El Derecho (2° parte)

Por Gabriel Boragina Publicado en: http://www.accionhumana.com/2018/05/el-derecho-2-parte.html

 

«Son varios los autores que se han expresado acerca del sentido individualista del Derecho. Si nos atenemos a la apreciación de Kant, es “el complejo de las condiciones por las cuales el arbitrio de cada uno puede coexistir con el criterio de todos los demás, según una ley universal de libertad”. A su vez, Ahrens lo define como “el conjunto de condiciones dependientes de la voluntad y que son necesarias para poder realizarse todos los bienes individuales y comunes que integran el destino del hombre y de la sociedad”. Todavía es más acentuada, en esa misma dirección, la idea de Wolff, quien afirma que el Derecho, como deber perfecto que es, tiene por objeto eliminar cuanto impida el recto uso de la libertad humana. Y para Giner de los Ríos es “el sistema de los actos o prestaciones en que ha de contribuir cada ser racional, en cuanto de él depende, a que su destino y el destino de todos se efectúe en el mundo”. Es, dice Josserand, “la conciencia y voluntad colectivas, que sustituyen a las conciencias, a las voluntades individuales para determinar las prerrogativas, los Derechos subjetivos de cada uno, y, en tal sentido, puede decirse que es la regla social obligatoria”.»[1]

Si bien se evalúa cierto enfoque llamado por la definición «individualista» en las tesis anteriores, no puede decirse lo mismo de la de Josserand, cuya caracterización -a nuestro criterio- puede tildarse enteramente de colectivista. Todas las ideas previas a la de este último logran ser aceptables. Desde nuestro punto de vista -y parafraseando cierta cita bíblica[2]– el Derecho es para el hombre y no el hombre para el Derecho, y este se precisa siempre desde lo humano -naturalmente- y desde lo individual. No hay tal cosa como un «Derecho colectivo», y referirse a un «Derecho social» no es más que una torpe redundancia. Ya que el Derecho tiene sentido pura y exclusivamente considerando la vida en sociedad. En definitiva, se tratan de reglas que tienen dos fuentes: una contractual, en la que el Derecho nace del contrato, y una segunda que podríamos llamar coercitiva, en la que el Derecho nace de una imposición de un tercero sobre otra u otras personas. Es bastante probable que el origen del Derecho haya surgido de esta última fuente, o que ambas hayan aparecido en forma simultánea en el tiempo. Consideramos, no obstante, que el Derecho no se constituye de manera inseparable del elemento coercitivo. Un Derecho no es tal cuando puede exigírselo por medio de la fuerza, sino cuando es reconocido jurídica y socialmente como un Derecho. El elemento coercitivo nace cuando el Derecho se viola y no antes. Por ello, la coerción no es un elemento constitutivo del Derecho. Pueden celebrarse contratos donde se pactan derechos, y no preverse sanción alguna frente a su incumplimiento por una de las partes o por ambas. Si el contrato se consuma, se han visto cumplidos los derechos en el pactados. Y si no se cumple, la coerción puede o no aparecer. Es un elemento contingente, no constituyente.

«El criterio sociológico, opuesto al precedente, uno de cuyos partidarios es Duguit, estima que el Derecho es la regla de conducta impuesta a los individuos que viven en sociedad, regla cuyo respeto se considera, por una sociedad y en un momento dado, como la garantía del interés común, cuya violación produce contra el autor de dicha violación una reacción colectiva.»[3]

Hablar de un «criterio sociológico» parece engañoso cuando se examinan en detalle estas conceptualizaciones. Juzgamos más apropiado caracterizarlas bajo un criterio autoritario. Por ejemplo, la definición precedente no deja en claro quién es el o la que dicta esa «regla de conducta impuesta a los individuos». Por la oración siguiente pareciera que fuera la misma sociedad. ¿una sociedad que impone reglas a los individuos? Pero, la «sociedad» es un ente abstracto, una entelequia que no existe con independencia de los individuos que la componen. Entonces ¿individuos que se imponen reglas a sí mismos? ¿Qué es el «interés común»? Pero, si el «interés común» es la regla, la aparición de una violación a la misma ya impide hablar de un «interés común», porque -al menos para el violador- la regla que conculca no es de su interés (caso contrario la respetaría). Es decir, no tiene nada en común con ella en particular. ¿Y, si son todos los que violan las reglas? En este caso, ese misterioso «interés común» (que está en boca de todos) ya no residiría en el cumplimiento de las reglas y ni siquiera en ellas mismas.

«Ihering, anteriormente citado, pretende que es “la garantía de las condiciones de la vida de la sociedad, asegurada por el poder coactivo del Estado”. La Fur, a su turno, sostiene que el Derecho no es otra cosa que una regla de vida social, que la autoridad competente impone “en vista de la utilidad general o del bien común del grupo, y en principio provista de sanciones para asegurar su efectividad”.»[4]

Por las mismas razones apuntadas en nuestro comentario anterior, consideramos ilusorio hablar «de la vida de la sociedad». La sociedad -como tal- no tiene «vida», los que viven son los individuos que la componen. Una vez más, se confunde el contenido con el continente. El contenido lo constituyen seres reales vivos (humanos), el continente es, tan sólo, una palabra que se decidió convencionalmente utilizar para designar -en forma abreviada- a los individuos vivos, que vienen a ser el contenido de aquel concepto abstracto. Pero el continente no tiene vida propia, separada ni por encima del contenido. Es simplemente una mera etiqueta. Por lo que, nosotros redefiniríamos la noción, diciendo que es «la garantía de las condiciones de vida de los individuos, asegurado por el poder coactivo del estado». La Fur ofrece otra variante de una concepción estatista y autoritaria, por la cual el Derecho es «algo» que «alguien» (la autoridad) impone (ha de entenderse que -de acuerdo a la frase con la que concluye su idea- a los individuos). Nuevamente, aparecen aquí las fórmulas confusas «utilidad general» y «bien común del grupo» variantes o sinónimos -tal vez- del ya analizado «interés común».

[1] Ossorio Manuel. Diccionario de Ciencias Jurídicas Políticas y Sociales. -Editorial HELIASTA-1008 páginas-Edición Número 30-ISBN 9789508850553 pág. 294 y sigtes.

[2] Mar_2:27 Y Él les decía: El día de reposo se hizo para el hombre, y no el hombre para el día de reposo.

[3] Ossorio, Ibidem, p. 294 y sigtes.

[4] Ossorio, Ibidem, p. 294 y sigtes.

 

Gabriel Boragina es Abogado. Master en Economía y Administración de Empresas de ESEADE. Fue miembro titular del Departamento de Política Económica de ESEADE. Ex Secretario general de la ASEDE (Asociación de Egresados ESEADE) Autor de numerosos libros y colaborador en diversos medios del país y del extranjero.

Sociedad e igualdad de derechos

Por Gabriel Boragina: Publicado el 15/1/17 en: http://gboragina.blogspot.com.ar/

 

«2. La igualdad en las doctrinas del derecho social. Las doctrinas que partieron de la sociedad para estudiar al hombre, las doctrinas del derecho social, corno las denomina Duguit, o doctrinas socialistas, se oponen a las doctrinas individualistas (corno es lógico) y sostienen que el hombre es naturalmente social y sometido, por lo tanto, a las reglas que esa sociedad le impone con respecto a los demás hombres y sus derechos no son nada más que derivaciones de sus obligaciones. De allí hace derivar Duguit los conceptos de solidaridad o de interdependencia social, afirmando que todo hombre forma parte de un grupo humano, pero al mismo tiempo tiene conciencia de su propia individualidad».[1]

Evidentemente, el hombre no es una creación colectiva, y estas doctrinas socialistas parten de una clara ficción. El hombre no es «naturalmente» social, si por «natural» se quiere significar biológico, porque ninguna sociedad puede dar por fruto biológico a ningún hombre. En realidad, no puede crear biológicamente cosa alguna. Se olvida que el concepto de «sociedad» es una concepción mental. Una palabra que representa una abstracción intelectual, que no cuenta con existencia física. Si el hombre fuera «naturalmente» social la educación -sobre todo la de los primeros años de la vida- no tendría ninguna razón de ser y no sería en absoluto necesaria. El niño se comportaría socialmente por obra, gracia y efecto de tal supuesta «naturaleza social», reconocería espontáneamente a sus semejantes y sus derechos, y se autoimpondría límites a su propia conducta, y –todo ello- sin que nadie tuviera que explicárselo ni -mucho menos- recordárselo a cada instante. Tendría –en tal caso- también una conciencia «natural» de sus derechos y sus obligaciones, sin necesidad de que nadie se los enseñara previamente.

Empero, la experiencia más elemental nos demuestra que esto en modo alguno es como se derivaría de tales doctrinas socialistas llevadas a sus últimas consecuencias. La educación cumple su fin precisamente porque el ser humanos no es «naturalmente» social. Debe aprender a serlo, y debe enseñárselo a serlo. En cuanto a supuestas reglas «de la sociedad», el razonamiento ha de ser el mismo. La fantasmagórica «sociedad» no instituye reglas, ya que ella no tiene vida física, ni cuerpo, ni mente, ni voluntad, ni acción. Toda regla ha sido originariamente pensada por alguien una primera vez, y dicha regla (norma, ley, etc.,) –en un segundo momento- se ha hecho extensiva a otros, ya sea por imposición o bien por convención. Pero ni en su origen ni implementación esa fantasmal «sociedad» ha desempeñado -ni hubiera podido hacerlo- papel alguno.

«3. El principio de la igualdad en la sociedad antigua. La historia de las instituciones, desde la antigüedad hasta las civilizaciones contemporáneas, va mostrando en cada sociedad los matices de su estructura orgánica y especialmente, las distintas clases en que se divide esa sociedad, .separadas unas de otras en forma tan absoluta, como si se tratara de mundos distintos, con sus privilegios y sus cargas, con sus derechos y sus obligaciones, con todo y con nada, para unos y otros».[2]

Esta teoría organicista de la sociedad está sujeta a las mismas objeciones que hemos venido haciendo anteriormente. Se habla de la sociedad como de un ente vivo. Más aun, como si fuera una verdadera persona humana, o -mejor dicho- sobrehumana, muy por encima de cada individuo considerado física y mentalmente. Es precisamente el concepto de «sociedad» el que nos lleva al de igualitarismo, y de allí al de «clase social», que nace del conflicto entre el reconocimiento de la ausencia de igualdad de las personas y la necesidad de articular la idea de su existencia, con el sólo objeto de distinguir a los que mandan (clase dominante) de los que obedecen (clase subordinada o esclava). La igualdad ha sido una idea que siempre ha servido a tiranos o a potenciales déspotas.

«El principio de la igualdad de los hombres, en su condición humana no existe en realidad, pues las instituciones de la esclavitud muestran la diferencia abismal entre el noble y el esclavo, degradado éste hasta la situación de cosa o de bestia, aunque aparezca una igualdad que podría llamarse jurídica, pues el que nada tiene nada es; ha nacido en la situación de indigencia, nada lo ampara, vive sólo para las cargas y sin esperanzas».[3]

Aquí se confunde la desigualdad jurídica con la económica. Un error harto común en muchos pensadores reputados. Tanto las clases sociales como la institución de la esclavitud no son otra cosa que una consecuencia lógica de la desigualdad ante la ley de las personas, circunstancia no sólo común en la antigüedad, sino en los más «modernos» sistemas totalitarios como el socialismo, nazismo y fascismo, y sus sucedáneos menos violentos y algo más edulcorados. No existe ninguna clase de igualdad jurídica que pueda paliar, disminuir ni menos aun suprimir la desigualdad económica de las personas, porque esta es una ineludible consecuencia de los diferentes talentos, aptitudes, destrezas, o ausencia de ellas en cada una de las personas existentes. La igualdad ante la ley -una ley que garantice el uso y disposición de lo suyo y adquirido mediante su propio esfuerzo y dedicación-, es el único instrumento que hará que los hombres no dejen de ser biológica, psíquica y físicamente desiguales, sino que permitirá a cada uno -en la medida de sus capacidades- salir airosamente de la indigencia. Obviamente, ello no es posible en sistemas de castas o regímenes legales que otorgan privilegios y dadivas a grupos o individuos (como la mayoría de los actuales).

Hay que hacer notar que, en el curso de la historia, el principio de igualdad ante la ley ha sido declamado en un sinfín de oportunidades e –incluso- los déspotas más despiadados se han llenado la boca y sus discursos recitando supuestos «derechos» de todos «por igual» ante la ley. No obstante aquellos clamorosos monólogos, escasamente dicho principio se vio plasmado en los hechos, aun en aquellos países que dictaron constituciones que consagraban en forma expresa el mismo en su propio cuerpo normativo.

 

[1] Dr. Antonio Castagno. Enciclopedia Jurídica OMEBA Tomo 14 letra I Grupo 02. Voz «igualdad».

[2] Castagno, A. Enciclopedia….Ob. cit. Voz «igualdad»

[3] Castagno, A. Enciclopedia….Ob. cit. Voz «igualdad»

 

Gabriel Boragina es Abogado. Master en Economía y Administración de Empresas de ESEADE.  Fue miembro titular del Departamento de Política Económica de ESEADE. Ex Secretario general de la ASEDE (Asociación de Egresados ESEADE) Autor de numerosos libros y colaborador en diversos medios del país y del extranjero.