Meditaciones sobre el control de armas

Por Alberto Benegas Lynch (h). Publicado el 2/3/18 en: https://www.infobae.com/opinion/2018/03/02/meditaciones-sobre-el-control-de-armas/

 

Una vez más surge el debate sobre el control de armas a raíz de las tragedias ocurridas principalmente en Estados Unidos en colegios, debido a que allí se impone la zona donde no se permiten armas (gun-free zones), por lo que los asesinos seriales se sienten seguros para cometer sus horrendos crímenes, en lugar de permitir que los adultos encargados de custodiar los colegios estén debidamente entrenados en el uso de armas, además de la policía regular del área. Como se ha dicho, es absurdo custodiar las joyerías y no los colegios como si lo primero fuera más importante que lo segundo. Proponer insistentemente, como en el primer momento lo hizo Donald Trump, a raíz de la masacre en el colegio Marjory Stoneman Douglas High School de Parkland, en Florida, que se armen y entrenen los maestros en los colegios me parece otra de sus conocidas irresponsabilidades y exabruptos.

Desde luego que un tiroteo en un colegio resulta un espanto, pero muchísimo peor es la masacre sin posibilidad de defensa a la espera del arribo de la policía cuando ya se ha consumado el crimen serial.

Todo comienza con la idea que se tenga de lo que es un gobierno. La visión original en Estados Unidos plasmada en la Constitución defiende la portación y la tenencia de armas, porque considera sumamente peligroso desarmarse frente a los aparatos estatales, de igual manera que sería riesgoso entregar todas las armas a guardianes contratados para defender viviendas. Incluso, como apunta Leonard Read: «Hay razones para lamentar que nosotros en Norteamérica hayamos adoptado la palabra gobierno. Hemos recurrido a una palabra antigua con todas las connotaciones que tiene ‘el gobernar’, ‘el mandar’ en su sentido amplio. El gobierno con la intención de dirigir, controlar y guiar no es lo que realmente pretendimos. No pretendimos que nuestra agencia de defensa común nos debiera gobernar, del mismo modo que no se pretende que el guardián de una fábrica actúe como el gerente general de la empresa» (Government: An Ideal Concept).

No es de extrañar que las primeras medidas de los Stalin, Mao, Hitler, Castro y los Kim Jong-un del planeta sea el desarme de la población civil al efecto de someterlos con mayor facilidad. En esta línea argumental es de interés recordar que Suiza tiene una mayor proporción sobre los habitantes de personas armadas que en Estados Unidos, razón por la cual capitostes del ejército alemán han reconocido que no se atrevieron a invadir aquel país en ninguna de las dos guerras. Como es sabido, Suiza además no cuenta con ejército regular, son los ciudadanos que se constituyen en milicia armada y, dicho sea de paso, conviene destacar que ese país cuenta con el índice más bajo de criminalidad del mundo.

Es de suma importancia recordar también que, según ponen de manifiesto los documentos originales, en Estados Unidos, luego de los sucesos revolucionarios, se enfatizó y reiteró el peligro de mantener ejércitos regulares (standing army), lo cual fue luego modificado. Y es del caso traer a colación que, en el discurso de despedida de la presidencia de Estados Unidos, el general Dwight Eisenhower destacó: «El mayor peligro para las libertades del pueblo es el complejo militar-industrial».

A diferencia del norte, donde los colonos escapaban de la intolerancia y los atropellos a sus derechos, en Sudamérica prevalecieron los conquistadores y las «guerras santas» que, salvo personalidades como Fray Bartolomé de las Casas, eran posiciones generalizadas en el contexto de denominaciones al aparato de la fuerza como «excelentísimos», «reverendísimos» y dislates serviles de esa naturaleza desconocidos en Estados Unidos. Es por eso que en general la mentalidad latina estima que la portación y la tenencia de armas hará que todos estén a los tiros.

Por supuesto que igual que con el registro automotor o el consumo de alcohol, la entrega de armas se hace con los permisos correspondientes. Pero siempre hay que tener presente que cuando se exhibe un póster con la ingenua idea de prohibir el uso de armas con la cara de un monstruo y se consigna al pie una leyenda que dice: «¿Usted le entregaría un arma a este sujeto?», debe tenerse siempre presente que precisamente ese sujeto es el que tendrá el arma al efecto de victimizar a personas desarmadas e inocentes.

Cesare Beccaria, el pionero en el derecho penal, en su célebre texto On Crimes and Punishments, escribe que prohibir la portación de armas «sería lo mismo que prohibir el uso del fuego porque quema o del agua porque ahoga […] Las leyes que prohíben el uso de armas son de la misma naturaleza: desarman a quienes no están inclinados a cometer crímenes […] Leyes de ese tipo hacen las cosas mas difíciles para los asaltados y más fáciles para los asaltantes, sirven para estimular el homicidio en lugar de prevenirlo, ya que un hombre desarmado puede ser asaltado con más seguridad por el asaltante».

Es de gran importancia tener presente algunos personajes que a través de la historia fundamentaron extensamente sobre el derecho irrenunciable a la tenencia y la portación de armas de los ciudadanos: Cicerón, Ulpiano, Hugo Grotius, Algernon Sidney, Locke, Montesquieu, Edward Coke, Blakstone, George Washington, George Mason, Adams, Patrik Henry, Thomas Jefferson, Jellinek, Thomas Paine y tantos otros en la actualidad.

Obras como That Every Man be Armed: The Evolution of a Constitutional Right, de S. P. Halbrook y Gun Control, de R. J. Kukla, muestran estadísticas y cuadros donde se pone de manifiesto cómo los asaltos se incrementan en proporción a las prohibiciones en diversos estados y condados, puesto que los blancos resultan más atractivos para los delincuentes allí donde tiene lugar la prohibición.

En El federalista, nº 46, James Madison, el autor principal de la Segunda Enmienda, escribe con orgullo: «Los americanos [norteamericanos] tienen el derecho y la ventaja de estar armados […] a diferencia de los ciudadanos de otros países cuyos gobiernos tienen temor que la gente esté armada».

Desde luego que, en aquellos lugares donde se permite la tenencia y la portación de armas, quienes amenacen o insinúen la utilización indebida son castigados severamente.

En otro orden de cosas, se han mostrado las abultadas estadísticas sobre la mortandad vinculadas a los automotores, sea por accidentes en la vía pública o en reiterados asaltos, por lo que, salvando las distancias, sería desatinado prohibir los autos, del mismo modo que fue desatinado prohibir el alcohol con los resultados nefastos por todos conocidos.

Por su parte, en The Writings of Thomas Paine, este autor escribe: «Indudablemente sería bueno que nadie usara armas contra su vecino y que todo conflicto se arreglara a través de negociaciones […] pero en nuestro mundo el desarme haría que la gente de bien fuera constantemente sobrepasada por los asaltantes si se les niega la posibilidad de usar los medios para la defensa propia».

Entonces, en un campo más amplio, la tenencia y la portación de armas cumple con un doble propósito siempre unido a la defensa propia contra asaltantes, ya sean delincuentes comunes o delincuentes legales, contra los cuales en una situación extrema la población debe ejercer el derecho a la resistencia frente a gobiernos que recurren a la fuerza para avasallar derechos en lugar de protegerlos (tal como sucede hoy, por ejemplo, en el caso venezolano, que, dado el golpe de Estado de Nicolás Maduro a las instituciones, se hace imperioso el contragolpe).

El tres veces candidato a la presidencia de Estados Unidos y congresista, Ron Paul, declara, en el The Boston Globe: «Muchos políticos, jueces y burócratas consideran que tienen el poder de desconocer nuestro derecho a poseer armas, a pesar de que la Segunda Enmienda explícitamente garantiza el derecho de la gente. Como los padres fundadores, creo que el derecho a tener armas es consustancial a la sociedad libre».

El juez Andrew Napolitano, en Constitutional Chaos, sostiene con énfasis: «El cumplimiento de la Segunda Enmienda no solo permite la defensa propia contra asaltantes comunes, sino que evita genocidios que en todas partes y siempre se han llevado a cabo contra poblaciones desarmadas». Y en otro libro de este mismo juez que lleva el título de una frase de Voltaire, It is Dangerous to be Right when the Government is Wrong, subraya: «Sin el derecho a la defensa propia, los individuos no podrían protegerse de los ladrones vulgares ni de los gobiernos tiránicos, [… esto último] porque como ha dicho Mao el poder político sale del cañón de un arma».

Por último respecto a citas relevantes, David Boaz, en The Libertarian Mind, consigna: «Los ciudadanos respetuosos de la ley tienen un derecho natural y constitucional a poseer y transportar armas, no solo para caza sino como defensa propia y en último término para defender su libertad frente a gobiernos autoritarios».

Hay distraídos que mantienen que, a diferencia de Suiza y Estados Unidos, no puede permitirse la tenencia de armas en pueblos latinos, lo cual recuerda lo escrito por Friedrich Hayek respecto a la necesaria libertad para todos que sería inconveniente «antes de aprender a ser libres», que Hayek ilustra: «Es lo mismo que los tilingos que sostienen que no puede permitirse que alguien ingrese a un natatorio antes que aprenda a nadar».

En otros términos, como queda dicho, las personas pacíficas rechazan toda manifestación de violencia que estiman perversa, solo admiten el uso de la fuerza en defensa propia. Esas personas aceptan toda conducta que no lesione derechos de terceros, aunque no la compartan, pero frente a ataques y amenazas con armas no les queda otro recurso que defenderse. Es ingenuo, contraproducente y sumamente peligroso sostener que deben prohibirse las armas de fuego en manos privadas porque con ello se facilita la tarea de criminales. Hasta los santos más destacados de la historia justifican la defensa propia frente a hechos de violencia manifiesta.

Es sabido que si se pueden establecer medidas disuasivas, las personas pacíficas y de buena voluntad las emplearán, para eso instalan alarma, botón de pánico, cerradura, llamados preventivos a la policía y demás resguardos. De más está decir que resulta esencial que las normas vigentes defiendan en todas sus instancias a la víctima de los ataques del victimario, sea un criminal común o el desborde intolerable de aparatos estatales desbocados e imposibles de tolerar que arrasan con los derechos. Es por eso que en la Declaración de la Independencia estadounidense se lee: «Cuando cualquier forma de gobierno se torna destructiva de esos fines [la protección de derechos], es el derecho de la gente alterarlo o abolirlo e instituir un nuevo gobierno».

 

Alberto Benegas Lynch (h) es Dr. en Economía y Dr. en Ciencias de Dirección. Académico de la Academia Nacional de Ciencias Económicas, fue profesor y primer rector de ESEADE durante 23 años y luego de su renuncia fue distinguido por las nuevas autoridades Profesor Emérito y Doctor Honoris Causa. Es miembro del Comité Científico de Procesos de Mercado, Revista Europea de Economía Política (Madrid). Es Presidente de la Sección Ciencias Económicas de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires, miembro del Instituto de Metodología de las Ciencias Sociales de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, miembro del Consejo Consultivo del Institute of Economic Affairs de Londres, Académico Asociado de Cato Institute en Washington DC, miembro del Consejo Académico del Ludwig von Mises Institute en Auburn, miembro del Comité de Honor de la Fundación Bases de Rosario. Es Profesor Honorario de la Universidad del Aconcagua en Mendoza y de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas en Lima, Presidente del Consejo Académico de la Fundación Libertad y Progreso y miembro del Consejo Asesor de la revista Advances in Austrian Economics de New York. Asimismo, es miembro de los Consejos Consultivos de la Fundación Federalismo y Libertad de Tucumán, del Club de la Libertad en Corrientes y de la Fundación Libre de Córdoba. Difunde sus ideas en Twitter: @ABENEGASLYNCH_h

El Derecho

Por Gabriel Boragina Publicado el 5/5/18 en: http://www.accionhumana.com/2018/05/el-derecho.html

 

Palabra en boca de todos, el Derecho, es utilizado por la gente en diferentes sentidos, pero siempre dándole una connotación de respetabilidad, que por cierto la tiene. Dentro de la imprecisión propia del término (como sucede -en rigor- con la mayoría del lenguaje), creemos oportuno redactar algunas líneas que nos permitan -en la medida de lo humanamente posible- delimitar su correcto significado, para lo cual será necesario realizar un breve examen de las disimiles connotaciones que ya han sido dadas, y el uso que le dedican los expertos en el tema. Comencemos pues con su definición:

«Derecho. Tomado en su sentido etimológico, Derecho proviene del lat. directum (directo, derecho); a su vez, del lat. dirigere (enderezar, dirigir, ordenar, guiar). En consecuencia, en sentido lato, quiere decir recto, igual, seguido, sin torcerse a un lado ni a otro, mientras que en sentido restringido es tanto como ius (v.).»[1]

Dado el vínculo señalado con la voz ius, será pertinente, antes de entrar en tema, corroborar la manera de concretar este último término, lo que hacemos seguidamente:

“Ius” Voz lat. Derecho. Llamábase así en la antigua Roma el Derecho creado por los hombres, en oposición al Fas o Derecho Sagrado. | Además la fórmula (v.) en el proceso formulario. | Magistrado ante el que se desenvolvía la fase previa del juicio. | En el Bajo Imperio, las opiniones de los jurisconsultos (v.)»[2]

La remisión entre las voces ius y Derecho es circular. Porque cuando vamos a la definición de ius se nos dice que era «el Derecho creado por los hombres». Lo que nos remite circularmente a la noción de Derecho de la que habíamos partido. Etimológicamente, entonces, la palabra Derecho da la idea de un sentido recto, «seguido» (en relación más bien a continuo) orientado a enderezar (lo que estaba torcido o desviado) dirigir, ordenar, guiar. Se puede sintetizar estas distintas acepciones en una: orden en la rectitud, o bien, la rectitud ordenada.

«Por eso, de esta voz latina se han derivado y han entrado en nuestro idioma otros muchos vocablos: jurídico, lo referente o ajustado al Derecho; jurisconsulto, que se aplica a quien, con el correspondiente título habilitante, profesa la ciencia del Derecho, y justicia, que tiene el alcance de lo que debe hacerse según Derecho y razón. Es, pues, la norma que rige, sin torcerse hacia ningún lado, la vida de las personas para hacer posible la convivencia social.»[3]

Su finalidad, se dice, es «hacer posible la convivencia social». Por -y para- ello es necesario el Derecho, que se traduce en «la norma que rige, sin torcerse hacia ningún lado, la vida de las personas». En sentido contrario, puede deducirse que, si la norma que rige se tuerce, o bien no cumple con el fin de hacer posible esa convivencia social, tal norma no es Derecho. Si observamos atentamente el llamado «ordenamiento jurídico» actual y pasado, encontraremos que, muchas de las normas que los juristas y legos llaman «derecho» no apuntan a hacer posible la convivencia, y aun cuando en las declaraciones que la animan, ya sea en las exposiciones de motivos que las acompañan se enuncie enfáticamente tal propósito, una vez sancionada y puesta en funcionamiento puede advertirse que, lejos de hacer posible la convivencia humana la estorban y -a veces- directamente la frustran. La cuestión trascendental -a nuestra manera de ver las cosas- es no tanto qué es lo que deba considerarse Derecho, sino, más bien, su efectiva aplicación. Y contestar ciertas cuestiones como, por ejemplo, ¿si el Derecho no realiza la Justicia, estamos frente a un verdadero «derecho»?

«A. Enfoques individualistas y sociológicos. De todos modos, no se trata de un concepto uniformemente definido. Para algunos es un conjunto de reglas de conducta cuyo cumplimiento es obligatorio y cuya observancia puede ser impuesta coactivamente por la autoridad legítima. Ihering lo define como el conjunto de normas según las cuales la coacción es ejercida en un Estado. Esa idea, más que un concepto filosófico del vocablo, parecería referirse a una estimación del Derecho positivo, que quedaría limitada a las normas legales y consuetudinarias. Mas, aun dentro de tal limitación, se advierte la inexistencia de una conformidad en la definición de lo que es el Derecho; en primer término, porque se presenta una diferencia fundamental, según el punto de vista desde el que sea considerado: individualista o sociológico.»[4]

Por supuesto, ni los juristas se ponen de acuerdo acerca de lo que el Derecho efectivamente sea ni signifique. Y, como sucede con casi todas las palabras, existen tantas definiciones de Derecho como personas haya que lo definen, sean juristas o legos, ya que nadie se priva de dar su personal opinión (o, incluso, su cátedra) sobre lo que (él o ella) entienda que el Derecho «es». Ihering define el Derecho como «conjunto de normas» lo que ubica a este autor en la línea del positivismo jurídico que, básicamente, sostiene que el Derecho es lo que el «estado» dice que es. Se desprende de la misma que, ese «Derecho» definido previamente por el estado, para serlo, ha de ser coactivo, y esta coerción ha de ser detentada exclusivamente por el «estado». Pero, aun dentro de la corriente positivista, la definición nos dice que tampoco hay acuerdo, porque -nuevamente- las aguas se dividirán «según el punto de vista desde el que sea considerado: individualista o sociológico.»

En el extremo, el positivismo identifica al Derecho con el «estado» mismo, lo que -desde nuestro punto de vista- consiste una verdadera aberración, y sobre la cual ya hemos tenido oportunidad de explayarnos.

Siempre hemos puesto de relieve -cada vez que tuvimos la oportunidad de hacerlo- que esa supuesta diferenciación entre el individualismo y el sociologismo (a la que también se alude en la definición que ahora nos encontramos examinando) es más aparente que real, cuando no directamente falaz.

[1] Ossorio Manuel. Diccionario de Ciencias Jurídicas Políticas y Sociales. -Editorial HELIASTA-1008 páginas-Edición Número 30-ISBN 9789508850553 pág. 294 y sigtes.

[2] Ossorio, Ibidem, p. 519

[3] Ossorio, Ibidem, p. 294 y sigtes.

[4] Ossorio, Ibidem, p. 294 y sigtes.

 

Gabriel Boragina es Abogado. Master en Economía y Administración de Empresas de ESEADE. Fue miembro titular del Departamento de Política Económica de ESEADE. Ex Secretario general de la ASEDE (Asociación de Egresados ESEADE) Autor de numerosos libros y colaborador en diversos medios del país y del extranjero.