Por Luis del Prado:
El Rey Enrique V se enferma de disentería en 1422, y muere en el Castillo de Vincennes, pocos días antes de cumplir los 35 años de edad, sin haber podido consolidar los logros derivados de sus victorias en territorio francés.
Lo sucede el único hijo que tuvo con su esposa Catalina de Valois, hija del rey francés Carlos VI, quien es coronado a los nueve meses de edad como Enrique VI, Rey de Inglaterra y de Francia.
Un consejo dependiente del Parlamento gobernó el país hasta su mayoría de edad en 1437. A los 24 años Enrique se casa con Margarita de Anjou, hija del Rey de Nápoles.
Desde su llegada a Inglaterra, Margarita tuvo una influencia determinante en su esposo, provocando las iras y los celos de los nobles ingleses, que la tacharon de intrusa. La debilidad de carácter del rey hizo que Margarita se convirtiera en líder de la Casa de Lancaster, convirtiéndose en la referencia opositora de la Casa de York.
Su posición en la corte se reforzó considerablemente cuando dio a luz, tras ocho años de matrimonio, a su único hijo, Eduardo de Westminster, príncipe de Gales, el 13 de octubre de 1453. A partir de este hecho, los partidarios de la casa de York vieron frustrarse sus planes de un cambio dinástico.
En esa misma época Enrique comenzó a dar muestras de desequilibrio mental. Durante más de un año la enfermedad se apoderó de él haciendo que no fuera consciente de nada de cuanto ocurría a su alrededor, ni siquiera del nacimiento de su hijo y heredero, el príncipe Eduardo.
Algunos historiadores afirman que Enrique heredó la enfermedad mental de su abuelo materno, Carlos VI de Francia, quien durante los últimos treinta años de vida se vio asaltado por periodos intermitentes de locura.
En 1455 comenzó la Guerra de las Dos Rosas con la batalla de St. Albans. Allí se enfrentaron las tropas de la Casa de Lancaster, conducidas por el Duque de Somerset y leales al Rey, contra las del duque de York. Este último capturó a Enrique, herido en el cuello por una flecha. Con el rey en su poder, se hizo nombrar Lord Protector de Inglaterra. Era vital para él que Enrique continuara con vida, puesto que tenía escaso apoyo entre la nobleza, por lo que la corona habría ido a parar al heredero Eduardo, de solo dos años.
Y, desde luego, la regencia la hubiera ejercido la irreductible Margarita, quien se enfrentó duramente al Duque de York, principal enemigo de su marido. En apariencia Ricardo, al principio, pretendía solo apartar al rey de los malos consejeros. Pero muy pronto se reveló su verdadera motivación, que consistía en ocupar el lugar del Rey, considerándose el heredero legítimo de la corona.
Seguramente el débil Enrique hubiera cedido a cualquier condición en aras de la concordia, pero su esposa no era del mismo parecer. Margarita se enfrentó a las pretensiones de los York e hizo un llamamiento a sus partidarios para que tomaran las armas.
Tras varias semanas de negociaciones, se alcanzó un acuerdo mediante el cual Enrique VI podría conservar el trono de por vida, pero York y sus descendientes serían reconocidos como únicos herederos de la corona, corriendo de la línea de sucesión al príncipe Eduardo, el heredero legítimo.
Naturalmente Margarita de Anjou no estaba dispuesta a consentir que su hijo fuera despojado, por lo que luchó hasta las últimas consecuencias por sus derechos.
Ambos ejércitos volvieron a encontrarse en una nueva batalla, y esta vez fue York el que perdió la vida. Pero el ambicioso duque dejaba un hijo que reaccionó con rapidez y logró apoderarse del trono, coronándose como Eduardo IV en 1461.
Aunque Eduardo pudo acceder al trono, tanto Enrique como Margarita lograron escapar. Durante tres años el rey depuesto fue tan solo un vagabundo que erraba por la frontera de Escocia, viviendo de la caridad mientras la reina asumía el liderazgo de la resistencia.
En 1464 un nuevo enfrentamiento entre ambos bandos condujo a otra derrota de los Lancaster. Enrique finalmente fue capturado y conducido a la Torre de Londres. Allí habría de permanecer prisionero durante cinco años.
Hubo un breve lapso en el que Enrique pudo abandonar la Torre y fue tratado de nuevo como Rey. Fue una breve restauración que terminó cuando Eduardo regresó y derrotó a los Lancaster, en una batalla en la que murió el hijo de Enrique, que perdía la vida con solo diecisiete años. Finalmente, Enrique VI fue asesinado en la Torre en 1471.
Tomás Moro afirmaba que el asesino había sido el hermano del Rey Eduardo IV (el futuro Ricardo III), pero esto no está demostrado.
Enrique VI es una de las primeras obras escritas por William Shakespeare y, como en varias otras obras de esa etapa, aparecen mujeres con una determinación y vigor que les posibilitan producir cambios significativos y ocupar roles protagónicos.
En este caso se trata de Juana de Arco, quien le arrebata a Enrique VI el trono de Francia y todas las posesiones en suelo francés que había conquistado su padre y Margarita de Anjou, su esposa y posteriormente su viuda.
Estas mujeres tienen en común el hecho de haber peleado para ocupar el poder y de ser muy seguras de sí mismas. Juana de Arco, la heroína adolescente de la Guerra de los Cien Años se transformó en la encarnación de la mujer que rompió todas las barreras.
A pesar de los sentimientos anti-franceses y anti-católicos que prevalecían en Inglaterra, Shakespeare retrata a Juana como una líder carismática que superó las restricciones de su sexo y lideró el ejército francés. Además, trascendió las barreras de su clase social al lograr que los nobles siguieran a una campesina.
Juana desafiaba a sus seguidores y al sistema: se vestía como un hombre y embistió contra el poder establecido. El desenlace es conocido: fue perseguida, procesada (históricamente por los franceses, según Shakespeare por los ingleses) y quemada en la hoguera.
A los diecinueve años, encadenada y exhausta, soportó durante varios meses el interrogatorio de un tribunal manipulado y presidido por un juez cínico que tenía la orden de aniquilarla.
La famosa réplica de Juana, una joven campesina iletrada, a las acusaciones de que era objeto, demostraron que poseía un grado de sabiduría sorprendente. Cuando el Tribunal la acusó de haberse ido de su casa desobedeciendo a sus padres y embarcándose en una misión sin su consentimiento, Juana dio una magnífica lección de teología: “Como fue mandato de Dios, aunque hubiera tenido cien padres y madres, aunque fuera hija del Rey, hubiera seguido yendo”.
La actitud de Shakespeare hacia Juana de Arco va cambiando a medida que avanza la obra: en las primeras escenas, Juana es una mujer encantadora y adorable que tiene a Dios de su lado. Luego el personaje se va transformando en una asesina de héroes ingleses y una bruja, hasta llegar a ser la encarnación misma del demonio.
El patrón se repite con Margarita de Anjou: al principio es una mujer joven, de espíritu libre, inteligente y valiente, que se convierte en un personaje central de la Guerra de las Rosas. Luego cambia la actitud de Shakespeare hacia ella y va transformando su personaje en alguien que solo es motivado por su afán de venganza y que, además, es extranjero.
Da la sensación que Shakespeare estaba fascinado y a la vez repelido por este tipo de presencia femenina. Por eso las pinta sin términos medios: ángeles o demonios.
Lo cierto es que Enrique VI sufría ante la posibilidad de ejercer el poder. Cuando finalmente tuvo que asumir el cargo, debido a que cumplió la mayoría de edad, se convirtió en un líder ausente. Es el tipo de líder que está solamente de manera física, pero no tiene un compromiso con su posición. El líder ausente es egocéntrico y no asume su cargo con responsabilidad.
El casamiento con Margarita de Anjou le otorgó a Enrique un reemplazo a la figura del Regente. Mientras fue menor, el Regente asumió la pesada carga de gobernar. Cuando no tuvo más remedio que asumir dicha carga, buscó en su esposa alguien en quien depositarla.
Si bien no lo hizo formalmente, Enrique en la práctica, abdicó en favor de su mujer, a quien le entregó el poder voluntaria e intencionalmente, de tal manera de quedar libre de toda responsabilidad por los resultados de sus acciones.
Con la historia de Enrique VI, Shakespeare nos muestra cómo se escabulle el poder. Enrique V construyó heroicamente un imperio, pero su hijo cometió tantos errores fruto de su falta de vocación para gobernar, que terminó vagando por el campo, solo, como si fuera un humilde pastor.
Ser líder significa emprender un viaje duro, frío y solitario que requiere altas dosis de convicción, esfuerzo y tenacidad. A las personas que no tienen el fuego sagrado, como es el caso de Enrique VI, ese camino se les transforma en una carga imposible de soportar porque falta la pasión. Solo con pasión puede combatirse el miedo y seguir adelante.
Lamentablemente no heredó la vocación por el poder de su padre Enrique V, quien decidió tomar riesgos y aprender fuera de su zona de confort.
Convivió con el hombre común y tuvo amigos y maestros que no pertenecían a la nobleza. Esa experiencia, sumada a su carisma, fue fundamental para poder convertirse en un gran líder, algo para lo que se preparó toda su vida.
Enrique V murió demasiado joven, sin la posibilidad de hacer una transición ordenada. Su único hijo heredó el poder a los nueve meses de edad, en una situación amenazante, ya que el regente quería aprovecharse de su debilidad de carácter y de sus problemas mentales para generar un cambio de dinastía a favor de los York, familia de la cual era la cabeza.
Un proceso de sucesión ordenada tiene tres dimensiones: cognitiva, organizacional e interpersonal.
La dimensión cognitiva implica aprender acerca de la organización y su cultura, adquirir conocimientos técnicos y entender las principales variables. La dimensión organizacional consiste en desarrollar un conjunto de expectativas compartidas con los seguidores, resolver conflictos y construir un equipo sólido en el cual apoyar su gestión. Por último, la dimensión interpersonal implica construir relaciones basadas en la confianza y el respeto con sus colaboradores.
La transición de Enrique V a Enrique VI no pudo transitar ninguna de esas tres dimensiones.
La calidad de un liderazgo no se reduce ni a ciertas características de personalidad ni a un conjunto de habilidades adquiridas, ni mucho menos a la portación de poder.
Un buen líder es el resultado de una combinación de elementos, cada uno de los cuales representa un factor que se puede optimizar, es decir, una oportunidad de mejorar las capacidades de conducción.
Sin embargo, así como algunos factores son más sencillos de modificar, otros están muy arraigados y constituyen un núcleo muy resistente, cuya transformación puede resultar sumamente dificultosa, sino imposible.
Dentro de este último grupo de factores que se sitúan en las raíces del árbol del liderazgo, está el carácter, entendido como la disposición a asumir el rol de líder cuando se presentan las circunstancias. Freud reconoció que el modo de obrar, de pensar y de sentir de una persona lo determina, en gran parte, la especificidad de su carácter.
Los rasgos del carácter son subyacentes a la conducta y deben deducirse de esta. El carácter constituye una fuerza de la que, a pesar de ser poderosa, la persona puede estar inconsciente hasta que se manifiesta en alguna situación determinada.
Esta cuestión explica el fracaso de Enrique VI, el Rey que no quería serlo. Si la disposición a liderar no existe, deja de tener sentido el análisis de todo lo demás.
Anexo:
Luis del Prado es Doctor en Administración. Es profesor y rector de ESEADE. Es consultor y evaluador en temas de educación superior, en el país y en el extranjero.