Una sociedad que cosecha lo que siembra:

Por Sergio Sinay: Publicado en http://www.sergiosinay.com/Reflexion.aspx?id=2511

 

Se suele decir que los países tienen los gobiernos que se merecen. Quizás sea más apropiado sostener que tienen los gobiernos que ellos mismos producen. Si se dice que son los gobiernos merecidos, parecería que alguien externo a ellos (un juez, un tribunal) les aplica un castigo o les da una recompensa. Si, en cambio, decimos que son gobiernos producidos, aparece la idea de la generación por mano propia. No es otro quien decide el merecimiento, se trata de una responsabilidad exclusiva e indelegable de la sociedad.
Desde hace largas y penosas décadas, una masa crítica de la sociedad argentina es responsable absoluta de los gobiernos rigen al país. Primero, porque los vota. Y, segundo, porque los va conformando en muchos aspectos a su propia imagen y semejanza. Una sociedad que finge tiene gobiernos mentirosos, una sociedad dada a la corruptelas cotidianas (coimas, palancas, atajos pseudolegales, evasiones impositivas, etc.) termina pariendo gobiernos corruptos, una sociedad hipócrita vive bajo gobiernos que crean relatos cínicos y falsos, una sociedad intolerante es una fábrica de gobiernos autoritarios (a propósito, negar la intolerancia de esta sociedad es, en sí, una forma de hipocresía), una sociedad violenta consigue gobiernos que acrecientan la inseguridad, una sociedad adictiva (a drogas, alcohol, psicofármacos, tarjetas de crédito) vivirá anestesiada por el consumismo con gobiernos que alientan el narcotráfico, una sociedad indiferente tendrá un gobierno que la trata con indiferencia, una sociedad anómica producirá gobiernos que se burlen de la ley y sus instituciones.
Una significativa mayoría de la sociedad argentina responde a las características enumeradas. Y esto se manifiesta en todos los niveles sociales, económicos y culturales y en todas las ideologías políticas. Es una verdadera transversalidad, palabra que tanto gusta a los políticos oportunistas.

Al ocupar el cargo que él ocupaba, al ocurrir en el momento en que ocurrió, al tener la información de la disponía, al acusar a quienes acusó  y al producirse del modo en que se produjo, aun si la muerte del fiscal Alberto Nisman  fuera técnicamente un suicidio, no dejaría de ser un asesinato. Real o metafórico, es un asesinato. Cuando se busque a los asesinos no hay que olvidarse de esa masa crítica de la sociedad, autora e instigadora intelectual al haber creado las condiciones para esta atmósfera mafiosa con su indiferencia, con su oportunismo, con su vista gorda, con su pancismo. La sociedad del “yo no fui”, del “por algo será”, del “yo no sabía”, del “a mí me va bien”, del “no es mi problema”, del nacionalismo de ocasión (que desempolva para los campeonatos mundiales y para las nominaciones de Oscares a la mejor película extranjera), la sociedad que se desentiende del futuro colectivo y de las visiones comunes y nada hace por ellos, termina tarde o temprano viviendo bajo los códigos de la mafia, códigos que se instalan en el poder, desarticulan los restos de las instituciones republicanas, carcomidas por la mala praxis, y convierten a los mecanismos democráticos en un simulacro. Mientras la mayoría silenciosa calla sus responsabilidades y sigue calentando el caldo en el que cuece sus gobiernos, una minoría arrinconada vive indefensa y desesperanzada en un clima que ni merece ni produce.

 

 

Sergio Sinay es periodista y escritor, columnista de los diarios La Nación y Perfil. Se ha enfocado en temas relacionados con los vínculos humanos y con la ética y la moral. Entre sus libros se cuentan “La falta de respeto”, “¿Para qué trabajamos?”, “El apagón moral”, “La sociedad de los hijos huérfanos”, “En busca de la libertad” y “La masculinidad tóxica”. Es docente de cursos de extensión en ESEADE. 

 

COMERCIO Y SANTIDAD

Por Gabriel J. Zanotti. Publicado el 17/10/10 en http://gzanotti.blogspot.com.es/2010/10/comercio-y-santidad.html

 “Insisto” (que es una forma ya demasiado ruidosa del re-sistir) con un tema al cual le estoy dedicando mucho últimamente. Este comentario fue publicado en el Instituto Acton en Noviembre de 2007.
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Hace más de 10 años, el 24 de Junio de 1997, Juan Pablo II recordaba, en un discurso (1), a San Homobono Tucenghi, comerciante de telas de Cremona, que en 1199 fuera canonizado por Inocencio III. No era usual, y no lo es tampoco ahora, que un laico y comerciante fuera declarado santo por la Iglesia Católica.

El discurso de Juan Pablo II no fue muy comentado en su momento, y no es de extrañar. Juan Pablo II lo colocaba como un ejemplo de promoción del laicado en el s. XII, llamando, con más razón entonces, a lo mismo en el s. XX. Pero no sólo el tema del laicado y la autonomía relativa de lo temporal son temas que tardan en cobrar vida dentro de la Iglesia (después de siglos y siglos de clericalismo “práctico”) sino que, menos aun, la relación de la fe con la vida comercial es algo que tarda, al parecer, mucho más en llegar, y que sin embargo se encuentra en los objetivos centrales del Instituto Acton.

La relación del comercio con la ética no un tema que cause perplejidad y resquemor sólo dentro de la Iglesia. Toda la cultura occidental arrastra una visión negativa de lo comercial, impulsada por ciertas concepciones griegas donde lo comercial estaba unido a “lo material” (malo por lo tanto) y reservado a las esferas más “bajas” de la vida social (por eso en Platón los filósofos no podían ser comerciantes, por ejemplo). Ello se ha convertido en un horizonte cultural que inunda la literatura, el arte, el cine y, también, nuestra vida religiosa “práctica”.
Con el Cristianismo, cobra vida especial que todo lo creado por Dios es bueno. Ello, según enseñan los medievalistas católicos, fue muy importante en el aristotelismo cristiano del s. XIII, donde San Alberto y Sto Tomás de Aquino se encargaron de “recordar” a sus “colegas teólogos” la bondad intrínseca de todo lo material, dado que todo lo creado por Dios es bueno. Ciertas aclaraciones de Sto Tomás en su famosa Suma Contra Gentiles (“que la providencia divina por lo singular es inmediata…”) muestran el clima intelectual de esa época y lo “avanzado” de su pensamiento en esas cuestiones. La concepción cristiana del mundo creado chocaba en ese punto con ciertas concepciones griegas que heredaban del orfismo un desprecio intrínseco por lo material. Nada que “sea” (ya espiritual o material) puede ser malo, pues todo lo que “es”, es creado por Dios; el “mal” es una privación de bien, y la privación del bien en el cristianismo pasa por el pecado original pero no por todo lo creado por Dios.

Y esto, en el caso del ser humano, es muy importante.
Porque no es cuestión de aceptar que una piedra, un árbol, un escarabajo, son buenos porque son creados por Dios pero, al mismo tiempo, reservar para ciertas cuestiones esencialmente humanas un desprecio inherente, que se manifiesta en un juego de lenguaje donde se dice “si, pero” y a continuación una serie de advertencias sobre su peligrosidad intrínseca.

¿Y qué actividades son esencialmente humanas? Pues la familia, la ciencia, la política, el comercio. La lista no es completa desde luego.
“Esencialmente” quiere decir que son actividades que los animales no tienen ni Dios tampoco. Los animales no usan el método científico, Dios tampoco. Igual con el comercio, igual con la política, igual con la familia.
Con la familia la cuestión está más aceptada. Ningún teólogo, hoy, ante la relación entre vida familiar y santidad, dice “si…. Pero….”. No. Se presupone que el matrimonio es algo santo (es más, es un sacramento) sin desconocer en modo alguno sus problemas.

Las otras actividades mencionadas no son sacramentos pero no por ello son intrínsecamente perversas. Pero a veces parece que sí.
Y el comercio, ¿no parece ser el caso típico?
La actividad comercial parece cargar sobre sí un sobrepeso de prejuicios en contra. “Puede” ser algo bueno, claro, “pero en general” parece ser una fuente intrínseca de corrupción. Y hasta no se entiende muy bien cómo alguien que se ocupa de comprar, vender, ganar dinero, reinvertir, puede ser no sólo bueno, sino santo.
¿Por qué no? No porque la santidad cure de raíz algo intrínsecamente malo: ello es imposible porque la Gracia supone la naturaleza. Sino porque el comercio es una de las actividades humanas más típicamente humanas y necesarias. Hay comercio porque hay escasez. La escasez no es fruto de la explotación capitalista, como creen algunos, sino una condición natural de la humanidad teniendo en cuenta la naturaleza humana en tanto humana. Para minimizar la escasez evoluciona la división del trabajo; de la división del trabajo evoluciona el intercambio de mercancías entre regiones y personas, y ello da lugar a los precios, los derechos de propiedad y las más evolucionadas formas institucionales de intercambio. Todo ello es intrínsecamente humano. Dios y los ángeles no necesitan comerciar en absoluto, y las especies animales luchan a muerte unas con las otras para poder sobrevivir. En el género humano, las guerras parecen indicar que es igual, pero no: las guerras sí son fruto del pecado original; el comercio, en cambio, es fruto de nuestra creatividad y capacidad para intercambiar en paz con el otro aquello que nos sobra por aquello que nos falta.

Que ello puede tener problemas, claro. Si los puede tener la vida matrimonial, igual los puede tener el comercio. Pero de igual modo que a nadie se le ocurre cubrir al matrimonio de una capa de pecaminosidad intrínseca (y de hecho ello fue parte de herejías cristianas) de igual modo el comercio también tendría que ser alentado y bendecido, no como sacramento, pero sí como algo bueno y lugar de santificación. Un supermercado es un milagro de comunicación de conocimiento disperso entre millones de personas que se desconocen y colaboran en paz para minimizar la escasez. No es simplemente el lugar de la racionalidad instrumental o el consumismo. ¿Llegará alguna vez el día que un obispo bendiga la apertura de un supermercado de igual modo que se bendice la apertura de un colegio?

Ese día está muy lejano, pero más lejano aún si no profundizamos esta línea de pensamiento. El pensamiento, devenido en discurso, no adelanta la realidad, sino que comienza a conformarla.

Gabriel J. Zanotti es Doctor en Filosofía, Universidad Católica Argentina (UCA).  Es profesor full time de la Universidad Austral y en ESEADE es Es Profesor Titular de Metodología de las Ciencias Sociales en el Master en Economía y Ciencias Políticas de ESEADE.