Enrique V: El líder carismático

Por Luis del Prado:

 

“Todas las cosas están listas si nuestra mente lo está”  (Enrique V)

Enrique V es el gran líder carismático de Shakespeare. La clave del liderazgo de Enrique V es la comprensión que nada puede ser logrado sin las personas que él conduce. Pero, a pesar de ello, el autor no lo muestra como un perfecto héroe mítico, sino como un ser humano que en algunos momentos se equivoca y es dominado por sus pasiones.

La obra de Shakespeare refleja profundamente el alma humana: aunque uno llegue a la cima, derrote a sus enemigos contra todas las probabilidades, y sea feliz en su matrimonio, siempre existen momentos oscuros. Incluso en el mayor de los éxitos, hay que esperar angustia y dolor.

El mensaje es duro. Tener poder significa ensuciarse las manos. La ambigüedad moral, las contradicciones y las soluciones de compromiso son moneda corriente en el ejercicio del poder.

Enrique oscilaba entre la luz y la oscuridad. A veces lideraba como un caballero con brillante armadura y otras veces como un salvaje desalmado.

Harold Bloom dice irónicamente que Enrique V era[1]:

…brutalmente astuto y astutamente brutal, cualidades necesarias para ser un gran Rey.

Y Tomás Abraham se pregunta[2]:

¿Henry V es un personaje despótico, un mandatario de una crueldad rayana en la inescrupulosidad propia de genocidas? ¿O es un héroe que lucha por la dignidad y la libertad de los ingleses frente a la invasión francesa?

Enrique era un gran motivador y para lograr sus objetivos utilizaba el profundo conocimiento de las personas que lideraba. Las dos batallas que aparecen en la obra, son precedidas por brillantes arengas que tienen por objetivo motivar a sus tropas.

Enrique podía haber apelado en sus discursos a las cualidades técnicas de sus arqueros y de sus caballeros. Pero lo que realmente le importaba era conectar la tarea (la batalla) con una visión transformadora que los hombres fueran capaces de sentir: el valor, la cercanía con el rey, el servicio a la patria.

En el medio de la batalla de Harfleur, Enrique se dirige a los pobladores que estaba tratando de conquistar, amenazándolos con las peores pesadillas si no accedían a la rendición.

Esta es una lección poderosa: Shakespeare nos muestra de qué manera la misma persona en el mismo día, puede desplazarse del punto más alto del heroísmo a la peor bajeza. En un momento es un gran líder que motiva y transforma a sus hombres a través de sus palabras. En el momento siguiente es alguien que amenaza con rapiñas y asesinatos.

Esta dualidad encierra importantes connotaciones morales. Es bueno tener claro cuáles son los límites que uno está dispuesto a traspasar en aras de conseguir sus objetivos. La batalla sigue y los pobladores de Harfleur se rinden. En la victoria, vuelve el caballero: Enrique le ordena a sus tropas que no cometan ningún acto agresivo contra la población.

Es sabido que Enrique V, en su etapa de príncipe, no se comportó de la manera esperada para alguien de su condición. En vez de quedarse en el ámbito protegido de la corte, optó por conectarse con la gente común, a través de amigos con los cuales pasaba el tiempo divirtiéndose, emborrachándose y aprovechando esa amistad para comprender las similitudes y las diferencias con la gente común.

Varios de esos amigos de la juventud formaban parte del ejército con el que Enrique invadió Francia. Luego de la batalla de Harfleur, uno de ellos roba un crucifijo y Enrique lo condena a la horca. Shakespeare nos deja otra enseñanza: cada decisión, además de su valor individual como tal, también es una lección para los demás.

El pináculo del éxito de Enrique V se produce en la batalla de Agincourt, una de las tres batallas decisivas de la Guerra de los 100 años, junto con las de Crecy y Poitiers.

Las tropas francesas sobrepasaban diez veces en número a las inglesas, las que, además, estaban enfermas y exhaustas. Los franceses pecaron de soberbia y subestimaron el evento, seguros de obtener una fácil victoria. Pero se equivocaron.

Durante el desarrollo del encuentro, los franceses percibieron la derrota inminente y mandaron a su caballería por detrás de las tropas inglesas a atacar el campamento, matando a todos los jóvenes que habían quedado a cargo del equipaje. Enrique volvió al campamento, vio a los chicos asesinados y se puso furioso[3]:

No estuve enojado desde que llegué a Francia

hasta este instante…

Les cortaremos la garganta a todos los que atrapemos

Ni uno solo de ellos probará nuestra misericordia.

Es evidente que no se recuerda a Enrique porque ordenó matar a prisioneros desarmados. Se lo recuerda porque fue valiente y noble. Pero fundamentalmente porque ganó la batalla.

Shakespeare podría haber mostrado a Enrique como un líder heroico y brillante, omitiendo esta escena. En ese caso, la lección habría sido la siguiente: cuando se es bueno, noble y valiente hay muchas probabilidades de convertirse en un gran líder.

Pero no es esta precisamente, la lección que Shakespeare nos quiere transmitir. Los grandes líderes viven en un mundo difícil, en el que hay que tomar decisiones comprometidas. La decisión de Shakespeare, incluso cuando escribió la historia de su héroe más carismático, fue la de mostrar a los seres humanos de una manera mucho más realista, lidiando con sus limitaciones y con sus propias contradicciones.

Enrique estaba determinado a ser un gran rey. Para ello se preparó concienzudamente oscilando entre las tabernas del bajo mundo y la corte real, arriesgándose a perder el favor de su padre, el Rey Enrique IV, quien desaprobaba sus amistades y su vida fuera de la corte.

Ese comportamiento fue deliberado y era consecuencia de su convicción acerca de que su “redención” cuando se convirtiera en rey, lo haría aparecer más atractivo que alguien que hubiera vivido toda su vida en el prolijo ámbito de la corte.

El punto aquí es demostrar que para ser un buen líder es muy importante conocer a las personas que uno va a liderar. Esto trasciende la idea de ser “popular”. Se necesita trabajar para consolidar la relación con las personas, no solamente desde el momento en que uno se convierte en líder, sino mucho antes, desde que uno decide o vislumbra que puede llegar a serlo.

Cuando una persona desarrolla esta relación con los demás, también se está desarrollando a sí mismo. Shakespeare enseña que pasar tiempo con las personas que van a ser nuestros colaboradores significa aprender a liderar. Un líder necesita conocer las necesidades, motivaciones, creencias y temores de las personas que conduce.

Los líderes que no dominan el lenguaje de sus colaboradores no pueden comunicarse efectivamente con ellos, y sin comunicación efectiva no hay motivación.

El punto importante es que no se puede aprender la cultura leyendo un folleto o viendo un video. Hay que vivir la experiencia. El príncipe Hal (tal era el apodo de Enrique) podría haber contratado a una persona común para que le cuente como vivía la gente común o a un profesor de lengua para que le enseñe su manera de hablar. Pero no lo hizo. Eligió involucrarse personalmente y compartir experiencias de vida con la gente del pueblo. No hay sustituto para las vivencias.

A pesar de que el príncipe Hal sabía que iba a obtener el trono simplemente por el transcurso del tiempo, siempre se sintió compelido a perfeccionar sus competencias de conducción.

La batalla de Agincourt (1415) es el momento clave de la obra, en el cual Enrique hace gala de su liderazgo, triunfando contra todos los pronósticos.

Una importante lección pasa por el tiempo que insumió Enrique para preparar la batalla. No es solo cuestión de resolver los problemas logísticos, sino estar preparado personalmente para ser un gran líder en circunstancias difíciles, de modo que tanto el conductor como sus colaboradores tengan confianza en el logro de los objetivos.

La lección en este punto es la siguiente: si uno solo le presta atención al título que le otorga la organización, o al tamaño de la oficina o al monto del salario, será incapaz de manejar la situación. Si, por el contrario, le presta atención a la persona que cada uno es y al aprendizaje que debe efectuar sobre sí mismo y sobre sus colaboradores, podrá obtener logros aún en contra de todas las probabilidades.

Enrique no pudo evitar la confrontación en Agincourt, pero pudo anticipar las competencias que iba a necesitar en esa crisis en su proceso de preparación previa. La habilidad de Enrique para escuchar y aprender fue la competencia que lo salvó, tanto a él como a su ejército.

En Agincourt, Enrique enfrentaba un grave problema: sus tropas estaban enfermas, cansadas y mal equipadas. Enfrente estaba el enorme y descansado ejército francés.

Enrique le dice al mensajero del Rey de Francia[4]:

Tal como estamos, no buscamos la batalla,

Pero tal como estamos, tampoco huiremos.

El ejército de Enrique estaba débil, en inferioridad numérica y en una localización desventajosa. Para tener alguna chance, debía maximizar el rendimiento de sus recursos.

Tanto el Rey como su ejército sabían que todas las probabilidades indicaban que iban a perder la batalla y, como consecuencia de ello, iban a morir. No es el mejor modelo mental para enfrentar un conflicto.

Enrique tenía una ventaja táctica: sus arqueros podían disparar doce flechas por minuto, mientras que las ballestas francesas solo podían disparar dos proyectiles en el mismo lapso. Pero también sabía que era fundamental levantar la moral de sus tropas, aunque estaba seguro que si mentía acerca de las posibilidades de ganar la batalla, nadie le creería.

La única manera de hacerlo era conociendo los verdaderos sentimientos de los soldados. Por eso, la noche anterior a la batalla, dejó su Consejo de Guerra y salió a caminar entre los soldados, disfrazado para que no pudieran reconocerlo.

Durante la noche habló con los guerreros sobre la batalla y sobre su Rey. El era capaz de hablar en el lenguaje de los soldados y entendía perfectamente su cultura. Gracias a esa preparación previa, pudo conocer lo que sus soldados realmente pensaban y sentían. Una información realmente invalorable.

El líder que realmente respeta y conoce a sus colaboradores sabe que no tiene sentido mentirles. Gracias a la conversación con los soldados, Enrique llega a las siguientes conclusiones:

  • Las tropas pensaban que no había modo de ganar la batalla, por lo que al día siguiente estarían todos muertos
  • Los soldados creían que, pese a la apariencia de coraje, el Rey era un cobarde que prefería no estar con ellos
  • Si el Rey quería pelear, debería hacerlo solo. De esa manera salvaría las vidas de sus soldados.

A pesar de estas revelaciones, Enrique no reveló su condición de Rey. Consideró seriamente sus puntos de vista y discutió con ellos, pero como un par.

Uno de los soldados le dijo a Enrique que seguramente iban a morir, sus familias quedarían en la pobreza y sus almas serían condenadas por una causa que no compartían y que todo eso era culpa del Rey.

En realidad, a ese soldado no le importaba lo que le pasara al Rey. Esta es una visión habitual que tienen los niveles inferiores acerca de la alta dirección: creen que las dificultades que los acechan son solamente consecuencia de la incompetencia de sus superiores.

Por supuesto, esta es una posición que pone toda la culpa en el otro lado. Una de las maneras de ejercer el rol de seguidor es dejar de lado la capacidad individual de decisión y reemplazarla por las decisiones del líder. En este caso, no hay posibilidades que los colaboradores tomen la iniciativa ni generen ninguna innovación. La gente hace las cosas porque se las ordenaron. Si el resultado no es el esperado, la culpa la tiene el que emitió las órdenes.

En la discusión con los soldados, Enrique afirma que ellos tienen libre albedrío.  Les dice que cada soldado debe hacerse responsable de su posición y mejorarla en la medida de lo posible. Existía una deuda con el Rey, pero cada uno tenía una deuda con sí mismo. Los individuos son responsables por sus propias acciones y por sus propias almas. El rey no es responsable de ello.

La respuesta de los soldados a este argumento era decisiva: si las tropas pensaban que todo era responsabilidad del Rey y que ellos no tenían ninguna posibilidad de acción, estaban todos en graves problemas.

Los dos soldados que charlaban con Enrique coinciden con el punto de vista. De esta manera, justo antes de una batalla en la cual tanto el Rey como los soldados esperaban morir, el Rey logra convencer a dos de ellos que están a cargo de su propio destino. Incluso uno de ellos está tan convencido que afirma que va a luchar a muerte por el Rey.

Es una excelente manera de motivar: las personas son seres libres y actuarán mucho mejor si toman conciencia de ello.

La jornada de la batalla amaneció lluviosa y gris. Los franceses estaban listos para atacar. A Enrique le quedaban pocos minutos para levantar el ánimo de sus tropas y prepararlas para la batalla.

Sabía que sus hombres pensaban que iban a morir y que era bastante probable que el Rey pudiera salvarse de alguna manera. Para empeorar la situación, uno de sus comandantes, su primo Westmoreland, en frente de los hombres, se lamenta por no poder contar con las tropas que quedaron en Inglaterra.

El célebre discurso de Enrique comienza con la respuesta a Westmoreland[5]:

¿Quién es el que desea eso?

¿Mi primo Westmoreland?. No, mi querido primo.

Si estamos destinados a morir, somos suficientes.

En ese caso, nuestro país saldrá derrotado. Pero si vivimos,

Cuantos menos seamos, más grande será el honor.

No deseo ni un hombre más…

Ten fe, primo, no desees más hombres de Inglaterra:

No quisiera compartir tan grande honor

Ni siquiera con un hombre más.

Tal es la esperanza que tengo.

En primer lugar, contradice a uno de sus principales comandantes (y pariente cercano) en frente de sus soldados. Y comienza a explicar su punto: si ganamos, el honor se repartirá solamente entre nosotros. Al mismo tiempo se está dirigiendo a sus hombres: estamos frente a una batalla, ustedes son soldados y esa es su obligación. Lo único que puede quedar al cabo de ella es el honor. El honor de los franceses queda devaluado por el hecho de tener muchos más hombres.

Enrique continúa con su discurso:

¡No desees un solo hombre más!

En vez de eso, Westmoreland, proclama de parte mía

Que aquel que no tenga estómago para esta lucha,

Tiene permiso para partir. Se le dará un salvoconducto

y dinero para el viaje.

No moriremos junto a hombres que

Tengan miedo de morir en nuestra compañía.

El desafío que hace Enrique a sus hombres, lo hace basado en el conocimiento que muchos de ellos estaban aterrorizados. A todos les ofrece la posibilidad de la salida. Pero la retirada debía ser pública, delante de todo el mundo.

Este desafío también les otorgaba a los hombres la opción que ellos suponían que el Rey iba a utilizar para sí mismo, dada su condición. Sabiendo esto, Enrique les hace la misma oferta a todos: váyanse si quieren, pero sepan que yo me estoy quedando a pelear.

También les dice que no quiere morir con alguien que no quiera morir a su lado. Con eso les está diciendo que hay una hermandad en la muerte: estamos juntos en esto y yo, el Rey, estoy aquí como miembro de esa “banda de hermanos”.

La muerte es el gran ecualizador que utiliza Enrique para nivelar la relación con sus hombres: si morimos juntos, ustedes van a morir en compañía de un Rey.

El día de la batalla es la Fiesta de San Crispin (25 de octubre). Enrique continúa su discurso puntualizando que, a partir de la batalla, los soldados celebrarán esa fecha como un día de gloria:

Este dia es la Fiesta de San Crispin:

Aquel que sobreviva y vuelva a su hogar

Se pondrá de pie cuando se nombre este día…

Quien vea hoy ese día y viva muchos años,

Cada año los vecinos lo invitarán a beber:

Se arremangará el brazo y enseñará las cicatrices:

“¡Son las heridas del dia de San Crispin!”

Los ancianos olvidan; pero cuando todo esté olvidado

recordarán las hazañas que ocurrieron ese día.

Entonces nuestros nombres aflorarán en sus labios

De modo fluido: Harry, el Rey, Exeter y Bedford,

Warwick y Talbot, Salisbury y Gloucester.

El hombre honrado deberá educar a su hijo

Para que no pase el dia de San Crispin,

Desde hoy hasta el fin del mundo,

Sin que se acuerden de nosotros

Enrique deja de hablar de la muerte y del honor para describir la vida de los soldados que sobrevivan. No dice que todos van a sobrevivir, sino de una manera realista exclama “aquellos que sobrevivan”.

Describe una escena posible en una taberna de Londres en el futuro: un viejo soldado recordando con orgullo las batallas peleadas. Probablemente los soldados al escuchar esta parte del discurso habrán sonreído y pensado: “Enrique realmente nos conoce. Sabe quienes somos y como actuaremos”. Este es otro claro ejemplo del uso que Enrique hace del conocimiento del lenguaje del hombre común.

Es importante destacar que en ningún momento del discurso, Enrique hace referencia a que van a ganar la batalla y van a ser ricos. Esto no hubiera sido demasiado creíble. Lo que dice es que es posible que algunos sobrevivan.

Concluye el discurso reforzando el concepto de hermandad y volviendo a hacer referencia al escaso número de hombres:

Nosotros somos pocos, pocos y felices, una banda de hermanos;

Aquel que hoy derrame su sangre junto a mí

Será mi hermano. Por muy humilde que sea, este día ennoblecerá su condición.

Y los nobles en Inglaterra se lamentarán de no haber estado aquí

Y se sentirán inferiores cuando alguien les cuente

Que peleó con nosotros.

Una vez más, Enrique se enfoca en la preocupación de las tropas acerca de que el Rey podía salvarse por su condición, mientras que ellos estaban condenados a morir. Por eso puntualiza que él también va a derramar su sangre y que es su hermano. También les está diciendo: “Imagínense poder contar esa historia a sus amigos: yo y el rey contra los franceses con una desventaja de 10 a 1

Para poder apelar con éxito a sus soldados como hermanos de sangre, hace falta un profundo conocimiento del lenguaje y de la cultura.

El éxito también radica en que apela a su orgullo como soldados. Vinieron a Francia a pelear. No hay motivación más potente que el significado de la tarea.

Cuando concluye el discurso, Enrique es advertido que los franceses están a punto de atacar. Concluye diciendo:

Todas las cosas están listas cuando la mente lo está

Las tropas de Enrique tuvieron la oportunidad de abandonar la batalla. Si eligieron quedarse son “hombres libres” que están en esa situación porque quieren estar ahí. De hecho, en la batalla, dan lo mejor de sí porque están altamente motivados.

La motivación la logra mediante la articulación de una visión que tiene impacto directo en los valores. Involucra a los hombres en la construcción de esa visión escuchando sus preocupaciones y lidiando inteligentemente con ellas.

Harold Bloom afirma que el Enrique V de Shakespeare tiene connotaciones que nos remiten a Alejandro Magno, ya que la visión que persigue es la de expandir el reino de Inglaterra en terreno francés, como una manera de expiar las culpas de su padre por haber usurpado la corona y asesinado a su antecesor.

El carisma es una herramienta sumamente poderosa para ejercer el liderazgo, pero conlleva riesgos, ya que algunas veces, como en el caso de Enrique, se transforma en un paraguas que eclipsa los momentos de brutalidad y la deslealtad con los amigos de la juventud, a quienes desecha para conseguir sus objetivos políticos.

La obra de Shakespeare finaliza con las negociaciones de paz en Troyes y Enrique como pretendiente de Catalina Valois, la hija de Carlos VI de Francia. Durante el cortejo, ambos intentan hablar el idioma del otro y la escena parece ocurrir inmediatamente después de la batalla de Agincourt, cuando en realidad habían pasado cinco años.

Finalmente, Enrique se casó con Catalina y murió un año después. La viuda, de solo veintiún años vuelve a casarse pocos años después con el tesorero Owen Tudor. Ambos fundaron la fructífera y pacificadora dinastía de los Tudor a través de su nieto, que subió al trono en 1485 como Enrique VII, setenta años después de la célebre batalla de Agincourt.

[1] Bloom, Harold. (1998). Shakespeare. The invention of the human. Riverhead Books. New York. USA:

[2] Abraham, Tomás. (2014). Shakespeare, el antifilósofo. Editorial Sudamericana. Buenos Aires, Argentina.

[3] Shakespeare, William. (1996). Obras completas. Edición bilingüe del Instituto Shakespeare dirigida por Miguel Angel Conejero. Editorial Cátedra. Madrid, España. Acto 4. Escena 7

[4] Shakespeare, William. (1996). Obras completas. Edición bilingüe del Instituto Shakespeare dirigida por Miguel Angel Conejero. Editorial Cátedra. Madrid, España. Acto 3. Escena 6.

 

[5] Shakespeare, William. (1996). Obras completas. Edición bilingüe del Instituto Shakespeare dirigida por Miguel Angel Conejero. Editorial Cátedra. Madrid, España. Acto 4 Escena 3.

 

Luis del Prado es Doctor en Administración. Es profesor y rector de ESEADE. Es consultor y evaluador en temas de educación superior, en el país y en el extranjero.

El liberalismo, la libertad de expresión y de culto:

Por Gabriel Boragina. Publicado el 17/1/15 en: http://www.accionhumana.com/2015/01/el-liberalismo-la-libertad-de-expresion.html

 

Es muy frecuente que la gente caiga en el error de suponer que el liberalismo propugna un sistema social sin límites, donde cualquiera haga y diga lo que se le dé la gana siempre, en todo momento, en todo lugar y a cualquier costo. Nada más lejos de la verdad. Los que así opinan y creen, no saben absolutamente nada de la esencia de la sociedad libre (a veces también llamada sociedad abierta, liberal o expresiones equivalentes que nosotros usamos de manera indistinta por considerarlas a todas ellas sinónimas).
La libertad pregonada por el liberalismo es la libertad responsable, y no hay otra manera en que el liberalismo entienda la palabra libertad más que esta. En el sistema liberal, libertad y responsabilidad son solamente dos caras de la misma moneda. Siempre van juntas, nunca separadas.
El liberalismo implica que mi libertad termina donde empieza la libertad de mi prójimo, y el límite de una y de otra libertad -en una sociedad libre- siempre viene dado por el contrato o por la ley. Ya sea de manera contractual o de manera legal (en rigor lo convenido esta subsumido en lo legal) la sociedad liberal determina los límites y la esfera dentro de la cual las personas han de ejercer sus respectivas libertades.
Implícito al liberalismo es el marco institucional donde, desde la Constitución hasta el contrato es a lo que todo el mundo ha de sujetarse. En su sistema, todos somos iguales ante la ley.
Esto incluye tanto la libertad de acción como la de expresión. Sólo podemos proceder y expresarnos libremente en tanto y en cuanto, tal acción o manifestación no implique (ya sea a sabiendas o presumiblemente) un perjuicio a otro (u otros). Pero -en última instancia, y en caso de conflicto al respecto- quien establece en una sociedad liberal si existe o no un daño, es el poder judicial que, por la propia definición del liberalismo, ha de estar separado y ser independiente del poder ejecutivo y del legislativo. Y ello siempre a instancia de quien se considerare personalmente agraviado y no en ningún otro caso.
Lo contrario a esto sería lo opuesto al liberalismo, configuraría la sociedad autoritaria o la dictadura, en la que unos se arrogan el derecho a decidir e imponer a los demás “qué es” y lo “qué no es” la “libertad” y hasta donde se puede ejercer. Que -en este caso- ya no sería “libertad”, sino algo menos que eso, una especie de semi-libertad o una caricatura de ella, dado que quien debería definirla seria el dictador de turno (cargo al que muchos -si bien inconfesablemente- aspirarían).
En el liberalismo, nadie, ni gobernantes ni gobernados están autorizados a imponer por la fuerza sus creencias, convicciones, credos o acciones -o ausencia de ellas- en tal sentido contra ninguna otra persona, sea una o muchas. La sociedad abierta es la sociedad del respeto integral al otro, lo que implica el respeto absoluto a su conciencia, a sus ideas, de sus dichos y de sus acciones, siempre y cuando -reiteramos porque a veces no se entiende- ninguna de esas ideas, dichos, acciones, manifestaciones, etc. ocasionen un menoscabo a un tercero.
Esto alcanza obviamente también a la libertad religiosa y de conciencia. El respeto liberal incluye no burlarse agresiva, reiterativa, desafiante y provocativamente de las creencias (religiosas o anti-religiosas) que otros abriguen, aunque sean por completo contrarias a las nuestras. Pero, nuevamente, será el contrato, la ley o la sentencia de un juez (siguiendo todas las instancias que la misma ley establezca) quien fijará si existe o no la “ofensa” que se alega, y se actuará en consecuencia. Es así y de este modo cómo se mueven las sociedades liberales.
En las sociedades autoritarias, por el contrario, impera el pensamiento único, la justicia por mano propia, el atropello, la fuerza y la violencia, la imposición y la cárcel, ya vengan desde la cúpula del poder o desde el llano. Esto es lo que desean los antiliberales.
En suma, en el liberalismo no existe un “derecho a blasfemar o a ofender” como algunos -ya sea por ignorancia o por error, lo mismo da- anhelan ellos mismos creer y -(lo que es peor) intentan hacer creer a los demás. Mal podría la filosofía de la suma consideración al prójimo (la liberal) alegar semejante barrabasada. Porque el liberalismo es la antítesis del libertinaje y no su símil. La sociedad abierta es la sociedad del orden y de la deferencia estricta al otro. En todo caso, quien se considere damnificado por otro, deberá acudir ante los tribunales para hacer valer su derecho y obtener el pertinente reconocimiento judicial al que se siente acreedor. Y si aquel logra sentencia favorable, la misma deberá ser cumplida y respetada por quien hubiere perdido el pleito. Así actúa una genuina sociedad liberal.
Dado que lo que es muy gracioso para uno puede ser terriblemente ofensivo para otro (y viceversa), el límite entre el chiste y el agravio se traza a través del acuerdo voluntario entre las partes implicadas. Y cuando tal arreglo contractual se viola, por cualquiera de ellas o por ambas, es ante la justicia donde se dirime la cuestión en el derecho liberal.
Para ello a tal efecto, en los códigos penales liberales existen las figuras típicas de los delitos de calumnias e injurias, y una rica jurisprudencia prescribe -en cada caso concreto- el alcance que estos tipos penales tienen y qué hechos son los que los conforman e incluyen.
El liberalismo es un orden, y como tal, contrario al caos y a la desorganización. Se desenvuelve dentro de las instituciones que el mismo orden liberal establece. Estas son: una Constitución republicana, con estricta y férrea limitación del poder político; división de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) cada uno con su propio imperio en su específica esfera, armonía y paz social por excelencia, en donde las libertades se ejercen dentro del marco del contrato y de la ley, lo que también se ha llamado la sociedad contractual en oposición a la sociedad hegemónica que quieren los antiliberales (por definición autoritarios y pro-dictadores).
Gabriel Boragina es Abogado. Master en Economía y Administración de Empresas de ESEADE.  Fue miembro titular del Departamento de Política Económica de ESEADE. Ex Secretario general de la ASEDE (Asociación de Egresados ESEADE) Autor de numerosos libros y colaborador en diversos medios del país y del extranjero.