La mala praxis política debería ser punible

Por Ricardo Rojas. Publicado el 21 de Octubre de 2021 en: https://www.infobae.com/opinion/2021/10/21/la-mala-praxis-politica-deberia-ser-punible/?fbclid=IwAR1w5yCaJc8v2cAQg–YVVE0BzioefFP-GBAke5ZjnEv0uYE0iv6XUgNZ_4

Quienes disponen medidas violatorias de derechos, conociendo de antemano que no sirven, tendrían que responder por tales acciones, ya que en definitiva constituyen formas de robo, estafa y falsificación

Martín Guzmán y Alberto Fernández

Cuando un gobierno incrementa innecesariamente el gasto y luego cubre el déficit con endeudamiento, suba de impuestos o emisión monetaria, lisa y llanamente está robando a los habitantes. Cada peso quitado por la fuerza o por obra de la inflación, para emplear en aquello que exceda las funciones del gobierno establecidas taxativamente en la Constitución, debería ser considerado un delito contra la propiedad.

Cuando un gobierno emite dinero de manera indiscriminada, para cubrir el déficit, en definitiva degrada la moneda a través de su falsificación masiva. Su acción supone quitar riqueza de los bolsillos de las personas sin siquiera tener que tocarlas. Cuando la presión tributaria se vuelve asfixiante, se recurre a esta maniobra de seguir quitándole el dinero a las personas sin que se den cuenta de ello, y encima echándole la culpa a los comerciantes a quienes se pretende responsabilizar por la suba de los precios. Esa acción del gobierno debería estar contemplada en el Código Penal entre los delitos de falsificación, y ser imputada a los funcionarios del Poder Ejecutivo y el Banco Central que promueven la emisión irregular para cubrir el déficit.

Por su parte, cuando un gobierno dispone controles de precios, sea de bienes y servicios, de alquileres, de cambios, etc., está produciendo una exacción contra las personas, que se trata de justificar como una protección que en realidad no existe. En definitiva, esos controles son formas de defraudación, engaños que producen serios perjuicios económicos a sus víctimas, y que deberían ser penados como delitos.

Todas esas acciones suponen violar derechos reconocidos y amparados por la Constitución. Fundamentalmente el derecho de propiedad, que no puede ser alterado por las leyes que reglamentan su ejercicio, de acuerdo con el artículo 28 de nuestra Carta Magna.

Desde hace décadas los gobiernos argentinos repiten una y otra vez estas acciones que, en definitiva, sólo tienen por objeto distraer a la gente de las verdaderas causas de los problemas, e inventar a quién echarle la culpa en el futuro.

Se está por cumplir un siglo desde aquella ley de alquileres sancionada en tiempos de Irigoyen, que no obstante la denodada disidencia del Juez Bermejo acabó siendo convalidada por la Corte Suprema. Por supuesto que esa ley provocó más problemas que soluciones, y al poco tiempo fue dejada sin efecto. Desde entonces, cada vez que el gobierno cae en una crisis –provocada por el mal manejo de las cuentas-, recurre a algún artilugio de ese tipo, a pesar de que aquellos que disponen las medidas saben que fracasarán. Lo hacen, en realidad, para ganar tiempo, para aparentar que se ocupan del problema, y para ir armando el personaje de a quién le van a echar la culpa cuando todo explote. Ludwig von Mises explicó a mediados del siglo pasado este fenómeno con su habitual claridad:

“Para evitar ser acusado de las nefastas consecuencias de la inflación, el gobierno y sus secuaces recurren a un truco semántico. Tratan de cambiar el significado de los términos. Llaman ‘inflación’ a la consecuencia inevitable de la inflación, es decir, al aumento en los precios. Ansían relegar al olvido el hecho de que este aumento se produce por un incremento en la cantidad de dinero y sustitutivos del dinero. Nunca mencionan este incremento. Atribuyen la responsabilidad del aumento del coste de la vida a los negocios. Es un caso clásico de ladrón gritando: ‘¡Al ladrón!’. El gobierno que produjo la inflación, multiplicando la oferta de dinero, incrimina a los fabricantes y comerciantes y disfruta del papel de ser un defensor de los precios bajos”.

El motivo principal de estas acciones, es la necesidad de cubrir de alguna manera el endémico déficit fiscal que todos los gobiernos ostentan. En lugar de llevar a cabo una política de austeridad y de limitación en los gastos a aquello que sea necesario –que más que una política es una exigencia constitucional-, prefieren mantener la orgía de gasto y corrupción, y finalmente buscar el medio de seguir esquilmando a los contribuyentes. Cuando esa práctica lleva al país al borde del estallido, sacan a relucir los inventados personajes que representan a los “culpables” por la crisis: los empresarios, los comerciantes, los productores agropecuarios, la “patria financiera”, etc.

El punto de partida de esta serie de delitos se produce todos los años en el Congreso cuando se discute el presupuesto –la ley de leyes, al decir de Alberdi-. Como en cualquier presupuesto doméstico, el cálculo de los gastos del gobierno debería hacerse teniendo en cuenta los ingresos previstos por las vías normales, y decidiendo de qué manera se distribuirán esos ingresos para cubrir los gastos. Para ello, normalmente habrá que ajustar los gastos para que las funciones esenciales del gobierno puedan ser satisfechas.

Sin embargo, nada de eso ocurre. La discusión del presupuesto se transforma habitualmente en la discusión de cómo repartir privilegios, donde todos van a exigir su parte. Una situación que es mucho peor que la de criminales repartiendo un botín. Los criminales están limitados por la magnitud del botín. El gobierno no tiene límites, decide sus gastos según su voluntad, y luego busca cómo hará para quitarle a la gente, directa o indirectamente, lo necesario para cubrir la diferencia.

Las consecuencias de ese déficit son trágicas, si se piensa en que uno de los países potencialmente más ricos del mundo, tiene a la mitad de su población en las puertas de la pobreza. Diariamente, estas medidas del gobierno crean nuevos pobres.

Los políticos que llevan a cabo maniobras de este tipo saben que están estafando y robando a las personas. A esta altura de la historia es inadmisible pretender que lo hacen de buena fe, pensando que su “política económica” podría tener éxito y resolver el problema. Ninguno de ellos puede desconocer además que está violando derechos fundamentales garantizados por la Constitución –y de esta circunstancia terminan siendo cómplices aquellos jueces que no han sabido estar a la altura de los requerimientos constitucionales, a la hora de establecer los límites expresos a los que se refiere el artículo 28-.

Si se repasan tan sólo las últimas décadas, Alfonsín fracasó al mantener un gasto público incontrolable al que trató de cubrir con una emisión de tal nivel que explotó en una hiperinflación. Menem mantuvo el déficit fiscal, y al no poder cubrirlo con emisión lo hizo con endeudamiento e impuestos, poniendo en peligro mortal, al fin de su mandato, la convertibilidad que él mismo había establecido. De la Rúa mantuvo la convertibilidad pero también el nivel de gasto, se endeudó aun más, e inevitablemente ello llevó al colapso.

Desde hace unos quince años se viene anunciando una nueva crisis. Los gastos del Estado nacional y de las provincias llegan a niveles obscenos, y las tres formas de cubrir el déficit han sido explotadas casi al límite de la extenuación. A ello contribuye al sistema de coparticipación de impuestos –que desde 1994 es norma constitucional-, que le permite a las provincias recibir enormes cantidades de dinero quitado por la fuerza a los trabajadores, para gastar de manera discrecional y muy poco clara. Esa gran ventaja hace que jamás los legisladores que representan a las provincias estén dispuestos a eliminar o disminuir la alícuota de impuestos coparticipables. Por su parte, el kirchnerismo revirtió en parte aquel proceso de privatización o eliminación de reparticiones estatales o las llamadas “empresas públicas”, que habían sido una sangría, y nuevamente obliga, a través de cajas separadas, a financiar las pérdidas de “empresas” como YPF o Aerolíneas Argentinas.

Cuando la anunciada nueva crisis se produzca, los políticos responsables de ella dirán que falló una “política económica” y nuevamente buscará culpables. Jamás admitirán que la culpa es del gasto excesivo e injustificado, que se podría haber resuelto con austeridad, y no con este tipo de medidas que, lejos de resolver la crisis, la agravan aun más.

La mala praxis de los gobernantes debería ser punible. No existe motivo para que quienes disponen medidas violatorias de derechos, conociendo de antemano que no sirven para obtener los resultados que invocan y que son simplemente un distractivo para no admitir sus fallas en la contención del gasto, no respondan por tales acciones que en definitiva constituyen formas de robo, estafa y falsificación.

Los ministros de Economía y funcionarios del área, así como legisladores, gobernadores o presidentes, conocen o deberían conocer las reglas básicas de la teoría económica. La economía, como ciencia social, depende de la acción humana, que por ser voluntaria es voluble e impredecible. Sin embargo, ello no impide que puedan deducirse un puñado de leyes económicas respecto de las consecuencias de las acciones. Ninguna persona que toma decisiones que imponen conductas de manera compulsiva y producen consecuencias económicas, debería ampararse en el desconocimiento de esas leyes. Y cuando deliberadamente imponen medidas que producirán perjuicios a los derechos amparados por la Constitución, deberían responder política, administrativa, civil y penalmente por ello.

Todos los gobiernos de los últimos tiempos son partícipes de tales delitos. Algunos en mayor medida que otros, pero ninguno de ellos tuvo la decencia de proponer rebajas en los gastos para no producir un déficit que necesariamente terminaría cubriendo de manera criminal.

En momentos en que la gente trata de predecir el momento en que se produzca una nueva crisis que casi todos consideran inevitable, creo que es hora de incluir en el Código Penal formas de responsabilidad para quienes las producen.

Ricardo Rojas es Abogado, Doctor en Historia Económica (ESEADE).
Ex Secretario Letrado de la Corte Suprema de Justicia de la Nación
(1986-1993). Ex Juez de Cámara en lo Criminal y Correccional (1993-2020). Profesor de Análisis económico del derecho penal en la Maestría en Derecho y Economía de la UBA. Profesor visitante de la Universidad Francisco Marroquín. Miembro del Instituto de Derecho Constitucional de la Academia Nacional de Derecho, autor de varios libros y ensayos sobre temas jurídicos, económicos y filosóficos.

Carta a mis consubditos argentinos

Por Aldo Abram: Publicado el 20/4/21 en: https://www.infobae.com/opinion/2021/04/20/carta-a-mis-consubditos-argentinos/?outputType=amp-type

El presidente Alberto Fernández

El presidente Alberto Fernández

A algunos les llamará la atención que no haya puesto conciudadanos en el título. Es porque ello significaría que nos asumimos como ciudadanos; lo cual implicaría ser miembro activo de un Estado en el que los derechos y libertades fundamentales son garantizados por su Constitución. Para que así sea, es necesario que rija plenamente una Democracia Republicana; lo cual, no solamente implica el derecho a votar a nuestros gobernantes y legisladores, sino que los poderes que se les delegan a quienes son electos tengan límites y controles cruzados para que no sean usados para avasallar los derechos de quienes se los delegaron. Dado que esos límites están en nuestra Constitución Nacional, es obvio que nadie puede estar por encima de ella; porque implicaría tener el carácter de monarca y los monarcas tienen súbditos. Los derechos de estos últimos no derivan de su dignidad humana, sino que les son concedidos por el Soberano que los gobierna.

Desde un punto de vista formal, la Argentina es una Democracia Republicana y Constitucional. Sin embargo, no siempre las instituciones formales son las que rigen un país, sino que dominan las informales que es lo que aquí sucede. Poco a poco, los políticos que llegan a los sucesivos gobiernos o las legislaturas se han ido acostumbrado a que no existen límites para las decisiones que pueden tomar. Esto surge de una cultura en la cual, cuando se vota, se elige un líder mágico e iluminado que resolverá milagrosamente todos los problemas. De hecho, nos quejamos del Congreso y lo acusamos de “escribanía”; porque “se aprueba lo que manda el Poder Ejecutivo Nacional (PEN) sin discutir, con el voto favorable de su fracción y aliados y con el de la oposición en contra”. Sin embargo, cuando elegimos legisladores lo hacemos con listas sábanas de gente a la que no conocemos; pero las colocamos en la urna porque responden a un determinado líder o partido. Entonces, ¿por qué nos llama la atención que respondan a éstos, que los pusieron en la lista, y no a los intereses de quienes los votaron?

Por otro lado, es lógico que los legisladores estén siempre dispuestos a delegarles a los Presidentes facultades que, según la Constitución, no pueden cederle. En definitiva, “la gente no lo votó a él para que resuelva todos los problemas, pues hay que cederle todos los resortes del poder para que pueda hacerlo”. Como vemos, nuestros representantes y gobernantes no hacen otra cosa que actuar en base a la misma cultura “paternalista” predominante en la sociedad que los ha elegido.

Esta degradación de la calidad institucional argentina viene dándose desde hace décadas y en la medida que la gente va dejando avanzar a los gobiernos en la búsqueda de maximizar su poder. Esto puede explicarse como una infección que se expande en la medida que los anticuerpos cívicos se van debilitando y, por lo tanto, va corrompiendo gradualmente las instituciones. También, con el ejemplo de la rana que, si una la tira en una olla con agua hirviendo, salta y se escapa; pero, si el líquido está frío y luego se lo va calentando, la rana se acostumbra y termina hervida.

En el artículo 14 de nuestra Constitución Nacional se establecen los derechos y garantías que tenemos los ciudadanos y que no pueden ser avasallados por los gobernantes ni los legisladores. Entre ellos, el de circular libremente que restringe el DNU presidencial recientemente emitido, que imponiendo un “toque de queda” justificado en una emergencia de salud surgida de la pandemia. Éste es un típico ejemplo de lo que se comentara en los párrafos anteriores. Si uno busca en la Carta Magna algún artículo en el que se otorgue al Presidente la facultad para suspender esos derechos y garantías por un “toque de queda” o una emergencia, no lo va a encontrar.

El artículo 23 de la Constitución sí permite suspender dichos derechos en el marco de la declaración de un Estado de Sitio, que es en definitiva lo que está imponiendo el DNU presidencial; pero evitando reconocerlo y haciéndolo en forma inconstitucional. En primer lugar, establece que es facultad del Congreso, que debe sancionarlo por ley, y sólo podría decretarlo el Presidente si este no estuviera en funcionamiento o por una emergencia en la que no hubiera tiempo para reunirlo. Pues tenemos un Parlamento que está funcionando y que podría sesionar rápidamente para tratar una ley en una situación de gravedad. Además, un Estado de Sitio sólo se justificaría en caso de conmoción interior o de ataque exterior que pongan en peligro el ejercicio de esta Constitución y de las autoridades creadas por ella. Sin duda, es muy discutible que ese sea el caso actualmente; pero, en todo caso, debería decidirlo el Congreso.

Por lo tanto, queda claro que el DNU presidencial es inconstitucional; pero lo que más llama la atención es que el resto de nuestros representantes, que hemos votado como gobernadores o legisladores, no estén haciendo nada para que el PEN cumpla con las limitaciones a su poder que emanan de la Constitución. Sin embargo, deja claro que ellos comparten la cultura paternalista que considera que, a quien es electo Presidente, se le debe conceder la suma del poder público para que resuelva los problemas de la Argentina; lo cual está expresamente prohibido en el artículo 29 de la Carta Magna, aclarando que quien así lo haga será penado como infame traidor a la Patria.

Conclusión, si los argentinos estamos dispuestos a dejar que quien elegimos Presidente esté por encima de la Constitución Nacional; lo que tendremos al final será una monarquía electoral que nos permitirá elegir a quién rija nuestros destinos a su arbitrio por un plazo determinado de tiempo. Lamentablemente, está demostrado que, quien ostenta semejante poder, termina destruyendo la Democracia para mantenerse indefinidamente en su cargo, como sucedió en Venezuela. O sea que, si estamos dispuestos a dejar que nuestros derechos y garantías dependan de la voluntad de quien ejerce el PEN, independientemente de lo que mande la Carta Magna; por lo menos seamos honestos y asumámonos como lo que en realidad somos, súbditos.

Aldo Abram es Lic. en Economía y fue director del Centro de Investigaciones de Instituciones y Mercados de Argentina (Ciima-Eseade) .

Soberanía, pueblo e impuestos

Por Gabriel Boragina. Publicado en: http://www.accionhumana.com/2020/10/soberania-pueblo-e-impuestos.html

Difícilmente exista un ser humano que domine todos (absolutamente todos) los aspectos de una misma materia (por lo menos nosotros no conocemos ninguno), ya que cualquier materia es objeto de diferentes enfoques, según quien la estudie y la divulgue. Somos partidarios de la convicción de que el conocimiento nunca está acabado, sino que es un proceso continuamente evolutivo, sin fin, caso contrario seguiríamos creyendo que la Tierra es plana como antigua y popularmente se creía, y desconoceríamos la ley y gravedad como sucedía antes de que Newton la descubriera. Pero decimos notar cierta arrogancia del autor citado[1] cuando dice que las definiciones diferentes a la suyas «pecan …porque son parciales, así como lo es su propio enfoque de la materia», porque daría la impresión que el sí posee el enfoque totalizador de la materia y no simplemente uno parcial.

«4. Diferencias entre impuestos y tasas. Se suele caer en confusionismo al analizar las raíces de ambas instituciones. Probablemente más de una errónea calificación del impuesto se origina en la confusión que se introduce, si no en la doctrina, en la práctica, al intentar la caracterización del impuesto y de la tasa. Ruzzo nos da la línea separatoria de la que es tan fácil desviarse. «Las diferencias entre impuesto y tasa nacen de este concepto fundamental: en el caso del impuesto, el Estado lo aplica en virtud de soberanía política, y en el caso de la tasa procede como empresario de ciertas actividades que, a menudo, tienen carácter industrial.»[2]

Para analizar esta cita primero debemos enmarcar el concepto de soberanía. Procedamos a hacerlo:

«Soberanía.

Para la Academia, calidad de soberano. | Autoridad suprema del poder público.

En el terreno jurídico, el problema de vieja y tradicional discusión es el de determinar en quién recae la soberanía, solución que depende del punto de vista que se adopte.

Sánchez Viamonte, escribiendo sobre el constitucionalismo, ha explicado con acierto y claridad que, en las repúblicas democráticas, no puede haber más soberanía interna o externa que la popular, por lo que, desde un punto de vista político, la soberanía es la voluntad de la mayoría, si bien la validez de la expresión de la voluntad mayoritaria ha de estar sujeta a su conformidad con el ordenamiento jurídico, precisamente porque la democracia es el Estado de Derecho, sometido a éste en la totalidad de su existencia y manifestación, de modo que la soberanía política quede subordinada a la soberanía jurídica, problema vinculado con los de la vigencia constitucional y de la supremacía de la Constitución. El mismo autor llega a definir la soberanía diciendo que es “la plenitud lograda por la voluntad política del pueblo para determinarse y para manifestarse, de suerte que está comprendida en ella la autolimitación o la sujeción de determinadas normas, establecidas como condición para su validez, y así, las formas jurídicas adquieren la importancia y jerarquía de condiciones impuestas a la soberanía… y de cuyo cumplimiento depende la legitimidad y validez de la voluntad política”.[3].

Siendo esto así, la soberanía política recae en el pueblo y no en el «estado» con lo que la definición de Ruzzo es equivocada. Pero hay más para decir a este respecto. El «pueblo» -como tal- tampoco existe como no existe el «estado». Se trata de otra entelequia.

«Pueblo.

 En una acepción equivalente a población, ciudad, villa o lugar. | También conjunto de personas que componen un pueblo, provincia o nación. | Gente común y humilde de una población.

Este último sentido va perdiendo su importancia conforme van nivelándose las clases sociales.»[4]

La clave que nos da la definición anterior está en las palabras personas y gente. De donde la soberanía política que se dice reside en el pueblo significa -en último grado- que la unidad mínima de esa soberanía se localiza en cada individuo (persona, gente) que conforma esa etiqueta (pueblo) que es tal simplemente para designar a un conjunto de personas que viven en un determinado lugar, de igual manera que la palabra sociedad (de alcance más amplio) es otra etiqueta para designar a un grupo de personas en el sentido anterior (lugar) o temporal (por ejemplo cuando se habla de la sociedad antigua, contemporánea, etc.).

Entonces, y derivado de todo lo anterior, la soberanía política no es más que la suma de las soberanías individuales, y no puede ser al revés, ni puede ser independiente una de la otra sin caer en contradicción.

La unidad soberana es el individuo. Con lo que nuevamente Ruzzo está doblemente equivocado.

Ahora bien, si la soberanía política no es otra cosa que la suma de las soberanías individuales (personas, gente) no puede ser -al mismo tiempo- solamente la soberanía de la mayoría, con lo que Sánchez Viamonte también está equivocado, aun cuando pretenda subordinar esa soberanía mayoritaria a otra soberanía de orden jurídico.

Olvida el ilustre jurista que el ordenamiento jurídico no es un dato, no es algo «dado», sino que su origen reside precisamente en la soberanía política, que es la que crea y -eventualmente- modifica ese mismo orden jurídico.

La historia de los numerosísimos derrocamientos, golpes de estado, revoluciones, tiranías y demás dictaduras desconociendo el orden jurídico preexistente a su establecimiento deberían ser prueba suficiente para convencerse que el «orden jurídico» no es un absoluto inamovible, y que no todos, ni en todos los tiempos se ha coincidido en el mismo. Es que hablar del «orden jurídico» en abstracto es irrealista. Lo que importa es estudiar el contenido de eso que se llama «orden jurídico» porque a este rótulo recurrieron todos los dictadores del mundo de todas las épocas para calificar al conjunto de las «leyes» dadas por sus regímenes despóticos. Si es por caso, ni la Alemania nazi, ni la Italia fascista, ni la Rusia comunista carecieron de un régimen legal, y a este régimen legal sus dictadores les llamaron del mismo modo «orden jurídico».

Pero volviendo al tema, y para no extendernos sobre lo que pareciera una digresión, pero no lo es, porque es fundamental definir términos y aclarar conceptos, por todas estas razones Ruzzo se equivoca y su definición es inaceptable. Menos aun cuando -en función de la misma- autoriza a su entelequia («estado”) a actuar como empresario.


[1] Mateo Goldstein. Voz «IMPUESTOS» en Enciclopedia Jurídica OMEBA, TOMO 15 letra I Grupo 05.

[2] Goldstein M. Ibidem.

[3] Ossorio Manuel. Diccionario de Ciencias Jurídicas Políticas y Sociales. -Editorial HELIASTA-1008 páginas-Edición Número 30-ISBN 9789508850553

[4] Ossorio, ibidem.

Gabriel Boragina es Abogado. Master en Economía y Administración de Empresas de ESEADE. Fue miembro titular del Departamento de Política Económica de ESEADE. Ex Secretario general de la ASEDE (Asociación de Egresados ESEADE) Autor de numerosos libros y colaborador en diversos medios del país y del extranjero. Síguelo en  @GBoragina

Justo José de Urquiza, un personaje singular

Por Alberto Benegas Lynch (h) Publicado el 22/2/20 en: https://www.infobae.com/opinion/2020/02/22/justo-jose-de-urquiza-un-personaje-singular/

 

Justo José de Urquiza 

Justo José de Urquiza

Estas líneas pretenden ilustrar al mundo lo que puede hacerse en cualquier nación donde se han estrangulado todas las libertades si hay las suficientes convicciones para derrotar al autoritarismo. De entrada, dado que Urquiza terminó con la tiranía rosista, es del caso reiterar que cuando un gobierno se arroga la suma del poder público da un golpe a las instituciones libres y por tanto es necesario un contragolpe a los efectos de ejercer el derecho inalienable a la resistencia inserto en todos los documentos republicanos desde John Locke en adelante y continuando por la clara definición en la Declaración de la Independencia estadounidense que reza así: “Cuando cualquier forma de gobierno es destructiva a esos fines [la preservación de las libertades] es el derecho de la gente el alterar o abolirlo y establecer un nuevo gobierno”. Y esto naturalmente va también para los casos en los que el nuevo gobierno ha resultado muchísimo peor que el anterior como sucedió, por ejemplo, con el castro-comunismo en su contragolpe a Batista.

En otras ocasiones he escrito en detalle sobre Rosas pero ahora me circunscribo a la declaración oficial del propio tirano que ilustra y resume el asunto a través de una ley sancionada por la Junta de Representantes el 26 de septiembre de 1851 luego del pronunciamiento de Urquiza, el primero de mayo del mismo año: “Todos los fondos de la Provincia, las fortunas, vidas, fama y porvenir de los Representantes de ella y de sus comitentes, quedan sin limitación ni reserva alguna a disposición de S.E., hasta dos años después de terminada gloriosamente la guerra contra el loco, traidor, salvaje unitario Urquiza”. (citado por Juan González Calderón en El general Urquiza y la organización nacional).

Tal como había escrito Juan Bautista Alberdi en cuanto a que la independencia de España mutó para ser colonos de los propios gobiernos denominados patrios, lo cual continuó en medio de reiterados fracasos de organización nacional a través de pactos incumplidos, constituciones fallidas y declaraciones inconducentes en el contexto de caudillos que una y otra vez obstaculizaban el establecimiento del estado de derecho. Todo esto sin solución de continuidad hasta la Constitución liberal de 1853-60 que permitió que los argentinos se ubicaran a la vanguardia de los países civilizados hasta el golpe fascista del 30 y con mucho mayor ímpetu a raíz del golpe del 43 que sumió al país en desventuras varias que perduran hasta el presente.

Hay mucha bibliografía vinculada al rol emancipador de Urquiza en la historia argentina pero cabe subrayar especialmente la de Isidoro Ruiz Moreno «Vida de Urquiza», Ramón Cárcano «Urquiza y Alberdi. Intimidades de una política», Beatriz Bosch «Urquiza y su tiempo», la antes mencionada obra de González Calderón, de José María Zuviría «Los constituyentes de 1853», de Amancio Alcorta «Las garantías constitucionales» y de José María Sarobe «El general Urquiza. La campaña de Caseros».

Como señalan los autores citados, la organización nacional fue posible merced a las ideas de Alberdi y a la ejecución de Urquiza. Ambos se profesaban gran admiración. En correspondencia del primero al segundo que se reproduce en la obra de Cárcano aquél le rinde homenaje al escribir sobre “nuestra perpetua gratitud, por la heroicidad sin ejemplo con que ha sabido restablecer la libertad de la patria, anonadada por tantos años”, oportunidad en la que le envía las Bases sobre lo cual comenta: “He consagrado muchas noches a la redacción del libro, sobre las bases de la organización política para nuestro país, que tengo el honor de someter al excelente buen sentido de V.E.” (correspondencia fechada en Valparaíso el 30 de mayo de 1852). A esta misiva Urquiza le responde a Alberdi en los siguientes términos: “Su bien pensado libro es a mi juicio un medio de cooperación importantísimo. No ha podido ser escrito ni publicado en mejor oportunidad”. Y más adelante concluye: “A su ilustrado criterio no se lo ocultará que en esta empresa deben encontrarse grandes obstáculos […] Después de haber vencido una tiranía poderosa, todos los demás me parecen menores.” (Palermo de San Benito, julio 22 de 1852).

Después de Caseros, se le encomendó a Bernardo de Irigoyen el contacto con gobernadores vía el Protocolo de Palermo que convocó a la reunión en San Nicolás donde se estableció el célebre acuerdo para sancionar una carta constitucional en Santa Fe (artículo 11 del Acuerdo de San Nicolás).

Uno de los obstáculos que se presentaron fue la reiterada tensión entre Buenos Aires y las provincias del interior principal aunque no exclusivamente por el pretendido monopolio comercial de los porteños que se manifestaron a través de las dos batallas de Cepeda, la segunda de las cuales, en 1859, se tradujo en el Pacto de San José de Flores y la consiguiente reforma constitucional de 1860 y la primera de 1820 resultó contundente a pesar de su corta duración (se conoció como la “batalla de los diez minutos” por la brevedad del combate), tuvo lugar también por el desconocimiento de Buenos Aires respecto al interior la cual se tradujo en la disolución del Directorio y el Congreso Nacional. Luego de Pavón finalmente privó la paz y se dio cumplimiento a los pactos preexistentes que menciona la Constitución de 1853 (Pacto Federal, Pacto de Pilar, Pacto Benegas y Tratado del Cuadrilátero, tal como apunta Francisco Arriola en Historia de las instituciones políticas y sociales argentinas y americanas).

El eje central del gobierno libre es la protección de los derechos individuales, es decir la libertad civil. Como escribe Amancio Alcorta en la obra citada: “La confusión de la libertad política y de la libertad civil y la preponderancia de la primera han producido graves perturbaciones en el orden social, porque ello ha importado la confusión del fin con el medio”. Beatriz Bosch -también en el libro de esta autora- cita un pensamiento clave de Urquiza: “El respeto a la persona y a la propiedad, base fundamental para la felicidad de la patria”.

Antes de proseguir con Urquiza, resumo lo que he consignado en otra oportunidad al efecto de ilustrar la catadura moral de Rosas en opinión de distinguidas personalidades. Estimo necesaria esta reiteración como consecuencia de las repetidas falsedades y muy recientes apologías inauditas de la tiranía. Bartolomé Mitre destaca que fundó “una de las más bárbaras y poderosas tiranías de todos los tiempos” (en Historia de Belgrano). Esteban Echeverría: “Su voz es de espanto, venganza y exterminio (en Poderes extraordinarios acordados a Rosas). Domingo Faustino Sarmiento: “Hoy todos esos caudillejos del interior, degradados, envilecidos, tiemblan de desagradarlo y no respiran sin su consentimiento [el de Rosas]” (en Facundo). Félix Frías escribió: “Rosas se proponía por medio de espectáculos sangrientos enseñar la obediencia al pueblo de Buenos Aires (en La gloria del tirano Rosas). Juan Bautista Alberdi: “Los decretos de Rosas contienen el catecismo del arte de someter despóticamente y enseñar a obedecer con sangre” (en La República Argentina 37 años después de su Revolución de Mayo). Por su parte, José Manuel Estrada afirmó: “Ahogó la revolución liberal con la escoria colonial” (en La política liberal bajo la tiranía de Rosas). José Hernández: “Veinte años dominó Rosas esta tierra […] veinte años tiranizó, despotizó y ensangrentó al país” (en Discurso en la Legislatura de Buenos Aires). José de San Martín relata en una misiva: “Tú conoces mis sentimientos y por consiguiente yo no puedo aprobar la conducta del general Rosas cuando veo una persecución contra los hombres más honrados de nuestro país” (en Carta a Gregorio Gómez, septiembre 21 de 1839) y Paul Groussac concluye: “Lo que distinguía a Rosas de sus congéneres, era la cobardía, y también la crueldad gratuita” (en La divisa punzó).

Volvamos entonces a Urquiza ya habiendo calibrado telegráficamente el significado y la trascendencia de haber derrotado a la tiranía. En este sentido Ruiz Moreno pronunció las siguientes palabras con motivo de la presentación de su mencionado libro que caracterizan muy bien el espíritu de Urquiza: “Encontrándose con todo el poder a la mano, decide hacer lo contrario a lo que estaban acostumbrados a hacer sus poderosos aliados y rivales. Urquiza, dueño de la situación luego de derrotar a Rosas en Caseros, decide autolimitarse y organizar constitucionalmente el país, en beneficio de la incipiente nación que se hallaba fatigada luego de largos y cruentos años de guerra civil”.

También Isidoro Ruiz Moreno cita en esa obra palabras de Urquiza que resultan sumamente ilustrativas. “Si alguna gloria he apetecido es la de ofrecer a mi patria un monumento sublime de instituciones liberales, levantado sobre los escombros de la tiranía […] Mi programa es la Constitución, mi programa es la fraternidad, es la paz, es la religiosidad en el cumplimiento de los compromisos nacionales, es el respeto a los derechos de los ciudadanos, a los derechos de los pueblos, es la protección al extranjero. Que no haya proscriptos, que el extranjero halle la seguridad y protección de nuestras leyes, un asilo tan querido como su patrio hogar […] Yo reuní los miembros dispersos de la gran familia argentina, acometiendo con resolución y fe la difícil empresa de ensayar el ejercicio de la libertad y de las instituciones más adelantadas del mundo, allí donde sólo había imperado la dictadura y el absolutismo”.

Juan González Calderón en el libro mencionado concluye: “Urquiza tiene en su haber el pronunciamiento de 1851 contra la dictadura, la batalla redentora de Monte Caseros, el Acuerdo de San Nicolás, la promulgación de nuestra Constitución federal, la primera presidencia constitucional con el histórico gobierno de la Confederación, la reincorporación de Buenos Aires en virtud de la batalla decisiva de Cepeda y, por fin, el sacrificio de su vida en aras de la unidad nacional y la paz interna”.

Estos hechos ilustrados por Urquiza con la célebre colocación de su sable bajo el texto constitucional como señal de subordinación de la fuerza al derecho parió una prosperidad y bienestar notables desde la promulgación de esa Constitución liberal hasta que irrumpieron los antes mencionados acontecimientos que inauguraron el populismo argentino del que aun no hemos podido zafar. En aquel período de esplendor los salarios e ingresos en términos reales del peón rural y del obrero de la incipiente industria eran superiores a los de Suiza, Alemania, Francia, Italia y España. Competíamos abiertamente con Estados Unidos en la atracción de los inmigrantes a nuestras playas y se duplicaban cada diez años. Es de esperar que la batalla cultural en marcha en pos de las ideas liberales logre cuanto antes sus frutos no solo para hacer honor a los Alberdi y Urquiza sino sobre todo para bien de todos quienes moran en la nación argentina.

 

Alberto Benegas Lynch (h) es Dr. en Economía y Dr. en Ciencias de Dirección. Académico de la Academia Nacional de Ciencias Económicas, fue profesor y primer rector de ESEADE durante 23 años y luego de su renuncia fue distinguido por las nuevas autoridades Profesor Emérito y Doctor Honoris Causa. Es miembro del Comité Científico de Procesos de Mercado, Revista Europea de Economía Política (Madrid). Es Presidente de la Sección Ciencias Económicas de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires, miembro del Instituto de Metodología de las Ciencias Sociales de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, miembro del Consejo Consultivo del Institute of Economic Affairs de Londres, Académico Asociado de Cato Institute en Washington DC, miembro del Consejo Académico del Ludwig von Mises Institute en Auburn, miembro del Comité de Honor de la Fundación Bases de Rosario. Es Profesor Honorario de la Universidad del Aconcagua en Mendoza y de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas en Lima, Presidente del Consejo Académico de la Fundación Libertad y Progreso y miembro del Consejo Asesor de la revista Advances in Austrian Economics de New York. Asimismo, es miembro de los Consejos Consultivos de la Fundación Federalismo y Libertad de Tucumán, del Club de la Libertad en Corrientes y de la Fundación Libre de Córdoba. Difunde sus ideas en Twitter: @ABENEGASLYNCH_h

 

EL OLVIDADO CASO DE LUIGI STURZO, EL SACERDOTE QUE HUBIERA DERROTADO A LA ITALIA FASCISTA.

Por Gabriel J. Zanotti. Publicado el 30/12/18 en: https://gzanotti.blogspot.com/2018/12/el-olvidado-caso-de-luigi-sturzo-el.html?fbclid=IwAR3V46PZvVtrf1QilRuPswu85Plwwma_b2U9WRTBf96UJsvEq7diUx2v3OE

 

De Judeo-cristianismo, civilización oriental y libertad, cap. 6.

(accesible gratis en https://www.amazon.es/Judeocristianismo-Civilizaci%C3%B3n-Occidental-Libertad-judeocristiano-ebook/dp/B079P7V1JC/ref=redir_mobile_desktop?_encoding=UTF8&__mk_es_ES=%C3%85M%C3%85Z%C3%95%C3%91&dpID=51GJcML485L&dpPl=1&keywords=judeocristianismo%20zanotti&pi=AC_SX236_SY340_QL65&qid=1518158250&ref=plSrch&ref_=mp_s_a_1_1&sr=8-1 )

El caso de Luigi Sturzo nos plantea con tristeza los mundos paralelos posibles que hubieran sido, de no ser por la falta de visión histórica de quienes debían regir los destinos de la Iglesia. Como coherente injusticia, su figura excepcional sigue sumergida en el olvido, en medio del griterío del catolicismo ultramontano y el fanatismo anticatólico iluminista.

Luigi Sturzo[1], sacerdote católico nacido en 1871, fue nada más ni nada menos que el fundador del Partido Popular Italiano. Y dicho partido fue nada más ni nada menos que un partido democrático, anti-fascista, de orientación cristiana, aunque laical y anti-confesional. Con el pleno apoyo de Benedicto XV –quien como dijimos había levantado el non expedit– el partido popular va ganando el apoyo de los católicos y progresivamente va ganando elecciones y frenando el ascenso de los fascistas mussolinianos. Sí: una Italia no fascista, una Italia No aliada de los nazis, una Italia inspirada en una democracia cristiana –en un perfecto ejemplo de lo que hubiera sido una confesionalidad sustancial- laica, democrática, republicana, católica, hubiera sido perfectamente posible. Pero en Enero de 1922 fallece Benedicto XV y, como dijimos, Pío XI le retira su apoyo al Partido Popular. En 1924, Sturzo tiene que exiliarse de Italia, primero en Londres y luego en los EE.UU. Finalmente su proyecto renace con la democracia italiana de la post-guerra y en 1952 Luigi Einaudi lo nombre senador vitalicio. Muere en 1959. Durante su exilio escribe importantes obras que pocos católicos y pocos liberales han estudiado, entre ellas La Iglesia y el estado[2], monumental obra en cuya parte final destaca las figuras de los liberales católicos del s. XIX con gran fidelidad y detalle a las circunstancias históricas que hemos reseñado[3].

El caso Luigi Sturzo marca una tragedia permanente, intra-eclesial, de la cual aún no hemos salido. Podemos disculpar a Pío XI su falta de visión histórica, su ingenua alianza con Mussolini, pero evidentemente nada de ello hubiera sucedido si no se hubiera perseguido y descalificado con saña e injusticia a los liberales católicos del s. XIX, por parte de los católicos que luego forman el grupo de tradicionalistas ultramontanos de los cuales sale Lefebvre. Sí, es verdad que en esa guerra intelectual ganaron algunas batallas: las aclaraciones de Dupanloup, la moderación del magisterio de León XIII, las “no condenas” (si a eso se lo puede considerar victorias) de Lacordaire, Montalembert, Ozanam y Acton, pero la guerra, en su momento, fue perdida. Cómo fue posible que, a pesar de los esfuerzos visionarios de Benedicto XV, Pío XI hiciera una alianza con Mussolini; cómo fue posible que prácticamente la “doctrina oficial” de la Iglesia fuera en los 30 y los 40 una mezcla de corporativismo con autoritarismo; cómo fue posible que para revertir esa tendencia, Pío XII y Juan XXIII tuvieran que hacer ciclópeos esfuerzos que aún no han madurado… Sólo se explica por la imposibilidad de vacunas democráticas, para la mayoría de los católicos, ya sean laicos, sacerdotes, cardenales, teólogos o pontífices, luego del mazazo sin matices de la Mirari vos y la Quanta cura, donde Modernidad e Iluminismo no se distinguían en absoluto. Cómo puede ser posible que la Iglesia posterior, de los 60 en adelante, sucumbiera a los cantos de sirena del socialismo y del marxismo, problema en el cual aún estamos, se explica por el mismo motivo: la falta de vacunas intelectuales contra movimientos autoritarios que, ya de derecha o izquierda, desprecian absolutamente la institucionalidad liberal y la economía libre que el mismo Sturzo defiende con énfasis a partir de su regreso a Italia. En realidad los que comprendieron bien el vuelco del Vaticano II hacia la institucionalidad democrática fueron los que lo rechazaron, esto es, los lefebvrianos. Ellos sí se dieron cuenta de cuál fue el genuino resultado de los grandes Pío XII y Juan XXIII. Pero los demás, sólo repetían las notas, sin comprender lo que tocaban. Democracia, constitución, libertades civiles, derechos humanos, laicidad del estado, libertad religiosa, división de poderes, etc., sólo son palabras que se entienden –en el Catolicismo– a partir de los liberales católicos del s. XIX. De lo contrario, sólo son letra muerta que ocultan el permanente integrismo y clericalismo: la nación católica, el pueblo católico, ya sea en comunidades eclesiales de base, ya sea retornando a la Cristiandad Medieval de manos de algún dictador católico ilustrado. No hay ni debe haber “nación católica”, ya en alianza con Mussolini, en su momento, ya en alianza con Cuba, como hoy: esos proyectos no son compatibles con la libertad religiosa, con el debido pluralismo político y la legítima convivencia entre creyentes y no creyentes. Ya sea la alianza de Pío XI con Mussolini, ingenua en su momento y retrospectivamente vergonzosa, ya sea la alianza de los católicos de hoy con los populismos de izquierda filo-cubanos y marxistas, siempre es lo mismo: la carencia trágica de toda formación básica en los valores republicanos y en la economía de mercado[4].

[1] Sobre Sturzo, ver Antisieri, D.: Cattolici a difesa del mercato, Rubbettino, 2005.

[2] Church and State, New York, Longmans, Green And Co., 1939.

[3] Op. cit., cap. XII.

[4] Al respecto es muy ilustrativa la aguda crítica de Gustavo Irrazábal a la falta de conciencia institucional republicana de las conferencias episcopales latinoamericanas, y su aguda crítica también a la “teología del pueblo”, en Iglesia y democracia, Buenos Aires, Instituto Acton, 2014.

 

Gabriel J. Zanotti es Profesor y Licenciado en Filosofía por la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (UNSTA), Doctor en Filosofía, Universidad Católica Argentina (UCA). Es Profesor titular, de Epistemología de la Comunicación Social en la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor de la Escuela de Post-grado de la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor co-titular del seminario de epistemología en el doctorado en Administración del CEMA. Director Académico del Instituto Acton Argentina. Profesor visitante de la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala. Fue profesor Titular de Metodología de las Ciencias Sociales en el Master en Economía y Ciencias Políticas de ESEADE, y miembro de su departamento de investigación.

Corrupción, ética y Constitución

Por Gabriel Boragina Publicado el 19/8/18 en: http://www.accionhumana.com/2018/08/corrupcion-etica-y-constitucion.html

 

Es habitual analizar el tema de la corrupción -tan vigente siempre- desde el punto de vista exclusivamente económico. Será interesante, tal vez, prestar un poco de atención al ángulo jurídico del asunto, sin restar importancia, de ninguna manera, al económico, ya que ambos están intrínsecamente implicados. Nuestra Ley Fundamental toca directamente el tópico, y subsume -como se verá del siguiente examen- lo económico en lo ético:

«El último párrafo del art. 36 de la Constitución establece que el Congreso deberá sancionar una ley que regule la ética pública para el ejercicio de las funciones gubernamentales. Una ley semejante, siempre que sus disposiciones sean claras y precisas, constituirá una garantía sumamente eficaz para la consolidación de un sistema democrático constitucional. El incumplimiento de las normas éticas por los gobernantes ha sido y es uno de los factores más nocivos para la subsistencia del régimen constitucional, y uno de los argumentos que con mayor frecuencia han utilizado sus adversarios para pretender demostrar su inconsistencia en función del bien común de la sociedad.»[1]

La ética definida constitucionalmente comprende, por tanto, los comportamientos de los funcionarios públicos en su totalidad, sean estos en sus actos económicos como no económicos. Existe un enfrentamiento directo entre violación a la ética pública y la constitucionalidad. La cercana interrelación entre ética pública y economía viene dada por el hecho de que todo funcionario público maneja lo que se ha dado en llamar el erario público, lo que implica que, en el fondo, el funcionario público es (o debería ser) un mero administrador de recursos ajenos que, en el mejor de los casos, le han sido confiados por mandato legal a los únicos fines administrativos.

Sin embargo, también dispone de ellos muchas veces como si fueran propios. Tanto administrativa como dispositivamente estas amplias facultades que tiene el burócrata son una excelente oportunidad para verse tentado a aprovecharse de las mismas.

Nosotros preferimos la expresión de ética política a la de ética pública, porque opinamos que muchas conductas individuales de particulares también afectan a la ética pública, aun cuando esas personas estén fuera de órbita política.

«De todas maneras, cabe recordar que existen disposiciones legales que regulan, de manera parcial, la ética pública republicana. Por otra parte, antes de la reforma, en modo alguno la Constitución impedía la sanción de una norma de la especie que ahora enuncia el art. 36. La ética puede ser objeto de múltiples definiciones, atendiendo a la corriente filosófica en que se enrola el analista. Sin embargo, teniendo en cuenta que una Constitución no es una obra científica ni doctrinaria, sino una norma jurídica fundamental impregnada de realismo y sencillez, que es instrumento de gobierno y símbolo de unidad nacional, sus palabras deben ser explicadas a la luz del lenguaje y pensamiento del ciudadano común.»[2]

A pesar que la llamada ética pública tiene en mira los posibles desfalcos económicos que los burócratas tienen oportunidad de llevar a cabo en ocasión de los cargos políticos que ostentan (y de los cuales no son pocos los que no se privan de cometerlos), desde el ángulo constitucional no se limitan a ellos, como ya se ha aclarado. Pero, bien visto, lo ético tiene indisoluble vínculo con lo jurídico, y este con lo económico.

Desde el momento que una norma (como es la Constitución) se refiere a la ética como lo hace en su art. 36, ello implica incluir a esta en el campo de Derecho. Y no puede negarse que el Derecho tiene por objeto regular conductas que no dejarán de tener consecuencias económicas, dado que la aplicación de toda norma ha de dar por sentado que se cuenta o que se contará con los recursos necesarios para ello. De tal suerte que, queda claro (al menos para nosotros) el estrecho nexo entre ética-economía-derecho. Los actos de corrupción dañan por igual a este trípode.

«Desde esta óptica, la ética no es tanto, una ciencia filosófica que estudia las normas a que debe someterse la conducta humana y las consecuencias que se derivan de su aplicación, sino un arte que tipifica comportamientos individuales y sociales encaminados al logro del bien.»[3]

Siguiendo las directrices del individualismo metodológico nos resulta bastante difícil poder reconocer la existencia de comportamientos «sociales», excepto que se quisiera describir a una suma de conductas individuales, donde logramos visualizar mejor el concepto. Hecha esta salvedad, no podemos estar sino de acuerdo con lo expuesto en la cita. Lo característico, entonces, de la ética es -según este autor- la de ser un arte que tipifica comportamientos (para nosotros solamente individuales, dado que la responsabilidad tiene sentido únicamente respecto de la conducta de los individuos) encaminados al logro del bien.

«No se trata de la ética individual, positivista o religiosa, sino de la idea dominante en una sociedad sobre cuál debe ser el comportamiento de los gobernantes para alcanzar el bien común. En tal sentido, el concepto vulgar de la ética pública impone conductas al gobernante, tanto en su vida pública como en la privada cuando, esta última, adquiere relevancia social.»[4]

El autor analizado nos da a entender que habría distintas «éticas» como ya había esbozado en su párrafo anterior. Por un lado, distingue una ética individual (positivista o religiosa) y la separa de otra ética que califica como «idea dominante en una sociedad sobre cuál debe ser el comportamiento de los gobernantes para alcanzar el bien común». Da la impresión que se apunta a lo que habitualmente se denomina por algunos como ética «social» pero más bien parece que desea aludir a una especie de «ética política» porque la hace dirigir exclusivamente a los gobernantes en su comportamiento. Existiría entonces -sintetizando, y en el concepto de nuestro autor- una ética individual por un lado y otra ética que podríamos llamar «política» por el restante. Pero no es cualquier «ética política», sino que es una ética a cumplir en cabeza de los gobernantes y no de los gobernados. Para estos últimos parece quedar reservado el campo de la ética individual.

[1] Badeni, Gregorio. Tratado de Derecho Constitucional. Tomo II- 2ª Edición Actualizada. Ampliada – 2a M. – Buenos Aires- La Ley, ISBN 987-03-0947-X (Tomo Ii)-ISBN 987-03-0945-3 (Obra Completa) «Las Garantías Institucionales» N° 457. Ética Pública Pág., 1347-1348

[2] Badeni, Gregorio, ibidem.

[3] Badeni, Gregorio, ibidem.

[4] Badeni, Gregorio, ibidem.

 

Gabriel Boragina es Abogado. Master en Economía y Administración de Empresas de ESEADE. Fue miembro titular del Departamento de Política Económica de ESEADE. Ex Secretario general de la ASEDE (Asociación de Egresados ESEADE) Autor de numerosos libros y colaborador en diversos medios del país y del extranjero.

¿QUÉ LES PASA A LOS LIBERTARIOS Y LIBERALES CLÁSICOS?

Por Gabriel J. Zanotti. Publicado el 3/6/18 en:  http://gzanotti.blogspot.com/2018/06/que-les-pasa-los-libertarios-y.html

 

Una vez más (una vez más, una vez más, una vez más, una vez más, no sé si me explicoooooooooooooooooooooooooooo), mi defensa de valores morales, más allá de la legalidad del Estado de Derecho, me pone en una extraña vereda contra libertarios que, casi permanentemente, parecen los más escépticos y postmodernos al rechazar por completo un orden moral objetivo. Inútil que les distinga moralidad de legalidad. Inútil que les recuerde el art. 19 de la Constitución. Oyen hablar de ética objetiva y creen que los voy a perseguir con el estado. Y lo curioso es que me lo dicen a mí, como si yo NO fuera el liberal católico que la mayor parte de los católicos desprecia.

Hay una decadencia intelectual en los ambientes libertarios, últimamente, que me preocupa. Y no lo digo sólo de Argentina. Conozco el paño desde 1974. Por supuesto, siempre está el vaso medio lleno y el medio vacío. El medio lleno es honroso. Podría citar una enorme cantidad de insignes intelectuales y personas de altísimo nivel, gracias a Dios. Es más, permanentemente los cito y los subo a mi muro en Facebook. Pero ello no quiere decir que no me preocupe el resto, que hace un ruido muy desagradable. Nula formación en historia de la filosofía, en filosofía de las ciencias, en Historia, en humanidades en general. Han leído sólo un autor que endiosan como los marxistas a Marx, repiten sus manuales como loros, desprecian a toooooooooooooodo lo demás y se dan el lujo de pontificar sobre cualquiera de los temas  más espinosos de la filosofía y de la Teología que por supuesto exceden totalmente el pequeño conocimiento que puedan tener por haber leído un manualcito sobre economía libre (como el de Zanotti, por ejemplo J).

Se hacen los muy escépticos en materia moral. Ignoran que su misma defensa de la libertad es una decisión moral importante, objetiva, igual que otras que desprecian. Ignoran que el liberalismo clásico no es una tradición postmoderna. Dejando de lado la obvia moral católica de los escolásticos que defendían el mercado libre y la limitación del poder, era la moralidad, el más estricto convencimiento de valores morales objetivos, lo que movió la vida de Adam Smith, Ferguson, Kant, Locke, Tocqueville, Monstesquieu, Burke, Acton, los autores del Federalista, etc. Los utilitaristas podían ser muy escépticos cuando criticaban a la ley natural escolástica pero en su vida se jugaron el todo por el todo con un heroísmo moral que no tiene nadie que desprecie a los valores permanentes. Mises y Hayek fueron escépticos con respecto a la ley natural pero su vida fue un ejemplo de heroísmo moral. Mises, directamente, tendría que ser canonizado algún día.

Y si el problema es lo religioso, ok, ¿pero por qué no un poco más de diálogo? Comprendo que se entusiasmen con Ayn Rand, ¿pero por qué esa cerrazón, que nos hace tanto mal a todos los libertarios? ¿Cómo puede ser que ignoren y NO lean a Leonard Liggio, a Alejandro Chafuen, a Michel Novak, a Robert Sirico, a Sam Gregg, o a los clásicos Lord Acton, Montalembert o Rosmini? ¿Cómo puede ser que en el Instituto Acton nos matemos convenciendo a los cristianos de las bondades del libre mercado y de la libertad individual y luego aparezcan diatribas contra lo religioso, por parte de jovencitos y pequeñas Rand, dignas de un Robbespierre resucitado? ¿Están tan seguros de eso? Bueno, aquí tienen mi oferta: júntense todos de un lado, todos, todos juntos, preparen tooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooodas sus objeciones contra “lo” religioso y la Iglesia, pónganme a mí en otra mesa, solo, y yo dialogo con todos. ¡Vamos, háganlo!!!! Sólo digan dónde y cuándo.

Mientras tanto, seguiré prefiriendo El porvenir de una ilusión a cualquier otra cosa que se haya escrito contra Dios desde el lado libertario.

 

Gabriel J. Zanotti es Profesor y Licenciado en Filosofía por la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (UNSTA), Doctor en Filosofía, Universidad Católica Argentina (UCA). Es Profesor titular, de Epistemología de la Comunicación Social en la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor de la Escuela de Post-grado de la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Profesor co-titular del seminario de epistemología en el doctorado en Administración del CEMA. Director Académico del Instituto Acton Argentina. Profesor visitante de la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala. Fue profesor Titular de Metodología de las Ciencias Sociales en el Master en Economía y Ciencias Políticas de ESEADE, y miembro de su departamento de investigación.

 

Un anticipo del después, tras la reelección de Vladimir Putin

Por Emilio Cárdenas. Publicado el 21/12/17 en: http://www.lanacion.com.ar/2094372-un-anticipo-del-despues-tras-la-reeleccion-de-vladimir-putin

 

En marzo de 2018 la Federación Rusa tendrá previsiblemente sus próximas elecciones presidenciales. El actual presidente, Vladimir Putin, es sumamente popular. Por esto ha anunciado que será nuevamente candidato a la primera magistratura. Lo cierto es que hoy luce invencible y que pareciera tener la carrera que se avecina ganada de antemano.

Por esto los principales analistas se están concentrando no ya en 2018, sino en que pudiera ocurrir en el período presidencial siguiente: aquel que recién comenzaría en 2024. Parece insólito, pero es efectivamente así. Ocurre que Vladimir Putin no podría aspirar a obtener un tercer período presidencial consecutivo. Porque la actual Constitución rusa se lo prohíbe expresamente.

Por el momento entonces, Putin sólo podría aspirar a ser cuatro veces presidente de su país. No es poco. Como consecuencia de ello, muchos tratan de identificar a quién podría ser su sucesor, pese a que lo cierto sea que aún queda un largo camino por recorrer.

Los encontronazos políticos parecen haber comenzado y nadie sabe, a ciencia cierta, quién podría ser el candidato «in pectore» del propio Putin, quien se cuida enormemente de no hacer señales de ningún tipo en ese sentido.

Hoy Putin tiene 65 años y goza de una salud absolutamente privilegiada, de la que, además, hace gala. Sin embargo, al fin de su tercer mandato consecutivo tendría 71 años, edad en la que hoy mucha gente sigue en plenitud. Por esto no hay que descartar que, cuando llegue el momento, Vladimir Putin intente (como tantos) cambiar las reglas que hoy cierran su camino, a su favor naturalmente. De modo de eliminar los obstáculos que pudieran impedirle seguir en su larga carrera política.

Por esto quienes, ante el escenario descrito, aspiran (o sueñan) con suceder a Vladimir Putin están inmersos en la prudencia, en un comprensible juego de preservación de sus posibilidades. Con la mirada fija en el hombre que puede impulsarlos o también, de pronto, detenerlos.

Las intrigas cortesanas y hasta los codazos abiertos pueden caracterizar al ambiente político ruso en los próximos seis años. Con todas sus tensiones, dramas y batallas esperados. Con ganadores y perdedores, naturalmente. Y habrá que tratar de escudriñar a quienes avancen y a quienes, en cambio, por las razones que fueren, queden en el camino.

Como ya sucediera en Rusia en 1996, enseguida después de que el entonces presidente Boris Yeltsin obtuviera electoralmente su último mandato con la seguridad de que -como también sucede ahora- legalmente ya no podía aspirar a obtener uno más. Tras el, precisamente, llegó Vladimir Putin al poder ruso.

Algunos de esos episodios parecen haber comenzado. Con ruidos sordos. Por ejemplo, en torno al cierre de una joven universidad, dedicada a la investigación. Me refiero a los episodios sucedidos respecto de la Universidad Europea de San Petersburgo, que pareciera concentrar el odio y los rencores de algunos grupos nacionalistas. O con relación a algunas acusaciones de corrupción -como la que ahora tiene como blanco al ex ministro de economía Aleksei Ulyukayev- que han estallado, las que hasta no hace mucho se habrían presumiblemente resuelto en un marco de cierta cercanía y discreción.

Aparentemente, Vladimir Putin -que en 2012 ampliara el término del mandato presidencial ruso de cuatro a seis años- estaría decidido a dejar el poder en manos de quien le garantizara un mínimo de confianza. No sólo respecto del futuro de Rusia. También con relación al suyo propio. Algo que, por cierto, no es fácil de implementar.

Lo cierto es que en torno a Vladimir Putin el ambiente de desconfianzas y pulseadas dentro de su elite política podría crecer rápidamente. Y que, previsiblemente, habrá alianzas reservadas «entre bambalinas» y toda suerte de arreglos discretos entre los contendores, con el objeto de no quedar, de pronto, fuera de concurso.

Como es natural. Nadie querrá ser visto como una amenaza o como una preocupación respecto de los planes que apunten a generar una transición ordenada del poder. Como le está sucediendo al presidente de la petrolera Rosneft, Igor Sechin. Y al arbitrario y dictatorial presidente de Chechenya, Ramzan Kadyrov, un hombre sin compasión, que ha adoptado un andar cada vez más independiente pese a que pareciera tener bastante pocas posibilidades de aspirar a un liderazgo de su país, más allá del de su propia región de influencia.

Vladimir Putin sabe que ya es una figura histórica en su país, al que logró sacar de la desordenada decadencia en la que había entrado luego de la caída del Muro de Berlín. Por esto, el ex agente de inteligencia podría tratar de reservar -para sí y para su círculo inmediato- algún importante rincón de poder, especialmente en materia de seguridad. De modo de no aparecer nunca como un mero «pato rengo». Ello seguramente beneficiaría a toda la elite del poder.

De alguna manera, esto es algo que Vladimir Putin ha hecho en el pasado reciente. Cuando en 2008 se transformara en primer ministro del ex presidente Dimitri Medvedev, pese a que lo cierto haya sido que, más allá de la engañosa imagen de estar presuntamente en segunda fila, Vladimir Putin mantuvo efectivamente el carácter real de líder indiscutido de su país.

Putin, por su parte, seguramente no quiere arriesgarse a terminar de pronto como le ocurriera a otro conocido longevo del poder: el depuesto y también autoritario presidente de Zimbabwe, Robert Mugabe. Menos aún, obviamente, como la le aconteciera al duro líder rumano, Nicolae Ceausescu, muerto en 1989, en las inmediaciones de Bucarest, luego de haber sido depuesto.

El último ciclo de la larga era de Vladimir Putin comenzará pronto. A comienzos del año próximo. Concretamente, después de su esperada reelección presidencial, que podría ser la última. ¿O no?

 

Emilio Cárdenas es Abogado. Realizó sus estudios de postgrado en la Facultad de Derecho de la Universidad de Michigan y en las Universidades de Princeton y de California.  Es profesor del Master de Economía y Ciencias Políticas y Vice Presidente de ESEADE.

¿Es posible la unidad? ¿Es deseable?

Por Enrique Aguilar: Publicado en http://www.revistacriterio.com.ar/bloginst_new/2016/04/01/es-posible-la-unidad-es-deseable/

 

¿Es posible la unidad? ¿Es deseable?

En democracia, multiplicar las opiniones y facilitar el debate continuo son elementos fundamentales para evitar la concentración de poder.

Se habla mucho a estas horas de la necesidad de unir a los argentinos después de años de enfrentamientos provocados por la presunta “grieta” que el kirchnerismo habría abierto en una sociedad que, seamos francos, tampoco se encontraba demasiado “unida” con anterioridad.
Ahora bien, ¿es posible alcanzar esa mentada unidad? ¿Es realmente deseable? Por lo pronto, como no sea en un conjunto de reglas legales que salvaguarden nuestros derechos y la resolución pacífica de los conflictos, difícilmente podremos estar de acuerdo en todos y cada uno de nuestros fines (individuales o colectivos), nuestras creencias, o aun en las lecturas presentes o retrospectivas que nos merezca la realidad nacional. Pero una democracia que se diga pluralista no significa unanimidad en todas estas cuestiones. Lo que supone, en cambio, es el común respeto (fruto a la par de la coacción legítima y del consentimiento libre de los ciudadanos) a esas reglas que, por estar previstas en la Constitución, quedan de algún modo apartadas de la competencia electoral sirviendo de límite, además, a la acción de los gobernantes.
Si la democracia, entonces, presupone la búsqueda de un “consenso procedimental” que garantice su existencia, también requiere la aceptación de las discrepancias que, mientras no degeneren en violencia, contribuyen no menos a sostenerla en la medida en que conspiran contra la posibilidad de que un proyecto mayoritario pretenda encarnar por sí solo la voluntad soberana del pueblo considerado como una entidad indivisible, lo cual convierte ipso facto en “no pueblo” a los que piensan distinto, es decir, a las minorías.
Desde esta perspectiva, la unidad no resultaría deseable tampoco. Para alcanzarla, según un clásico argumento de James Madison, deberíamos suprimir la libertad o procurar, en su defecto, la conformidad de todas las opiniones, aspiración no menos perniciosa y al cabo inviable dada la fuerte “propensión de la humanidad a caer en animadversiones mutuas”, sea por motivos verdaderos o por imaginarios pretextos. Dos remedios peores, en suma, que los potenciales males que traerían consigo esos inevitables antagonismos.
Para no tentar al demonio, ¿qué mejor pues que multiplicar las opiniones, los canales de expresión y aun los centros de decisión? El poder tiene su lógica: cuando se lo ejerce, tiende a avanzar, no a retroceder. De ahí la necesidad de limitarlo ya que no somos ángeles (para evocar nuevamente a Madison) ni los ángeles nos gobiernan. De ahí también esas necesarias “precauciones” que completan la legitimidad democrática y que consisten en un reparto equilibrado de las funciones del Estado, tanto en sentido horizontal como vertical, para evitar que unas usurpen las atribuciones de las otras monopolizando de este modo la representación de los gobernados.
Multiplicar parece ser aquí la palabra clave. Porque, como lo ha explicado bien Bryan Garsten en un texto revelador, es procurando que existan “pretensiones en competencia” por representar al pueblo como se evita la “representación unificada”, vale decir, la concentración del poder en una de sus ramas con las consecuencias que están a la vista para la historia de nuestros países y la instauración de un buen gobierno republicano. Entendida así, por lo demás, no de manera unificada sino dividida en áreas en competencia que se fiscalizan unas a otras, la representación constituye de suyo una invitación al debate continuo que las variantes hegemónicas prefieren sustituir por la decisión precipitada hecha en nombre de una interpretación definitiva o totalizadora de la voluntad popular.
Con la opinión pública ocurre otro tanto. Porque es la pluralidad de pareceres el mejor antídoto contra el riesgo de que una posición mayoritaria constriña a los que no adhieren a ella o se resignan a callar sus desacuerdos. En este sentido, la experiencia histórica y una abundante literatura se dan cita para corroborar la existencia de una forma de opresión que irrumpe por fuera del poder político de la mano de una opinión que se cree sagrada y que se impone a expensas del ostracismo social de los disidentes. Los célebres reparos de J. S. Mill contra la “pacificación intelectual” que petrifica el pensamiento y desalienta la deliberación pública tienen origen, precisamente, en su temprana conciencia de esa coacción que lleva al conformismo y que Tocqueville ya había caracterizado como “una nueva fisonomía de la servidumbre”.
Ciertamente, nada de lo dicho hasta aquí implica negar la importancia y aun la necesidad del diálogo civilizado sobre todo en sociedades que, al no poder superar viejos enconos, se encuentran de alguna manera impedidas de abrirse al futuro. A este fin, cabría afirmar con Sartori que un consenso no sólo procedimental, que involucre valores fundamentales además de las reglas de juego, puede facilitar, como “condición coadyuvante” pero no necesaria, nuestra convivencia ciudadana. Sin embargo, si no reconocemos que existe un grado de conflicto compatible con la existencia de un régimen democrático, nuestro derecho al disenso y la sana alternancia entre mayorías cambiantes se verán siempre amenazados.

 

Enrique Edmundo Aguilar es Doctor en Ciencias Políticas. Ex Decano de la Facultad de Ciencias Sociales, Políticas y de la Comunicación de la UCA y Director, en esta misma casa de estudios, del Doctorado en Ciencias Políticas. Profesor titular de teoría política en UCA, UCEMA, Universidad Austral y FLACSO,  es profesor de ESEADE y miembro del consejo editorial y de referato de su revista RIIM. Es autor de libros sobre Ortega y Gasset y Tocqueville, y de artículos sobre actualidad política argentina.

La derrota de Evo

Por Mario Vargas Llosa. Publicado el 6/3/16 en: http://elpais.com/elpais/2016/03/03/opinion/1457026147_040257.html

 

La popularidad del presidente boliviano va apagándose y la opinión pública dejará de aplaudir a un régimen que es un monumento al populismo más desenfrenado

 

La derrota de Evo Morales en el referéndum con el que pretendía reformar la Constitución para hacerse reelegir por cuarta vez en el año 2019 es una buena cosa para Bolivia y la cultura de la libertad. Se inscribe dentro de una cadena democratizadora que va golpeando al populismo demagógico en América Latina de la que son jalones importantes la elección de Mauricio Macri en Argentina contra el candidato de la señora Fernández de Kirchner, el anuncio de Rafael Correa de que no será candidato en las próximas elecciones en Ecuador, la aplastante derrota —por cerca del 70% de los votos— del régimen de Nicolás Maduro en las elecciones para la Asamblea Nacional en Venezuela y el desprestigio creciente de la presidenta Dilma Rousseff y su mentor, el expresidente Lula, en Brasil, por el fracaso económico y los escándalos de corrupción de Petrobras que presagian también un fracaso catastrófico del Partido de los Trabajadores en las próximas elecciones.

A diferencia de los Gobiernos populistas de Venezuela, Argentina, Ecuador y Brasil, cuyas políticas demagógicas han desplomado sus economías, se decía de Evo Morales que su política económica ha sido exitosa. Pero las estadísticas no cuentan toda la verdad, es decir, el período enormemente favorable que vivió Bolivia en buena parte de estos 10 años de Gobierno con el auge del precio de las materias primas; desde la caída de estas, el país decrece y está sacudido por los escándalos y la corrupción. Esto explica en parte el descenso en picada de la popularidad de Evo Morales. Es interesante advertir que en el referéndum casi todas las principales ciudades bolivianas votaron contra él, y que, si no hubiera sido por las regiones rurales, las menos cultas del país y también las más alejadas, donde es más fácil para el Gobierno falsear el resultado de las urnas, la derrota de Evo habría sido mucho mayor.

¿Hasta cuándo continuará el singular mandatario echando la culpa al “imperialismo norteamericano” y a los “liberales” de todo lo que le sale mal? El último escándalo que ha protagonizado tiene que ver con China, no con Estados Unidos. Una examante suya, Gabriela Zapata, ahora presa, con la que tuvo un hijo en 2007, fue luego ejecutiva de una empresa china que ha venido recibiendo jugosos y arbitrarios contratos gubernamentales para construir carreteras y otras obras públicas por más de 500 millones de dólares. El favoritismo flagrante de estos contratos ilegales, denunciados por un gallardo periodista, Carlos Valverde, ha sacudido al país y los desmentidos y explicaciones del presidente sólo han servido para comprometerlo más con el enjuague. Y para que la opinión pública boliviana recuerde que este es sólo el último ejemplo de una corrupción que a lo largo de este decenio ha venido manifestándose en múltiples ocasiones aunque la popularidad de Evo sirviera para acallarla. Da la impresión de que aquella popularidad, que va apagándose, ya no bastará para que la opinión pública boliviana siga engañada, aplaudiendo a un mandatario y a un régimen que son un monumento al populismo más desenfrenado.

Ojalá que, al igual que los bolivianos, la opinión pública internacional deje de mostrar esa simpatía en última instancia discriminatoria y racista que, sobre todo en Europa, ha rodeado al supuesto “primer indígena que llegó a ser presidente de Bolivia”, una de las muchas mentiras que propala su biografía oficial, en todas sus giras internacionales. ¿Por qué discriminatoria y racista? Porque los franceses, italianos, españoles o alemanes que han jaleado al divertido gobernante que se lucía en las reuniones oficiales sin corbata y con una descolorida chompita de alpaca jamás habrían celebrado a un gobernante de su propio país que dijera las estupideces que decía por doquier Evo Morales (como que en Europa había tantos homosexuales por el consumo exagerado de la carne de pollo), pero, al parecer, para Bolivia, ese ignaro personaje estaba bien. Los aplausos a Evo Morales en Europa me recordaban a Günter Grass cuando recomendaba a los latinoamericanos “seguir el ejemplo de Cuba”, pero para Alemania y la culta Europa él no proponía el comunismo sino la socialdemocracia. Tener pesos y medidas distintas para el primer y el tercer mundo es, pura y simplemente, discriminatorio y racista.

Quienes creen que un personaje como Evo Morales está bien para Bolivia (aunque nunca lo estaría para Francia o España) tienen una pobre e injusta idea de aquel país del Altiplano. Un país al que yo quiero mucho, pues allí, en Cochabamba, pasé nueve años de mi infancia, una época que recuerdo como un paraíso. Bolivia no es un país pobre, sino, como muchas repúblicas latinoamericanas, empobrecido por los malos Gobiernos y las políticas equivocadas de sus gobernantes —muchos de ellos tan poco informados y tan demagogos como Evo Morales—, que han desaprovechado los ricos recursos de su gente y su suelo —sobre todo, cerros y montañas— y permitido que una pequeña oligarquía prosperara en tanto que la base de la pirámide, las grandes masas quechua y aymara, y la población mestiza, que es el grueso de sus clases medias, vivieran en la pobreza. Evo Morales y quienes lo rodean no han hecho avanzar un ápice el progreso de Bolivia con sus acuerdos comerciales con Brasil para la explotación del gas y sus empréstitos gigantes provenientes de China para la financiación de obras públicas faraónicas y, muchas de ellas, sin sustentación técnica ni financiera, que comprometen seriamente el futuro de ese país, a la vez que su política de nacionalizaciones, victimización de la empresa privada y exaltación de la lucha de clases (y, a menudo, de razas) incentivaba una violencia social de peligrosas consecuencias.

Bolivia cuenta con políticos respetables, realistas y valientes —conozco a algunos de ellos— que, pese a las condiciones dificilísimas en que tenían que actuar, arriesgándose a campañas innobles de desprestigio por parte de la prensa y los aparatos de represión del Gobierno, o a la cárcel y al exilio, han venido defendiendo la democracia, la libertad ultrajada, denunciando los atropellos y la política demagógica, la corrupción y las medidas erróneas e insensatas de Evo Morales y su corte de ideólogos, encabezados por el vicepresidente, el marxista Álvaro García Linera. Son ellos, y decenas de miles de bolivianos como ellos, la verdadera cara de Bolivia. Ellos no quieren que su país sea pintoresco y folclórico, una anomalía divertida, sino un país moderno, libre, próspero, una genuina democracia, como lo son ahora Uruguay, Chile, Colombia, Perú y tantos otros países latinoamericanos que han sabido sacudirse, o están a punto de hacerlo, mediante los votos de quienes, como los esposos Kirchner, el comandante Chávez y su heredero Nicolás Maduro, el inefable Rafael Correa, Lula y Dilma Rousseff los estaban o están todavía llevándolos al abismo.

La derrota de Evo Morales en el referéndum del domingo pasado abre una gran esperanza para Bolivia y ahora solo depende que la oposición mantenga la unidad (precaria, por desgracia) que esta consulta gestó, y no vuelva a dividirse, pues ese sería un regalo de los dioses para la declinante estrella de Evo Morales. Si se mantiene unida y tan activa como lo ha estado estas últimas semanas, Bolivia será el próximo país latinoamericano en librarse del populismo y recobrar la libertad.

 

Mario Vargas Llosa es Premio Nobel de Literatura y Doctor Honoris Causa de ESEADE.