Confusión de causas y efectos:

Por Carlos Alberto Salguero.

Los controles de precios son argumentos tan poco originales como inefectivos a la hora de contener la indomable carrera ascendente del precio de los bienes. En verdad, medidas de este tipo,  fundadas en supuestas buenas intenciones de los gobernantes de turno, no advierten las causas del fenómeno sino, lo que es peor, las confunden con los efectos que el mismo provoca. Así, un mal diagnóstico, en lugar de resolver el problema, terminará por agravar la situación. 

Desde los tiempos más remotos, los gobernantes y sus funcionarios han tratado de controlar sus economías. La noción de que existe un precio justo para determinados bienes, un precio que puede y debe ser impuesto por el gobierno, es, en apariencia, contemporáneo con el nacimiento de la civilización. Por ejemplo, el Código de Hammurabi, el primero de los grandes códigos de derecho, impuso en Babilonia hace unos 40 siglos un rígido sistema de controles de precios. Dichos controles restringieron la producción y distribución, y ahogaron el progreso económico del Imperio, quizás por varios siglos.

Los gobernantes de la antigua China compartían la misma filosofía paternalista que se encontrara entre los egipcios y babilonios y que, más adelante,  sería adoptada por los griegos y romanos. Naturalmente, en todos los casos, los resultados fueron similares, devastadores. Mirando hacia atrás, una y otra vez, lo que se advierte es la historia ineficaz de los intentos gubernamentales de controlar la inflación regulando precios, sin embargo, resulta claro que se trata de una ley de la economía que muchos líderes políticos no han aprendido hasta hoy.

El miércoles 22 del corriente se hizo un anuncio para extender los controles de precios que estableció el gobierno, a partir del 1 de junio y hasta agosto, por el cual los supermercados no podrán aumentar el precio de 500 productos. La denominada campaña “Mirar para cuidar” consiste en disponer de las fuerzas políticas y juveniles con el fin de controlar que se cumpla el plan. La mandataria pidió además colaboración a los intendentes y, en alusión a los empresarios, dijo: «Parece ser que cuando aumentan los precios los aumentan (Guillermo) Moreno o Cristina Kirchner; los que ponen los precios son ustedes”.

Frente a estas afirmaciones deben aclararse, en principio, dos cosas: qué es un precio y qué, no lo es. Un precio es un tipo de cambio que se establece a través de acuerdos libres y voluntarios entre oferentes y demandantes de los bienes en cuestión. Por lo tanto, los precios reflejan la interacción de las partes involucradas en las respectivas transacciones. Se trata, precisamente, de la consecuencia del proceso de intercambio.  Es decir, son simples fenómenos accidentales de hombres que intentan mejorar, todo lo posible, su situación económica. Ahora, cuando este proceso se desvirtúa, por cuanto la voluntad de oferentes y demandantes es reemplazada por el arbitrio de un funcionario público, el sistema de precios deja de operar y su esencial función de transmitir información es reemplazada por otra entidad, el precio político o,  en este caso, el precio máximo.

Lo que se busca con estas medidas es ocultar el deterioro del poder adquisitivo del dinero con origen en la expansión monetaria. No obstante, los precios políticos, como ha mostrado la historia, lejos de resolver la cuestión notablemente la empeoran.

En primer lugar, abaratar artificialmente determinados bienes origina un exceso de demanda, es decir, se produce un desbalance respecto del precio que limpia el mercado  puesto que el  grupo de bienes depreciados estará disponible para un mayor número de compradores.  Por ese motivo, se producen colas y frustración resultantes del faltante artificial. Luego, las empresas menos eficientes o productores marginales, ante la imposibilidad de producir un precio inferior al de mercado, deben retirarse de la actividad lo que contrae la oferte y profundiza el faltante.  Finalmente, la consecuencia más grave de la intervención se materializa en la mala asignación de los siempre escasos recursos productivos, atrayendo capitales donde no resultaba prioritario invertir y ahuyentándolos desde el destino que el mercado estableció para ser atraídos. Por lo tanto, la medida que persigue el noble fin de proteger al consumidor, de precios presumiblemente exorbitantes, termina por perjudicarlo ya que entre los principales efectos se encuentran: faltantes en el momento presente, disminución de la producción futura y dispendio de los recursos productivos.

Lo que amenaza desde adentro la estructura de nuestra economía y de nuestra sociedad es el avance incontenible del Estado y la erosión del valor del dinero. Existe entre ambos un estrecho vínculo originario de sus causas comunes y de su refuerzo mutuo. Los dos se inician lentamente, pero al poco tiempo el ritmo se acelera y el peligro se acrecienta. La dificultad estriba en que es extraordinariamente difícil lograr que se oiga la voz de la razón antes de que sea tarde. Los demagogos sociales emplean las promesas de gobiernos populistas y de la política inflacionaria para seducir a las masas, y cuesta prevenir a la gente, de modo concluyente, acerca del precio que todos habrán de pagar al final. Ambos, son expresión de la relajación de aquellos principios morales firmes que otrora se aceptaban como incuestionables.

Los grandiosos planes para regular son presentados con gran estruendo y enormes esperanzas pero, a la luz de los acontecimientos, se despiden desvanecidos en el anonimato, en el mejor de los casos.

Carlos Alberto Salguero es Doctor en Economía y Máster en Economía y Administración de Empresas (ESEADE), Lic. en Economía (UCALP), Profesor Titular en la Universidad Católica de La Plata y egresado de la Escuela Naval Militar.

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