Japón recorta su perfil pacifista

Por Emilio Cárdenas. Publicado el 9/7/14 en: http://www.lanacion.com.ar/1708248-japon-recorta-su-perfil-pacifista

Tras la derrota de Japón en la Segunda Guerra Mundial, su Constitución -en cuya redacción contribuyeron directamente los norteamericanos, en 1947- incluyó una «cláusula pacifista» expresa. Me refiero a su artículo 9, que dice que «el pueblo japonés renuncia a la guerra como derecho soberano y a la amenaza o al uso de la fuerza como forma de resolver las disputas internacionales». Para ello, agrega, «no se mantendrán, en adelante, fuerzas de tierra, mar o aire, así como otras capacidades de guerra». Por ello los soldados japoneses no han disparado nunca un tiro contra tropas enemigas. En verdad Japón no ha estado involucrado militarmente en ningún conflicto armado desde 1945.

No obstante, lo cierto es que Japón tiene, desde 1954, modernas fuerzas militares para asegurar su derecho de defensa. Esto está, por cierto, en absoluta consonancia con el derecho inmanente a la legítima defensa que tienen todos los Estados, emanado expresamente del artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas, para el caso de ataques armados.

Hace ya una década, el primer ministro Junichiro Koizumi comenzó de alguna manera a debilitar la referida noción constitucional sobre la que se que edifica el pacifismo japonés. Lo hizo al prestar apoyo logístico en la guerra de Afganistán. Para luego enviar algunas tropas a Irak, aunque estrictamente hablando, sin capacidad combativa. Esto es apenas como un apoyo no armado. Pero con autorización de usar sus armas excepcionalmente. Esto es, tan sólo en caso de ser agredidas.

Bajo la gestión del actual primer ministro nacionalista de Japón, Shinzo Abe, el pacifismo constitucional japonés ha continuado su proceso de erosión. Primero, con la conformación de un Consejo Nacional de Seguridad, inspirado en el similar norteamericano. Luego, con la sanción de una ley que protege los secretos de Estado. Y, además, con la flexibilización de las normas que hasta ahora restringieron las ventas japonesas de armas al exterior.

Esto ha sido consecuencia directa de las crecientes tensiones navales y aéreas con China, respecto de las islas japonesas emplazadas en el Mar del Este de China a las que Japón denomina como Senkaku. Apenas ocho peñascos en cuya vecindad habría importantes yacimientos de hidrocarburos.

Para algunos, este proceso está acercando paulatinamente a Japón a la «normalidad». Esto es, sacándolo de la situación patológica -casi de indefensión- en la que el mencionado artículo 9 de su Constitución lo había puesto. Lo que tiene que ver con la sensación de debilitamiento que algunos perciben respecto del escudo militar de protección brindado hasta ahora al Japón por los Estados Unidos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

Lo cierto es que el camino se ha recorrido sin tocar formalmente el texto constitucional. Reinterpretándolo. Con alguna cuota de flexibilidad, claro está. En lugar de tratar de modificar la Constitución, lo que supone transitar un proceso complejo en el que primero debe obtenerse la aprobación parlamentaria con una mayoría de los dos tercios y, luego, confirmarse la reforma mediante su aprobación en un referendo constitucional nacional.

Abe acaba de dar un paso más hacia la flexibilización de la «cláusula pacifista» de su Constitución al declarar recientemente que Japón, a su modo de ver, tiene «el derecho de defender a sus aliados». Lo que, como política, debe ser ratificada por el parlamento nipón. Esto permitiría a Japón salir en auxilio de países que también hoy tienen algunos sonoros conflictos marítimos fronterizos con China, como es, por ejemplo, el caso de Filipinas, o el de Vietnam.

El nuevo avance japonés en dirección a la flexibilización de su doctrina nacional en materia de defensa ha provocado reacciones adversas y preocupación en China, que acusa al Japón de dar un paso que supone poner en peligro la paz y seguridad regionales.

Buena parte del propio pueblo japonés, según sugieren las encuestas, está en contra del debilitamiento del pacifismo hasta ahora característico de su país. Hablamos de la mitad de los entrevistados. Contra apenas un tercio que, al ser preguntado, se manifiesta a favor de la política de Abe, reconociendo las nuevas realidades geopolíticas del mundo y de la región. Por esto, no sorprende que hayan ocurrido las primeras manifestaciones callejeras de repudio a la política de Abe en materia de defensa.

Hasta ahora, sin embargo, la popularidad de Abe no parece haberse resentido sensiblemente por lo actuado en materia de defensa. Tampoco por haber visitado, simbólicamente, el llamado santuario de Ysukuni, donde están enterrados los líderes japoneses de la época de la Segunda Guerra Mundial, considerados por algunos como héroes nacionales y, por otros, como criminales de guerra. Lo que es bien diferente.

Lo cierto es que hay muchos japoneses que están realmente identificados con el carácter pacifista que imprime al país su Constitución. Y seguramente lo defenderán. Si, de alguna manera, el tema llegara de pronto a la Suprema Corte, debe recordarse su tendencia a no inmiscuirse en las cuestiones que tienen que ver con la seguridad del Estado, respecto de las cuales, sostiene el alto tribunal, la responsabilidad primaria de conducirlas pertenece al Poder Ejecutivo. Lo que las transforma en «no judiciables».

Todo un cambio. Realizado paso a paso. Pero con coherencia. Atribuible a lo que algunos están calificando como el «revisionismo» chino, que hoy inquieta al mundo del mismo modo en que lo hace el revisionismo ruso, bastante más asertivo ciertamente.

En ambos casos, porque el «revisionismo» se invoca para consolidar los liderazgos nacionales en sus respectivas regiones inmediatas de influencia. Para lo cual se está recurriendo, lamentablemente, a mostrar (y, en el caso ruso, hasta a utilizar) la fuerza militar.

Puede anticiparse que, cuanto más parezca debilitarse el liderazgo internacional de los norteamericanos, más impulso tomará seguramente el derrotero que Abe está trazando para su país en materia de política de defensa. Por esto acaba de crear una nueva cartera ministerial, a cargo de las operaciones de apoyo militar a los aliados de Japón. Con razón Maquiavelo decía que un cambio siempre prepara otro.

 

Emilio Cárdenas es Abogado. Realizó sus estudios de postgrado en la Facultad de Derecho de la Universidad de Michigan y en las Universidades de Princeton y de California.  Es profesor del Master de Economía y Ciencias Políticas y Vice Presidente de ESEADE.

Holocausto y memoria

Por Emilio Cárdenas. Publicado el 21/5/14 en http://www.lanacion.com.ar/1692696-holocausto-y-memoria

La  semana pasada se conmemoró un hecho histórico significativo: la victoria de los aliados y del Ejército Rojo sobre la Alemania nazi. Esto es, el fin de la Segunda Guerra Mundial en Europa. De una tragedia que en algún momento pareciera interminable, pero que finalmente culminara, tras la batalla de Berlín, el 9 de mayo de 1945.

Atrás habían quedado cinco años, ocho meses y siete días de horror. Atrás había quedado también el enorme crimen que conformara el Holocausto de los judíos, perpetrado por los nazis.

Digo esto cuando, en rigor, la Segunda Guerra Mundial se extendió algo más. Pero fuera de Europa. Hasta el 2 de septiembre de 1945, cuando se firmara, en la bahía de Tokio, a bordo del acorazado Missouri, de la armada norteamericana, la capitulación de Japón.

Muy poco después de alcanzada la paz, nacieron las Naciones Unidas, esfuerzo que apuntó -de inicio- a demostrar que las guerras no son inevitables y en el que los pueblos del mundo, como reza el propio exordio de la Carta de las Naciones Unidas, decidieron aunar sus esfuerzos y se declararon resueltos «a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra, que dos veces había infringido a la humanidad sufrimientos indecibles». También decidieron -cabe agregar- reafirmar su fe en los derechos fundamentales y en la dignidad de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas, recordando, de paso, la necesidad de practicar la tolerancia y convivir en paz. Objetivos esenciales y permanentes, aunque no siempre respetados.

Lo cierto es que alcanza con mirar brevemente en nuestro derredor para comprobar que, pese a lo mucho que se ha avanzado en la búsqueda de esos objetivos, los peligros que se procuraron definir y erradicar en 1945 subsisten en distintos rincones del mundo. Esta es la realidad. No otra. Cruda. Dura, quizás. Y en más de un caso, hasta brutal.

En un libro reciente, Timothy Snyder define a las tierras de Europa Central en aquellos días como a las «Tierras de Sangre». Porque, entre los nazis y los soviéticos sumados, allí se asesinaron, a mediados del siglo XX, a unas doce millones de personas. La ola de violencia caracterizó particularmente a los años de consolidación del régimen nazi, entre 1933 y 1938; a la ocupación germano-soviética de Polonia, entre 1939 y 1941, y más aún, al capítulo de la guerra mundial que enfrentara a las fuerzas del nazismo con las de los soviéticos. Los nazis -responsables del Holocausto- hicieron además morir de hambre a unos tres millones de prisioneros de guerra rusos y a más de un millón de personas en las ciudades sitiadas, como fuera Leningrado. Dos utopías, alimentadas ambas por odios apasionados, generaron ese atroz baño de sangre.

Hoy está claro que es responsabilidad de todos que lo sucedido no se olvide. Ni se minimice. Ni se banalice

Como nos recuerda el pensador Elie Wiesel, en un libro formidable escrito en 1958 titulado: «Noche», los nazis soñaron con construir una sociedad en la que no hubiera lugar para los judíos. Y, cuando tuvieron conciencia de que su fracaso era inevitable, su conducta inhumana apuntó a dejar un mundo en ruinas, en el que los judíos parecieran no haber existido jamás. Por esto el exterminio que pusieran en marcha no sólo se dirigió contra las personas, sino también contra la cultura judía, contra sus tradiciones y hasta contra su memoria. Su odio no tenía límites.

No es posible olvidar lo sucedido. Jamás. Hasta los años sesenta, nos dice Wiesel, la actitud general respecto del Holocausto tenía un componente de indiferencia. Esto ciertamente ya no es así. Hoy está claro que es responsabilidad de todos que lo sucedido no se olvide. Ni se minimice. Ni se banalice.

Porque olvidar es peligroso, pero también ofensivo. Respecto de las víctimas, es cierto, es algo parecido a «volver a matarlas». Por segunda vez.

Desde la Segunda Guerra Mundial el mundo ha aprendido a no quedarse demasiado tiempo en silencio frente al sufrimiento humano. O a las humillaciones que tienen por destinatarios a seres humanos. Lo que, no obstante, es distinto a haber podido poner coto a esas situaciones como soñaron los que suscribieron en su momento la Carta de las Naciones Unidas.

El Holocausto nos dejó infinitas lecciones de conducta. Entre ellas, aquella que puede sintetizarse en que, frente a los atropellos inhumanos, es necesario tomar partido. Porque la neutralidad ayuda a los opresores. Nunca a las víctimas. Y porque el silencio alimenta y empuja a los represores, no a los reprimidos.

Por esto la necesidad de hablar y reaccionar cuando de violaciones de derechos humanos se trata. Así como frente a los abusos del poder, que someten a las personas. Particularmente cuando hay vidas en peligro, cuando la dignidad humana es amenazada, cuando se violan las fronteras y cuando se pisotea al Estado de Derecho.

La sensibilidad de todos frente a este tipo de peligros, realmente enormes, no debiera poder ser anestesiada. Nunca. Cuando en cualquier lugar, los hombres y mujeres son perseguidos por su raza, por su religión, o por sus concepciones políticas, ese lugar -es cierto- debe transformarse en el centro de nuestra atención. De inmediato. Por esto, la libertad de expresión e información es tan trascendente. Porque de su vigencia dependen, efectivamente, todas las demás libertades y derechos. Las nuestras y las de los demás. Por igual. Hasta el derecho a la vida.

Mientras haya un periodista o disidente preso por sus opiniones o informaciones, nuestra libertad estará en peligro. Siempre.

El drama del Holocausto está indisolublemente incorporado a la Historia Universal. Es el símbolo siniestro más evidente de la inmensa capacidad del hombre de hacer el mal. De extraviar nada menos que su propia condición humana. Razón por la cual, no puede nunca relativizarse. Y, en un mundo en el que aún existen aberrantes expresiones de «negacionismo», mucho menos distorsionarse.

El recuerdo del Holocausto nos ayuda a comprender cómo de la siembra del odio y los resentimientos, de los prejuicios, de las divisiones, de las demonizaciones y denostaciones, así como de las difamaciones, se llega con frecuencia al terror, a la violencia y hasta a la muerte. Así como de las mordazas o cepos a la posibilidad de alertar y opinar, se llega enseguida al totalitarismo.

El Holocausto forma parte de la religión civil de la humanidad. Pero quizás hasta trasciende esa dimensión. Es la corporización misma del mal y el resultado de las peores opciones del alma humana. Por esto, su mensaje de alerta es universal y nos concierne a todos. Frente a él, definitivamente no hay espacio para el silencio. Y también por esto la condena universal que supone la Convención de Prevención y Castigo al Genocidio, de 1948, que entrara en vigor en enero de 1951.

Este mensaje debe recordarse y transmitirse, de generación en generación. De lo contrario, el riesgo es que esa terrible experiencia -a la que se ha calificado como «el límite de la angustia»- podría volver a repetirse. Este es un peligro real. Vital. Permanente. Ocurre que el mundo no ha erradicado el odio.

De alguna manera, Israel es la única nación del globo cuya existencia sigue estando en peligro. El proceso de paz en Medio Oriente está empantanado. Su convulsionada región no parece contar ni con un clima, ni con una actitud propicios para la paz. Y -por ello- el eco del infame «negacionismo» sigue escuchándose allí. En farsi. Pese a todo. Como si el horror de lo sucedido no tuviera una dimensión absoluta. En alguna menor, aunque siempre lamentable, medida esto también sucede entre nosotros mismos. Los prejuicios han disminuido. Pero no han desaparecido. La hostilidad de algunos, tampoco. Por esto, la presión constante por deslegitimizar a Israel.

Recordando hoy a las víctimas del Holocausto y compartiendo el inmenso dolor de sus descendientes, emerge la necesidad de trabajar incansablemente para erradicar los prejuicios y las discriminaciones, tarea imprescindible para que el infierno de horror que fuera el Holocausto no se encienda, nunca más.

 

Emilio Cárdenas es Abogado. Realizó sus estudios de postgrado en la Facultad de Derecho de la Universidad de Michigan y en las Universidades de Princeton y de California.  Es profesor del Master de Economía y Ciencias Políticas y Vice Presidente de ESEADE.