¿Deberían Estados Unidos o la ONU intervenir militarmente en Venezuela?

Por Adrián Ravier.  Publicado el 22/2/19 en: https://www.juandemariana.org/comment/7326#comment-7326

 

Alberto Benegas Lynch (h) escribió un libro que ya cumple su primera década en circulación titulado Estados Unidos contra Estados Unidos. El libro es una obra de arte que permite comparar la arquitectura institucional de un país que recibió bajo los principios de propiedad privada, libertad individual, economía de mercado y gobierno limitado millones de inmigrantes y que alcanzó el desarrollo frente a otro país que una vez desarrollado ignoró el legado de sus padres fundadores.

En la materia que aquí nos compete, sobre guerra, fuerzas armadas y política exterior, o más precisamente sobre la pregunta planteada en el título de esta nota, cabe señalar que Estados Unidos durante muchos años fue una nación que respetó el principio de no intervención.

Al respecto, George Washington decía en 1796, en ejercicio de la presidencia de la nación, que “[e]stablecimientos militares desmesurados constituyen malos auspicios para la libertad bajo cualquier forma de gobierno y deben ser considerados como particularmente hostiles a la libertad republicana”. En el mismo sentido, Madison anticipó que “[e]l ejército con un Ejecutivo sobredimensionado no será por mucho un compañero seguro para la libertad” (citados por Benegas Lynch, 2008, pág. 39).

Durante mucho tiempo el Gobierno de Estados Unidos fue reticente a involucrarse en las guerras a las que fue invitado. Robert Lefevre (1954/1972, pág. 17) escribe que entre 1804 y 1815 los franceses y los ingleses insistieron infructuosamente para que Estados Unidos se involucrara en las guerras napoleónicas; lo mismo ocurrió en 1821, cuando los griegos invitaron al Gobierno estadounidense a que enviara fuerzas en las guerras de independencia; en 1828 Estados Unidos se mantuvo fuera de las guerras turcas; lo mismo sucedió a raíz de las trifulcas austríacas de 1848, la guerra de Crimea en 1866, las escaramuzas de Prusia en 1870, la guerra chino-japonesa de 1894, la guerra de los bóeres en 1899, la invasión de Manchuria por parte de los rusos y el conflicto ruso-japonés de 1903, en todos los casos, a pesar de pedidos expresos para tomar cartas en las contiendas.

El abandono del legado de los padres fundadores comienza a darse con el inicio de la Primera Guerra Mundial. No solo comienza un abandono de la política exterior de no intervención, sino que también se observa un Estado creciente, más intervencionista y un paulatino abandono del patrón oro y del federalismo. El poder ejecutivo comenzó a ejercer poco a poco una creciente autonomía, y a pesar de las provisiones constitucionales en contrario opera con una clara preeminencia sobre el resto de los poderes, avasallando las facultades de los Estados miembros.

Lefevre escribe que desde la Primera Guerra Mundial en adelante “la propaganda ha conducido a aceptar que nuestra misión histórica [la estadounidense] en la vida no consiste en retener nuestra integridad y nuestra independencia y, en su lugar, intervenir en todos los conflictos potenciales, de modo que con nuestros dólares y nuestros hijos podemos alinear al mundo (…) La libertad individual sobre la que este país fue fundado y que constituye la parte medular del corazón de cada americano [estadounidense] está en completa oposición con cualquier concepción de un imperio mundial, conquista mundial o incluso intervención mundial (…) En América [del Norte] el individuo es el fundamento y el Gobierno un mero instrumento para preservar la libertad individual y las guerras son algo abominable. (…) ¿Nuestras relaciones con otras naciones serían mejores o peores si repentinamente decidiéramos ocuparnos de lo que nos concierne?” (Lefevre, 1954/1972, págs. 18-19).

A partir de las dos guerras mundiales y la gran depresión de los años treinta se nota un quiebre en la política internacional americana respecto de su política exterior. De ser el máximo opositor a la política imperialista, pasó a crear el imperio más grande del siglo XX. A partir de allí ya no hubo retorno.

Alberto Benegas Lynch (h) (2008) es muy gráfico al enumerar las intromisiones militares en el siglo XX en que Estados Unidos se vio envuelto, las que incluye a Nicaragua, Honduras, Guatemala, Colombia, Panamá, República Dominicana, Haití, Irán, Corea, Vietnam, Somalia Bosnia, Serbia-Kosovo, Iraq y Afganistán. Esto generó en todos los casos los efectos exactamente opuestos a los declamados, pero, como queda dicho, durante la administración del segundo Bush, la idea imperial parece haberse exacerbado en grados nunca vistos en ese país, aún tomando en cuenta el establecimiento anterior de bases militares en distintos puntos del planeta, ayuda militar como en los casos de Grecia y Turquía o intromisiones encubiertas a través de la CIA.

En otros términos, Estados Unidos fue copiando el modelo español. Copió su proteccionismo, luego su política imperialista, y ahora hacia comienzos del siglo XXI su Estado de bienestar, el que ya deja al Gobierno norteamericano con un Estado gigantesco, déficits públicos récord y una deuda que supera el 100% del PIB.

Un estudio de William Graham Sumner (1899/1951, págs. 139-173) nos es de suma utilidad al comparar el imperialismo español con el actual norteamericano, aun cuando sorpresivamente su escrito tiene ya varias décadas: “España fue el primero (…) de los imperialismos modernos. Los Estados Unidos, por su origen histórico, y por sus principios constituye el representante mayor de la rebelión y la reacción contra ese tipo de Estado. Intento mostrar que, por la línea de acción que ahora se nos propone, que denominamos de expansión y de imperialismo, estamos tirando por la borda algunos de los elementos más importantes del símbolo de América [del Norte] y estamos adoptando algunos de los elementos más importantes de los símbolos de España. Hemos derrotado a España en el conflicto militar, pero estamos rindiéndonos al conquistado en el terreno de las ideas y políticas. El expansionismo y el imperialismo no son más que la vieja filosofía nacional que ha conducido a España donde ahora se encuentra. Esas filosofías se dirigen a la vanidad nacional y a la codicia nacional. Resultan seductoras, especialmente a primera vista y al juicio más superficial y, por ende, no puede negarse que son muy fuertes en cuanto al efecto popular. Son ilusiones y nos conducirán a la ruina, a menos que tengamos la cabeza fría como para resistirlas”.

Y más adelante agrega (1899/1951, págs. 140-151): “Si creemos en la libertad como un principio americano [estadounidense] ¿por qué no lo adoptamos? ¿Por qué lo vamos a abandonar para aceptar la política española de dominación y regulación?”

Volviendo a la pregunta de esta nota, y debo decir -afortunadamente-, Estados Unidos ha evitado en este tiempo una intervención militar sobre Venezuela. Entiendo el llamado del presidente Trump a la comunidad internacional como una solicitud para reconocer a un nuevo presidente interino que llame a elecciones dado que Maduro no fue elegido legítimamente. Esto no es elegir al nuevo presidente de Venezuela. Esto es muy diferente a las intervenciones militares que ha desarrollado durante gran parte del siglo XX. Esperemos que Estados Unidos se mantenga en línea, esta vez, bajo el principio de no intervención.

 

Adrián Ravier es Doctor en Economía Aplicada por la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid, Master en Economía y Administración de Empresas por ESEADE. Es profesor de Economía en la Facultad de Ciencias Económicas y Jurídicas de la Universidad Nacional de La Pampa y profesor de Macroeconomía en la Universidad Francisco Marroquín. Es director de la Maestría en Economía y Ciencias Políticas en ESEADE.

Intervencionismo, bienes públicos y competencia perfecta

Por Gabriel Boragina. Publicado el 4/7/15 en: 

 

«…el bien público constituye el argumento central del intervencionismo estatal, ya que en esta línea argumental, el gobierno produciría la cantidad óptima del bien en cuestión que sería financiado por todos a través de impuestos con lo cual se internalizaría la externalidad y no habría free-riders ni costos ni beneficios externos sin internalizar. Tal vez el resumen más claro de esta posición esté expresado por Mancur Olson quien sostiene que “Un estado es, ante todo, una organización que provee de bienes públicos a sus miembros, los ciudadanos”.[1]

Lo primero que aparece como necesario aclarar es que, comúnmente se entiende que «bien público» y «bien estatal» son términos sinónimos, lo cual no es técnicamente correcto, aunque seamos conscientes que la mayoría de la gente los utiliza indistintamente en ese sentido (como sinónimos). Algo similar sucede con otras expresiones análogas como la tan difundida «educación pública». Al respecto, ya hemos aclarado en otras oportunidades, que no necesariamente lo «publico» se opone a lo «privado», y que todo lo que termina siendo estatal es porque comenzó siendo privado. En efecto, no existe bien ni servicios alguno que sea provisto por el estado-nación sin que antes hubiera sido expoliado al sector privado de la economía o -alternativa o simultáneamente- no haya sido financiado con dinero proveniente de los particulares asimismo extraído vía impuestos o -en su caso- mediante las diferentes y múltiples maneras en que los gobiernos se las han ingeniado para detraer bienes, dinero o servicios del ámbito privado y transferirlos al sector estatal (mal llamado –por idénticas razones a las dadas antes- «publico»).

«Las externalidades positivas y negativas se internalizarán o no en el proceso de mercado según sean los gustos y las preferencias del momento y, en su caso, según los costos involucrados pero en modo alguno pueden considerarse “fallas de mercado”. Sin embargo, el intervencionismo gubernamental constituye una falla (o una tragedia para utilizar la expresión de Garret Hardin) al recurrir a la fuerza para internalizar aquello que, tomados todos los elementos disponibles en cuenta, se considera no internalizable al tiempo que se distorsionan los precios relativos con lo que, según el grado de intervención, se obstaculiza o imposibilita la asignación eficiente de recursos.»[2]

«La tragedia de los comunes» de Hardin, aludida en el texto, viene a decir que lo que es de todos es de nadie. De esta suerte, la internalización compulsiva de externalidades implica violar no sólo las preferencias individuales, sino los derechos de propiedad de todos los obligados, ya que todos pagamos impuestos incluyendo aquellos que lo hacen exclusivamente como contribuyentes de hecho y aunque no lo fueran de derecho. Por otra parte, dada la subjetividad implicada en las valoraciones individuales, lo que para unos puede ser una externalidad puede no serla para otros, de manera tal que para estos últimos no habrá absolutamente nada que internalizar. Lo mismo cabe decir en cuanto a la calificación de determinada externalidad como positiva o negativa, también variará de persona a persona, e incluso podrá darse el caso de que esa modificación sea de momento a momento. Lo que sí es cierto absolutamente en todos los casos, es que la internalización operada por vía de la coacción estatal implica maniobrar en contra de los deseos de la gente y, por lo tanto, la violación de los derechos de esta última.

Las supuestas «fallas del mercado» aludidas más arriba se deben -en buena medida- al hecho de que por «mercado» se ha entendido (y se sigue entendiendo por muchos) el modelo de «competencia perfecta»:

«En este sentido, es de interés destacar que no pocos economistas, directa o indirectamente, han asimilado los modelos de competencia perfecta al mundo real, y cuando descubren que aquel modelo no tiene relación alguna con aquello que toman como un ideal incurren en un salto lógico al concluir que se hace necesario el intervencionismo estatal para corregir las deficiencias de la realidad. Ilustra este punto la autobiografía de Raúl Prebisch»[3]

Los intervencionistas -en otras palabras- pretenden que la realidad se ajuste al modelo, y por este motivo es que sostienen que la única manera de lograr este «objetivo» es a través de la intervención estatal. Pero hasta la persona menos inteligente podrá darse cuenta que, por mucho que el gobierno intervenga en la realidad para encajarla dentro del «modelo», la realidad seguirá siendo lo que es: la realidad. Y en esta realidad, no hay tal cosa como «competencia perfecta», sino que lo que existe es lisa y llanamente competencia, la que sólo podrá adoptar dos formas posibles: libre o intervenida estatalmente. Si es libre, dicha competencia se dará en forma espontánea entre la gente. Si es intervenida, será dirigida y restringida por el gobierno. La diferencia es tan crucial como acordar en dejar en libertad a la gente para que tome sus propias decisiones en cuanto a qué comprar, dónde invertir, ahorrar, etc. (o hacer todo lo contrario) o que sea el gobierno quien tome esas decisiones por cada una de esas personas. Dicho de otro modo, es una elección que pasa por optar por la libertad o por la tiranía.

«Podemos hacer conjeturas respecto de nuestras acciones en el futuro pero, dada las circunstancias cambiantes, sólo conoceré la información de mí mismo una vez que he actuado….En este sentido es que Hayek sostiene que el intervencionismo estatal es básicamente un problema de presunción del conocimiento»[4]

Esto implica lo que el mismo F. A. v. Hayek ha llamado La fatal arrogancia dando título a su último gran libro. El intervencionista -y por extensión el socialista, que no es sino un intervencionista de más amplio alcance- presupone «conocer» todos los detalles de la vida de todos y cada uno de nosotros. Y en esa jactancia del conocimiento de qué es lo mejor para otros, se cree totalmente autorizado para intervenir, dirigir, corregir, prohibir, permitir lo que al intervencionista le parece lo más adecuado para los demás.

[1] Alberto Benegas Lynch (h) «Bienes públicos, externalidades y los free-riders: el argumento reconsiderado». Disertación del autor ante la Academia Nacional de Ciencias. Noviembre 28 de 1997. Pág. 3

[2] Alberto Benegas Lynch (h) «Bienes públicos, externalidades…. «óp. cit, pág. 13

[3] Alberto Benegas Lynch (h), «A propósito del conocimiento y la competencia: punto de partida de algunas consideraciones hayekianas». Disertación del autor en la Academia Nacional de Ciencias Económicas el 18 de junio de 2002, pág. 4

[4] Alberto Benegas Lynch (h) «A propósito del conocimiento… «óp. Cit….pág. 7

 

Gabriel Boragina es Abogado. Master en Economía y Administración de Empresas de ESEADE.  Fue miembro titular del Departamento de Política Económica de ESEADE. Ex Secretario general de la ASEDE (Asociación de Egresados ESEADE) Autor de numerosos libros y colaborador en diversos medios del país y del extranjero.

Los controles de precios

Por Gabriel Boragina. Publicado el 5/1/14 en: http://www.accionhumana.com

Los controles de precios son una de las consecuencias de la inflación. Se trata de una medida política que los gobiernos adoptan para tratar de «solucionar» un problema que ellos mismos han creado, es decir, la inflación, cuando la solución real pasa por el hecho de que los gobiernos no emitan dinero, ni manipulen la tasa de interés.

Los precios son las señales que guían al mercado:

«Por esto es que resultan contraproducentes los controles de precios. Pongamos un caso dramático. Supongamos que se trata de un laboratorio de productos farmacéuticos que vende un producto que resulta esencial para salvar las vidas de cierta población en la que se ha propagado una plaga. Si el gobierno impone precios máximos (es decir inferiores al precio de mercado), lo primero que ocurrirá es que se expandirá la demanda puesto que un precio inferior permite que un número mayor de personas puedan adquirir el bien. Ahora bien, si sacamos una fotografía del instante en que se controlaron precios, debemos tener presente que no por el mero hecho de que aparece un número adicional de demandantes automáticamente se incrementará la oferta. Por tanto, en ese primer momento, habrá un faltante artificial, es decir, habrá un número insatisfecho de personas que tienen la necesidad más el poder de compra y, sin embargo, el remedio no se encuentra disponible.»[1]

Es más, la oferta no se incrementará, sino que, por el contrario, se contraerá, en razón del precio político que representa el precio máximo. La creación de esta demanda verdaderamente artificial, lo único que logra es hacer que el precio de mercado del producto controlado sea cada vez mayor. Es decir, empeora la situación de esos mismos nuevos demandantes. Sigue el Dr. A. Benegas Lynch (h):

«En un segundo paso se observará que, debido al precio máximo, los márgenes operativos resultan más reducidos, lo cual, a su vez, hará que los productores marginales (los menos eficientes, pero eficientes al fin según los precios libres) se retiren de esa actividad. Esto es así debido a que los nuevos precios artificialmente impuestos estarán pasando una señal en la que se lee que esos productores marginales se han convertido en ineptos para seguir en ese renglón. Cuanto mayor la diferencia entre el precio de mercado y el precio político mayor será la cantidad de oferentes que serán persuadidos a retirarse. Esta contracción agudiza el faltante artificial con lo que aumenta la cantidad de frustrados que deberán discriminarse según el criterio de los que llegaron últimos a la cola, los más débiles para pelearse o lo que fuere.»[2]

Con ello, se afecta a tanto a productores como a comerciantes del renglón. Como se observa con toda claridad, se produce un doble perjuicio, tanto del lado de la oferta como del lado de la demanda. En suma, todos pierden a raíz del congelamiento de precios.

«Aumenta más aún el problema si nos detenemos a considerar lo que ocurre a continuación: el sistema de señales hace que se alteren las prioridades de la gente ahuyentando productores actuales y potenciales del área en la que requiere atención para combatir la plaga. Supongamos que antes del establecimiento del precio máximo, debido al urgente requerimiento de la droga en cuestión, los márgenes en esa área eran del siete por ciento y que el de las camisas era del cinco por ciento. Ahora que se impuso el precio político en el producto farmacéutico digamos que el margen operativo se redujo al cuatro por ciento. Veamos lo que ocurre. Mirando las señales de precios los operadores serán engañados ya que las prioridades se alteraron artificialmente. Ahora aparecen como prioritarias las camisas y en segundo término los remedios de los que hablamos (o tercero, cuarto, según el nivel en el que la autoridad política establezca el precio o más bien número). En resumen, con esta política se produjo una escasez artificial y se logró ahuyentar inversiones del área con lo que, en definitiva, se habrá matado a más personas.»[3]

Por obra de «un economista desconocido llamado Ludwig Erhard [que] fue nombrado director económico de las zonas ocupadas por los norteamericanos y los británicos»[4], el despegue de la Alemania de posguerra se debió a la derogación de los precios contralados :

«La revolución de Erhard se llevó a cabo en dos fases. En un primer momento, el 20 de junio del 48, se creó una nueva moneda, el marco alemán. Al día siguiente, mercancías que habían desaparecido porque la gente no confiaba en la moneda volvieron a aparecer. El segundo paso fue más difícil. Erhard sabía que el efecto de la reforma monetaria sólo perduraría si el marco reflejaba el precio verdadero de los bienes y servicios. Eso significaba abolir el racionamiento y los controles de precios, algo que no había sido aprobado por las autoridades aliadas. Aun así, el 24 de junio Erhard siguió adelante con su plan. Los beneficios fueron inmediatos. El dinero reflejaba su verdadero poder de compra. La gente perdió el miedo a vender mercancías y las colas desaparecieron. Los incentivos empresariales se volvieron una realidad, y así comenzó la extraordinaria prosperidad alemana de la posguerra.»[5]

En otras palabras, el camino inverso de la prosperidad económica es precisamente aplicar precios controlados a los bienes y servicios. Ello garantizará en muy poco tiempo una fenomenal crisis, y en poco tiempo más la pobreza y miseria más generalizada que pueda concebirse. Máxime si se tiene en cuenta que esta, sólo en parte es una de las pésimas medidas que toman a diario los gobiernos de nuestros días. Sobre todo en la Latinoamérica populista de los Kirchner en Argentina, Correa en Ecuador, Morales en Bolivia y el comunismo castrochavista venezolano.


[1] Alberto Benegas Lynch (h) Las oligarquías reinantes. Discurso sobre el doble discurso. Editorial Atlántida. pág. 114-116

[2] A. Benegas Lynch (h) Las oligarquías…Ob. Cit. pág. 114-116

[3] A. Benegas Lynch (h) Las oligarquías… Ob. Cit. Pág. 114-116

[4] Sam Gregg «No hubo milagro alemán». Publicado el 2 de Julio de 2008 – Fuente:http://www.fundacionburke.org/2008/07/02/no-hubo-milagro-aleman/

[5] Gregg S. «No hubo…» Óp. Cit. Pág. 1

Gabriel Boragina es Abogado. Master en Economía y Administración de Empresas de ESEADE.  Fue miembro titular del Departamento de Política Económica de ESEADE. Ex Secretario general de la ASEDE (Asociación de Egresados ESEADE) Autor de numerosos libros y colaborador en diversos medios del país y del extranjero. 

El poder creciente de la burocracia

Por Gabriel Boragina. Publicado el 22/12/13 en: http://www.accionhumana.com/

De acuerdo al prestigioso Diccionario de economía del Dr. C. Sabino: ”burocracia. Tipo de administración caracterizada por una jerarquía formal de autoridad, reglas definidas para la clasificación y solución de problemas, extendido uso de comisiones y organismos colectivos de decisión y formas escritas de comunicación. La burocracia es peculiar de las oficinas e instituciones estatales, pero en cierta medida también se encuentra en las grandes corporaciones privadas. El término burocracia, sin embargo, se usa también en otros sentidos: sirve para designar tanto al conjunto de funcionarios -o burócratas- como para calificar una forma de proceder lenta, rutinaria, que dificulta y entraba toda decisión.”[1]

Lo que diferencia, en rigor, un gobierno grande de otro mediano y de uno pequeño no es sino los distintos tamaños de sus respectivas burocracias, ya que conforme sea el mismo -mayor o menor- será también su poder, exactamente en esa idéntica proporción.

La burocracia ha merecido diferentes tratamientos conforme difiera el sistema político y económico en el cual ella se encuentre inserta. Así por ejemplo enseña L. v. Mises que:

“El socialismo de la economía planificada se distingue del socialismo de estado aplicado en Prusia bajo los Hohenzollern principalmente por el hecho de que la posición privilegiada en el control de la economía y en la distribución del ingreso, que los últimos asignaban a los junkers y a los burócratas, se asigna aquí al empresario anterior. Esto es una innovación dictada por el cambio en la situación política que resultó de la catástrofe que avasalló a la monarquía, a la nobleza, a la burocracia y a la oficialidad; aparte de esto carece de significado para el problema del socialismo.”[2]

De alguna manera hoy en día, y según se observa en muchos países, las burocracias han recuperado buena parte de aquella posición privilegiada en el control de la economía y en la distribución del ingreso de la que gozaban en Prusia bajo los Hohenzollern, en gran medida por cuanto ha existido en los últimos tiempos en esas naciones un retorno a un socialismo de estado bastante similar a aquel.

M. N. Rothbard amplia –en este mismo sentido- los anteriores conceptos de L. v. Mises:

“a fines del siglo XIX retornaron el estatismo y el Gobierno Grande, pero exhibiendo ahora una cara favorable a la industrialización y al bienestar general. El Antiguo Régimen retornó, aunque esta vez los beneficiarios resultaron ligeramente alterados: ya no eran tanto la nobleza, los terratenientes feudales, el ejército, la burocracia y los comerciantes privilegiados, sino más bien el ejército, la burocracia, los debilitados terratenientes feudales y, sobre todo, los fabricantes privilegiados. Liderada por Bismarck en Prusia, la Nueva Derecha formó un colectivismo de extrema derecha basado en la guerra, el militarismo, el proteccionismo y la cartelización compulsiva de los negocios y las industrias -una gigantesca red de controles, regulaciones, subsidios y privilegios que forjaron una gran coalición del Gobierno Grande con ciertos elementos privilegiados en las grandes empresas e industrias.”[3]

Existen muchos indicadores respecto del exorbitante crecimiento de las burocracias en el mundo, como los que señala el profesor Dr. A. Benegas Lynch (h):

“En esta instancia del proceso de evolución cultural, un tributo es indispensable para cubrir los gastos de justicia y seguridad del monopolio de la fuerza, pero, de un tiempo a esta parte, la participación de los gobiernos en la renta nacional ha pasado del tres por ciento al cuarenta por ciento en los llamados países libres (y algunos alcanzan al sesenta por ciento con lo que la gente debe trabajar la mayor parte del año para alimentar la burocracia estatal que cada vez más invade actividades propias de la esfera privada).”[4]

Es decir, en otros términos, las elevadas tasas de imposición fiscal –constantemente crecientes- es evidente que tienen por finalidad engrosar el tamaño de esas burocracias siempre voraces, lo que hace que los gobiernos que -a su turno- se sustentan en esas mismas burocracias no cesen de expandirse, devorando cada vez mas y mas ámbitos privados, y reduciendo el espacio de libertad individual de las personas.

Friedrich A. von Hayek advierte sobre el importantísimo papel que cumple la burocracia en los planes totalitarios de un gobierno con estas irreprochables palabras:

“De todo aquello que implica el rol completo que tiene el creciente paragobierno, en esta etapa sólo comenzaré a discutir la amenaza que crea el crecimiento incesante de la maquinaria de gobierno, es decir, la burocracia. La democracia, al mismo tiempo que parece convertirse en algo completamente absorbente, se convierte a nivel gubernamental en un imposible. Es una ilusión creer que el pueblo, o sus representantes electos, pueda gobernar en detalle a una sociedad compleja. Un gobierno que cuente con el apoyo general de la mayoría, por supuesto, determinará a pesar de lo anterior los pasos principales, siempre que no sea meramente guiado hacia ellos por el impulso de sus actos previos. Pero el gobierno está pasando a ser tan complejo que es inevitable que sus miembros, como jefes de los distintos departamentos estén convirtiéndose en forma creciente en títeres de la burocracia, a la cual ellos seguirán dándole “directrices generales”, pero de cuya operación depende la ejecución de todos los detalles. No es sin razón que los gobiernos socialistas desean politizar esta burocracia porque es en ella, y no en un cuerpo democrático, donde se toman cada vez más decisiones cruciales. Sin esto, ningún poder totalitario puede alcanzarse.”[5]

La burocracia es -como vemos- una enemiga declarada de la democracia y tiende a la destrucción de esta.

Referencias:

[1] Carlos Sabino, Diccionario de Economía y Finanzas, Ed. Panapo, Caracas. Venezuela, 1991. Voz respectiva.

[2] Ludwig von Mises. “SOCIALISMOS Y PSEUDOSOCIALISMOS” Extractado de Von Mises, Socialism: An Economic and Sociological Analysis, capítulos 14 y 15.Estudios Públicos, pág. 21.

[3] Murray N. Rothbard. For A New Liberty. pag. 21

[4] Alberto Benegas Lynch (h) “La caja, las normas y la autoridad”. Publicado en Diario de América, NY. Pág. 2

[5] Friedrich A. von Hayek. “La contención del poder y el derrocamiento de la política”, Estudios Públicos. pág. 66.

 

Gabriel Boragina es Abogado. Master en Economía y Administración de Empresas de ESEADE.  Fue miembro titular del Departamento de Política Económica de ESEADE. Ex Secretario general de la ASEDE (Asociación de Egresados ESEADE) Autor de numerosos libros y colaborador en diversos medios del país y del extranjero. 

Una sociedad más «solidaria»

Por Gabriel Boragina: Publicado  el 25/8/13 en: http://www.accionhumana.com/

El clamor popular por mayor «solidaridad» no sólo es recurrente, sino que también resulta ya acostumbrado. Pero son pocos quienes a la hora de interrogarlos sobre este reclamo son capaces de explicar con claridad a qué se quieren referir, y menos aun puede encontrarse dentro de estos quienes conozcan las raíces del término.
Como no podía esperarse menos de él, es nuevamente L. v. Mises quien explica mejor el tema:
«En décadas recientes pocos son los que han logrado permanecer inmunes al éxito de la crítica socialista al orden social capitalista. Incluso aquellos que no desearon capitular ante el socialismo han intentado de diverso modo actuar de acuerdo a su crítica de la propiedad privada de los medios de producción. De tal modo han originado sistemas mal diseñados, eclécticos en su teoría y débiles en su política, que buscaron una reconciliación de sus contradicciones. Pero pronto cayeron en el olvido. Sólo uno de aquellos sistemas encontró repercusión: el sistema autodenominado solidarismo. Este ha arraigado sobre todo en Francia; no sin razón fue calificado como la filosofía social oficial de la Tercera República. Fuera de Francia se conoce menos el término “solidarismo”, pero las teorías que originan al solidarismo constituyen el credo sociopolítico de muchos que tienen inclinaciones religiosas o conservadoras y que no suscriben el socialismo cristiano o de estado. El solidarismo no se destaca ni por la profundidad de su teoría ni por la cantidad de sus adherentes. Lo que le confiere cierta importancia es su influencia sobre muchos de los más grandes hombres y mujeres de nuestro siglo.»[1]
Hoy en día, el término solidarismo no es tampoco muy usual, pero sí en cambio son frecuentes las continuas apelaciones a la solidaridad. Incluso en forma redundante recurriendo al pleonasmo «solidaridad social». Superfluidad tremenda, porque si la solidaridad no fuera «social» ¿entre quienes otros que no fueran los humanos podría practicarse lasolidaridad?
L. v. Mises expone en qué consiste verdaderamente el solidarismo así:
«El solidarismo busca colocar otras normas. Por Encima de éstas. Son esas otras normas las que así se convierten en la ley fundamental de la sociedad. El solidarismo reemplaza el derecho de propiedad por una “ley superior”; en otras palabras, materializa su abolición.
Desde luego que los solidaristas no desean ir tan lejos. Dicen que sólo desean limitar la propiedad, pero mantenerla en principio. Pero cuando se ha ido tan lejos como para establecer límites a la propiedad diversos de aquellos que emanan de su propia naturaleza, uno ya ha abolido la propiedad. Si el propietario sólo puede hacer con sus bienes lo que se le prescribe, lo que pasa a dirigir la actividad económica nacional no es la propiedad sino el poder que prescribe sus usos.»[2]
En referencia a entornos contrarios a la sociedad abierta, enseña el Dr. Benegas Lynch (h):
«En estos contextos, la solidaridad, la caridad y la filantropía resultan degradadas. Se degradan cuando irrumpe aquella contradicción en términos denominada “estado benefactor”. La beneficencia, la caridad y la filantropía se realizan con recursos propios y de modo voluntario. El uso de la fuerza es incompatible con un acto de caridad. El mal llamado “estado benefactor” no sólo reduce los ingresos de quienes podrían haber ayudado a su prójimo sino que transmite la malsana idea de que es el aparato de fuerza el encargado de “ayudar” a los más necesitados, con lo que, como ha apuntado Wilhelm von Humbolt, muchos tienden a desligarse de lo que hubieran sido bienhechoras inclinaciones naturales para con el prójimo. Por otra parte, quienes reciben ingresos fruto de la coacción resultan disminuidos moralmente o, si no tienen dignidad, se convierten en activistas alegando “derechos” al bolsillo ajeno. Como han demostrado autores como Wolfe y Cournvelle, existe un estrecho correlato entre libertad y caridad y opera una especie de “Ley de Gresham” devastadora cuando el aparato de fuerza se arroga tareas “caritativas” desplazando a la genuina filantropía.»[3]
Justamente la filosofía solidarista es la que reivindican los populismos que padecen los países latinoamericanos bajo los regímenes de los Kirchner en Argentina, Morales en Bolivia, Correa en Ecuador y el comunismo chavista venezolano. Pero no solamente sucede en las demagogias populistas, también otro tanto puede observarse en el resto del mundo. Dado que el solidarismo se ha extendido sobre la faz de la tierra de manera asombrosa. Y el problema ya se conocía en el siglo XIX, cuando Bastiat exclamaba:
«Al cabo de sus sistemas y esfuerzos parece que el socialismo, por más complaciente que sea consigo mismo, no puede dejar de ser el monstruo de la expoliación legal. ¿Pero qué hace? Lo disfraza hábilmente a los ojos de todos, hasta a los suyos propios, bajo seductores nombres de fraternidad, solidaridad, organización, asociación. Y en razón de que nosotros no pedimos tanto a la ley, porque no exigimos de ella sino justicia, el socialismo supone que rechazamos la fraternidad, la solidaridad, la organización y la asociación, lanzándonos el epíteto de individualistas.
 Sépase pues que lo que rechazamos no es la organización natural sino la organización forzada.
 No es la asociación libre, sino las formas de organización que pretende imponernos.
 No es la fraternidad espontánea, sino la fraternidad impuesta.
 No es la solidaridad humana, sino la solidaridad artificial, que no es otra cosa que un injusto desplazamiento de responsabilidades.
 No repudiamos la solidaridad humana natural bajo la Providencia.»[4]
Lamentablemente, en su siglo, Bastiat no fue escuchado, y se siguió avanzando en el camino equivocado que él alertaba.


[1] Ludwig von Mises. «SOCIALISMOS Y PSEUDOSOCIALISMOS» Extractado de Von Mises, Socialism: An Economic and Sociological Analysis, capítulos 14 y 15. La traducción ha tenido como base la versión inglesa publicada por Liberty Classics, Indianápolis, 1981. Traducido y publicado con la debida autorización. Estudios Públicos, 15. Pág. 25 a 28
[2] L. v. Mises, Ob. Cit. idem anterior.
[3] Alberto Benegas Lynch (h) Entre albas y crepúsculos: peregrinaje en busca de conocimiento. Edición de Fundación Alberdi. Mendoza. Argentina. Marzo de 2001. Pág. 124 y 125.
[4] Frédéric Bastiat. La ley. Pág. 14
Gabriel Boragina es Abogado. Master en Economía y Administración de Empresas de ESEADE.  Fue miembro titular del Departamento de Política Económica de ESEADE. Ex Secretario general de la ASEDE (Asociación de Egresados ESEADE) Autor de numerosos libros y colaborador en diversos medios del país y del extranjero.