Globalización, capitalismo e identidad

Por Gabriel Boragina. Publicado el 1/8/15 en: http://www.accionhumana.com/2015/08/globalizacion-capitalismo-e-identidad.html

 

Prevalece entre la opinión pública la idea de que el mundo económico se encuentra «globalizado» y no son pocos los personajes conocidos que han contribuido (y continúan haciéndolo) en pos de afianzar dicha creencia. Curiosamente, existen magnates de las finanzas que suelen ser tildados de «capitalistas» cuando poco o nada tienen de tales, como sucede con el caso de George Soros, que es uno de esos personajes:

«Soros publicó un artículo titulado “The Capitalist Threat”. En ese trabajo el autor sostiene que en el sistema prevalente hay “demasiada competencia” y una injustificada “creencia en la magia del mercado”. Asimismo, afirma que vivimos en “una verdadera economía global de mercado”. Sin embargo, debemos subrayar que la participación del estado en la renta nacional antes de la primera guerra mundial era entre el 3 y el 8% en países civilizados, mientras que hoy en día nos debatimos entre el 40% y el 50% lo cual implica que la gente debe trabajar más para el gobierno. Las tan cacareadas “reformas del estado” resultan anécdotas si se comparan con los referidos guarismos. Por otra parte, es interesante recordar que antes de 1914 no había tal cosa como pasaportes mientras que hoy renacen los nacionalismos atávicos y xenófobos que la emprenden contra los movimientos migratorios, y por ende nada tienen que ver con la llamada “globalización”. Más aún, las abultadas restricciones extra-zonales de los tratados de integración regional revelan que aún no se han entendido los postulados básicos del librecambio.”[1]

De donde deviene que en lugar de “una verdadera economía global de mercado” lo que en los hechos existe es una “una verdadera economía global del estado» o -mejor dicho quizás- «de los estados”, algo bastante diferente a lo que Soros y muchos como él «entienden» por el término «globalización». Ocurre que ha existido, de un tiempo a esta parte, una verdadera tergiversación de los términos, y la labor de pseudointelectuales no ha sido del todo ajena a esta tarea. Por otro lado, es común confundir el vertiginoso avance tecnológico habido en las últimas décadas con una correlativa «apertura» por parte de los gobiernos de sus economías. Pero, como bien destaca el Dr. Alberto Benegas Lynch (h), los colosales logros en las comunicaciones y la cibernética en general, se han conseguido a pesar de las restricciones con las que los gobiernos encorsetan la iniciativa privada y asfixian los emprendimientos libres y particulares, y no «gracias a» ninguna «acción positiva» de los «estados». Por supuesto que, si consideramos el periodo comprendido entre las dos guerras mundiales del siglo XX la situación era bastante peor a la de hoy. Pero, con todo, el agudo estatismo que caracterizó la época de las contiendas bélicas dejó una suerte de estatismo residual que acontecimientos tan importantes como la disolución de la URSS y la caída del Muro de Berlín no han conseguido del todo disipar.

«Se dice que hay un problema de “identidad nacional” con la globalización pero este es el resultado de un complejo de inferioridad. Cuando tomamos contacto con personas provenientes de otras culturas, cuando leemos libros que se escriben y se publican en otros lares o cuando escuchamos música compuesta en otras latitudes, enriquecemos nuestra identidad. La empobrecemos en la medida en que se estimule la autarquía y una especie de cultura alambrada. La cultura no es de aquí o de allá, simplemente es. La cultura engrosa el patrimonio de la humanidad. La pérdida de identidad ocurre más bien con la masificación, cuando se dice y se piensa lo que dicen y piensan otros sin tamizar, sin pensar y sin digerir, lo cual inevitablemente termina en vacíos y crisis existenciales de diverso tenor.»[2]

Deriva evidente que las críticas a la globalización no son más que otra forma de emprenderla contra el gran enemigo de los estatistas, esto es el librecambio, librecambio que incluye la autónoma movilidad de las personas a través de las fronteras y la de los bienes y servicios que estas desean libremente intercambiar. Nuevamente: hay una manifestación de xenofobia y nacionalismo detrás de tales quejas que conllevan un resentimiento -ya sea oculto o explícito- hacia lo foráneo. Lo que se contradice con el discurso «políticamente correcto» que continuamente perora sobre lo «incorrecto» de «discriminar» al punto del ridículo de llegar a crear una repartición estatal a tal efecto. Sin embargo, las incesantes apelaciones de los demagogos de turno sobre la necesidad de privilegiar lo «nacional y popular» se dan de bruces con sus perpetuas recusaciones hacia los que «discriminan» en cualquier sentido, ya que la arenga nacionalista y populista es claramente discriminatoria contra todo lo extranjero. En una época como la actual, donde reflotan los nacionalismos recurrentes y las muestras de xenofobia, aparece cuanto menos paradójico hablar de «globalización».

Hay -por otra parte- un aspecto que no es menor, y que es el que afecta a la educación, en particular a la universitaria:

«Ha impreso en los universitarios la conciencia de siempre depender del gobierno. Los universitarios han aprendido a odiar el capitalismo, no quieren saber nada de economías de mercado, libre competencia o globalización. Los universitarios de la UNAM saben quién es Carlos Marx, Lenin, Che Guevara; pero nunca han oído, ni leído una línea de Ludwig von Mises, Hayek, Friedman, Rothbard, Hoppe o Jesús Huerta de Soto. Profesores y alumnos de la UNAM se han proyectado como los grandes luchadores contra el neoliberalismo.»[3]

Si bien el autor citado arriba hace expresa referencia al caso de la UNAM (México), hay que decir que la situación no es demasiado diferente en el resto de las universidades estatales del mundo, en particular en Latinoamérica. Fenómeno típico -por otra parte- de la educación estatal. Se observa difícil concluir -ante semejante panorama- que en el mundo de nuestros días campea a sus anchas «el capitalismo».

[1] Alberto Benegas Lynch (h) Entre albas y crepúsculos: peregrinaje en busca de conocimiento. Edición de Fundación Alberdi. Mendoza. Argentina. Marzo de 2001. Pág. 418

[2] Alberto Benegas Lynch (h) «Economía y globalización». Conferencia pronunciada para los socios del Círculo de Armas, Buenos Aires, agosto 16 de 2000. pág. 4

[3] Santos Mercado Reyes. El fin de la educación pública. México. Pág. 116

 

Gabriel Boragina es Abogado. Master en Economía y Administración de Empresas de ESEADE.  Fue miembro titular del Departamento de Política Económica de ESEADE. Ex Secretario general de la ASEDE (Asociación de Egresados ESEADE) Autor de numerosos libros y colaborador en diversos medios del país y del extranjero.

Quien emprende aprende

Por Carlos Rodríguez Braun. Publicado el 10/5/13 en http://www.larazon.es/detalle_opinion/noticias/2238800/opinion+columnistas/quien-emprende-aprende#.UY9PrbXOuSo

Quien emprende aprende que el emprendedor, como se llama ahora púdicamente al empresario de toda la vida, no es un siniestro explotador que empobrece al prójimo sino que es el creador de riqueza y empleo por excelencia. Y es un paradigma de la sociedad abierta. Por eso no resulta casual que los mayores enemigos de la libertad siempre sean los mayores enemigos de los empresarios, y de las dos instituciones económicas fundamentales de la sociedad libre: la propiedad privada y los contratos voluntarios.

Quien emprende aprende que la generación de bienestar social, característica de la labor empresarial, no es nada de lo que el empresario tenga que avergonzarse, porque lo ha conseguido arriesgando sus recursos, y jamás imponiendo a los ciudadanos los bienes y servicios que ofrece a la venta. Ésta es la diferencia radical entre el mercado y la política. En el mercado el empresario sólo gana si sus clientes también lo hacen, es decir, sólo gana si sus clientes compran libremente lo que él vende, algo que sólo harán si piensan que lo que compran vale más para ellos que el dinero que entregan a cambio. Así es como el mercado crea riqueza para todas las partes contratantes. En cambio, lo que debería suscitar vergüenza es lo contrario del emprendimiento, a saber, la coacción política y legislativa. Allí sucede que los ciudadanos nunca pueden elegir no comprar y no pagar. Se habla con desprecio de los mercaderes, pero a los mercaderes podemos no pagarles: basta con que no les compremos su género. No es así con los políticos y los burócratas de las administraciones públicas, a quienes debemos pagar a la fuerza, mediante impuestos, y padecer toda suerte de regulaciones y limitaciones al libre uso de nuestras propiedades y a nuestra capacidad de contratar con las demás personas físicas y jurídicas.

Quien emprende aprende que el beneficio empresarial nunca está garantizado. Desde púlpitos, cátedras y tribunas sin fin, ese beneficio es denostado como un ingreso ilegítimo, excesivo o cruel. De hecho, hasta la propia palabra «lucro» tiene un eco casi obsceno, como si fuera una suerte de apropiación indebida, o en todo caso, indigna. Nada está más lejos de la verdad. El beneficio empresarial es un ingreso digno, producto de la relación libre entre los ciudadanos, como acabamos de comentar. Asimismo, deriva de un riesgo que casi nunca es ponderado: el riesgo de perder todo el capital. El que haya tantos trabajadores y tan pocos empresarios se explica por esa asimetría en el riesgo. En efecto, un trabajador puede perder su empleo, un riesgo real, y de hecho multiplicado por las intervenciones de las autoridades, supuestamente diseñadas y aplicadas para proteger los «derechos laborales», pero que en la práctica se traducen en más paro para más personas durante más tiempo. Ahora bien, al perder su empleo, el trabajador prácticamente nunca pierde su capital. Un camarero puede ser despedido, pero no por eso deja de conocer su oficio. Una ingeniera de caminos puede ser despedida, pero no por eso le arrebatan el título de ingeniera ni los conocimientos teóricos y prácticos de su formación y especialidad. Es decir, los trabajadores conservan casi siempre su capital humano, que pueden poner en funcionamiento en otro empleo. En cambio, el empresario, si la empresa quiebra, no sólo pierde su trabajo si está allí ocupado, sino que puede perder absolutamente todo el capital que invirtió en ella. Es interesante que pocos recuerden ese riesgo cuando despotrican contra las ganancias de los capitalistas.

Quien emprende aprende que el empresario no tiene que «devolver» nada a la sociedad. Sólo deben devolver los que han robado, y los empresarios no roban, es decir, no arrebatan los bienes de los demás mediante la coerción. Sin embargo, se extiende la idea de que los empresarios deben tener «responsabilidad social», un concepto vaporoso pero que destila la noción de obediencia al poder, un poder, claro está, al que nadie le pide «responsabilidad social», y mucho menos que «devuelva» los bienes ajenos de los que se apropia.

Quien emprende aprende a desconfiar de los políticos que aseguran que la mejor manera de ayudar al emprendedor es poblar el Estado, las comunidades autónomas y los municipios de burocracias más o menos simpáticas y comités de expertos más o menos independientes dedicados a promover el emprendimiento. En este campo, como en tantos otros, la labor de la política es tan importante como mal ponderada. No se trata de montar nuevos departamentos oficiales, con más funcionarios y más presupuesto. Y no, tampoco se trata de subvencionar, peligrosa actividad que distorsiona incentivos y anima toda suerte de conductas ineficientes, en el mejor de los casos. Se trata de algo más simple, porque no requiere hacer sino dejar hacer, y a la vez más complicado, porque la política contemporánea no concibe hacer el bien sin intervenir activamente.

Quien emprende, en suma, aprende que los políticos pueden hacer, pero casi nunca hacen lo que deben para ayudar a los empresarios. A saber, dejarlos en paz.

El Dr. Carlos Rodríguez Braun es Catedrático de Historia del Pensamiento Económico en la Universidad Complutense de Madrid y miembro del Consejo Consultivo de ESEADE.