VALORES, CATOLICISMO Y DESARROLLO ECONÓMICO (Completo).

Por Gabriel J. Zanotti. Publicado el 22/5/22 en: https://gzanotti.blogspot.com/2022/05/valores-catolicismo-y-desarrollo_38.html

UNO

Entre los libros más importantes de Mariano Grondona, se encuentra Las condiciones culturales del desarrollo económico[1]. En ese libro, el autor centra su atención en una pregunta a veces desatendida por planteos demasiado institucionalistas o casi constructivistas[2]: ¿cuáles son los valores morales que favorecen el desarrollo? De ninguna manera se ignora en esa pregunta el valor de instituciones como la Democracia Constitucional y la economía de mercado. La cuestión es hasta qué punto puede sostenerse una reforma liberal a largo plazo sin una profunda transformación cultural. El lamentable caso de Chile parece ser una dura lección en ese sentido.

Sin embargo, el libro parece sugerir, muy indirectamente, la famosa dicotomía de Weber sobre las sociedades protestantes, cuyo sentido del trabajo es favorable al desarrollo, versus las culturas católicas, que serían el caso contrario[3].

Para la relación entre Catolicismo y economía de mercado, el tema es fundamental. Mucho se puede hacer para sostener la no contradicción entre filosofía cristiana y Escuela Austríaca de Economía, o la no contradicción entre la Economía de Mercado y la Doctrina Social de la Iglesia. Pero esa “no contradicción” se queda corta en tanto al tema de los valores culturales. Sí, se puede demostrar, por ejemplo, que el mercado, in abstracto, favorece al bien común, o que la propiedad privada es compatible con la propiedad como precepto secundario se la ley natural, etc. Pero si el Catolicismo como tal favoreciera horizontes culturales hostiles al comercio (“comercio, mercado, si, PERO….”) entonces el problema sería grave.

En estas entregas (esta es la primera) intentaremos conciliar los valores compatibles con el desarrollo con la visión del mundo católica.

Ante todo, ¿cuáles son esos valores que enumera Mariano Grondona?

El primero es la confianza en el individuo. No la ilusión de que la persona ilustrada, como quería Kant[4], es la base del desarrollo, pero sí la confianza en que los hábitos de trabajo de cada persona en particular con básicos para el mercado. Esa confianza es la que implica confiar en sociedades intermedias, fruto de la libre asociación, que puedan dar realidad al principio de subsidiariedad.

El segundo es la moral media. El mercado libre responde a incentivos, entre ellos, la seguridad contractual y la previsibilidad a largo plazo. Para ello, la moral promedio de las personas no tiene por qué ser heroica. Es la moral media de quienes no son ángeles ni demonios, ese individuo empático del cual hablaba Adam Smith[5] pero, a la vez, era también el supuesto de Santo Tomás cuando afirmaba que “la ley humana se promulga para una multitud de hombres, la mayor parte de los cuales no son perfectos en la virtud”[6]. Ello no implica, claro está, negar el llamado universal a la santidad, sino simplemente recordar que la santidad no es condición necesaria para el funcionamiento del libre mercado.

El tercer valor es la conciencia de que la riqueza debe crearse. Sí, el destino universal de los bienes supone que Dios ha creado a la naturaleza física para todos, pero ello no implica que los bienes están dados directamente por la mano de Dios. No, son escasos, y por ende deben ser producidos. El mercado es precisamente el mejor sistema para cumplir con el destino universal de los bienes, porque brinda incentivos suficientes para su producción.

El cuarto es que la competencia es un proceso de cooperación. Mercado y cooperación social son casi lo mismo[7]. Lo contrario de la cooperación entre los seres humanos no es el mercado, sino la guerra. “Guerra comercial”, por ende, es una contradicción en términos. Competir los unos con los otros en cuando a nuestras habilidades es un deber moral. Para cada tarea debe seleccionarse al más idóneo. Ello es necesario para el bien común.

El quinto es el valor de la justicia para la producción. La justicia no es sólo distributiva. Hay también una ética de la producción y una justicia básica en el acto de producir. Por eso la propiedad, el contrato, la libre competencia, son justas. Y muy justas. La distribución implica repartir un presupuesto fijo. Para ello tiene que haber justicia distributiva, sea el presupuesto de una familia, de un club, de una universidad o el que fije el congreso para el gasto público. Pero nada de ello existiría sin la justicia de la producción.

El sexto es el valor moral de la utilidad. La dicotomía entre el deontologismo y el consecuencialismo no favorece al desarrollo, porque se pierde el valor moral de lo que es útil al proceso productivo. En Santo Tomás la propiedad era un precepto secundario precisamente porque era útil. Temas como la libertad de precios o salarios tienen que ver con su utilidad. Si negamos de ello el valor moral, la moral sería monopolio de todo lo que NO es el mercado.

Séptimo, hay usos y costumbres que son esenciales para el desarrollo. La, prolijidad, el amor al trabajo bien hecho, la puntualidad, la cortesía, el respeto a los contratos y a las promesas, el orden, la limpieza, son todos valores que favorecen las relaciones rectas y de confianza mutua entre oferentes y demandantes, donde entre mercado y valores hay por ende un círculo virtuoso.

Octavo, el valor del tiempo futuro. El ahorro, la previsibilidad, como contrarios al derroche y a la ostentación del gasto, son, contrariamente a lo que se piensa habitualmente, valores de mercado. El consumismo no favorece al libre mercado. La frugalidad, el ahorro, en cambio, son valores capitalistas.

Noveno, la felicidad es compatible con la racionalidad. Esta es una herencia de Aristóteles. La felicidad no consiste en el placer irracional ni en el cumplimiento sacrificado y triste del deber. Es cumplir con lo debido porque lo debido surge de nuestro proyecto personal, de la empresa de ser nosotros mismos. Las empresas salen adelante cuando llevan adelante la marca personal, la vocación. Racionalidad y virtud van en ese sentido de la mano.

Décimo, la autoridad no radica en una persona. La autoridad no es le gran líder, ni Pedro, ni Pablo, ni Juan. La autoridad es la ley, en tanto Estado de Derecho. El que está habituado al mercado no obedece a una persona, obedece a la ley, que es lo que garantiza el funcionamiento del mercado.

Once, el mundo es el propio mundo. La virtud no es salvar al mundo mientras no sé ni cómo limpiar mi habitación. La virtud es no creerse Dios y ocuparse, cada uno, de su empresa, de su trabajo, de su profesión, de cada parte del bien común. El mundo sería mejor si cada uno se dedicara a cuidar su jardín, decía Adam Smith, con profunda sabiduría. Los salvadores del mundo son los que lo arruinan.

Pero todo eso, ¿es compatible con las culturas católicas? ¿Es compatible con el valor del trabajo existente en culturas anglosajonas? ¿Cómo entra en todo esto el problema de Max Weber?

Seguiremos con todo ello en la segunda entrega.


[1] Ariel-Planeta, Buenos Aires, 1999.

[2] El constructivismo criticado por Hayek es la suposición de que se pueden construir las sociedades como si fueran máquinas, más allá de las tradiciones existentes.

[3] Nos referimos a la famosa tesis de Weber en El espíritu protestante y el origen del capitalismo (1904), FCE, 2003.

[4] Nos referimos a su famoso opúsculo Qué es la Ilustración.

[5] En su famosa obra La teoría de los sentimientos morales.

[6] I-II, Q. 96, a. 2.

[7] Es la tesis central de la filosofía social de Mises, desarrollada especialmente en Liberalismo y en el cap. VII de La Acción Humana

DOS

Todas las virtudes referidas anteriormente se resumen en una: laboriosidad.

Mariano Grondona ejemplifica esto diciendo que las sociedades anglosajonas son matutinas: lo importante es lo que hagas de 9 a 17. Lo demás….

Las culturas latinas, en cambio, serían vespertinas. Para ellas lo importante comienza después del trabajo: la familia, los amigos, el asado. El trabajo, en cambio…. Tiene una connotación trágica: el “laburo” es una pesada carga enviada como castigo de los dioses.

Por supuesto, hay más detalles. Pero como símbolo de un horizonte, me parece apropiado. Es un símbolo, no es una descripción, y menos aún una estadística.

¿Tiene entonces razón Max Weber? ¿Heredan las culturas anglosajonas un mandato calvinista del trabajo, donde el beneficio más la austeridad son signos de la salvación?

Eso es harto discutible, pero creo que es verdad en este sentido: para la cultura judeo-cristiana (sean judíos, protestantes o católicos) el trabajo es un cuasi-sacramental[1]. O sea, tiene algo de sagrado. No es un sacramento, pero, dependiendo de las disposiciones subjetivas de quien lo ejerza, santifica. El Génesis es claro: Dios nos pone en este mundo “para trabajar”.

Que ello haya sido olvidado durante mucho tiempo por una inapropiada separación entre trabajo manual e intelectual, o que se haya infiltrado en algunos católicos ciertas costumbres donde los llamados nobles no trabajan, pero los comerciantes sí; que se haya infiltrado en ciertos cristianos un injusto desprecio por el comercio y la sociedad contractual, no es objeción a que en todo el Antiguo y Nuevo Testamento, el trabajo sea un sacramental. Tal vez haya sido tarde, pero el Vaticano II dijo claramente que todos los laicos están llamados a la santificación por medio de su trabajo y a consagrar al mundo por medio de su trabajo, y Juan Pablo II, en la primera parte de la Sollicitudo rei socialis[2], explica nuevamente el sentido del Génesis como cooperación del hombre con la obra creadora de Dios, como co-creador, de lo cual mucho se podría desarrollar para la economía como conocimiento esencialmente creador de riqueza.

Por lo tanto, no es cuestión de contraponer un protestantismo obsesivo por el trabajo versus un catolicismo fiestero: el llamado a santificarse por el propio trabajo es un llamado esencial para el cristiano, que tiene detrás el llamado a desarrollar la vocación, el ser uno mismo: el trabajo de ser uno mismo, el estar llamado a emprender los talentos de la propia vocación.

Para el cristiano, por ende, sea judío, católico o protestante, la vocación por el trabajo bien hecho es tan esencial que incluso está trabajando siempre, porque está creando siempre, desarrollando su vocación. Las consecuencias económicas de ello son, obviamente, enormes.

Un protestante que trabaja porque es calvinista o un católico que trabaja como algo en sí mismo trágico tienen mal enfocado su cristianismo. El primero, si no es calvinista, ¿dejará de trabajar? Y el segundo, cuando descubra que no hay ninguna tragedia, aunque sí escasez y fortaleza, en trabajar, ¿se sentirá no católico?

La clave de la cuestión es que la santificación por el trabajo y la consagración del mundo en el trabajo se desprenden esencialmente de la fe cristiana.

A partir de aquí, el cristiano es en sí mismo una encarnación de los valores para el desarrollo económico.

Trabaja porque para eso, para ser co-creador, lo ha creado Dios. Después del pecado original, es con el sudor de la frente, pero la cuasi-sacralidad del trabajo se mantiene igual.

Por eso confía en sus fuerzas, en la de su familia y en la de las asociaciones libres.

Por eso se santifica por el trabajo e intercambia y contrata con todas las personas, sean santas o no.

Por eso no espera recibir todo del cielo: lo que recibe del cielo es la Gracia de Dios. Pero la riqueza de este mundo hay que producirla, co-crearla.

Por eso coopera con todos por medio del contrato, no sólo por medio de la caridad.

Por eso es justo en la producción de riqueza: no roba, no hace fraude, no miente, es confiable, llega a tiempo, no hace perder tiempo, es diligente, es bueno en su oficio.

Por eso, también, ahorra, es previsor, hace planes a futuro, porque la co-creación se expande en el tiempo.

Y es feliz así. Su felicidad no es está en no hacer nada ni tampoco en no buscar ni contemplar la vedad. Es Marta y María al mismo tiempo.

Por todo ello no depende ni de premios ni de castigos, ni de ninguna persona en particular. Cumple con la ley y la supera.

Y por ello no es el salvador del mundo, es el custodio de su jardín, no se cree Dios.

Me van a decir: no es eso lo que piensan en general los católicos y menos aún los sacerdotes, obispos y pontífices.

Eso lo dejamos para nuestra tercera entrega.


[1] Desarrollamos más in extenso este punto en el art. “La laboriosidad como virtud esencialmente Judeo-Cristiana”, (2018) Fe y Libertad, Vol. 1 Nro. 1.

[2] 1987; ver https://www.vatican.va/content/john-paul-ii/es/encyclicals/documents/hf_jp-ii_enc_30121987_sollicitudo-rei-socialis.html

TRES

Pero todo esto que venimos explicando son, al menos en Latinoamérica, ideas, no creencias, al decir de Ortega. Esto es, son cuestiones académicas, o propuestas novedosas y extrañas, como esta misma entrada, pero no son carne cultural, no son creencias generalizadas que conformen el sentir de una gran cantidad de personas, no son un horizonte, al decir de Gadamer.

Y cómo pasar de las ideas a las creencias es la gran pregunta.

Algunas naciones cambiaron largas tradiciones de autoritarismo luego de una gran guerra. Alemania, Italia, Japón, son ejemplos trágicos del paso del autoritarismo a la democracia y la economía de mercado casi por la fuerza, por una terremoto bélico e institucional que obligó a muchos a aceptar algo que no estaba en su corazón ni en sus expectativas. Cuánta duración puede tener ello es también otra pregunta inquietante.

El Judeo-Cristianismo, en cambio, se hizo cultura, y no por una guerra. Cómo cambió el corazón de millones de habitantes del oriente medio, de Grecia, de Roma, por seguir a Cristo, no por hacer un curso, fue realmente un milagro. Pero sucedió. Occidente nace de Grecia, Roma y el Judeo-Cristianismo porque este último se hace carne, se hace cultura, se convierte en creencias (Ortega), horizonte (Gadamer), tradiciones (Hayek), mundo de la vida (Husserl).

¿Pero cómo puede suceder ello en Latinoamérica?

Desde fines de los 50 y firmemente desde los 60, las diversas expresiones de la teología de la liberación, de origen marxista, capturan la mente del Episcopado Latinoamericano. Sus sucesivas declaraciones (Medellín, Puebla, Santo Domingo, Aparecida) absorben totalmente la condena en nombre de Cristo al mercado; manejan categorías marxistas de pueblo, explotación, exclusión, etc., y desde allí miran e interpretan Latinoamérica, todo en diversos grados, claro. Esa perspectiva ha ido cambiando a lo largo de los años, pero su núcleo marxista se ha mantenido. Por un lado, condenan al mercado, y por el otro hacen silencio sobre el marco institucional llamado democracia constitucional, marco sobre el cual, paradójicamente desde la misma época, comienzan a hablar y a acompañar Pío XII, Juan XIII y el Vaticano II. Contra ese silencio se levantó, en 1984, la voz premonitoria del P. Rafael Braun[1].

La mayor parte de los obispos latinoamericanos veían como extraña, como “anglosajona”, y muy ligada al capitalismo explotador, a la institucionalidad democrática. La veían como formas extranjeras extrañas al espíritu de un pueblo latinoamericano “católico”, del cual debían surgir, de abajo hacia arriba, las condiciones de una civilización del amor, cristiana, ligada con la vida comunitaria, con las costumbres locales, con el reparto solidario de los bienes; en última instancia, un “pueblo católico” latino versus una democracia constitucional de origen protestante y anglosajón.

Es como si hubieran escrito todo ello para darle la razón a Max Weber.

Sí, es verdad que algunos hablaban y hablan de la “cultura del trabajo”, pero es el trabajo del obrero, no del empresario capitalista, culpable de explotación excepto se demuestre lo contrario, como algún empresario en proceso de canonización, que “a pesar de” ser empresario, “fue bueno, fue cristiano”.

No se concibe la laboriosidad como la del empresario creador, no se concibe a la empresarialidad como un espíritu a ser expandido culturalmente a toda persona, porque la empresarialidad son ideas, no recursos; no se concibe que la riqueza nace de una idea, no se entiende que los recursos NO están dados, y se cree que la escasez se debe a unos pocos infames que han acaparado los recursos y no los han “compartido”.

Esas creencias, repetidas hasta el hartazgo desde púlpitos y declaraciones, no hacen más que sumergir más aún al pueblo latinoamericano en su pobreza; esas creencias, proclamadas como los más altos dogmas, no hacen más que confirmar la miseria y las condiciones indignas de vida de la mayor parte de los latinoamericanos. Justamente lo que creen evitar los abanderados del supuesto pueblo católico versus la explotación capitalista.

Porque no sólo es falso que el libre mercado sea explotador, sino que es contrario a la libertad religiosa hacer de un “pueblo católico” la base de una nación: la base está en la convivencia bajo la diversidad que está garantizada por la libertad religiosa que, se supone, es un emergente del Catolicismo. Impresionante cómo teólogos del pueblo de izquierda y tradicionalistas de derecha coinciden en su odio contra la libertad religiosa y la democracia “liberal” (el pecado), esa democracia liberal que los pecadores Pío XIII, Juan XXIII y Juan Pablo II supieron rescatar y acompañar, con notas a pie de León XIII, y con la corroboración conceptual, hasta ahora insuperable, de Benedicto XVI.

Por lo tanto, el único cambio en paz que Latinoamérica tiene hacia el desarrollo, es que los obispos latinoamericanos vayan asumiendo cada vez más en sus enseñanzas un acompañamiento de la democracia constitucional y la economía de mercado, como comenzó a hacer Pío XIII desde 1939. No porque ambas sean inferencias deductivas del Catolicismo, sino porque a veces el Magisterio puede “acompañar” cierta evolución institucional en tanto señalarla como no contradictoria con la Fe, como hizo León XIII cuando distinguió entre tesis e hipótesis, como hizo Pío XII cuando habló de las condiciones de una sana democracia, como hizo Juan Pablo II cuando comenzó a hablar del mercado en sentido positivo en la Sollicitudo rei socialis y en la Centesimus annus.

La tarea, muy difícil por cierto, es educar en todo esto a una nueva generación de sacerdotes que sean los futuros obispos latinoamericanos que pueden luego hacer lo mismo que Pío XII, Juan XXIII y Juan Pablo II hicieron a nivel de magisterio universal prudencial.

Ese será el único modo en el cual ellos puedan en el futuro convertirse en los educadores informales de los valores para el desarrollo, de tal modo que la mayor parte de los católicos latinoamericanos pueden ir incorporando esas enseñanzas a modo de creencias.

Para terminar, una mala noticia y una buena.

La mala noticia es que puede ser que todo esto sea humanamente imposible.

La buena es que es el único camino que queda, y por ende no queda más que recorrerlo y poner todo en manos de Dios.


[1] https://institutoacton.org/2017/10/18/iglesia-y-democracia-padre-rafael-braun/

Gabriel J. Zanotti es Profesor y Licenciado en Filosofía por la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (UNSTA), Doctor en Filosofía, Universidad Católica Argentina (UCA). Es Profesor en las Universidades Austral y Cema. Director Académico del Instituto Acton Argentina. Profesor visitante de la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala. Publica como @gabrielmises

VALORES, CATOLICISMO Y DESARROLLO ECONÓMICO (I).

Por Gabriel J. Zanotti. Publicado el 15/5/22 en: https://gzanotti.blogspot.com/2022/05/valores-catolicismo-y-desarrollo.html

Entre los libros más importantes de Mariano Grondona, se encuentra Las condiciones culturales del desarrollo económico[1]. En ese libro, el autor centra su atención en una pregunta a veces desatendida por planteos demasiado institucionalistas o casi constructivistas[2]: ¿cuáles son los valores morales que favorecen el desarrollo? De ninguna manera se ignora en esa pregunta el valor de instituciones como la Democracia Constitucional y la economía de mercado. La cuestión es hasta qué punto puede sostenerse una reforma liberal a largo plazo sin una profunda transformación cultural. El lamentable caso de Chile parece ser una dura lección en ese sentido.

Sin embargo, el libro parece sugerir, muy indirectamente, la famosa dicotomía de Weber sobre las sociedades protestantes, cuyo sentido del trabajo es favorable al desarrollo, versus las culturas católicas, que serían el caso contrario[3].

Para la relación entre Catolicismo y economía de mercado, el tema es fundamental. Mucho se puede hacer para sostener la no contradicción entre filosofía cristiana y Escuela Austríaca de Economía, o la no contradicción entre la Economía de Mercado y la Doctrina Social de la Iglesia. Pero esa “no contradicción” se queda corta en tanto al tema de los valores culturales. Sí, se puede demostrar, por ejemplo, que el mercado, in abstracto, favorece al bien común, o que la propiedad privada es compatible con la propiedad como precepto secundario se la ley natural, etc. Pero si el Catolicismo como tal favoreciera horizontes culturales hostiles al comercio (“comercio, mercado, si, PERO….”) entonces el problema sería grave.

En estas entregas (esta es la primera) intentaremos conciliar los valores compatibles con el desarrollo con la visión del mundo católica.

Ante todo, ¿cuáles son esos valores que enumera Mariano Grondona?

El primero es la confianza en el individuo. No la ilusión de que la persona ilustrada, como quería Kant[4], es la base del desarrollo, pero sí la confianza en que los hábitos de trabajo de cada persona en particular con básicos para el mercado. Esa confianza es la que implica confiar en sociedades intermedias, fruto de la libre asociación, que puedan dar realidad al principio de subsidiariedad.

El segundo es la moral media. El mercado libre responde a incentivos, entre ellos, la seguridad contractual y la previsibilidad a largo plazo. Para ello, la moral promedio de las personas no tiene por qué ser heroica. Es la moral media de quienes no son ángeles ni demonios, ese individuo empático del cual hablaba Adam Smith[5] pero, a la vez, era también el supuesto de Santo Tomás cuando afirmaba que “la ley humana se promulga para una multitud de hombres, la mayor parte de los cuales no son perfectos en la virtud”[6]. Ello no implica, claro está, negar el llamado universal a la santidad, sino simplemente recordar que la santidad no es condición necesaria para el funcionamiento del libre mercado.

El tercer valor es la conciencia de que la riqueza debe crearse. Sí, el destino universal de los bienes supone que Dios ha creado a la naturaleza física para todos, pero ello no implica que los bienes están dados directamente por la mano de Dios. No, son escasos, y por ende deben ser producidos. El mercado es precisamente el mejor sistema para cumplir con el destino universal de los bienes, porque brinda incentivos suficientes para su producción.

El cuarto es que la competencia es un proceso de cooperación. Mercado y cooperación social son casi lo mismo[7]. Lo contrario de la cooperación entre los seres humanos no es el mercado, sino la guerra. “Guerra comercial”, por ende, es una contradicción en términos. Competir los unos con los otros en cuando a nuestras habilidades es un deber moral. Para cada tarea debe seleccionarse al más idóneo. Ello es necesario para el bien común.

El quinto es el valor de la justicia para la producción. La justicia no es sólo distributiva. Hay también una ética de la producción y una justicia básica en el acto de producir. Por eso la propiedad, el contrato, la libre competencia, son justas. Y muy justas. La distribución implica repartir un presupuesto fijo. Para ello tiene que haber justicia distributiva, sea el presupuesto de una familia, de un club, de una universidad o el que fije el congreso para el gasto público. Pero nada de ello existiría sin la justicia de la producción.

El sexto es el valor moral de la utilidad. La dicotomía entre el deontologismo y el consecuencialismo no favorece al desarrollo, porque se pierde el valor moral de lo que es útil al proceso productivo. En Santo Tomás la propiedad era un precepto secundario precisamente porque era útil. Temas como la libertad de precios o salarios tienen que ver con su utilidad. Si negamos de ello el valor moral, la moral sería monopolio de todo lo que NO es el mercado.

Séptimo, hay usos y costumbres que son esenciales para el desarrollo. La, prolijidad, el amor al trabajo bien hecho, la puntualidad, la cortesía, el respeto a los contratos y a las promesas, el orden, la limpieza, son todos valores que favorecen las relaciones rectas y de confianza mutua entre oferentes y demandantes, donde entre mercado y valores hay por ende un círculo virtuoso.

Octavo, el valor del tiempo futuro. El ahorro, la previsibilidad, como contrarios al derroche y a la ostentación del gasto, son, contrariamente a lo que se piensa habitualmente, valores de mercado. El consumismo no favorece al libre mercado. La frugalidad, el ahorro, en cambio, son valores capitalistas.

Noveno, la felicidad es compatible con la racionalidad. Esta es una herencia de Aristóteles. La felicidad no consiste en el placer irracional ni en el cumplimiento sacrificado y triste del deber. Es cumplir con lo debido porque lo debido surge de nuestro proyecto personal, de la empresa de ser nosotros mismos. Las empresas salen adelante cuando llevan adelante la marca personal, la vocación. Racionalidad y virtud van en ese sentido de la mano.

Décimo, la autoridad no radica en una persona. La autoridad no es le gran líder, ni Pedro, ni Pablo, ni Juan. La autoridad es la ley, en tanto Estado de Derecho. El que está habituado al mercado no obedece a una persona, obedece a la ley, que es lo que garantiza el funcionamiento del mercado.

Once, el mundo es el propio mundo. La virtud no es salvar al mundo mientras no sé ni cómo limpiar mi habitación. La virtud es no creerse Dios y ocuparse, cada uno, de su empresa, de su trabajo, de su profesión, de cada parte del bien común. El mundo sería mejor si cada uno se dedicara a cuidar su jardín, decía Adam Smith, con profunda sabiduría. Los salvadores del mundo son los que lo arruinan.

Pero todo eso, ¿es compatible con las culturas católicas? ¿Es compatible con el valor del trabajo existente en culturas anglosajonas? ¿Cómo entra en todo esto el problema de Max Weber?

Seguiremos con todo ello en la segunda entrega.


[1] Ariel-Planeta, Buenos Aires, 1999.

[2] El constructivismo criticado por Hayek es la suposición de que se pueden construir las sociedades como si fueran máquinas, más allá de las tradiciones existentes.

[3] Nos referimos a la famosa tesis de Weber en El espíritu protestante y el origen del capitalismo (1904), FCE, 2003.

[4] Nos referimos a su famoso opúsculo Qué es la Ilustración.

[5] En su famosa obra La teoría de los sentimientos morales.

[6] I-II, Q. 96, a. 2.

[7] Es la tesis central de la filosofía social de Mises, desarrollada especialmente en Liberalismo y en el cap. VII de La Acción Humana

Gabriel J. Zanotti es Profesor y Licenciado en Filosofía por la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (UNSTA), Doctor en Filosofía, Universidad Católica Argentina (UCA). Es Profesor en las Universidades Austral y Cema. Director Académico del Instituto Acton Argentina. Profesor visitante de la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala. Publica como @gabrielmises

Controles de precios y ley del mercado

Por Gabriel Boragina. Publicado en: http://www.accionhumana.com/2020/03/controles-de-precios-y-ley-del-mercado.html

 

Es materia de ignorancia económica confundir causas con efectos. Esto sucede con ciertos aspectos de la economía tales como los controles de precios y no es de ahora, sino que ya sucedía en la época de los nazis:

«A mucha gente le fascinaba el supuesto éxito del control alemán de precios. Decían: Solo tienes que ser tan brutal y despiadado como los nazis y conseguirán controlar los precios. Lo que no veía esa gente, ansiosa por luchar contra el nazismo adoptando sus métodos, era que los nazis no aplicaron un control de precios dentro de una sociedad de mercado, sino que establecieron un sistema socialista completo, una comunidad totalitaria.»[1]

Ya aclaramos que los controles de precios no operan si se apadrinan como medidas aisladas que afectan a determinados productos y excluyen a otros. Las del nazismo, en consecuencia, no eran simples disposiciones intervencionistas de vigencia transitoria y temporal, sino que consolidó un total control de la economía en su conjunto. Había una cuestión de rótulos que lo disfrazaban y ocultaban como un real socialismo, y era justamente el hecho de que el régimen nazi decía no desconocer la propiedad privada de los medios de producción, lo cual -en apariencia- resultaba verosímil a la vista de todos aquellos que no conocieran a fondo la ciencia económica y como marcha una economía de mercado y otra socialista.

No obstante, fueron muchos los países que defendieron el sistema nazi de control de precios, inclusive hasta la actualidad y en regímenes que insisten en denominarse «democráticos» o «de mercado». Por ejemplo, todos los partidos «progresistas» propician este tipo de políticas.

«El control de precios es contrario al fin si se limita solo a algunos productos. No puede funcionar satisfactoriamente dentro de una economía de mercado. Si el gobierno no deduce de este fracaso la conclusión de que debe abandonar todos los intentos de controlar los precios, debe ir cada vez más allá hasta que sustituya la economía de mercado por una completa planificación socialista.»[2]

La historia de los controles de precios demuestra exactamente lo que la cita indica. Las naciones que los llevaron hasta las últimas consecuencias culminaron todos en estados opresivos y criminales como demostraron los casos de la U.R.S.S. y sus estados satélites detrás de «la cortina de hierro» de Europa oriental; en Asia, China, Corea, Camboya y otros lugares; y en América: Cuba, Chile de Allende y la actual Venezuela castro chavista comunista. No sólo sus economías resultaron colapsadas, sino que las libertades civiles y políticas (como no podía ser de otra forma) terminaron también suprimidas.

Esto no significa que en otras latitudes los precios políticos no fueron aplicados. Por el contrario, hoy en día casi todos los pueblos los patrocinan formando parte de la política económica de la mayoría del mundo mal llamado «libre». Lo que sucede es que, comprobado tiempo más tarde su fracaso, es abandonados temporalmente por periodos más o menos largos, hasta que vuélvese a implantar, por lo general, con cada cambio de gobierno, o dentro de un mismo gobierno con cada cambio de ministro de hacienda o de economía que crea o no en el sistema como medio de corregir los aumentos de precios. Esta variante dependiente de estos factores ha impedido que muchos de los territorios de occidente hayan colapsado económica y políticamente y hayan terminado en estados totalitarios como si ha sucedido en los casos mencionados anteriormente.

«La producción puede dirigirse o bien por los precios fijados en el mercado por los compradores y por la abstención de comprar por parte del público o puede dirigirse por el consejo central público de gestión de la producción. No hay disponible una tercera alternativa. No hay un tercer sistema social viable que no sea economía de mercado ni socialismo. El control público de solo una parte de los precios debe llevar a un estado de cosas que, sin ninguna excepción, todos consideran como absurdo y contrario a sus fines. Su resultado inevitable es el caos y la inquietud social.»[3]

Este aserto científico se ha venido cumpliendo década tras década de manera ineluctable como si se tratara de una profecía. Sin embargo, los intentos de creer y de establecer una «tercera vía» o «sistemas alternativos» perduran también hasta hoy, desconociendo la verdad científicamente afirmada en la cita anterior. La dirección del mercado solamente puede estar en dos manos, a saber: o la de los consumidores o en la de los burócratas. No existe, pues, ninguna otra posibilidad ni fórmula mágica por la cual la economía pueda manejarse en su totalidad. En otras palabras, o se trata de socialismo o de capitalismo (economía de mercado). Apenas se intenten «terceras días», sistemas «intermedios» economías «mixtas», «hibridas» o como quiera rotulárselas los resultados indeseables de tal política comienzan a aparecer, y sólo cesan cuando se abandonan los experimentos intervencionistas.

Sin embargo, abundan los «profetas» que intentan presentar como «nuevo» lo que ha venido fracasando durante siglos desde los tiempos de Hammurabi[4]. En tal sentido, se cumple -una vez más- aquello de que la práctica confirma la teoría.

«Es esto lo que los economistas tienen en mente al referirse a la ley económica y afirmar que el intervencionismo es contrario a las leyes económicas.»[5]

No se procura decir que el mercado sea perfecto en el significado de que resulta siempre capaz de resolver todas las necesidades humanas, por cuanto hablar de «perfecciones» en abstracto carece de toda coherencia, y mucho más en el campo de las ciencias sociales. De lo que se discute es de dejar en claro que el mercado tiene sus propias leyes, y que autoajusta por medio de las mismas las posibles imperfecciones de las cuales pudiera adolecer, es decir, no se debate sobre una perfección imaginaria ni utópica, sino que se reflexiona sobre una realidad científica comprobable, que muestra ciertas regularidades que se cumplen de manera inexorable, y que cuando se alteran por factores exógenos ocasionan consecuencias indeseables. Esto es tan solo lo que se quiere significar con la cita anterior.

[1] Ludwig von Mises, Caos planificado, fuente: http://mises.org/daily/2454 (Publicado el 3 de febrero de 2007). pág. 13

[2] L. v. Mises ibidem, pág. 13.

[3] L. v. Mises ibidem, pág. 13-14.

[4] Véase a Robert L .Schuettinger – Eamonn F .Butler. 4000 años de Control de Precios y Salarios. Cómo no combatir la inflación. Prólogo por David L. Meiselman. Primera Edición. The Heritage Foundation. Editorial Atlántida – Buenos Aires.

[5] L. v. Mises ibidem, pág. 14

 

Gabriel Boragina es Abogado. Master en Economía y Administración de Empresas de ESEADE. Fue miembro titular del Departamento de Política Económica de ESEADE. Ex Secretario general de la ASEDE (Asociación de Egresados ESEADE) Autor de numerosos libros y colaborador en diversos medios del país y del extranjero. Síguelo en  @GBoragina

El caso ChiChi: las tensiones entre instituciones y mentalidad económica.

Por Carlos Newland: 

Puede suponerse que si la mayor parte de la población de un país valora los atributos de una economía de mercado votará por  opciones políticas conducentes a marcos institucionales proclives a generar competencia, desarrollar la iniciativa privada y limitar a la acción gubernamental. La elaboración de un índice mundial de pensamiento pro mercado (FMMI) por parte de quien escribe estas líneas junto con Pal Czegledi, ha permitido ranquear a las naciones según el grado de apoyo popular al capitalismo. Gracias a esta métrica se ha podido constatar que  una alta valoración del sistema de mercado ha generado usualmente instituciones económicas eficientes (según, por ejemplo, el Índice Fraser de Libertad Económica), como es el caso de la Anglósfera (USA, Australia, Nueva Zelanda, Canadá), las naciones de Europa del Norte, y aquellas de la Sinósfera (como Japón, Vietnam o Taiwán). Por otra parte, los países donde domina una mentalidad más afín al socialismo o a la intervención gubernamental han generado instituciones adversas a la eficiencia económica, y con ello han afectado su desarrollo, como es el caso de Argentina, Ucrania o Egipto.  Puede entonces postularse que existe una relación directa entre mentalidad, instituciones y desarrollo económico. Pero este no siempre es el caso: pueden existir situaciones en que la mentalidad popular no ha podido expresarse libremente: en esos casos una minoría ha podido imponer sus instituciones de preferencia por la fuerza y sin consentimiento popular. Tal parece ser el caso de lo que denominamos Chichi, China y Chile. En ambas naciones parece existir un contraste entre la mentalidad popular y las instituciones o marco dentro de la cual sus agentes económicos operan.

China sería el caso de una población que presenta un positivo y moderado apoyo al sistema de mercado medido por el FMMI, o un muy alto apoyo según encuestas del Pew Research Center. Pero esta nación ha sufrido en la segunda mitad del siglo XX la imposición de un muy duro y rígido sistema comunista. Los miembros del partido y su líder Mao lograron forzar una economía planificada y centralizada con resultados negativos de desempeño productivo. Esta situación comenzó a variar hacia 1978 cuando los integrantes de la jerarquía comunista fueron abandonando muchos postulados de su ideario, cambiando paulatinamente sus instituciones. Así, liberaron más y más su economía, permitiendo el funcionamiento de incentivos a la producción y a la eficiencia. Gracias a ello su crecimiento ha sido espectacular, transformándose hoy en día en una potencia mundial similar a los Estados Unidos. Se ha mencionado que un detonante del cambio en China fue la iniciativa de altísimo riesgo que tomaron algunos agricultores en 1979, de subdividir a los efectos prácticos la tierra comunal. Tan fue el éxito del experimento ilegal que las autoridades lo terminaron aceptando y promoviendo. En última instancia los gobernantes han ido aceptando la mentalidad de la población. Es altamente probable que, si China se transformara de una dictadura a una democracia, los partidos políticos proclives a la economía de mercado serían los dominantes y no lo contrario.

Chile parece ser el caso opuesto a China. Allí el apoyo al sistema de mercado es bajísimo según la medición del FMMI, donde presenta valores similares a los de Argentina. Ello no nos puede sorprender mucho ya que en 1970 la población eligió como presidente al marxista Salvador Allende, quien intentó aplicar un modelo socialista, lo que incluía nacionalizaciones, control público de la banca y la reforma agraria. El marco institucional en Chile no cambiaría por un cambio en la ideología de los votantes sino por imposición de un gobierno militar. En 1973 el gobierno golpista del General Augusto Pinochet encomendó a un grupo de economistas pro mercado, denominados allí “Chicago Boys”, el diseño e implementación de una política económica que incluyo desregulación, privatizaciones y el logro de la estabilidad monetaria. Inclusive Milton Friedman visitó al país en 1975 dando apoyo a las reformas que se estaban implementando. Con el tiempo esta política resultó muy exitosa y Chile ingresó a un notable sendero de crecimiento y reducción del nivel de pobreza, superando recientemente al ingreso per cápita (y la esperanza de vida, junto con una menor mortalidad infantil) de su tradicionalmente más próspero vecino Argentina. Pero el nuevo estadio de desarrollo obtenido no parece haber afectado estructuralmente la ideología económica de sus habitantes. La mentalidad popular que fue el sustrato de la elección como presidente de Allende sigue en gran medida vigente: el FMMI del país es bajo, muy similar al presentado por la población de Argentina. Es de destacar que los diversos gobiernos de centro izquierda que ganaron las elecciones a partir de la vuelta a la democracia en 1990 (hasta 2010, y de nuevo en 2014) no se atrevieron a desmantelar (aunque si atemperaron) el marco institucional recibido. Sin embargo, el país claramente estaba en una situación de un equilibrio político inestable. Si hubiera aparecido en ese país -uno de los pocos donde todavía se encuentra muy activo el Partido Comunista- un personaje carismático populista de izquierda, Chile podría haber seguido el camino de Argentina o Venezuela. El reciente estallido social no es más que una manifestación popular de una ideología reprimida que ha encontrado en las calles un modo de expresarse.

 

Carlos Newland es Dr. Litt. en Historia. Profesor y Ex Rector de ESEADE.

 

Intervencionismo y socialismo

Por Gabriel Boragina. Publicado en:  http://www.accionhumana.com/2019/12/intervencionismo-y-socialismo.html

 

El capitalismo no es necesariamente incompatible con un cierto grado de intervención en la economía por parte del gobierno. De hecho, si consideramos que para que exista un gobierno debe -al mismo tiempo- que contar con los fondos mínimos y necesarios para que cumpla con su función de tal y que dichos dineros no pueden ser generados por el gobierno mismo, va de suyo que la mera coexistencia de los impuestos cuyo destino es precisamente posibilitar la presencia y el sostén del gobierno implican necesariamente echar mano a los recursos de los particulares, dado que de otra manera ningún organismo que se atribuyera las ocupaciones de un gobierno podría moverse y ni siquiera darse.

«Mientras solo ciertas empresas concretas estén controladas públicamente, las características de la economía de mercado que determinan la actividad económica siguen esencialmente inmaculadas. También las empresas de propiedad pública, como compradoras de materiales en bruto, bienes intermedios y mano de obra, y como vendedoras de bienes y servicios, deben ajustarse a los mecanismos de la economía de mercado.»[1]

Podemos aquí diferenciar, quizás, entre un mercado libre y una economía de mercado. En el ejemplo dado en la cita anterior, si bien no podría hablarse en cabalidad de un mercado completamente libre ello no obstaría, en cambio, a decir que si hay allí una economía de mercado. En realidad, lo que parece quiere decirse es que un pequeño control sobre algunas empresas o -tal vez- un gran control sobre una sola empresa no empaña la concurrencia de una economía de mercado.

Es que el control del gobierno sobre una o algunas empresas no implica por sí mismo la presencia de regulaciones sobre el resto de las variables económicas (por ejemplo, precios, salarios, producción, ventas, exportaciones, importaciones, moneda, etc.). Mientras estas permanezcan libres de intrusismo estatal seguirnos estando -conforme nos enseña L. v. Mises- en una economía de mercado, aunque, añadimos nosotros, no podamos referirnos a un mercado completamente libre.

Y así se dice que esas empresas:

«Están sujetas a las leyes del mercado, tienen que buscar beneficios o, al menos, evitar pérdidas. Cuando se intenta mitigar o eliminar esta dependencia cubriendo las pérdidas de dichas empresas con subvenciones tomadas de fondos públicos, la única consecuencia es un cambio de esta dependencia en otro lugar»[2]

Es decir que, aun siendo empresas de control estatal o semiestatales se hallan bajo la órbita de las leyes del mercado. En este punto se hace alusión a las leyes de la oferta y la demanda, para lo cual deben buscar mercados con el objeto de poder colocar sus productos, implicando ello que deben ofrecer artículos o servicios de calidad a un precio competitivo, lo que da por supuesto un régimen de libre competencia. Resulta claro que se trata el caso de empresas que comenzaron siendo privadas y a las que luego se les añadió un cierto control estatal, las que son conocidas en la jerga legal-económica como empresas mixtas o con participación estatal (que puede ser minoritaria o mayoritaria).

Aun siendo frecuente que se intente enjugar sus pérdidas (las que son habituales en la medida de la injerencia estatal) a través de subvenciones (subsidios) los resultados de esta medida no dejan de darse dentro del ámbito de la economía de mercado.

«Esto pasa porque los medios para las subvenciones se han tomado de algún sitio. Pueden conseguirse recaudando impuestos. Pero la carga de dichos impuestos tiene sus efectos en el público, no en el gobierno que recauda el impuesto. Es el mercado, y no el departamento de ingresos, el que decide sobre quién recae la carga del impuesto y cómo afecta a la producción y el consumo. El mercado y sus leyes inevitables son supremos.»[3]

En realidad, la contundencia de la frase final de la cita precedente marca el destino de cualquier política estatal sea cual fuere la misma. «El mercado y sus leyes inevitables son supremos» y se abren camino en medio de toda la maraña de intervenciones y regulaciones que los gobiernos quieren de continuo infligirle a cada paso. Los obstáculos que las políticas estatales oponen continuamente a las leyes del mercado no anulan a estas últimas, sino que solamente desvían las consecuencias que aquellas producen hacia otros sectores, como en genial analogía se ha dicho puede representarse al mercado como un sistema de vasos comunicantes, y las secuelas de aplicar una restricción en un sector tendrán inexorablemente sus repercusiones en otro u otros. Pero siempre en obediencia a las leyes del mercado.

«Segundo: Hay dos patrones para la consecución del socialismo. El patrón uno (podemos llamarlo el patrón marxista o ruso) es puramente burocrático. Todas las empresas económicas son departamentos del gobierno igual que la administración del ejército y la armada o el sistema postal. Cada fábrica, tienda o granja tiene la misma relación con la organización centralizada superior, igual que una oficina de correos con el Cartero General. Toda la nación forma un solo ejército laboral con servicio obligatorio: el comandante de este ejército es el jefe del estado.»[4]

Es el estatismo total, donde no queda sector alguno que este fuera de la esfera del gobierno. No hay ni libertad, ni propiedad privada, ni derechos de ninguna índole o -mejor dicho- donde quien define «qué es» un «derecho» o «no lo es» es el jerarca de turno. El mundo ha conocido este nefasto sistema en la URSS, los países que dependían del bloque oriental soviético, China, Cuba y en otros lugares. Toda la actividad económica queda subordinada y depende de manera exclusiva de un solo ente o persona: el gobierno central. El jefe del estado es quien determina los precios a los que se ha de vender y comprar absolutamente todo, qué debe producirse y qué no y en qué cantidades hacerlo, qué se vende, se compra, y qué no debe venderse ni comprarse y así con cada detalle de la vida comercial y empresarial, hasta llegar a la del menor consumidor particular. Ningún aspecto del universo económico -sea empresarial o particular- queda fuera de la regulación estatal.

[1] Ludwig von Mises, Caos planificado, fuente: http://mises.org/daily/2454 (Publicado el 3 de febrero de 2007). Pág. 7

[2] L. v. Mises ibidem, pág. 7

[3] L. v. Mises ibidem, pág. 7

[4] L. v. Mises ibidem, pág. 7

 

Gabriel Boragina es Abogado. Master en Economía y Administración de Empresas de ESEADE. Fue miembro titular del Departamento de Política Económica de ESEADE. Ex Secretario general de la ASEDE (Asociación de Egresados ESEADE) Autor de numerosos libros y colaborador en diversos medios del país y del extranjero. Síguelo en  @GBoragina

CHILE, CONJETURAS Y REFUTACIONES.

Por Gabriel J. Zanotti. Publicado el 10/11/19 en: http://gzanotti.blogspot.com/2019/11/chile-conjeturas-y-refutaciones.html

 

El caso chileno ha dejado estupefactos a todos los partidarios de la democracia constitucional y la economía de mercado, esto es, a los liberales clásicos. Chile era el caso exitoso, era la corroboración de la conjetura que afirma que hay que aplicar una economía de mercado y una constitución liberal (en orden dudoso) y que la cosa iba a dar resultado.

Pero la conjetura parece enfrentarse con una aguda refutación, o, si se quiere, el núcleo central parece no dar una respuesta ante la anomalía.

Siempre me ha preocupado el constructivismo como modelo de construir una sociedad desde la nada de un horizonte. Hay casos que parecen ser exitosos. Alemania e Italia después de la Segunda guerra, idem Japón. Incluso Argentina parece que fue uno de ellos. Urquiza pactó con liberales más franceses que hayekianos y mandaron a la miércoles a Rosas y al caudillismo, y al parecer llegó a ser la Suiza de Latinoamérica hasta 1930 más o menos.

Pero por eso digo que me preocupan los cambios políticos en paz, porque parece que no los hay. El caso de la evolución de las instituciones inglesas parece ser la excepción, si es que lo fue. Porque en los casos referidos, que son cualitativamente importantes… Alemania e Italia, luego de la Segunda Guerra. Japón, idem, más dos bombas atómicas.

Y salvando las distancias, Chile, después de Pinochet. Argentina, después de Caseros. Y después de Caseros, algo, sí, de mercado libre, de Constitución, de alambrado, de ferrocarriles, de alfabetización, de ciudades europeas, etc., sí, pero a sangre y fuego. ¿Había cambiado el horizonte cultural caudillezco y autoritario? ¿Sí? ¿Y entonces por qué la revolución del 30, por qué el peronismo, que llegó para quedarse?

En Chile, ¿hubo un cambio cultural? Es hora de evaluarlo, y es eso lo que no miden los famosos datos.

Tocqueville sostuvo en su momento que la Revolución Francesa se produjo precisamente por las mejoras de Luis XVI. Sólo en ese caso los agentes revolucionarios pudieron actuar, alimentando expectativas que no estaban en el conjunto de valores de los más liberales de Luis XVI.

¿Podría haber algo parecido? Entre los agentes revolucionarios seguramente hay gente muy pacífica y otros que no lo son tanto, algunos más espontáneos y algunos más dirigidos, pero en ambos casos cuentan con el apoyo de unas masas de gentes relativamente jóvenes inmunes a los datos de los economistas. Hay valores que se están instalando en todo el mundo y no son falsos, aunque difíciles de manejar por quienes valoramos tanto la libertad. La igualdad, por ejemplo. Vino viejo en odres nuevos.

Las masas, por lo demás, no responden a los valores racionales que los liberales tanto pensamos y demostramos. Las masas tienen otra rebelión. Lamentablemente para mis amigos randianos, la rebelión sigue siendo la de las masas, la explicada por Ortega, y no la del Atlas. Las masas que no saben de dónde viene ese progreso que les permite ilusionarse con progresos más rápidos. Sólo lo dan por sentado y lo demandan, especialmente movidas por los señoritos satisfechos que verdaderamente creen que la escasez es sólo un fruto perverso del capitalismo. Por eso su peculiar violencia.

Fromm habló del miedo a la libertad. Las masas no responden a nuestros argumentos éticos a favor de la libertad. Le tienen miedo, en parte por los motivos expuestos por Fromm. El miedo a ser individuo y la unión simbiótica y sado-masoquista con los líderes autoritarios.

Freud explicó también, ya en 1915, los procesos neuróticos que llevan a la masificación. Es cuestión de leerlo y estudiarlo. Pero los liberales, que no leemos a Fromm porque era “de la escuela de Frankfurt”, y no leemos a Freud porque Hayek pensaba que era malo malo malo, no entendemos de psicología política y luego nos llevamos grandes sorpresas.

Y Mises, que sí entendía y elogiaba a Freud (cosa que algunos liberales ocultan) sí habló, en medio de sus sueños iluministas, de la ilusión racionalista de los viejos liberales, ya después del 40, cuando él mismo lloró el quiebre de sus sueños con la terrible amargura de “Notes and Recolections”.

¿Y entonces? Entonces nada. Sin una lenta transformación de los horizontes culturales, estos siguen viviendo hasta que pueden rebelarse, y pueden rebelarse precisamente cuando están mejor.

Por ahora la única buena noticia es tener conciencia de esto, para no llevarnos sorpresas. Porque si alguien sabe de algún cambio político en paz y cómo hacerlo, que lo diga please. Si, Inglaterra tuvo una evolución lenta, de siglos, al Rule of Law, y la revolución norteamericana no fue cultural, sino mandar a la miércoles a Jorge III, mientras que el humus cultural era totalmente libertario y sus adeptos eran granjeros, comerciantes y navegantes. Y los redactores de la Constitución, por suerte, no fueron filósofos. Fueron abogados. Pero EEUU también está sufriendo ahora un cambio cultural terrible y…. Dios sabrá.

¿Y la Argentina? Me pregunto qué pasaría si Espert fuera el presidente con el apoyo del Ejército de EEUU con Trump como comandante en jefe. ¿Todo solucionado? ¿Seguro?

Mi conjetura es que sin cambio cultural profundo no hay cambio duradero.

¿Estará ya corroborada?

 

Gabriel J. Zanotti es Profesor y Licenciado en Filosofía por la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (UNSTA), Doctor en Filosofía, Universidad Católica Argentina (UCA). Es Profesor titular, de Epistemología de la Comunicación Social en la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor de la Escuela de Post-grado de la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor co-titular del seminario de epistemología en el doctorado en Administración del CEMA. Director Académico del Instituto Acton Argentina. Profesor visitante de la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala. Fue profesor Titular de Metodología de las Ciencias Sociales en el Master en Economía y Ciencias Políticas de ESEADE, y miembro de su departamento de investigación.

VENEZUELA SOMOS TODOS.

Por Gabriel J. Zanotti. Publicado el 30/4/19 en: http://gzanotti.blogspot.com/2019/04/venezuela-somos-todos.html

 

Una psicótica delirante escribe un libro y millones lo compran, se presenta a elecciones y millones la votan. De manual. En la Argentina y en todo el mundo.

De manual porque la gran utopía del iluminismo liberal fue suponer que las democracias se iban a sostener con la madurez del “hombre nuevo” que aparecería con el paso del Antiguo Régimen a la Revolución. No: lo que aparece es un nuevo tipo de alienación. Una alienación concomitante con las sociedades de masas. La Rebelión de la masas de Ortega, Psicología de las masas y análisis del yo de Freud, El Miedo a la libertad de Fromm, son todos textos que, aunque de autores diferentes, analizan el mismo fenómeno: la irracionalidad de las masas, su identificación con una nueva figura del Padre, su ausencia total de pensamiento crítico, carne de cañón ideal para personalidades psicopáticas que las seducen con utopías que son relatos de poder para instalarse en eso: un poder sin el cual no pueden vivir. La diferencia entre Hitler y sus votantes y Cristina Kirchner y sus votantes es sólo de espacio y tiempo. Responden al mismo fenómeno analizado por Ortega, Freud y Fromm.

El único proyecto político que pudo poner un momentáneo freno a la masificación fueron las instituciones de la Constitución norteamericana, escritas desde la fuerte convicción aristocrática de los límites constitucionales que necesitamos ante los locos con poder, y apoyada por una cultura no exenta de masificación, pero sí constituida por granjeros y comerciantes que querían sacarse de encima a Jorge III y vivían mientras tanto, sin saberlo, de los beneficios de un common law evolutivo que no se repitió nunca más.

Podríamos extender este análisis a lo que ahora está sucediendo en EEUU y Europa, pero Latinoamérica y sus instituciones débiles siempre fue un cruel caldo experimental de cultivo para todo tipo de proyectos autoritarios, donde el diagnóstico de Fromm sobre la psiquis humana, sadomasoquista, de dominante a dominados, su ve a la perfección. Las democracias no autoritarias son estrellitas fugaces a merced de las masificaciones más ridículas y violentas que surgen de las votaciones. Estamos todos a merced de leviatáns potenciales que surgen aparentemente de golpe pero cocinados en la intimidad de una psiquis humana que proyecta en un psicópata sus más inconscientes frustraciones y pulsiones de agresión.

Esto no quiere decir que debemos abandonar la terea de fomentar el pensamiento crítico y difundir por medio de la razón la importancia de las libertades individuales y la economía de mercado. Tampoco implica, obviamente, utopías autoritarias de sesgo aristocrático cuya intrínseca violencia es su intrínseco fin. Sabemos lo que no debemos hacer, pero no qué hacer ante estas malas noticias de psicología política. Las ciencias sociales han avanzado mucho en temas como Economía, Law and EconomicsPublic Choice, Instituciones, etc., pero para el cambio social, las conjeturas se enfrentan más con refutaciones que con corroboraciones. Porque la clave es algo muy difícil, que es el cambio cultural. Algunas sociedades evitaron lo peor con algún estadista, que puede generar cambios culturales positivos, pero la aparición de ese estadista es totalmente aleatoria. Alemania y Japón, desde 1945 en adelante, parecen haber cambiado, pero a un precio que obviamente no permite establecer ninguna conjetura general. La pura es verdad es que cualquier parte del mundo puede ser Venezuela, en cualquier momento, y si no, es al precio de ser dictaduras totalitarias, algunas de las cuales tienen la perversa inteligencia de permitir algo de mercado como un instrumento más de dominación.

Sí, Cristina puede volver porque la cultura que la sostuvo nunca se fue. Putin está firme donde está porque la cultura zarista nunca se fue. Alemania y Japón están donde están porque la cultura que casi los destruye fue expulsada a los bombazos, dos de ellos totalmente injustificables. Cómo cambiar una cultura pero en paz, culturas donde la rebelión es la de las masas y no la del Atlas, es la gran pregunta que yo, al menos, no puedo responder.

 

Gabriel J. Zanotti es Profesor y Licenciado en Filosofía por la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (UNSTA), Doctor en Filosofía, Universidad Católica Argentina (UCA). Es Profesor titular, de Epistemología de la Comunicación Social en la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor de la Escuela de Post-grado de la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor co-titular del seminario de epistemología en el doctorado en Administración del CEMA. Director Académico del Instituto Acton Argentina. Profesor visitante de la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala. Fue profesor Titular de Metodología de las Ciencias Sociales en el Master en Economía y Ciencias Políticas de ESEADE, y miembro de su departamento de investigación.

Marx, derechos y libertades

Por Carlos Rodriguez Braun: Publicado el 13/4/19 en: http://www.carlosrodriguezbraun.com/articulos/la-razon/marx-derechos-y-libertades/

 

Karl Marx apoyó el liberalismo pero rechazó los derechos humanos de la Revolución Francesa. En ambos casos, lo hizo con la lógica antiliberal del socialismo.

Si un gran enemigo de la libertad defiende el liberalismo, hay que mirar el contexto. Si Marx aplaudió la extensión del capitalismo por el mundo no fue porque apreciara la economía de mercado sino porque rechazaba aún más las economías primitivas, y pensaba que el capitalismo era el necesario estadio previo al socialismo. Por eso respaldó a los librecambistas: “el sistema de libre comercio acelera la revolución social. Es solo en este sentido revolucionario, caballeros, que estoy a favor del libre comercio”. Del mismo modo, si llamó a no pagar impuestos desde la Neue Rheinsische Zeitung, no era para promover la libertad sino la agitación política.

Lo que Marx rechazaba de los derechos humanos era la idea moderna y liberal que separa al individuo del ciudadano. El Estado antiguo, en cambio, era universal: Aristóteles no distinguía entre hombre y ciudadano. El socialismo quiere volver a eso: al Estado total. En el Estado moderno y burgués la vida privada, la propiedad, los contratos y el comercio se independizan del Estado, con lo que los derechos adquieren forma de libertades y plantean un compromiso entre la política y la sociedad. Eso es lo que Marx rechazaba, como dice Stedman Jones: “Los derechos del hombre eran la expresión apenas disimulada del predominio de la propiedad privada y el individuo burgués en su relación con el Estado moderno”. Esa fue la razón, por cierto, del odio que los socialistas siempre tuvieron a las religiones judeocristianas: ellas también postulan la existencia de personas libres independientemente de su carácter de ciudadanas.

Lo que atrajo a Marx y a los socialistas posteriores fue un aspecto fundamental de la Revolución Francesa: el terrorismo revolucionario, la violencia como “partera de la nueva sociedad”, que arrasa con los derechos humanos. En suma, no les gusta 1789 sino el bienio 1792-93. No por azar Pablo Iglesias es admirador de Robespierre. Marx y Engels no querían la democracia pacífica sino la revolución planetaria, sin importar las víctimas que pudiera generar. Engels esperaba que “la próxima guerra mundial conducirá a la desaparición de la faz de la tierra no solo de las clases y dinastías reaccionarias, sino de todos los pueblos reaccionarios”.

 

Carlos Rodríguez Braun es Catedrático de Historia del Pensamiento Económico en la Universidad Complutense de Madrid y miembro del Consejo Consultivo de ESEADE

El gran criterio económico de Jaime Balmes

Por Alejandro Chafuen: Publicado el 9/7/18 en: http://www.redfloridablanca.es/gran-criterio-economico-jaime-balmes-alejandro-chafuen/

 

Aquellos que aprendimos de las bondades de la economía de mercado, incluso en países de habla hispana, seguramente fuimos primero atraídos a la libertad económica por autores de habla inglesa o traducciones de los grandes economistas austríacos. Entre los primeros es obvio que Adam Smith ocupaba un lugar especial, pero también libros más populares como el de Henry Hazlitt, Economía en una Lección. Los libros de Ludwig von Mises y F.A. Hayek también han sido enormemente influyentes. Los más especializados también fueron influenciados por los trabajos de Eugene Böhm-Bawerk y Carl Menger. Los autores de la escuela de Chicago, especialmente Milton Friedman y su Capitalismo y Libertad son otros que ayudaron a formar escuela.

Pese a que todos estos autores tocan el tema del valor económico, ninguno mencionó el gran ensayo de Jaime Balmés “Verdadera idea del valor.” Los grandes historiadores del pensamiento económico, como Joseph Schumpeter y Henry Spiegel, tampoco mencionan a Balmes en sus obras más importantes. No debería ser, pero muchos consideran que cuanto más desconectados los autores de ciencias sociales son con nuestras culturas, menos relevantes son para nosotros. Por suerte y por justicia, profesores y escritores de hoy están ayudando a dar nueva vida a los escritos económicos de Balmes.

León Gómez Rivas, profesor de historia de las ideas en la Universidad Europea, en un artículo para el Instituto Juan de Mariana, resume bien como vieron y ven a Balmes otros españoles. Escribe Gómez Rivas:

“En su conocido manual de Historia de las Doctrinas Económicas, el profesor Lucas Beltrán escribió un brevísimo epígrafe (dos páginas) titulado Un precedente español: Balmes, a propósito de su capítulo sobre el Marginalismo. Beltrán señala que, «aunque sería exagerado llamar a Balmes economista», en su artículo «la idea de la utilidad marginal se dibuja con suficiente precisión». Por su parte, en los Nuevos estudios de economía política, Jesús Huerta de Soto hace también una alusión al citado artículo de Balmes, explicando cómo este autor «tomista» fue «capaz de resolver la paradoja del valor y enunciar muy claramente la teoría de la utilidad marginal veintisiete años antes que el propio Carl Menger.»”

Billlete de 5 pesetas con el retrato de Jaime Balmes

Ubiratán Iorio, un profesor brasilero que influyó en miles de estudiantes, dedica un capítulo de su libro sobre orígenes de la economía austríaca a Jaime Balmes, y lo señala como uno de los grandes precursores de una correcta noción del valor económico.

Los párrafos esenciales de Balmés que sintetizan su análisis reconocen que el coste del trabajo contribuye “al aumento del valor de la cosa; pero es accidental siempre y nunca depende de aquí el verdadero valor de ella.” “El valor económico depende de dos factores, la utilidad y la escasez”: “siendo el valor de una cosa su utilidad o aptitud para satisfacer nuestras necesidades, cuanto más precisa sea para la satisfacción de ellas, tanto más valor tendrá; débese considerar también que si el número de estos medios aumenta, se disminuye la necesidad de cualquiera de ellos en particular” por lo que “hay una dependencia necesaria, una proporción entre el aumento y disminución del valor, y la carestía y abundancia de una cosa.”

Pero no solamente de valor escribió Jaime Balmés. En otro artículo para la Red Floridablanca resumí sus críticas al socialismo que aparecieron en una serie de siete ensayos que con claridad describían lo peligroso y dañoso de estas doctrinas.

Otros temas de relevancia para la economía donde Balmés hizo contribuciones es en el tema de las innovaciones tecnológicas, a las que no temía; el rol de los empresarios como patronos y como miembros de la sociedad civil; y el tema fiscal. Dada la importancia para España acerca de este tema, solo resumiré sus ideas sobre este último punto.

Para este sacerdote catalán, “los nuevos tributos son con harta frecuencia origen de motines y trastornos; quizás no se encuentra otro motivo que los haya causado en mayor número.” Añadía que “de esta clase de resistencia no se eximen las monarquías más absolutas[1]. Señalaba tres causas principales por los problemas fiscales: la pérdida de las rentas que el Estado percibía de la lglesia; los excesivos gastos militares; y la multiplicación de empleados públicos. Este último factor es el más relevante para hoy, Balmes repetiría que “el ministro de Hacienda que no atienda al origen del mal, no hará más que agravarle: en materia de hacienda los paliativos son fatales, su resultado es la bancarrota”. “No ignoramos que eran necesarias reformas en distintos ramos de administración; pero de aquí a multiplicar indefinidamente las oficinas  . . . hay una distancia muy grande”. Para solucionar el problema recomendaba “por de pronto no nombrar otros” y no copiar el sistema burocrático francés.

En El Criterio, una de sus obras más famosas, Jaime Balmes trató de combinar la mejor teología con la mejor ciencia del momento. En economía fue un avanzado. Un verdadero progresista. Volvamos a aprender de su estupendo criterio económico.

[1] Jaime Balmes, Escritos Políticos, Edición 1847,

 

Alejandro A. Chafuen es Dr. En Economía por el International College de California. Licenciado en Economía, (UCA), fue miembro del comité de consejeros para The Center for Vision & Values, fideicomisario del Grove City College, y presidente de la Atlas Economic Research Foundation. Se ha desempeñado como fideicomisario del Fraser Institute desde 1991. Es Managing Director del Acton Institute, International y miembro del Consejo Asesor de Red Floridablanca. Fue profesor de ESEADE.

La gran falacia del “ajuste necesario”

Por Alejandro A. Tagliavini. Publicado el 9/5/18 en: https://alejandrotagliavini.com/2018/05/14/la-gran-falacia-del-ajuste-necesario/

 

Los conservadores argentinos, debido a su proverbial desconocimiento de cómo funciona el mercado natural, insisten en falacias y recomendaciones que convienen al “establishment” pero que perjudicarían severamente al país. Claramente buscan conservar los privilegios: los oligopolios, como el financiero, y prebendas como crédito barato apalancado desde el Estado, etc.

La primera falacia es la de la “herencia recibida”. Sin dudas, Macri recibió un país en pésima situación en todos los órdenes, no solo en economía. Pero esto no justifica la caída en el PIB del 2.3% que ocurrió en 2016, según datos oficiales. El nivel que dejó el gobierno anterior es un piso desde el que Argentina debió levantarse inmediatamente de haber seguido -aunque sea un gradual y lento- camino hacia una economía de mercado.

Lo bueno -la tendencia hacia una economía de mercado natural- solo puede tener resultados buenos, es simple lógica, y la lógica es una ciencia. Por caso, aunque al sector agropecuario se le redujeron -reales- solo en 25% los impuestos a la exportación –“retenciones”-, y a pesar de que parte de este alivio se esfumó debido a la inflación y otros aumentos, aun así, el sector creció notoriamente, en tiempo real, a tal punto que produjo una catarata refleja que significó que la venta de maquinaria agrícola creciera 27% en 2016, respecto de 2015.

Queda claro, que si el resto de la economía cayó fue sencillamente porque no solo que no se aplicaron medidas -ni “gradualistas” ni de ninguna especie- promercado, sino todo lo contrario: aumentó la presión fiscal total y el peso -en general- del Estado sobre el sector privado.

La segunda gran falacia de los conservadores -a los que ahora se suma el FMI- es que es necesario un “ajuste” -que sería “doloroso”- para llegar a una economía sana. Esto es falso de toda falsedad, es incoherente, ofende a la lógica – ¿lo malo trae bueno? – y es extremadamente peligroso porque provocaría el rechazo frontal de la sociedad que terminaría apoyando políticas más estatistas, de izquierda o de derecha.

El torpe “caballito de batalla” de los conservadores es que todos los males de la economía parten del déficit fiscal. Y, entonces, aseguran que la primera y fundamental medida del gobierno debe ser recortar el gasto. Proponiendo, básicamente, el despido de empleados y la baja en los montos de las pensiones. El despido en estas circunstancias provocaría un aumento del desempleo y una caída del salario real, y la baja de las jubilaciones una gran injusticia, sin que se produjera un mejoramiento inmediato de la economía nacional.

La realidad es muy distinta. El problema no es el déficit fiscal en sí mismo sino el modo como se financia, ya que, si se financia con exagerada emisión monetaria o con endeudamiento o con suba de impuestos, la economía cae como ha venido sucediendo.

La solución del mercado natural a la situación actual es la siguiente. El déficit del Estado argentino ronda los US$ 23.000 millones anuales. Lo primero que debe hacerse es empezar a desregular toda la economía de modo que se expanda aumentando la recaudación sin subir la presión fiscal y, por ende, disminuyendo el déficit. El resto puede solventarse fácilmente con privatizaciones y venta de propiedades estatales por varios años.

Para que las privatizaciones sean políticamente viables hay que adoptar tres criterios: primero, vender propiedades de bajo impacto en la opinión pública (el gobierno ya vendió algunas por un monto que ronda los US$ 300 millones y nadie se alteró). Segundo, realizar una campaña de difusión que explique con honestidad cuál es la situación. Y tercero, privatizar de manera “popular” al estilo de Margaret Thatcher.

Por ejemplo, supongamos que la petrolera estatal -YPF- vale unos US$ 10.000 millones. Se pueden emitir 10 millones de acciones por valor de US$ 1000 cada una y pagar a empleados públicos y proveedores del Estado -que voluntariamente acepten- con esas acciones.

Una vez compensado el déficit de modo genuino, al bajar la inflación y el endeudamiento estatal, el PIB crecerá, ahora sí, genuinamente (no como en 2017). Durante ese tiempo debe desregularse aún más toda actividad económica liberando la creatividad del mercado. Y, fundamentalmente, como se hizo en los EE.UU., se debe desregular completamente la actividad sindical de modo de quitarle la fuerza política y convertir a los sindicatos en meras mutuales de ayuda al obrero.

Ahora sí, pueden eliminarse las leyes laborales y esto sumado al crecimiento genuino de la economía provocará un aumento en la demanda privada de mano de obra absorbiendo naturalmente -sin despidos- a los empelados públicos. Y entonces podrá reducirse sustancialmente la carga fiscal, potenciando aún más el crecimiento de la economía lo que debería aprovecharse para desregular -y privatizar- completamente el sistema de pensiones.

 

Alejandro A. Tagliavini es ingeniero graduado de la Universidad de Buenos Aires. Ex Miembro del Consejo Asesor del Center on Global Prosperity, de Oakland, California y fue miembro del Departamento de Política Económica de ESEADE.