ha nacido en la situación de indigencia, nada lo ampara, vive sólo para las cargas y sin esperanzas».[3]

Aquí se confunde la desigualdad jurídica con la económica. Un error harto común en muchos pensadores reputados. Tanto las clases sociales como la institución de la esclavitud no son otra cosa que una consecuencia lógica de la desigualdad ante la ley de las personas, circunstancia no sólo común en la antigüedad, sino en los más «modernos» sistemas totalitarios como el socialismo, nazismo y fascismo, y sus sucedáneos menos violentos y algo más edulcorados. No existe ninguna clase de igualdad jurídica que pueda paliar, disminuir ni menos aun suprimir la desigualdad económica de las personas, porque esta es una ineludible consecuencia de los diferentes talentos, aptitudes, destrezas, o ausencia de ellas en cada una de las personas existentes. La igualdad ante la ley -una ley que garantice el uso y disposición de lo suyo y adquirido mediante su propio esfuerzo y dedicación-, es el único instrumento que hará que los hombres no dejen de ser biológica, psíquica y físicamente desiguales, sino que permitirá a cada uno -en la medida de sus capacidades- salir airosamente de la indigencia. Obviamente, ello no es posible en sistemas de castas o regímenes legales que otorgan privilegios y dadivas a grupos o individuos (como la mayoría de los actuales).

Hay que hacer notar que, en el curso de la historia, el principio de igualdad ante la ley ha sido declamado en un sinfín de oportunidades e –incluso- los déspotas más despiadados se han llenado la boca y sus discursos recitando supuestos «derechos» de todos «por igual» ante la ley. No obstante aquellos clamorosos monólogos, escasamente dicho principio se vio plasmado en los hechos, aun en aquellos países que dictaron constituciones que consagraban en forma expresa el mismo en su propio cuerpo normativo.

 

[1] Dr. Antonio Castagno. Enciclopedia Jurídica OMEBA Tomo 14 letra I Grupo 02. Voz «igualdad».

[2] Castagno, A. Enciclopedia….Ob. cit. Voz «igualdad»

[3] Castagno, A. Enciclopedia….Ob. cit. Voz «igualdad»

 

Gabriel Boragina es Abogado. Master en Economía y Administración de Empresas de ESEADE.  Fue miembro titular del Departamento de Política Económica de ESEADE. Ex Secretario general de la ASEDE (Asociación de Egresados ESEADE) Autor de numerosos libros y colaborador en diversos medios del país y del extranjero.

DONALD TRUMP: UN PERSONAJE NEFASTO

Por Alberto Benegas Lynch (h)

 

Antes he escrito sobre este asunto por cierto alarmante para el futuro del mundo libre. Aunque Trump finalmente no gane frente a su contrincante en la recta final de las elecciones presidenciales, el solo hecho de haber vencido diferentes pruebas dentro de su partido constituye una muestra de la severa decadencia del espíritu estadounidense. Y esto no solo ocurre en su partido sino también en el demócrata en el que se afianza la política estatista que propone Hillary Clinton y se da aliento al abiertamente socialista Bernie Sanders.

 

Este fenómeno, es a contracorriente de las enseñanzas y de los valores propuestos en su momento por los Padres Fundadores de esa nación que parió con los principios de libertad más arraigados de todos los que se conocieron en la historia de la humanidad. Este fenómeno decimos ocurrió debido a los cambios más o menos radicales que se vienen sucediendo en la educación que en líneas generales se imparte en ese país. Esto fue advertido por no pocos autores, por ejemplo, por Thomas Sowell en Inside American Education, por Alan Kors y Harvey Silverglate en The Shadow University. The Betrayal of Liberty on America´s Campuses, Allan Bloom en The Closing of the American Mind y el ensayo de Paul Johnson “Schools for Atilas”.

 

El caso de Trump debe ser analizado con detenimiento. Dejando de lado sus pésimos modales, sus actitudes de matón, su poco sentido de la ética y la estética, sus insultos y descalificaciones personales, es pertinente centrar la atención en tres aspectos que vistos con imparcialidad, encierran errores gruesos que lamentablemente están muy generalizados en los públicos más insospechados de xenofobia pero que, sin embargo, adhieren al fascismo que propone el patán que lidera las encuestas en  el lado republicano. Me refiero a sus falacias sobre el comercio exterior, a las referidas a la guerra y a la inmigración. Constituyen la triada central de las propuestas de Trump las cuales suscriben los populismos de todos lados.

 

Veamos esto por partes. En el primer punto, Trump toma el comercio internacional como una escaramuza en la que deben participar los aparatos estatales y no como arreglos contractuales pacíficos y voluntarios entre las partes en el contexto donde las fronteras o las lejanías no modifican las relaciones causales de la economía respecto a las transacciones que se celebran dentro de un mismo país. Este hombre de negocios no parece comprender que en toda relación comercial ambas partes ganan. Es cierto que muchos son los gobiernos que se entrometen en el comercio vía trabas arancelarias, manipulaciones en el tipo de cambio, subsidios y otras intervenciones en el mercado, pero esto no se soluciona con más del problema sino con el debido respeto a los derechos de propiedad de los participantes.

 

En un mundo estatista, un país libre tiene todas las de ganar. Resulta tragicómico que como consecuencia de restricciones y prohibiciones del país X a los productos provenientes del país Y, esta última nación, “en represalia” impone restricciones a los bienes y servicios que vende el país X. Si esta así llamada “represalia” se concreta, el país Y se habrá perjudicado dos veces: la primera por las restricciones impuestas por el país X y la segunda por las que ahora impone el propio país Y “para defenderse”. Probablemente no haya razonamiento que contenga ingredientes más ridículos.

 

En la misma línea argumental, Donald Trump afirma que hay que librar batallas comerciales contra los chinos y los japoneses (en este último caso se queja de modo muy agresivo al observar que no hay automóviles de fabricación estadounidense en Tokio y sandeces por el estilo que contradicen las más elementales razones económicas). También propone multar a empresas estadounidenses que se instalen en el extranjero “porque privan de trabajo a los locales”, lo cual demuestra nuevamente la xenofobia y la hipocresía de este empresario que natural y justificadamente invierte en el extranjero cada vez que conviene a sus negocios.

 

Por esto conviene recordar lo dicho en los documentos originales de Estados Unidos y tomarlos seriamente si no se desea que esa nación se convierta en un desaguisado. Por ejemplo, James Wilson, uno de los firmantes de la Declaración de la Independencia, redactor del primer borrador de la Constitución y profesor de derecho en la Universidad de Pennsylvania escribió que “En mi modesta opinión, el gobierno se debe establecer para asegurar y extender el ejercicio de los derechos naturales de los miembros y todo gobierno que no tiene eso en la mira como objeto principal, no es un gobierno legítimo” (“Of The Natural Rights of Individuales”, The Works of James Wilson, J.D. Andrews, ed., 1790/1896). Por su parte,  Thomas Jefferson aseveró que se necesita “un gobierno frugal que restrinja a los hombres que se lesionen unos a otros y que, por lo demás, los deje libres para regular sus propios objetivos” (The Life and Selected Writings of Thomas Jefferson, A. Koch & W. Penden, eds., 1774-1826/1944). Y James Madison  ha consignado que “El gobierno ha sido instituido para proteger la propiedad de todo tipo […] Éste es el fin del gobierno, sólo un gobierno es justo cuando imparcialmente asegura a todo hombre lo que es suyo” (“Property”, James Madison: Writings, J. Rakove ed., 1792/1999).

 

El segundo punto se refiere a la guerra que Trump la usa como permanente amenaza a lo que se decide en otras naciones y defiende acciones bélicas inaceptables como la “invasión preventiva”, la pretensión de regir por la fuerza otras vidas en otros puntos del planeta y su repugnante, inaceptable y alarmante teoría de la tortura.

 

En este sentido conviene también recordarle al magnate de marras,  entre otros muchos aspectos, los valores y principios con que se estableció la nación en la que nació. El general George Washington afirmó que “Mi ardiente deseo es, y siempre ha sido, cumplir con todos nuestros compromisos en el exterior y en lo doméstico, pero mantener a los Estados Unidos fuera de todo conexión política con otros países” (A Letter to Patrick Henry and Other Writings, R. J. Rowding, ed., 1795/1954) . En el mismo sentido, John Quincy Adams explicó que “América [del Norte] no va al extranjero en busca de monstruos para destruir. Desea la libertad y la independencia para todos. Es el campeón de las suyas. Recomienda esa causa general por el contenido de su voz y por la simpatía benigna de su ejemplo. Sabe bien que alistándose bajo otras banderas que no son la suya, aun tratándose de la causa de la independencia extranjera, se involucrará más allá de la posibilidad de salir de problemas, en todas las guerras de intrigas e intereses, de la codicia individual, de la envidia y de la ambición que asume y usurpa los ideales de libertad. Podrá se la directriz del mundo pero no será más la directriz de su propio espíritu” (“An Address Delivered On the Fourth of July”, 1821).

 

Por último,  el tercer aspecto de la inmigración, el nieto de inmigrantes que ahora la emprende contra los inmigrantes, especialmente contra los mexicanos a quienes tildó de traficantes de drogas, violadores y criminales al tiempo que aseguró que construirá un muro muy alto que hará financiar a los propios mexicanos.

 

Se le borró de la memoria que la tradición estadounidense se basó en la generosidad de recibir extranjeros con los brazos abiertos tal como se lee al pie de la Estatua de la Libertad en las conmovedoras palabras de Emma Lazarus y no tiene presente que tal como lo demuestran sobradas estadísticas y sesudas consideraciones sobre el tema que en general los inmigrantes tienen un gran deseo de trabajar y muestran gran empeño en sus destinos laborales (muchas veces hacen faenas que los nativos rechazan), son disciplinados y tienen gran flexibilidad para ubicarse en muy distintas regiones y sus hijos (pocos habitualmente) revelan altos rendimientos en los centros de educación.

 

Es que fascistas como Trump no tienen en cuenta que las fronteras solo tienen razón de ser para fraccionar el poder y carece por completo de sentido clasificar la competencia de las personas según donde hayan nacido y que todos debieran tener el derecho de trabajar donde sean contratados libremente sin restricción alguna. En verdad, el término moderno de “inmigración ilegal” constituye un insulto a la inteligencia. Solo deben ser bloqueados los delincuentes pero no dirigidos a inmigrantes (si fuera el caso) ya que los hay también entre los locales de cualquier país.

 

Por otro lado, el impedir que ingresen inmigrantes debido a que pueden recurrir al lamentable “Estado Benefactor” (una contradicción en términos ya que la violencia no puede hacer benevolencia) y, por ende, acentuar los problemas fiscales del país receptor, constituye un argumento pueril ya que esto se resuelve prohibiéndoles el uso de esos “servicios” al tiempo que no se les requeriría aporte alguno para solventarlos, es decir, serían personas libres.

 

El clima de xenofobia que producen posiciones como las de Donald Trump se sustenta en una pésima concepción del significado de la cultura puesto que mantiene que los de afuera “contaminan” la local. La cultura precisamente se forma de un constante proceso de entregas y recibos en cuanto a la lectura, la música, las vestimentas, la arquitectura y demás manifestaciones de la producción humana.

 

Además, la cultura es un concepto multidimensional: en una misma persona hay muy diversas manifestaciones y en la misma persona es cambiante (no es la misma estructura cultural la que tenemos hoy respecto a la que fue ayer).

 

También las declaraciones de este candidato presidencial adolecen de los basamentos del significado del mercado laboral a pesar de la soberbia y arrogancia que ponen de manifiesto sus declaraciones: cree que al ser empresario conoce bien el andamiaje económico (le sucede lo mismo que con banqueros que no tienen idea que es el dinero o con profesionales del marketing que no saben  que es el mercado). No comprende que en un mercado abierto nunca existe desocupación involuntaria, la cual se produce debido a la intervención de los aparatos estatales en la estructura salarial y que las innovaciones tecnológicas y el librecambio liberan recursos humanos y materiales para que se asignen en nuevos proyectos.

 

Es de desear que las instituciones, centros de estudios y fundaciones dedicadas a explicar los beneficios de la libertad en Estados Unidos puedan contrarrestar los desconceptos superlativos y los peligros que desafortunadamente se están abriendo paso en el otrora baluarte del mundo libre.

 

Alberto Benegas Lynch (h) es Dr. en Economía y Dr. en Ciencias de Dirección. Académico de la Academia Nacional de Ciencias Económicas, fue profesor y primer rector de ESEADE durante 23 años y luego de su renuncia fue distinguido por las nuevas autoridades Profesor Emérito y Doctor Honoris Causa.

 

¿Estado «de bienestar» o capitalismo?

Por Gabriel Boragina. Publicado el 24/1/15 en: http://www.accionhumana.com/2015/01/estado-de-bienestar-o-capitalismo.html

 

El capitalismo no tiene nada que ver con los gobiernos. Por ende, menos tiene que ver con gobiernos «de ricos o de burócratas». Los gobiernos siempre están conformados por burócratas. Y los burócratas se hacen ricos gracias al poder del gobierno. Perennemente ha sido así, salvo honrosas excepciones. Por ello, es del todo incorrecto hablar de «gobiernos capitalistas» lo cual es una aberración ya que, por su propia naturaleza, los gobiernos son anticapitalistas en la medida que ninguno de ellos puede jamás producir absolutamente nada, y el capitalismo es un sistema de producción por encima de cualquier otra consideración.

La mayoría de las personas son ideológicamente anti-capitalistas en tanto que sostienen que «lo ideal» son modelos «intervencionistas», «mixtos», «híbridos», etc., que combinen «lo mejor» del capitalismo y del socialismo. Más allá que no puede hallarse ninguna certeza empírica sobre qué cosa podría catalogarse como «lo mejor» del socialismo, yo no conozco ningún caso de «éxito» de economías «híbridas», ni pasados ni presentes, aun cuando la mayoría de los planes económicos mundiales son de este tipo. Es decir si, son exitosos para sus burócratas, los directores al frente del gobierno y su corte de pseudo-empresarios prebendarios, pero no lo son para nadie que no forme parte de dicho círculo. A partir de la «hibridez», el nivel de vida de esos pueblos cayó en comparación al que tenían a comienzos del siglo XX. En lo que el capitalismo se respeta, pueden mostrar algunas variables positivas. Pero el balance neto es regresivo. Altas tasas fiscales son negativas respecto del nivel de vida de esos pueblos.

Se mencionan -como «modelos»- los casos de los países nórdicos, o de Europa occidental y los denominados «tigres asiáticos» como «ejemplos» de casos «exitosos» de intervencionismo económico o «mixto». Si por «éxito» lo que se quiere decir -en este contexto- es «riqueza», los datos de la historia económica nos revelan que aquellos eran mucho más ricos antes de la primera guerra mundial de lo que lo son hoy. La diferencia radica en que desde el fin de la primera guerra ha avanzado mucho el socialismo. En términos relativos, son menos ricos, aun cuando estén por encima de los países hispanoparlantes. En Latinoamérica existe más socialismo que en Europa y que en U.S.A. Por eso, es comparativamente más pobre, a pesar de sus criollos esquemas «híbridos» que los hunden más en la indigencia. En Argentina, la tasa de fiscalidad gira en torno al 45 % y cada vez hay más necesitados.

En esta línea, el «éxito» de los países europeos occidentales, los nórdicos, y asiáticos, radica en que son mas capitalistas que «híbridos», y no a la inversa. No hay un solo caso de «hibridez» exitoso. Después de la segunda guerra mundial Europa recibió un fuerte impulso económico en virtud del denominado Plan Marshall de postguerra, lo que permitió -en gran medida- la recuperación alemana y de las demás naciones devastadas por la contienda. Los fondos del «plan Marshall» fueron provistos por los contribuyentes de un país con una economía mayormente capitalista (los EEUU). Y si bien fueron otorgados a Europa por el gobierno americano, no quita su origen capitalista (capitales privados).

Lamentablemente, la inyección de capitales recibidos en Europa en virtud de dicho plan no fue adecuadamente aprovechada por los países recipiendarios, en la medida que se reemplazó el fascismo y nazismo por el «estado benefactor» o «de bienestar», no se abandonó el comunismo, ni se implantó una economía capitalista en ninguno de los países que habían estado involucrados en la conflagración. Con todo, se logró un restablecimiento importante que superó el de otras partes del mundo (exceptuando a los EEUU). Pero sería un gravísimo error creer o atribuir al intervencionismo o a la hibridez económica la reconstrucción. Por el contrario, esta se obtuvo merced a la adopción de cierto libre comercio (interno y externo) fuertes desregulaciones de precios y salarios, bajas tasas fiscales, reducción del gasto público, etc. Es decir todas medidas capitalistas.

El gobierno destruye riqueza. Jamás la crea, ni menos aun la «nivela». En el mejor de los casos, le quita a «Juan» para darle a «Pedro». Con lo cual, «Juan» pasa a ser pobre y «Pedro» rico. Es decir, es «un juego de suma cero». La redistribución (esencia del «paradigma mixto» en el que el capitalista produce lo que el gobierno reparte) no crea riqueza. A lo máximo la estanca, pero no la aumenta. Pretender lo contrario es un oxímoron. Argentina es otro ejemplo de país con una alta tasa de redistribucionismo, y a la vez una tasa creciente de pobreza. El resto de Latinoamérica no está en condiciones demasiado diferentes.

Relativo a las populares políticas redistributivas, lamentablemente, la historia no confirma la «tesis» en cuanto a que «quitarle al rico mejora al pobre». Tanto la teoría como la práctica nos dicen lo contrario. Hay suficiente evidencia empírica al respecto.

El capitalismo nada tiene que ver ni con la «autocracia» ni la «corporatocracia», porque son antiéticos estos esquemas con el capitalismo. Como explicó L. v. Mises: el capitalismo es el orden de cooperación social por excelencia, no superado por ninguno otro. El capitalismo no es un sistema político, sino económico.

Por desgracia, quedan pocos países capitalistas hoy en día. Y cada vez menos. Y no subsisten porque tengan «políticas públicas» socialistas, sino a pesar de ellas. Argentina es otro ejemplo de país con «políticas públicas» por toneladas. Y ¡cada vez es más pobre! EEUU declina en la medida que aumenta la cantidad de «políticas públicas». Y así sucede en el resto del planeta. Es una relación proporcionalmente inversa.

Nada hay «gratis» en la vida. Ni educación, ni seguro médico, ni seguro de desempleo, ni vivienda, ni préstamos. Todo tiene un costo. Nada es gratis. Seria hermoso que hubiera algo «gratis». Pero no existe. Todo eso se financia vía impuestos que pagan todos, ricos y menesterosos. Ninguno se salva de pagar impuestos. Hasta el mendigo de la calle los paga vía menor nivel de vida. Nadie se escapa de sufragar directa o indirectamente. Lo que no paga «Juan» es porque lo costeó «Pedro». Y lo que «Pedro» no solventó es porque «Juan» lo pagó. Ni Juan ni Pedro lo recibieron «gratis». Esto es una ley de la naturaleza, más que de la economía.

 

Gabriel Boragina es Abogado. Master en Economía y Administración de Empresas de ESEADE.  Fue miembro titular del Departamento de Política Económica de ESEADE. Ex Secretario general de la ASEDE (Asociación de Egresados ESEADE) Autor de numerosos libros y colaborador en diversos medios del país y del extranjero.

Confesiones de un liberal latinoamericano:

Por Mario Vargas Llosa. Publicado el 26/11/14 en:  http://www.lanacion.com.ar/1746791-confesiones-de-un-liberal-latinoamericano

 

Reproducimos el discurso que Mario Vargas Llosa dio en el 5to Lindau Meeting on Economic Sciences, una reunión que se hace cada dos años al sur de Alemania y que convoca a más de una decena de Premios Nobel y cientos de estudiantes de todo el mundo, en agosto de 2014

LINDAU, Alemania.- Agradezco muy especialmente al Consejo de los Encuentros Lindau con ganadores del Premio Nobel y a la Fundación Encuentros Lindau por invitarme a dar esta conferencia, pues de acuerdo a sus «considerandos», han tomado en cuenta no sólo mi labor literaria sino mis ideas y opiniones políticas.

Créanme si les digo que esto es algo bastante novedoso. En el mundo en el que suelo moverme, ya sea en Latinoamérica, Estados Unidos o Europa, cuando alguna persona o alguna institución rinde tributo a mis novelas o ensayos literarios, usualmente agrega de inmediato frases como «aunque discrepamos con él», «a pesar de que no siempre estamos de acuerdo con él» o «esto no implica que aceptemos sus críticas u opiniones sobre cuestiones políticas». Aunque ya me he acostumbrado a esta bifurcación de mi persona, me alegra sentirme reintegrado por esta prestigiosa institución, que en vez de someterme a un proceso esquizofrénico, me ve como un ser humano unificado: un hombre que escribe, piensa y participa del debate público. Me gustaría creer que ambas actividades forman parte de una realidad única e inseparable. Pero ahora, para ser honesto con ustedes e intentar responder a la generosidad de esta invitación, siento que debería explayarme con cierto detalle sobre mis posiciones políticas. Y no es tarea fácil. Mucho me temo que no alcance con decir -tal vez fuese más sabio decir que «creo ser»- un liberal. Ya de por sí, ese término entraña una primera complicación. Como bien saben, «liberal» tiene significados distintos y usualmente antagónicos, dependiendo de quién lo use y en qué contexto. Mi difunta y querida abuela Carmen, por ejemplo, solía decir que un hombre era liberal para referirse a sus costumbres disolutas, alguien que no sólo no iba a misa sino que además hablaba pestes de los curas. Para ella, el prototipo que encarnaba esa idea de «liberal» era un legendario ancestro mío que un buen día, allá en mi Arequipa natal, le dijo a su esposa que iba hasta la plaza del pueblo a comprar el diario, para nunca más volver. La familia no tuvo noticias de él durante 30 años, hasta que el fugitivo caballero murió en París. «¿Y por qué se escapó a París ese tío liberal, abuela?». «¿Y a dónde más si no a París, hijito? ¡Para corromperse, por supuesto!» Esta anécdota tal vez esté en el remoto origen de mi liberalismo y de mi pasión por la cultura francesa.

En Estados Unidos y en el mundo anglosajón en general, el término «liberal» tiene connotaciones izquierdistas y a veces suele asociárselo con el socialismo o con posturas radicales. En contrapartida, en Latinoamérica y España, donde la palabra fue acuñada en el siglo XIX para describir a los rebeldes que luchaban contra la ocupación napoleónica, me llaman liberal -o peor aún, neoliberal-, para exorcizarme o desacreditarme, porque la perversión política de nuestra semántica ha transformado el significado original del término -el de un amante de la libertad que se alza contra la opresión- hasta darle una connotación conservadora o reaccionaria, vale decir, un término que cuando es usado por un progresista, es sinónimo de complicidad con todas las explotaciones e injusticias que padecen los pobres del mundo.

En Latinoamérica, el liberalismo fue una filosofía intelectual y política progresista que en el siglo XIX se oponía al militarismo y a los dictadores y que aspiraba a la separación entre la Iglesia y el Estado y al establecimiento de una cultura civil y democrática. En la mayoría de esos países, los liberales fueron perseguidos, exiliados, encarcelados o ejecutados por los regímenes brutales que con pocas excepciones -Chile, Costa Rica, Uruguay y paremos de contar-, prosperaron en todo el continente. Pero en el siglo XX, la aspiración de las elites políticas de vanguardia era la revolución, y no la democracia, y esa aspiración era compartida por muchísima gente que quería copiar el ejemplo de la guerrilla de Fidel Castro y sus «barbudos» de Sierra Maestra.

Marx, Fidel y el Che Guevara se convirtieron en íconos de la izquierda y la extrema izquierda. Dentro de ese contexto, los liberales fueron considerados conservadores, defensores del status quo, tergiversados y caricaturizados a tal punto que sus verdaderos objetivos políticos y sus ideas genuinas sólo tenían llegada a círculos muy pequeños, mientras que grandes sectores de la sociedad eran ajenos a ellos. Esa confusión sobre el liberalismo estaba tan extendida que los liberales latinoamericanos se vieron obligados a dedicar gran parte de su tiempo a defenderse de las distorsiones y ridículas acusaciones que recibían por derecha y por izquierda.

Recién en las últimas décadas del siglo XX, las cosas empezaron a cambiar en Latinoamérica, y el liberalismo empezó a ser reconocido como algo profundamente distinto del marxismo extremo y de la extrema derecha, y es importante mencionar que eso fue posible, al menos en la esfera cultural, gracias al valiente esfuerzo del gran poeta y ensayista mexicano Octavio Paz y de sus revistas Plural y Vuelta. Tras la caída del Muro de Berlín, el colapso de la Unión Soviética y la transformación de China en un país capitalista (por más que autoritario), las ideas políticas también evolucionaron en Latinoamérica, y la cultura de la libertad hizo importantes avances en todo el continente.

Más allá de eso, para mucha gente sigue siendo difícil asimilar el verdadero sentido de la palabra «liberal», y para complicar aún más las cosas, ni siquiera los liberales parecen poder ponerse de acuerdo del todo sobre lo que significa el liberalismo y lo que significa ser un liberal. Quien haya tenido oportunidad de participar de alguna conferencia o congreso de liberales sabrá que esos encuentros suelen ser de lo más divertidos, ya que las discrepancias prevalecen sobre el acuerdo y porque como solía ocurrir con los trotskistas, cuando existían, todo liberal es a la vez un hereje y un sectario en potencia.

Como el liberalismo no es una ideología, vale decir, no es una religión dogmática laica, sino más bien una doctrina abierta y en evolución, que en vez de forzar la realidad para que ceda, se acomoda a la realidad, existen entre los liberales profundas discrepancias y las más diversas tendencias. Respecto de la religión y otros temas sociales, los liberales como yo, agnósticos y propulsores de la separación entre la Iglesia y el Estado y defensores de la despenalización del aborto, el matrimonio homosexual y las drogas, solemos ser ásperamente criticados por otros liberales que tienen opiniones opuestas sobre estas cuestiones. Esas diferencias de opinión son saludables y útiles, ya que no violan los preceptos básicos del liberalismo, a saber, democracia política, economía de mercado y la defensa de los intereses individuales por sobre los intereses del Estado. Hay por ejemplo liberales que creen que la economía es el campo donde deben resolverse todos los problemas, y que el libre mercado es la panacea para los problemas, desde la pobreza hasta el desempleo, desde la discriminación hasta la exclusión social.

Esos liberales, que son como verdaderos algoritmos vivientes, muchas veces le hacen más daño a la causa de la libertad que los marxistas, primeros campeones de la absurda teoría de que la economía es la base de la civilización, fuerza impulsora de la historia de las naciones. Eso es simplemente falso. Son las ideas y la cultura las que marcan la diferencia entre civilización y barbarie, y no la economía. La economía por sí sola, sin el puntal de las ideas y la cultura, tal vez produzca óptimos resultados en los papeles, pero no le da sentido a la vida de las personas, ni les ofrece a los individuos razones para resistir la adversidad, mantenerse unidos en la compasión, o vivir en un ambiente de verdadera humanidad. Es la cultura, ese cuerpo de ideas, creencias y costumbres compartidas -entre las cuales debe incluirse obviamente también la religión-, la que da vida y aliento a la democracia y permite la economía de mercado, con su matemática fría y competitiva de recompensar el éxito y castigar el fracaso, para evitar que todo degenere en una lucha darwiniana en la cual, como dijo Isaiah Berlin, «la libertad de los lobos es la muerte de los corderos». El libre mercado es el mejor mecanismo existente para generar riqueza, y cuando se lo complementa con otras instituciones y usos de la cultura democrática puede impulsar el progreso material de una nación a los espectaculares niveles a los que nos tiene habituados. Pero el libre mercado es también un instrumento implacable que sin el componente espiritual e intelectual que aporta la cultura, puede reducir la vida a una feroz batalla egoísta a la que sólo sobreviven los más aptos.

Por lo tanto, el valor central del liberal que yo aspiro a ser es la libertad. Gracias a esa libertad, la humanidad ha podido hacer su viaje de las cavernas a las estrellas y la revolución informática, y progresar desde las variadas formas de colectivismo y asociaciones despóticas hacia los derechos humanos y la democracia representativa. Los cimientos de la libertad son la propiedad privada y el imperio de la ley. Ese sistema garantiza las menores formas de injustica posibles, produce el mayor progreso material y cultural, frena con mayor eficacia la violencia y genera el mayor respeto por los derechos humanos. Para este concepto de liberalismo, la libertad es un concepto único e integral. La libertad política y la libertad económica son inseparables, como las caras de una moneda. Y como en Latinoamérica la libertad no es entendida de esa forma, la región ha sufrido varios intentos fallidos de gobiernos democráticos. Eso ocurrió ya sea porque las democracias que emergieron después de las dictaduras respetaron la libertad política pero rechazaron la libertad económica, que produjo inevitablemente más pobreza, ineficiencia y corrupción, o porque condujeron a gobiernos autoritarios convencidos de que sólo con mano dura y represión podría garantizarse el funcionamiento del libre mercado. Esa es una peligrosa falacia que quedó demostrada en países como Perú, durante la dictadura de Alberto Fujimori, y Chile, bajo Augusto Pinochet. El verdadero progreso nunca ha surgido de regímenes como esos. Así se explica el fracaso de las llamadas dictaduras «del libre mercado» de Latinoamérica.

Ninguna economía libre puede funcionar sin un sistema de justicia eficiente e independiente, y ninguna reforma tiene éxito si se implementa sin el control y la crítica de la opinión pública que sólo son posibles en democracia. Quienes creyeron que el general Pinochet era la excepción a la regla porque su régimen obtuve éxitos económicos luego descubrieron, junto con las revelaciones del asesinato y tortura de miles de ciudadanos, que el dictador chileno no solo era un asesino, sino un ladrón que tenía cuentas con millones de dólares en el exterior, como el resto de los dictadores latinoamericanos. La democracia política, la libertad de prensa y el libre mercado son los cimientos de la posición liberal. Pero así formuladas, esas tres expresiones poseen una cualidad abstracta y algebraica que las deshumaniza y las aleja de la experiencia de la gente común. El liberalismo es mucho, mucho más que eso. Básicamente, es tolerancia y respeto por el otro, y especialmente por quienes piensan distinto, por quienes practican otras costumbres, veneran a otro dios o a ninguno. Al aceptar convivir con quienes son diferentes, los seres humanos dieron el paso más extraordinario en el camino hacia la civilización. Fue una predisposición o un deseo que precedió a la democracia y que la hizo posible, y que contribuyó más que cualquier descubrimiento científico o que cualquier sistema filosófico a contrarrestar la violencia y a aplacar el instinto de controlar y matar en las relaciones humanas. Es también lo que despertó una natural desconfianza en el poder, en cualquier poder, y que es como una segunda naturaleza de nosotros, los liberales.

El poder es inevitable, salvo en esas encantadoras utopías de los anarquistas. Pero el poder sí puede ser controlado y contrarrestado para que no se exceda. Es posible despojarlo de sus funciones no autorizadas que oprimen al individuo, ese ser que para nosotros, los liberales, es la piedra angular de la sociedad, y cuyos derechos deben ser respetados y garantizados. La violación de esos derechos desencadena inevitablemente una espiral de abusos que como ondas concéntricas, barren con la idea misma de justicia social.

Defender a los individuos es la consecuencia natural de creer en la libertad como valor individual y social por excelencia, porque en el seno de una sociedad, la libertad se mide por el nivel de autonomía del que gozan los ciudadanos para organizar sus vidas y trabajar en pos de sus objetivos sin interferencias injusticias, vale decir, la lucha por la «libertad negativa», tal como la definió Isaiah Berlin en su célebre ensayo. El colectivismo era necesario en los albores de la historia, cuando los individuos eran simplemente parte de una tribu y dependían del conjunto de la sociedad para su supervivencia, pero empezó a declinar a medida que el progreso material e intelectual permitieron que el hombre dominara la naturaleza y superara el miedo al rayo, a las bestias, a lo desconocido y al otro, todo aquel que tenía otro color de piel, otro idioma y otras costumbres. Pero el colectivismo ha sobrevivido a través de la historia en esas doctrinas e ideologías que sitúan los supremos valores de un individuo en su pertenencia a un grupo específico (la raza, la clase social, la religión o la nación). Todas esas doctrinas colectivistas -nazismo, fascismo, fanatismo religioso, comunismo y nacionalismo-, son enemigos naturales de la libertad y feroces enemigos de los liberales. En todas las épocas, ese defecto atávico, el colectivismo, ha levantado su horrenda cabeza para amenazar a la civilización y arrastrarnos de vuelta a la era del barbarismo. Ayer tomó el nombre de fascismo y comunismo; hoy se lo conoce como nacionalismo y fundamentalismo religioso.

Un gran pensador liberal, Ludwig von Mises, siempre se opuso a la existencia de partidos liberales porque sentía que esas agrupaciones políticas, al intentar monopolizar el liberalismo, terminaban desnaturalizándolo, encasillándolo, y forzándolo a entrar en los estrechos moldes de la lucha partidaria por el poder. Por el contrario, Mises creía que la filosofía liberal debía ser una cultura general compartida por todos las corrientes y movimientos políticos coexistentes en una sociedad abierta y prodemocrática, una escuela de pensamiento que nutriera a los socialcristianos, los radicales, los socialdemócratas, los conservadores y los socialistas democráticos por igual. Hay mucho de verdad en esa teoría. De eso modo, en el pasado reciente, hemos visto casos de gobiernos conservadores, como los de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y José María Aznar, que impulsaron profundas reformas liberales. Al mismo tiempo, hemos visto a líderes presuntamente socialistas, como Tony Blair en Inglaterra, Ricardo Lagos en Chile, y actualmente José Mujica en Uruguay, que implementaron políticas económicas y sociales que sólo pueden ser calificadas como liberales.

Aunque el término «liberal» sigue siendo una mala palabra que todo latinoamericano políticamente correcto tiene obligación de detestar, desde hace un tiempo, hay ideas y actitudes esencialmente liberales que han comenzado a infiltrarse por derecha y por izquierda en el continente de las ilusiones perdidas. Eso explica por qué en años recientes, las democracias latinoamericanas no han colapsado ni han sido reemplazadas por dictaduras militares, a pesar de las crisis económicas, la corrupción y el fracaso de tantos gobiernos para alcanzar su potencial. Por supuesto que algunos siguen allí: Cuba tiene esos fósiles autoritarios, Fidel Castro y su hermano Fidel, que tras 54 años de esclavizar a su país, se han convertido en los líderes de la dictadura más larga de la historia latinoamericana, así como la desafortunada Venezuela, que de la mano del presidente Nicolás Maduro, el sucesor a dedo del comandante Hugo Chávez, sufre ahora las políticas estatistas y marxistas que muy pronto convertirán a Venezuela en una segunda Cuba. Pero son dos excepciones, y hay que enfatizarlo, en un continente que nunca antes había tenido una sucesión tan larga de gobiernos civiles surgidos de elecciones relativamente libres. Y existen casos interesantes y alentadores como el de Brasil, donde primero Lula da Silva y luego Dilma Rousseff, antes de llegar a la presidencia, abrazaron la doctrina populista, el nacionalismo económico y la tradicional hostilidad de la izquierda hacia los mercados, pero que tras asumir el poder, practicaron la disciplina fiscal y fomentaron la inversión extranjera, la inversión privada y la globalización, a pesar de que ambos gobiernos se sumieron en la corrupción, como ha ocurrido siembre con los gobiernos populistas, y finalmente fracasaron en la continuidad de la reforma.

Más que la revolución, el mayor obstáculo actual para el progreso en Latinoamérica es el populismo. Hay muchas maneras de definir «populismo», pero tal vez la más exacta sea que es una forma de demagogia social y económica que sacrifica el futuro de un país a favor de un presente efímero. Con un discurso fogoso imbuido de bravatas, la presidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner ha seguido el ejemplo de su marido, el fallecido presidente Néstor Kirchner, con nacionalizaciones, intervencionismo, controles y persecución de la prensa independiente, políticas que han llevado al borde la desintegración a un país que es, potencialmente, uno de los más prósperos del planeta. Otros tristes ejemplos de populismo son la Bolivia de Evo Morales, el Ecuador de Rafael Correa y la Nicaragua del comandante sandinista Daniel Ortega, quienes en varios aspectos, siguen implementando el centralismo del control estatal que tantos estragos ha causado en todo nuestro continente.

Pero son las excepciones y no la regla, como era hasta hace poco en Latinoamérica, donde no sólo se están desvaneciendo los dictadores, sino también las políticas económicas que mantuvieron a nuestros pueblos en el subdesarrollo y la pobreza. Hasta la izquierda se ha mostrado reacia a faltar a su palabra de privatizar las jubilaciones -ya se ha hecho en 11 países latinoamericanos, hasta la fecha-, mientras que la izquierda de Estados Unidos, más reaccionaria, se opone a la privatización de la seguridad social. Son todos signos positivos de cierta modernización de la izquierda, que sin reconocerlo, admite que el camino hacia el progreso económico y la justicia social pasa por la democracia y los mercados, algo que los liberales venimos predicando en el desierto desde hace mucho tiempo. De hecho, si la izquierda latinoamericana ha aceptado las políticas liberales, tanto mejor, por más que las disfracen de una retórica que lo niega. Es un paso hacia adelante que deja entrever que Latinoamérica finalmente se estaría deshaciendo del lastre de las dictaduras y el subdesarrollo. Se trata de un avance, al igual que el surgimiento de una derecha civilizada que ya no cree que la solución a los problemas es golpear la puerta de los cuarteles, sino más bien aceptar el voto y las instituciones democráticas y hacerlas funcionar.

Otra señal positiva del incierto escenario latinoamericano actual es que el acendrado y antiguo sentimiento antinorteamericano que recorría el continente ha disminuido notablemente. Lo cierto es que hoy, el sentimiento antinorteamericano es más fuerte en ciertos países de Europa, como Francia y España, que en México o Perú. Es cierto que la guerra en Irak, por ejemplo, movilizó a vastos sectores de todo el espectro político europeo, cuyo único denominador común parecía ser no el amor por la paz sino el resentimiento y el odio hacia Estados Unidos. En Latinoamérica, esa movilización fue marginal y estuvo prácticamente confinada a los sectores de la izquierda más radicalizada, aunque en los últimos días el apoyo de Estados Unidos a la invasión israelí a la Franja de Gaza y la feroz masacre de civiles ha revivido un sentimiento antinorteamericano que parecía haberse desvanecido.

Si la izquierda latinoamericana ha aceptado las políticas liberales, tanto mejor, por más que las disfracen de una retórica que lo niega

Ese cambio de actitud hacia Estados Unidos reconoce dos razones, una pragmática y otra del orden de los principios. Los latinoamericanos que conservan el sentido común entienden que por razones geográficas, económicas y estratégicas, las relaciones comerciales fluidas y sólidas con Estados Unidos son indispensables para nuestro desarrollo. Además, la política exterior norteamericana, en vez de apoyar a las dictaduras, como hacía en el pasado, ahora apoya sistemáticamente a las democracias y rechaza las tendencias autoritarias. Eso ha contribuido ostensiblemente a reducir la desconfianza y la hostilidad de las filas democráticas latinoamericanas frente a su poderoso vecino del norte.

Ese acercamiento y esa colaboración son cruciales para que Latinoamérica avance rápidamente en su lucha para eliminar la pobreza y el subdesarrollo.

En los últimos años, este liberal que habla ahora frente a ustedes se ha visto enredado con frecuencia en la controversia, por defender una imagen real de Estados Unidos, que las pasiones y los prejuicios políticos han deformado, en ocasiones, hasta el punto de la caricatura. El problema que enfrentamos quienes intentamos combatir esos estereotipos es que ningún país produce tanto material artístico e intelectual antinorteamericano como el propio Estados Unidos -país natal, no olvidemos, de Michael Moore, Oliver Stone y Noam Chomsky-, al punto que uno se pregunta si el antinorteamericanismo es uno de esos astutos productos de exportación fabricados por la C.I.A. para hacer posible que el imperialismo manipule ideológicamente a las masas del Tercer Mundo.

Antes, el antinorteamericanismo era especialmente popular en Latinoamérica, pero ahora se produce en algunos países europeos, especialmente en aquellos que se aferran al pasado que ya fue, y que se resisten a aceptar la globalización y la interdependencia de las naciones en un mundo en el que las fronteras, antes sólidas e inexpugnables, se han vuelto porosas y cada vez más difusas. Por supuesto que no todo lo que pasa en Estados Unidos es de mi agrado. Lamento, por ejemplo, que muchos estados todavía apliquen ese horror que es la pena de muerte, al igual que muchas otras cosas, como el hecho de que la represión está por encima de la persuasión en la lucha contra las drogas, a pesar de las lecciones que dejó la Prohibición. Pero en el balance de sumas y restas, creo que Estados Unidos es la democracia más abierta y funcional del mundo, y la que tiene mayor capacidad de autocrítica, que le permite renovarse y actualizarse más rápidamente en respuesta a los desafíos y las necesidades de un contexto histórico en cambio. Es una democracia que admiro justamente por lo que temía el profesor Samuel Huntington: una formidable mezcla de razas, culturas, tradiciones y costumbres, que han logrado coexistir sin matarse unas a otras, gracias a la igualdad ante la ley y la flexibilidad de un sistema que hace lugar en su seno para la diversidad, bajo el denominador común del respecto por la ley y por el otro.

En mi opinión, la presencia de 50 millones de personas de origen latinoamericano en Estados Unidos no amenaza la cohesión social o la integridad del país. Por el contrario, potencia a la nación, aportando una corriente de vitalidad cultural de enorme energía, en la cual la familia es un bien sagrado. Con su deseo de progreso, su capacidad de trabajo y su aspiración al éxito, esa influencia latinoamericana será de gran provecho para una sociedad abierta. Sin renegar de sus orígenes, esta comunidad se está integrando con lealtad y cariño a este nuevo país, y forjando fuertes vínculos entre las dos Américas. Y eso es algo de lo que puedo dar fe casi en carne propia.

Cuando mis padres ya no eran jóvenes, se convirtieron en dos de esos millones de latinoamericanos que emigraron a Estados Unidos en busca de oportunidades que su país no les ofrecía. Vivieron en Los Ángeles durante casi 25 años, ganándose la vida con sus manos, algo que nunca habían tenido que hacer en Perú. Durante muchos años, mi madre fue obrera textil en una fábrica llena de mexicanos y centroamericanos, entre los cuales hizo excelentes amigos. Cuando murió mi padre, pensé que mi madre regresaría a Perú, como él le había pedido. Pero ella decidió quedarse, vivir sola, e incluso solicitó y obtuvo la ciudadanía estadounidense, algo que mi padre nunca quiso hacer. Más tarde, cuando los achaques de la edad la obligaron a volver a su tierra natal, siempre recordó Estados Unidos como su segunda patria, con orgullo y gratitud. Para ella, nunca hubo incompatibilidad en sentirse peruana y estadounidense al mismo tiempo: ni el menor atisbo de un conflicto de lealtades. Y creo que el caso de mi madre no es excepcional, y que hay millones de latinoamericanos que sienten lo mismo y que se transformarán en puentes vivientes entre dos culturas de un continente que hace cinco siglos fue integrado a la cultura occidental.

Tal vez este recuerdo sea más que una evocación filial. Tal vez, en este ejemplo veamos un atisbo del futuro. Soñamos, como suelen hacer los novelistas: un mundo libre de fanáticos, terroristas y dictadores, un mundo de distintas razas, credos y tradiciones, coexistiendo en paz gracias a la cultura de la libertad, en el que las fronteras sean puentes que hombres y mujeres pueden cruzar en pos de sus objetivos, y sin más obstáculo que su suprema y libre voluntad.

Entonces, ya no hará falta hablar de libertad, porque será el aire que respiramos, y porque todos seremos verdaderamente libres. El ideal de Ludwig von Mises de una cultura universal, imbuida de respeto por la ley y por los derechos humanos, se habrá hecho realidad.

 

Mario Vargas Llosa es Premio Nobel de Literatura y Doctor Honoris Causa de ESEADE.